/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
Si la literatura tiene como punto de partida el entretenimiento y el de llegada es la trascendencia, el punto de partida de esta novela es la construcción de una estatua. ¿Cuál es, entonces, su punto de llegada?
Todo empieza y termina con la apocatástasis, un feo vocablo que esconde una realidad hermosa. Orígenes de Alejandría la define como la «redención universal por la que, al fin de los tiempos, todas las criaturas volverán al seno de su creador, sin distinción entre justos o pecadores, ángeles o diablos» (p. 15). Papini se hace eco de ello en un manuscrito sobre la papisa atea. La protagonista (Djavnina) encuentra ese manuscrito. Y entonces se entrega en cuerpo y alma a la pasión; a la misma misión que se describe en esas páginas. «¿Recuerdas el manuscrito inacabado de […] La papisa atea?», dice: «quiero concluir con mi vida aquella historia» (p. 584). Giovanni Papini nos da la clave de aquel misterio:
—[…] Usted […] alberga la esperanza de una redención que englobe a los ángeles caídos y a los hombres por caer.
—El papa ateo de Browning […] habría disfrutado imaginando ese regreso de Lucifer al seno paterno. […] mi intención inicial tenía distinto sexo.
—¿Distinto sexo?
—Pensé en una papisa (p. 499).
La acción se desarrolla en una ciudad imaginaria llamada Agghiarka. Está en el país de Akantolia. La baña el río Gaamkar, de aguas tumultuosas, sobre el que se levanta, majestuoso, el puente de San Küpriam. Los protagonistas son Jozseph, Goggins, Simão y Djavnina.
Jozseph Kirlian es un escultor que ha perdido a su hija.
Amadeus Goggins es un extranjero, enigmático e inquietante, multimillonario, que vive en los Estados Unidos; es dueño de la empresa GHO Empire y su nombre tiene que ver con Gog, rey de Magog, una novela de Papini donde aparece un personaje llamado Goggins (p. 40). Es a la vez filántropo y solitario, ¿un enviado del diablo o una especie de mensajero de Dios?
Simão de Magalhães e Pinto da Silveira es un joven profesor portugués, matemático, doctor en ciencias religiosas, empeñado en hacer una investigación sobre la Patrística, que se centra en la relación entre san Küpriam y Firmiliano de Cesárea; está disfrutando de una beca de la Fundación de Estudios Teocráticos, propiedad del señor Goggins. Le gustaría dar la vuelta al mundo, pero no circunnavegándolo, como Magallanes, sino «de otro modo, como se hace con los calcetines para lavarlos» (p. 584).
Djavnina es una niña de once años cuya madre es prostituta y su padre drogadicto; es explotada en un tugurio llamado El Parthénope, donde también trabaja una stripper llamada Miss Barry. Es la protagonista principal. Tiene el pelo negro y los ojos malvas, como Liz Taylor, pero también como Lucifer (en algún momento se llega a decir que parecen ascuas ardientes). Es tan misteriosa como Goggins. ¿Es Djavnina una mujer redentora, la nueva enviada de Dios?
Todo empieza cuando Goggins consigue disuadir a Jozseph de que no se suicide. Luego le invita a tomar vodka en una taberna llamada El Parthénope y allí conocen a una niña a la que Goggins quiere salvar; entonces le propone que la adopte. Paralelamente, Jozseph recibe el encargo de construir una estatua que recuerde la leyenda del puente de Agghiarka y será la estatua de un diablo: el diablo de la gula, del buen yantar, siempre en consonancia con el cordero asado y la economía de Agghiarka.
Los antagonistasse integran en un par de asociaciones ultracatólicas («Lexarca» y ASKÜSARU) apoyadas por un partido de extrema derecha llamado KOZ. Se oponen de manera violentamente intolerante a la construcción del diablillo, pretextando que esa estatua va a convertir la ciudad en un foco de cultos satánicos. La persecución despiadada que emprenden contra Jozseph sirve al autor para contar las abominaciones y malas prácticas a las que se entregan las personas supuestamente defensoras de la virtud; en algunas páginas el autor desarrolla un humor mordaz donde el odio se hermana con el afecto; porque el autor ama, en el fondo, a las personas a las que critica, como Dios ama en el fondo al diablo.
Lo que viene después es una cadena de acontecimientos y sorpresas, de ritmo apasionante y desbordantes de emoción, donde las aventuras de los personajes corren paralelas a una aventura espiritual. Frente a la figura del hombre redentor, que aparece en el Evangelio, se postula aquí la de una mujer redentora; el camino de las estrellas (esta es una preciosa metáfora) está trazado para que Djavnina lo recorra.
Literatura y filosofía
Hay un derroche de erudición que enriquece la novela sin lastrarla. Se cita a filósofos, científicos, escritores (hay que destacar a Papini, el más importante de todos; encontramos a Pessoa, san Mateo, san Juan de la Cruz, Lactancio, Orígenes, Eça de Queiroz o Tomás Sánchez Santiago; paso por alto un buen puñado de ellos).
Ahora bien, la literatura debería ser entretenimiento, enseñanza, pensamiento y trascendencia. Hay aquí una voluntad de no caer en el pecado capital de todo escritor, que es aburrir a sus lectores (p. 14), y ciertamente Agnus diaboli no cae en él; pero lo hace con todas esas páginas cargadas de erudición. El entretenimiento es condición necesaria de la literatura, pero no suficiente. En otras palabras, se trata de resolver la difícil relación entre literatura y filosofía. ¿Cómo se puede conseguir? No lo sé, pero lo cierto es que nuestro autor lo consigue.
