/ por Beatriz de Balanzó Angulo /
Los cielos ardían inmensos aquella tarde de verano, el fuego parecía no querer dejar de reproducir con fuerza sus llamas, el intenso calor quemaba y las furias reían, gozaban extasiadas y miraban con una angustia contenida en la desatada hoguera las vanidades y los lamentos de un mundo perdido.
Estaba loca de rabia y de furia. Su enfado no cabía en las alas que desplegaba al tiempo que gritaba y gritaba y gritaba. La condena era justa, la condena era cierta, la condena iba a ser inminente, contundente, destructora. No podía con tanta furia, con tanto enojo, con tanto enfado. Iba a vengarse, tenía que vengarse, debía vengarse, por ley, por justicia, por desengaño y profunda decepción y asco. Su decepción debía cobrarse un precio. El alto precio de la ira que la inundaba de reproches y de indignación. La indignación era la bandera, el estandarte que la precedía, que la arrastraba, que la inscribía en el mundo del ímpetu y el furor.
Fue a buscar a sus amigas, las otras del terror ante el sentimiento de injusticia, las otras del horror ante la desesperación, las otras del ansia y de la punta afilada sin discusión. Fue a por las otras para cometer su destino.
Las encontró hurgando en la herida del río. Las encontró descansando en el borde del camino. Las encontró urdiendo planes sin rumbo. Las encontró desordenadas en el caos de su inconmensurable odio. Las encontró desamparadas en el laberinto de su ser, un poco arrugado por el paso de tanto sin perdón.
Las recogió a todas, las congregó a todas, espetándoles su agravio, la infamia merecedora de su acto invicto, la llamada a la guerra y el desastre. Y la acompañaron. Con más o menos ganas, más o menos fervorosas o cansadas, la siguieron hacia el remolino del desatado arrojo que las unía y las ataba, adueñándose de sus almas y de sus vidas.
Si había perdido una, habían perdido todas, y eso era intolerable. Debían agruparse en la revuelta sin dudas ni preguntas. Hacia el castigo. Cargadas de puñales. Ágiles en su vuelo. Iracundas hasta el extremo de los filamentos de su cabellera serpenteada. Terribles e inesquivas, perseguían, en su fuero interno, confundido ya por el frenesí incendiado, encendido e incendiario, ser benevolentes.
Volvió la cabeza y descubrió un canto a lo lejos, llegaba con el fresco aliento de la mañana, entre los árboles, acompañado por el despertar de las alondras y el aroma de los cipreses y de los pinos. Llegaba desde el otro lado, más allá incluso del lago, y lo traía un aire primaveral. Le distrajo por un momento. Le hizo sentir el perfume de la pausa y del discernimiento. Contrajo su enfado y la sumió en el detenimiento. Por un breve instante salió del espanto y escuchó algo suave, delicado, frágil, lento, pero tan certero y contundente como su rabia. ¿Cómo podía ser aquello? Nunca había experimentado el rugido de la cadencia, y pensó que no era exactamente un rugido. ¿Qué es esto? Se preguntó.
Pensó que tal vez fueran las sirenas, convenciéndose a sí misma que no debía ceder a sus encantos. Corrió a unirse con las otras, con el resto, pero tropezó con una raíz y cayó al suelo de bruces, sin tiempo a alzar el vuelo. Aquel momento previo la había conseguido distraer de su empeño. Al caer, todavía en el suelo, encontró una flor pequeñísima, entre amarilla y blanquecina, con los pétalos aún llenos de fragancia. Delicada y minúscula, aquella flor volvió a captar sus sentidos. Volvió a situarla en un lugar distinto al de la fiereza. Tardó un rato en levantarse, como si hubiera olvidado la urgencia y el desenfreno en su cometido previo. Oía de lejos a las furias, al resto de las suyas, pero no contestó ni corrió a su encuentro. Por el contrario, y en una desmedida respuesta mezcla de curiosidad y de una extraña dicha entre opaca a su entendimiento y transparente a su experiencia, se volvió hacia el canto que había oído y comenzó a caminar rumbo a aquel rugido que no era rugido ¿Qué era?
Llegó la tarde, y después la noche, y ya casi no recordaba cuál era su rumbo primero, su destino inicial, el agravio infringido que la había arrebatado en la espiral del tormento y, en su vago recuerdo, no encontraba ya los mismos indicios para una reacción tan severa, ardua e implacable. No negaba los hechos, los valoraba, incluso, pero más de lejos, más en la distancia, de otra manera, desde otro lugar que la dejaba más en paz, más tranquila, menos concernida hasta la médula de los huesos y las articulaciones de sus alas. Se dio cuenta de que éstas estaban menos rígidas, más elásticas, suavizadas desde adentro. Fue una sutil sensación definida por la percepción de disponer de alas y no estar en tensión de manera permanente. Extraña sensación, no era desagradable, en realidad, misteriosamente, le aliviaba.
Se quejó un rato antes de acabar la noche. Remojó sus pies en el agua del río y llegó sin darse cuenta a la laguna. Estaba absorta. Un poco embriagada por el desconcierto.
¿Qué te ha hecho tanto daño? Su propia imagen, reflejada en el agua, le hablaba. ¿Qué te dolió tanto?, ¿qué te quitó las ganas de vivir y te condujo al deseo de venganza con más fuerza que un gigante y más ferocidad que un ogro? ¿Qué te hicieron? ¿Qué te robó el alma? ¿Quién te robó el alma y el corazón hasta nublar tus sentidos?
