/ por José Manuel Ferrández Verdú /
Ningún escarabajo ha alcanzado nunca puestos de responsabilidad en ninguna compañía de seguros. Franz sabía esto, y por eso mismo era renuente a asistir al trabajo la mañana que se levantó convertido en un asqueroso octópodo. Lo comentó con su propia familia, que al salir del dormitorio lo miró con cierta desconfianza, más que nada por el gran número de patas que había adquirido durante el sueño:
—Debes de haber tenido una pesadilla horrible —le dijo su padre al verlo.
—Calla, calla: ni te lo imaginas.
—No tienes buen aspecto —dijo su madre.
—No me encuentro bien; no sé si iré esta mañana a la oficina.
—Debes ir —dijo su hermana—. Mientras no tengas fiebre, tómate un fármaco y cumple con tu deber. Si todos hiciéramos lo mismo ante el más mínimo contratiempo, el país dejaría de funcionar.
—Ya, pero es que no estoy seguro de poder desempeñarme con todo el fervor con que lo hago habitualmente. Con tanta pata, seguro que alguna de ellas la voy a meter.
—¿Dónde la vas a meter?
—No sé, pero ya se me ocurrirá algo.
—Deberás ser más cuidadoso.
Como pudo se vistió, de aquella manera. El traje apenas podía metérselo en el cuerpo y tuvo que hacerle agujeros suplementarios para sacar algunas de las patas que se negaban a plegarse. Por la calle, la gente lo miraba de una manera que no pasó desapercibida a Franz. En la oficina adoptó un aire de naturalidad para no dar mala impresión. Sin embargo, algún compañero se le quedó mirando con una interrogación en la cara.
—¿Cómo estás? —le preguntó su jefe.
—Bien. Algo molesto, pero bien.
—Parece que te noto raro.
—Hoy me he levantado con alguna pata de más y llevo un caparazón duro. Además, mi cara es un poema, como habrás visto. Supongo que se me pasará a lo largo de la mañana.
—Hoy vienen los berlineses a firmar el contrato. Es importante causarles buena impresión. Nos estamos jugando mucho con esta operación, pero confío en tu habitual serenidad de espíritu para conducirlos amablemente hasta la ratonera.
—Gracias, Peter. Puedes confiar en mí. No te defraudaré: creo que los tengo en el bote.
—¿Crees que podrás controlar todo ese lío de patas que te sale por los laterales? No sé, parece que son demasiadas para presentarte delante de esos tipos tan estirados. ¿Y si te cortaras alguna? No creo que las necesites todas para una simple firma.
—Sería peor, pero no te preocupes, que creo poder estar a la altura.
—Desde luego que has elegido el peor día para venir hecho un cristo a la oficina.
—Ya, pero ¿qué quieres que haga? Esta noche he soñado cosas horribles. Me he despertado sudando varias veces y no he podido ni ir a mear. Me salía un caldo espeso que ha dejado el baño peor que una pocilga.
—Procura que no se den cuenta de tu situación. Tu cabeza parece una cosa mala. Tienes pinta de mosca gigante o de Dios sabe qué.
—Es que parezco un insecto.
—Un coleóptero, diría yo.
—Sí.
—Y esa boca llena de pinzas, palpos y cosas que ni se sabe qué son… ¿Cómo vas a explicarles los términos del contrato con claridad?
—Ya me conoces. Soy tu mejor vendedor; no me niegues ahora la oportunidad de ascender hasta lo más alto.
—Será mejor que te acompañe Laura. Siempre te ha ayudado con las dificultades.
—Me parece bien.
El jefe salió del despacho de Franz y algunos empleados se acercaron a preguntarle por lo que estaba pasando. Franz vio como hablaban con Peter y señalaban hacia él con sus caras un poco horrorizadas ante la visión de los cambios que había experimentado. Alguno incluso pareció elevar el tono de voz. Tenía enemigos en la oficina y alguno de ellos aprovecharía aquél incidente para intentar ocupar su lugar ante los alemanes y escalar en el escalafón, dejándolo tirado en su puesto otros cinco o seis años, hasta que se presentara otra ocasión como aquella.
Por fin, se disolvió la reunión, y al poco llegó Laura. Al entrar y verlo, no pudo evitar llevarse la mano a la boca para disimular un gesto de espanto y asco.
—¡Pero hombre! ¿Qué te ha pasado?
—No lo sé, Laura. No me lo preguntes, porque sé lo mismo que tú.
—¡Madre del amor hermoso, eres un monstruo!
—No me digas esas cosas, por favor. Estoy intentando superarlo. Precisamente tenía que pasarme hoy, que tenemos todo el lío ese del contrato del seguro para esa expedición al Amazonas. Quiero que todo siga como si no pasara nada. Con tu ayuda, estoy seguro de poder resolver la situación, pero necesito que me apoyes y no hagas caso de lo que veas en mí. Lo único que pasa es que tengo la cara cambiada, alguna pata de más y un caparazón negro, pero sigo siendo el mismo de siempre. Hace mucho que me conoces y puedes confiar en mí, ya lo sabes.