Intuición e inteligencia
Cuando Simão ve que un hombre orina mucho, sospecha que padece de la próstata; y cuando la policía ve a un hombre muerto sobre un pavimento resbaladizo, deduce que ha debido resbalar y desnucarse. Eso es la inteligencia de la razón.
Pero también hay una inteligencia de la sinrazón, y es la intuición: ese «don escurridizo […] para el que no existen reglas ni manuales» (p. 422); otras veces las intuiciones parecen «hierros encendidos» que tienen más que ver con una especie de «razón irracional».
José Antonio Abella es un escritor racional donde los haya; y sin embargo cree que la intuición, sin someterse a regla alguna, nos puede llevar más lejos que todas esas reglas que guían los procedimientos racionales. La razón nos da el control de las cosas, pero la intuición nos controla. ¿Cómo pueden convivir las dos si parecen incompatibles? Y sin embargo, en la literatura de José Antonio Abella conviven.
El estilo
El autor reproduce el habla vulgar sin caer en la vulgaridad, y eso le honra; utiliza diferentes variedades de estilo coloquial y culto; se extiende desde el realismo, unas veces descarnado, otras mágico, hasta desvanecerse en las zonas nebulosas de la poesía; una vez en ellas, alcanza cotas expresivas realmente sublimes. Podemos encontrar, en boca de gentes del hampa, el habla de las chabolas. («Tu padre vino pacá cuando s’enteró de la lotería, no fuese que l’habría tocao algo a la Biljana, que ya’staba tiesa la pobre. Y él fue quien lo revolvió to, no vaya a pensarse la poli qu’hemos roabo ná nosotros, que semos gente honrá y ahí n’había na que robar» (p. 432). Otras veces encontramos buenas notas de humor, como cuando de Jozseph Kirlian dice que «sus conocimientos jurídicos no iban más allá que los de un pollo en un matadero» (p. 361); o cuando en el colegio de las monjas la toca alada le daba a la Madre Fundadora «el aspecto de un murciélago albino retratado en pleno vuelo» (p. 148).
Hay metáforas cargadas de realismo; un realismo descarnado, que caracteriza los disparos de las pistolas como «detonaciones secas, como el estallido de una rueda, apagadas enseguida por el silencio de las estrellas y el fragor de la corriente» (p. 21); y «lo que allí se respiraba no era aire, sino un dolor espeso» (p. 479); y lo inmaterial se vuelve material cuando las «noticias fúnebres […] viajan de boca en boca, alojadas en las gotitas de saliva como los virus de la gripe» (p. 87).
Estilo poético. «El agua negra del Gaamkar no mostraba reflejo alguno y su bramido sordo parecía salir de las entrañas de la tierra, como si el magma de un volcán invisible borboteara bajo el puente» (p. 31). O cuando «de aquel hombre vestido de negro emanaba un aura plateada y tranquila, similar al resplandor del cielo en los días de nevada» (p. 55). Djavnina tiene unos «ojos oceánicos —prosiguió el portugués […]—, me recuerdan a las puestas del sol en el cabo de Roca, allá en mi patria, donde termina Europa» (p. 142). Y la muerte se apodera de un hombre joven cuando «entre su nariz y su boca se habían marcado unas arrugas profundas, parecidas a los cortes abiertos en la corteza de los panes. En sus ojos brillaba una luz pastosa y amarilla, muy débil, como la que rebota sobre un vidrio erosionado por el mar en una playa pedregosa» (p. 580). He aquí una muestra del vuelo que el aliento poético desprende algunas veces.
Pero hay un recurso que entronca directamente con los antiguos cantares de gesta y es el epíteto épico. Sabemos que el Cid es «el que en buena hora nació», «el que en buena hora ciñó espada», y Fernán González es «el buen conde». También aquí encontramos algunos de estos epítetos: Agghiarka, por ejemplo, es la «levítica ciudad» (p. 187); el dueño del bar Parthénope es «el tuerto» (p. 54); los enemigos de Agghiardeo son «los cruzados de San Küpriam» (p. 212); Leokides Lekinova es la «profesora de religión pagada con dinero público» (p. 212); Papini es «el viejo león de la Toscana» (p. 500), Djavnina es «la emperatriz del Nilo» (p. 328), Goggins es el «hombre vestido de negro» (p. 55) y Septimia es la «boa constrictor» (p. 289).
Reivindicación de la mujer
«Ketty Horvat era una mujer inteligente, sensible, culta, dotada de una enorme capacidad artística que fue siendo arrinconada por las circunstancias de su vida, incluida la de ser mujer en un mundo regido por hombres» (p. 550). Por eso Giovanni Papini transforma un papa ateo en una paisa atea. «Pensé en una papisa», dice, «algo todavía más improbable en esta iglesia misógina donde las mujeres parecen destinadas al papel de monjas limpiadoras. Reconozco que tampoco yo he sabido tratar a las mujeres de igual a igual, quizá por algún complejo que arrastro desde la infancia» (p. 499).
José Antonio Abella también se mete en el corazón de las personas; procura ver lo que hay en ellas y ese ejercicio de comprensión logra que el asco se transforme en pena y su rencor se vuelva compasivo; por eso dice que «lo que Septimia Zurrunkova escondía […] era […] su propio y enorme corazón herido» (p. 326). Y la dignidad: María Antonieta, la última reina francesa, «subía los peldaños del patíbulo con enorme entereza». Nuestro autor no es, ciertamente, un escritor feminista, pero esta novela es desde luego una defensa cerrada de la mujer; merecería ser llamada, con toda justicia, una novela feminista.
Por estas y otras razones es tan recomendable su lectura.

José Antonio Abella
Valnera, 2022
600 páginas
24 €

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
0 comments on “Agnus diaboli”