Escenario

La vida dañada: en torno a la obra teatral de Jóse Busto

José María Castrillón glosa la dramaturgia de un autor en cuyos textos se reflexiona en torno al misterio antropológico del suicidio.

/ por José María Castrillón; fotografía de portada de Laura Rodríguez /


Los cangrejos o el esfuerzo de tener que andar siempre hacia delante…// Dije que de hoy no pasa

 Marta Agudo

Mi laúd celeste/ ostenta el negro sol de la melancolía

Gérard de Nerval


«Hay noches en las que el porvenir queda abolido, en las que de todos sus instantes solo subsiste aquel que elegiremos para dejar de ser. Estoy harto de ser yo se repite cuando aspira uno a huir de sí mismo; y cuando uno se huye irrevocablemente, la ironía quiere que se cometa un acto en que se encuentra uno de nuevo, en el que de repente se llega a ser totalmente uno mismo». De esta manera describe el acto suicida Emil Cioran (Encuentros con el suicidio, 1969). Nunca, sin embargo, trazó el pensador rumano ese gesto que él creía de irrevocable autoafirmación pues, paradójicamente, en la posibilidad de poner fin a nuestra vida advertía un poso de dignidad en la existencia, lo que ayudaría al escéptico radical a continuar viviendo. Pero atentar contra la vida propia es hoy objeto exclusivamente clínico. Esta apropiación revela derivas culturales que ayudan a interpretar nuestro tiempo. Por una parte, confirma el desarrollo notable de las investigaciones psiquiátricas y neurológicas y abre una esperanzadora posibilidad a una salud pública integral; por otra, constata la reducción a la patología de una faceta del vivir ético. Dejando en un aparte la eutanasia, con dificultad se ve hoy el acto suicida traspasado por los filamentos ardientes de la ignominia, de la vergüenza o del asco existencial. La literatura contemporánea tendrá que ponderar estos hechos de una manera bien distinta a como, en su momento, los expresó la tragedia clásica.

Es en este sentido en el que cobra una parte de su relevancia la escritura teatral de Jóse Busto (la redundancia ortógrafíca aparece voluntariamente en la firma del autor). Como veremos, la supresión voluntaria de la propia vida tiene un tratamiento personal en la obra del dramaturgo asturiano, y no tanto porque se iluminen laberintos mentales o motivaciones singulares sino por lo que el acto autolítico supone en relación a los otros, a quienes toca iniciar (o rechazar) el duelo, y por los desafíos dramatúrgicos que implica su desarrollo temático y escénico.

La escritura teatral de Busto (Gijón, 1973) se articula en torno a tres piezas  (no se tienen en cuenta aquí ni obras inéditas ni textos iniciales sin fijeza escrita). El día de autos (Ñaque, 2003, Premio Marqués de Bradomín 2002) presenta ya una de las claves tonales de su teatro: un realismo crudo destilado a través de un ambiente de marginalidad radical. Ahora bien, será propósito de estos comentarios abrir las propuestas naturalistas del autor a formas menos figurativas de simbolismo poético.

La situación teatral en El día de autos no puede ser más descarnada. Dos hombres (Techos y Didier) caminan durante la noche por la playa de una ciudad mientras esperan a un camello que les proporcionará el suministro de droga necesario para continuar una noche de fiesta desenfrenada. No habrá transacción, sin embargo: la pareja golpeará al camello hasta arrebatarle toda su mercancía. Tampoco se compartirá el botín, pues deciden no volver a la fiesta y quedarse con el dinero del grupo que les hace el encargo. En su deambular nocturno de escalera en escalera, al pie del paseo marítimo, consumen continuamente drogas y reflexionan de manera breve y fragmentaria sobre algunas cuestiones de sus vidas y de la existencia. El hecho dramático, más aún si cabe, será el descubrimiento del cadáver de una joven ahogada voluntariamente en el mar. Sus diversas conjeturas sobre el hecho son sumarias y banales: «se emborrachó y se ahogó», «a lo mejor la preñaron», «suspendió muchas y se agobió». El descubrimiento de la muchacha ahogada da paso a un ritual de escarnio desprovisto de escrúpulos morales. El cuerpo será manoseado hasta en sus órganos sexuales, se afanarán en encontrar en los restos algo de valor, esnifarán sobre la espalda de la joven, se plantearán la posibilidad de abusar sexualmente del cadáver hasta sus últimas consecuencias… No han respetado a los vivos (llegan a asesinar a un policía que sospecha de su comportamiento) y no van a respetar la muerte. Porque para ellos la vida y la muerte de los otros es simplemente un horizonte de posibilidades a lo largo de un presente continuo en el que satisfacer necesidades económicas y corporales (adicción, sexo, agresividad). Se olfatea la muerte y se determina una oportunidad de subsistencia, sin más. Veremos que este comportamiento tiene un correlato simbólico en obras posteriores.