Una herida la tiene cualquiera,
una herida es la misma vida,
una herida sin perdón,
porque la falta está dentro, no fuera,
nos habita el corazón
una herida sin perdón,
una herida es este son…
La reconoció, aquella voz sonaba de nuevo y resonaba en su interior. Las vibraciones llegaron hasta el agua, que se expandió en ondas como si estuviera atravesada por el movimiento de la canción. Se conmovió. Un apenas perceptible giro de cadera subió por la columna hasta su cuello y llegó a la cúspide de su cráneo que completó el giro y hasta las serpientes de su pelo se sacudieron en un relampagueante y enérgico estallido tan breve como penetrante. Había llegado algo que no sabía pero estaba allí ahora, con ella. Para quedarse.
Se sentó en la orilla. Con las piernas dobladas con las rodillas tocando su pecho. Apoyada sobre los isquiones. Retrocedió la bobina de su día y llegó al momento de «la herida». Se quedó dormida horas, hasta que la luz del sol del mediodía siguiente, con sus rayos potentes y claros, la devolvió a la vigilia de nuevo. Se acercó al charco inmenso que la había acogido el día anterior, la noche anterior. Vio de nuevo su imagen algo distorsionada en la superficie temblorosa del agua, rociada ahora también por la luz cálida, y una lágrima cayó sobre sus ojos en el agua. Una que llevó a otra, y a una tercera que abrió la puerta a un tropel de lágrimas que gotearon su cara reflejada como si de una lluvia repentina se tratara. Y llegó el dolor, apareció el dolor en su rostro, y lo vio, y se sobresaltó, y se reconoció, y se asustó, y se aligeró de la carga tan dura que llevaba mientras lloraba y lloraba y se desvanecía su carga en las lágrimas que llegaban al agua acariciando, golpeando, desdibujando su imagen líquida.
Entonces, cansada de tanto llorar, del lamento casi infinito que había aflorado de sus entrañas, desde su corazón, atravesando sus piernas, sus hombros, su nuca, sus ojos, decidió recostarse de nuevo y descansar. Cuánto cansancio aparecía una vez más. ¿Cómo era posible, si había estado durmiendo toda la noche y parte de la mañana? Un desfallecimiento, un abatimiento mayor, mucho mayor que la rabia e incluso que la pena le visitó, y no pudo entonces hacer otra cosa que estirarse y callar todos los gemidos y los lamentos. En silencio, pudo dormir de nuevo.
Al amanecer, esta vez recién llegada el alba, sintió el calor de una mano sobre su coronilla. Sentada a su lado, una hermosa mujer también alada, susurraba un canto sin letra, en voz bajita, casi imperceptible, para no despertarla, pero sí acompañarla.
Había tenido siempre el saludo y la inquebrantable apuesta de las otras furias a su lado cuando lo había pedido o requerido, u obligado. Las había tenido a su lado, mano a mano luchando. Pero aquello era algo distinto. Era una suave compañía, una quieta presencia que no entendía, pero que apreciaba. ¿Quién era aquella que la había acompañado y que calmaba su sueño con el tacto de la vida? ¿Por qué llevaba su ropa y vestía sus alas, y se peinaba como ella había imaginado al mirarse en el agua?
Le parecía alguien no enteramente conocido ni completamente extraño.
Entre las hojas de los árboles, un destello incandescente le recordó al fuego de otro modo al que había sentido en la persistente rabia de hacía dos días. Era un fuego que agitaba su espíritu hacia otro lugar. Se levantó de un brinco y sintió ganas de ¿crear? Qué subrayadamente inconcebible.
Miró las nubes, la tierra roja y el baño de los nenúfares y el revoloteo de los insectos zumbando y acariciando el aire con su vuelo. Tocó sus alas. Estaban doloridas. Se desperezó. Caminó por el bosque un rato y comenzó a hablar en voz alta. Primero era alguna palabra, tratando de dirigirse a alguien, a algún animal que pudiera merodear por allí, a los pájaros que silbaban, a los árboles incluso… Después comenzó a librarse un inusitado canto, se liberaban de su boca notas, gemidos, suspiros, lamentos, risas, y sus alas se movían de forma inesperada a cada tiempo: con danzas, aquietamientos, escenificando distintos sentimientos y por fin fue naciendo un canto que se estremecía en los claros del bosque y retomaba su ímpetu en los sombríos rincones, en la humedad del abismo tejido de ensoñaciones. Un genio en movimiento.
Entró en una composición junto a las setas, los gusanos, las flores, los insectos voladores, las hojas y las ramas, la tierra húmeda, las copas de los árboles, la luz entretenida de mil tonos y colores diferentes, vio el cielo y brincó en el suelo, hasta voló en la música invisible de sus alas, que se llenaron de sangre de nuevo, circulando a un ritmo nuevo y con una cadencia inspiradora. Respiró y de un manotazo creó mil profundos átomos de energía. Alegría mezclada con tristeza. Había nacido un gesto. Repleta de lo que desprendía, fue perdiendo fragmentos de vida mientras daba paso a la existencia. Nació una danza de mil pasos, y de cada paso se creó una armonía. Disonante en ocasiones, hermosamente melódica en otros. Aguda en la pirueta, furia y musa se disolvieron en gracia y el ingenio cobró vida. ¿Acaso Alecto y Polimnia habían convivido por un fugaz instante atravesando el dolor en un mismo ser?

Beatriz de Balanzó Angulo (Barcelona, 1973) es licenciada en periodismo y en psicología. Ha publicado relatos en diversos libros colectivos: El legado de Gabo (2016), Cartas quemadas (2018) y Terra Vacua (2018). El relato que ofrecemos a nuestros lectores forma parte del volumen El ángel que no duerme, de próxima publicaciñon en Ediciones Trea.
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