—Por supuesto que sí. Estoy dispuesta a apoyarte en todo —dijo ella, sin que de su rostro desapareciera la expresión de horror.
—Venga, siéntate y repasemos una última vez las cláusulas. No quiero dejar nada al azar.
—Ya, claro.
Una de las patas empezó a temblar e intentó coger un tintero que había sobre el despacho, con tan mala fortuna que lo derramó sobre los documentos.
—¡No, por favor! Pero ¿qué te pasa?
—¡Perdona! Ha sido un lapsus, creo que esta pata quiere vivir su propia vida. Corre y trae copia del contrato.
Ella salió corriendo como alma que lleva el diablo y los que estaban cerca la vieron tropezar y caer de bruces al suelo, de donde se levantó y prosiguió su carrera hacia alguna parte. Franz, mientras tanto, trataba de organizar todas las patas al compás de una cancioncilla que se inventó para que se movieran al mismo tiempo, y poco a poco fue logrando que cada una se moviera según su voluntad, que tenía también un poco estropeada del susto. Al cabo de una hora, volvió Laura con gafas de sol y un nuevo contrato.
Cuando llegaron los alemanes, se reunieron con ellos en un salón de conferencias. Eran dos hombres y una mujer hermosa que vestía con cierta alegría y fumaba un pitillo, dando a entender que era alguien moderno y sin complejos. Luego entraron ellos y los saludaron en alemán. Los expedicionarios experimentaron una intensa emoción al comprobar que uno de los empleados se había disfrazado de escarabajo. Pensaron que tal vez con ello la compañía de seguros intentara solidarizarse con ellos, ya que iban a realizar una larga peregrinación científica por la Amazonía en busca de nuevas especies zoológicas y botánicas.
—¡Qué gran idea han tenido ustedes con eso de traer un bicho tan horrendo para firmar! Les agradecemos sinceramente su empatía para con nuestro viaje.
—Sí, la verdad es que nos gusta que nuestros clientes se sientan con nosotros llenos de confianza, y por eso tratamos de adaptarnos lo más posible a sus esquemas emocionales… —dijo Laura intentando sacar partido de la confusión.
En este instante, se abrió la puerta de la sala de reuniones y entró Klaus, el principal enemigo que tenía Franz en aquella oficina, y que desde hacía mucho tiempo solo anhelaba ver fracasar al pobre Franz para pisarle el cuello y destruir su reputación.
—¡Alto, un momento! He estado escuchando sus tonterías y vengo a decirles que este contrato es una auténtica basura. No tienen ni idea de lo que está pasando aquí.
Franz y Laura lo miraron con auténtico pánico, pero eso no impidió que el propio Franz se acercara al intruso y, con sus patas sobrantes, lo empujara fuera del recinto, para que no siguiera con su discurso que podría ser letal para la negociación. Del empujón, el idiota de Klaus fue dando traspiés hasta chocar contra una mesa con la que se dio un golpe tremendo en la cabeza, y cayó al suelo inconsciente. Un pequeño charco de sangre se formó cerca de su oreja, ya que al parecer dio contra una esquina puntiaguda y se rompió el cráneo. Estaba muerto.
Al ver el espectáculo que se había organizado, los berlineses se pusieron en pie para ver mejor al muerto y acudieron algunos otros empleados que, al darse cuenta de lo ocurrido, miraron hacia dentro de la sala de juntas en busca de respuestas.
—Ha sido un accidente —dijo Laura .
—¡Cómo un accidente! —dijo una compañera llamada Liza, que era la amante de Klaus—. ¿Qué clase de accidente?
—Klaus quería malograr el trato y entró gritando y armando un escándalo, por lo que Franz no ha tenido más remedio que empujarlo fuera para poder continuar las conversaciones con estas respetables personas. No sé si sabrás que se trata de algo muy importante.
—¿Tanto como para matar al pobre Klaus? —dijo la otra.
—Nadie ha querido matarlo.
Los clientes estaban un poco confusos y no sabían qué pensar de todo aquello. Enseguida acudió Peter, que intentó tranquilizarlos y hacer que se volvieran a sentar para que el negocio no se fuera al traste. Luego salió fuera y cerró la puerta para solucionar lo del muerto sin que aquello interfiriera en la firma de aquellos clientes decisivos.
—¿Cómo ha podido pasar esto? ¡Qué desastre! Esta mañana no va a ser precisamente la mejor de la oficina.
—Ellos lo han matado para que el monstruo ese pueda continuar con su trabajo, como si no hubiera pasado nada. Hay que llamar a la policía.
Mientras tanto, Franz y Laura intentaban que los clientes alemanes firmasen el seguro con razones contundentes.
—Este contrato no se les va a olvidar a ustedes ni a nosotros, sino que formará parte de la historia de esta compañía.
—Eso pienso yo —dijo la mujer llamada Petra—. Espero que este incidente no sea un mal agüero para nuestro viaje. Son muchos los peligros que nos acechan en la selva, y no nos gustaría que ningún insecto nos tratara de esa manera.
—¡Ja, ja…! —rio Franz con una risa académica y forzada—. ¡Qué cosas se le ocurren a usted!