Se ha mencionado presente continuo, por tanto, sin relato. Sus decisiones inicuas son actos instintivos. No han decidido su itinerario de (auto)destrucción. Sencillamente, saltan sobre un conflicto provocando una consecuencia aún más grave. Sus recuerdos, por ejemplo de la infancia, son inconexos y fragmentarios; y completamente inexistente la anticipación de las consecuencias de su proceder. Paralelamente, reflexionan sobre su entorno sin hallar un orden. Techos se muestra esa noche confuso ante la situación de las estrellas y Didier no encuentra sentido al bullir de insectos en la arena ni a una huella solitaria junto a la orilla. La joven ha puesto fin a su vida (causa y consecuencia, fin voluntario de un relato íntimo), peroTechos y Didier cubren un camino infernal sin relato. Ni siquiera es una huida hacia adelante porque no hay conciencia de huir. No se plantean su conducta, tan solo responden a situaciones sobrevenidas. Así, su deambular nocturno por la playa, arrastrando el cadáver sometido a un vía crucis postmortem, adquiere un fuerte valor simbólico. Este deambular se estructura en torno a dos movimientos opuestos: vertical y horizontal. El primero vertebra las observaciones sin respuesta a propósito de la noche estrellada y la vida silenciosa y frenética de los insectos entre la arena. No hay respuestas. Techos no es capaz de imaginar la visión de la Tierra desde el espacio como es incapaz de tener conciencia y control sobre sus actos. Su periplo de escalera en escalera (eje horizontal) es un desplazamiento ciego e improvisado. A un lado se encuentra el paseo donde aparecen el policía y los «niñatos» que les insultan: el orden y la «normalidad». Al otro, el mar donde se deciden vidas, el lugar del relato estremecedor, tal vez el del comportamiento autodestructivo que confiere, equivocadamente o no, la dignidad y la libertad a las decisiones, y que ellos ven como un espacio incomprensible: «¿has visto eso? —se pregunta Techos al advertir un reflejo extraño en el mar— ahí adelante, como un reflejo […] ¿oyes algo? […] Nos habla […] ¿qué dice? —inquiere Didier— […] No sé, tío, paso». El asunto (o el prodigio) queda zanjado. La mediocridad y la vileza de Techos y Didier no residen únicamente en su falta de escrúpulos, sino igualmente en su incapacidad de ver un relato ni en su propio caminar ni en la vida (y la muerte) de los otros. En definitiva, el deambular de los personajes carga la acción escénica de un profundo sentido simbólico que va más allá del mero apunte descarnado de una realidad marginal.

Nada queda probado sobre las motivaciones que llevaron a la joven al suicidio. Sin embargo, en una dislocación temporal de los hechos, aparece la muchacha en la escena final advirtiendo por teléfono a su madre de que llegará tarde a casa. La presencia escénica de la joven, aunque doliente aún viva, enfatiza conmovedoramente el oprobio, llevado ya a escena, que sufrirán su cuerpo y su fatal decisión. No obstante, el relato que empujó al suicidio queda plegado sobre sí. Oculto.

El camino hacía la desaparición voluntaria es, en cambio, la sustancia argumental de la segunda obra: El gesto imperceptible de Sarah K. (estrenada en 2014, Orpheus: 2021). Se trata de un largo monólogo inspirado en la vida y en el suicidio de la directora y dramaturga británica Sarah Kane. La protagonista malvive en un apartamento gracias al apoyo, cada vez más displicente, de una amiga. Un pasado de desdicha e incomprensión la somete a un estado depresivo continuado. La figura opresiva del padre intolerante, la sucesión de abusos a la que es sometida en su adolescencia por jóvenes y hombres del barrio y su propia ansiedad de encontrar sentido a la existencia comprimen insoportablemente su vida.

Desde el arranque comprendemos que se trata de una despedida. Graba su monólogo frente a una cámara a modo de último mensaje a una persona amada, al menos en el pasado, de la que nada sabremos sino que Sarah le habló con dureza desmedida antes de separarse. A pesar de la pobreza y el desorden en el que sobrevive, Sarah despliega un tipo de ritual: lava su cuerpo, toma el último alimento y se despide de la última posibilidad que pudo haberla sostenido (en una caja de zapatos ha guardado los restos de un aborto reciente). A su manera, la protagonista compone su última obra a partir de un último gesto: quitarse la vida. Como se ha mencionado, el pasado aherroja al presente y lo sujeta a la desdicha de modo similar a como el padre marcó la letra inicial de su nombre en el brazo de la hija. Será, el recuerdo del padre, un estigma del que no sabrá librarse y del que quizá, en un proceso incontrolado de victimización, no desee desprenderse: en un gesto final antes de colgarse (de nuevo la ritualización del suicidio) se calza las zapatillas del padre como el Hijo crucificado acepta la decisión de su Creador.

Las humillaciones y la desatención pasadas ahorman su visión de la existencia: «¿A qué crees que venimos? A soportar un aguacero de alfileres. Es difícil. Vivir. Soportarse. Venimos a morir […] Nunca te resignas. Nunca. […] A eso venimos. A luchar y perder […] A regalar nuestros mejores años. Apenas duermes y ya es de día.». Visión agonística de una existencia que, casi en términos evolutivos, no está diseñada para la felicidad: «nuestras vidas incoherentes. Dañadas mucho antes de nacer». No está en nuestras manos «encubrir las marca de los genes». En un momento de la confesión deja una afirmación contundente: «nací con los ojos abiertos», y coincide con el presupuesto de Cioran apuntado al inicio: «¿Qué sería de nosotros sin ese instinto suicida? Seríamos lo más parecido a un chimpacé. Grandes saltarines pero incapaces de volar». A ese estado de percepción radical (o de lucidez aparente o de trágica equivocación) le es permitido aceptar solo un contacto abrasivo con la vida: «La verdad ensucia las manos», y en un gesto de fuerte expresividad simbólica y escénicamente justificado se acerca a la cocina y bebe de su mano el agua del grifo.

Desde luego, como todo el teatro de Busto, la obra queda compactada por el tono descarnadamente realista, cuando no feísta, de la propuesta teatral. Pero sobremanera en El gesto imperceptible… se generan connotaciones y se replican, desarrollados, elementos simbólicos ya empleados en la obra anterior. Sarah encuentra paralelismos entre la especie humana y la población de gaviotas que frecuenta la ciudad. Alzan el vuelo en su quehacer diario a pesar de las heridas (unos jóvenes les disparan perdigones) y olfatean sin ningún miramiento la muerte y la oportunidad de supervivencia. Sarah cree percibir en ellas la consecución de un lenguaje propio que sugiere en última instancia una comunidad marginal pero febrilmente activa. Se integraría esta interpretación en la visión casi darwiniana a través de la que Sarah resiente el mundo. Pero desde una lectura de conjunto, es difícil evitar la comparación de la conducta de estas aves con el comportamiento en El día de autos de la pareja protagonista.

No menos sugerentes resultan otros detalles aparentemente naturalistas. Ya hemos apuntado que, a pesar de la pobreza de su entorno vital (y por tanto de los elementos que configuran la propuesta escénica), la protagonista lleva a cabo un ritual. Sus movimientos sobre la escena (y su destartalado hogar es su escenario) parecen haber sido decididos desde hace un tiempo. Incluso sumida en el torpor del alcohol y los estupefacientes, Sarah no duda. Cumple sin conflicto aparente las estaciones de su sacrificio, entre ellas, el baño, la ingesta de agua, el lavado de manos. Nada discordante con el realismo sustancial de la propuesta; nada estridente en el vivir menesteroso pero no exento de dignidad del personaje. Ahora bien, el texto imanta elementos aparentemente dispersos. Ofrece una gravitación simbólica que acerca secretamente a las cosas, las acciones y los recuerdos que configuran al personaje. En tres ocasiones la protagonista sumerge la cabeza en el agua de la bañera; tres veces abre el grifo de la cocina; tres minutos duele el escozor de la ortiga,  tres días ha de tardar la cicatrización de una quemadura autoinfligida y tres días tarda en desaparecer el dolor (¿tras el aborto?); tres hombres la violaron en su adolescencia y tres muchachos la humillaron en el parque (y los chimpaces saltan tres veces después de vencer a un contrincante). No insistamos aquí en las interpretaciones bíblicas y místicas de la cifra. Baste con subrayar esa fuerza simbólica que aglutina las acciones y los recuerdos de esa noche. En cualquier caso, demasiada afinación compositiva como para no intentar aquí otras interpretaciones sin que ello suponga aminorar el carácter realista de la acción. La recurrencia del agua, entonces, podría sugerir una purificación exterior e interior previa al autosacrificio. Sin embargo, es posible una interpretación más. Sarah confiesa sentirse extrañamente llamada por el mar. Desde su apartamento apenas es capaz de entreverlo. Asegura, sin embargo, haber sentido cómo el mar mencionaba su nombre. Es pertinente en este punto recordar a los personajes de El día de autos: Techos bloquea cualquier implicación profunda con el mar y Didier especula con zafiedad acerca de la intención suicida de la muchacha: «una vez intenté meterme en el agua, como a esta hora, y no pude, porque está muy fría, se hubiera espabilado». Pero Sarah k. ha escuchado la llamada trágica y conclusiva del mar: «el fin del mundo llegará por el mar» (expresión ya empleada por Didier en la obra anterior pero que en boca de Sarah adquiere una dimensión más íntima). Resulta indudable la atracción que ejerce el agua sobre el personaje: bebe con ansiedad, abre y cierra tres veces el grifo sin motivo aparente, apura la respiración sumergida en la bañera … El agua podría haber sido el instrumento ejecutor de su impulso autodestructivo, como lo fue para Virginia Woolf. Sin embargo, el encierro, la debilidad física y la brutalidad de la puesta en escena (grabada) que ella misma escoge encauza (¿estéticamente?) su gesto: será un final sin agua.