—Ese sujeto que han visto entrar —dijo Laura— no era precisamente un santo varón, sino que lo que buscaba era la ruina de ustedes y la nuestra propia, por lo que deberían alegrarse de que haya acabado así.
—Mujer, ¡tanto como alegrarnos de que esté el pobre frito o casi…! Eso no se lo deseamos a nadie. Pero ¿cómo es que tienen aquí empleados tan perversos y monstruosos como ese chico?
—Es lo que da hoy el mercado, además de que las leyes los protegen, porque los consideran los débiles, pero tenga en cuenta que siempre se cuela alguna alimaña como esas, abusando de la buena fe del sistema.
Mientras tanto, Franz, en su nuevo formato, había empezado a emitir un sonido extraño y por su espalda se escuchó un ruido como de tela que se rasga, para dar salida a cuatro élitros que se pusieron a vibrar y agitarse hasta hacer que el pobre se elevase sobre su asiento y revolotease por el techo, dándose trompicones contra armarios y lámparas, hasta que cayó de nuevo al suelo, presa del agotamiento coleoptérico.
Los alemanes estaban muertos de risa al ver con qué perfección la compañía había imitado el bicho aquel en homenaje a sus propósitos científicos, de manera que al ver la ejecución del baile aéreo, firmaron sin dilación el contrato y salieron de allí contentísimos.
La policía detuvo a Franz como autor del homicidio involuntario. El inspector Espinilla fue el encargado del caso y lo primero que hizo fue interrogar a todo el mundo.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Lo que usted ve.
Espinilla miró a Franz con cara de no saber cómo dirigirse a él, si como monstruo o como empleado.
—¿Por qué ha venido de esa manera a trabajar?
—Íbamos a contratar con unos expedicionarios y queríamos agasajarlos. Van en busca de insectos desconocidos y flores.
—Y ¿eso es todo? ¿Por qué empujó de mala manera al señor Klaus?
—Se quiso entrometer en un asunto que no era de su incumbencia.
—Y ¿de qué manera quiso entrometerse?
—Entró como un huracán en la habitación y comenzó a gritar.
—Los otros compañeros están convencidos de que a usted le pasa algo raro y lo acusan de ser un mal bicho.
—Los hechos son irrefutables. Yo me limité a empujar fuera al imbécil de Klaus, y luego fue él solo quien se quiso pelear con el canto de la mesa. ¿Qué podía hacer yo?
—Bien. Le creo porque eso es lo que han dicho. Sin embargo, existe cierto malestar con usted en esta oficina, y quiero que me explique las razones de ello.
—No tengo nada que explicar.
—Está bien. Además del caso de Klaus, creo que existe contra usted una acusación y un proceso que viene de muy atrás. Al parecer, hace años que se le viene viendo entrar y salir en los principales departamentos del Ministerio de Justicia, en busca de no se sabe qué.
Ante esta nueva acusación, el pobre Franz se puso nervioso y sus patas comenzaron a moverse sin discernimiento ni orden alguno, de manera que el propio Espinilla tuvo que apartarse de un salto para no ser arrasado por aquellos oscuros zarpazos que daba con sus extremidades deformes y horribles.
—Lo siento —dijo—. Es que, al no llevar zapatos, no puedo controlar todos estos pies que andan a su aire.
—Dice usted que lo que lleva es un disfraz.
—Bueno, no tanto. Yo ahora voy a quedarme así durante algún tiempo.
—Y ¿con qué propósito?
—No lo tengo muy claro. Quiero empezar una nueva vida y, con mi aspecto actual, ¿quién sabe qué nuevas oportunidades podrán ir presentándose? De hecho, el contrato con los que iban a Brasil ha sido todo un éxito, debido precisamente a mi estampa. Quiero probar nuevas experiencias. Ahora vuelo y todo —y se señaló a la espalda donde se veían los élitros en reposo debajo del caparazón—. Puedo ir adonde se me antoje sin gastar en aviones, ni barcos, ni nada; puedo alcanzar cimas de montañas y barrancos tortuosos.
—Pero ¿qué relación tiene todo eso con su trabajo?
—Ninguna. Ya le digo que estoy decidido a cambiar de vida y buscar mi propio camino. No voy a ser un esclavo para siempre: alguna vez tendré que elevarme por encima de mí mismo para disfrutar del sol y las nubes.
Al final absolvieron a Franz de la muerte de Klaus. Él y Laura dejaron la oficina y se largaron, ella encima de él, volando hacia alguna parte. Él libaba flores y arrancaba frutas de los árboles y comían de lo que pillaban. También pillaban cogorzas juntos, de manera que, entre el whisky y el zumbido de los élitros sobre los árboles, los dos amantes vivían un idilio como pocas veces el mundo ha alcanzado a ver.
Estuvieron en América, en Oklahoma, donde se había inaugurado un teatro integral, y muchos americanos subidos sobre columnas miraban desde la distancia lo que pasaba en un escenario montado sobre un monte. Allí interpretaron obras de Pinter, Arthur Miller, O’Neill, Shaw, Calderón, Pirandello, Strindberg, Ibsen, Beckett, O’Greilly, Joyce, Elliott, Lope, Sófocles, Moliere…

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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