La protagonista ha preguntado mirando a cámara «¿alguna vez te has parado a pensar cuál será la última frase que pronuncies justo antes de morir?». Ciertamente hay un punto de curiosidad malsana y —¿por qué no?— de narcisismo, pero también de exploración estética (estética y no simplemente esteticista). Las últimas palabras que pronuncia Sarah K. refuerzan  la sospecha de que el personaje, sin duda sufriente y desesperanzado, abraza la sombra de un último gesto poético, de una última performance sobre el escenario de su propia desolación: «¿cómo lo explicará la prensa mañana?».

Los círculos que provoca la piedra arrojada irremediablemente al agua son, justamente, la materia escénica de la obra más reciente de Jóse Busto: Lo inevitable (Orpheus, 2021. Premio Lope de Vega de Teatro, 2018). Como en el caso anterior de autocita acerca del mar como lugar del fin, la obra ancla el título en un comentario de Sarah k.: «nuestros ojos imbéciles agotados de confirmar cada día lo inevitable». En este tercer movimiento, la composición amplía un tanto el objetivo para llevar a primer plano las reacciones que el suicidio de un personaje desata en un grupo de amigos. Emmanuel Lévinas entrevió bajo la conmoción que causa en los otros el suicidio del prójimo la perplejidad de que la vida de ese ser cobre densidad en nuestra conciencia precisamente por medio de su desaparición. El arranque de Lo inevitable toma impulso en esa resignificación del otro.

Comienza la obra la noche de un viernes que no debería ser una noche más en la vida del grupo. La noticia del suicidio de su amigo Nico ha ido extendiéndose por la pequeña ciudad y van poco a poco encontrándose para compartir su conmoción. Con ellos se cruzará Rufino, un hombre de mayor edad y algo más que tío de Nico pues ha sido una especie de padre para él. La primera reacción de Rufino consiste en el reproche, en la descalificación de la vida de su sobrino. No deja de repetir la ingenuidad de su ambición por ser un músico reconocido. Afea su horizonte vital e infantiliza sus deseos. Se trata, en el fondo, de una reacción vinculada a un sentimiento de ofensa. Como puntualiza acertadamente Ramón Andrés, «el suicida es tomado por alguien infiel, alguien que ha abandonado al prójimo, al que se le debía. Un sentir de esta naturaleza descubre íntimamente la inclinación a considerarnos propietarios del otro» (Semper dolens: historia del suicidio en Occidente). Siguiendo una lógica de duelo, Rufino irá desplazando la culpa hacia sí mismo y hacia el entorno de Nico. Aunque sea bajo el aguacero de su borrachera, es el único personaje que en esas horas nocturnas completa, sintéticamente, un verdadero proceso de duelo. Moque, el único amigo que parece asumir una acción hacia la realidad de la ausencia (asistir al tanatorio, comprar una corona) no quiere en un principio participar de una noche más semejante a otras, pero se trata de un gesto inicial e inconsistente. Pronto se une a las discusiones y al consumo habitual de drogas. Las alusiones a la vida y a la decisión de Nico resultan cada vez más espaciadas. Vuelven una y otra vez a sus comportamientos adictivos y a sus querellas de grupo (celos, rivalidades, sentimientos encubiertos…). No son seres insensibles sino seres circulares. A escala diminuta, el grupo garantiza unas relaciones estables y aprendidas: fuera acechan las gaviotas ávidas de comida y en su interior la propia conciencia herida: «Pero yo, ahora, no quiero ir a casa a comer techo», se previene Amaranta. El trágico final de Nico afecta en mayor o menor medida a cada uno de sus amigos pero no altera la inercia de unas relaciones en las que no se advierte un atisbo de cambio. Como barrunta Moque en sus primeras intervenciones, nadie del grupo acudirá al tanatorio. Al día siguiente, únicamente él se acercará. Rufino, que continúa cumpliendo un «duelo ordenado», lo encontrará dormido en las escaleras de entrada, sin la corona fúnebre y con un puñado de euros que ha logrado reunir y preservar del intento de robo por parte de un miembro del grupo. Las intenciones se han quedado en esa asistencia testimonial y en la lógica de una ausencia prevista. La obra se cierra con la llamada de Rufino a una exnovia de Nico. Es él quien le da la noticia sin que lleguemos a saber si provocará otro tipo diferente de duelo. En cualquier caso, como en El día de autos, el hecho mismo delsuicidio recobraun conmovedor primer plano con el cierre escénico.

En realidad, el grupo de amigos ha hecho del presente continuo (una vez más) su material de resistencia. La excepcionalidad amarga del suicidio no subvierte el girar del grupo sobre el mismo eje. Porque en ese eje de complicidad, incluso en la rivalidad o en lo trivial y repetido, han encontrado un movimiento defensivo, un refugio donde compartir su historial de autolesiones y desorientación. Zuce pregunta: «¿seríais capaces de hacerlo?» Las respuestas: «ni de coña», «de otro modo», «yo soy feliz», «y yo». El suicidio es una expresión a través del silencio, y el silencio les asusta: (Amaranta) «¿Por qué estáis tan callados? […] El silencio me da miedo». Precisamente al silencio se dedicará la acotación más extensa y poética de la obra (acto 9). Es más, el grupo acelera el giro sobre sí mismo en los diálogos finales, breves, cortantes; intervenciones casi solapadas y astilladas por los conflictos menores del grupo.

El lenguaje es en las obras de Busto, y como no debe ser de otro modo en la escritura teatral, una expresión absolutamente plegada a los ritmos del cuerpo, a la oralidad, es decir, es palabra en acción que se articula a partir de los estados físicos y mentales del personaje. Las intervenciones alcanzan a entrecortarse, a ordenarse según un pensamiento desarticulado por la duda, la agresividad o las drogas. Busto piensa en actor y en director. Su escritura es por momentos poética o voluntariamente zafia pero siempre respirada escénicamente. Sus textos encajan en el espacio y el tiempo de la acción y piden ser leídos bajo especie dramática, en un movimiento complejo entre conceptualización y visualización. Si en su teatro las acciones son siempre expresivas, sus diálogos son siempre escénicos.

Motivos, tonos y recurrencias textuales compactan la propuesta teatral de Jóse Busto. Pero la insistencia temática no bloquea la diversidad de ángulo desde el que enfoca su obsesión por la muerte y la autodestrucción. La muerte voluntaria consuma un gesto digno y ciertamente penoso, pero triste igualmente por irrelevante. Alrededor nada se para, el hormiguero continúa su quehacer instintivo y voraz. Su teatro callejea caviloso y plástico entre sombras valleinclanescas bajo una noche violenta y sin normas (Koltès al fondo); una noche sin propósito, detenida, beckettiana. Sus acentos, exasperantemente naturalistas en ocasiones, son capaces, sin embargo, de componer rítmicas sutilmente simbólicas. Como escribió Nietzsche en La gaya ciencia, el autor intuye que «¿Acaso no caemos continuamente hacia atrás, hacia los lados, hacia delante […] ¿No erramos como a través de una nada infinita? […] ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche y más noche?», y se atreve, sin embargo, a salir a la intemperie.


José María Castrillón (Avilés, 1966) es doctor en filología hispánica por la Universidad de Oviedo. Es autor de artículos y libros de didáctica de la lengua y la literatura. Ha publicado los textos poéticos La sonrisa de un delfín (Heracles y Nosotros, 1991), Animal de compañía (Nómadas, 1998), Aún por recorrer (Magua, 2004), La vieja munición (Idea, 2005), el círculo y la piedra (Trea, 2006), gramos (Trea, 2010) y Formas de saber que sigues vivo (La Garúa, 2021). Es autor de la antología Subir al origen: antología comentada de poesía occidental no hispánica (1800-1941) (Trea, 2018). Codirigió el monográfico Antonio Gamoneda: en la lógica mortal (Ínsula, abril, 2008) y editó la antología La sien en el puño (Eolas, 2017) del poeta colombiano José Manuel Arango. Perteneció al consejo de redacción de la colección literaria Nómadas y de la revista Solaria. Es profesor y crítico literario.

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