/ por Jorge Praga /
Imagen de portada procedente de The fire within: a requiem for Katia and Maurice Krafft
Un festival que mira al mar, que lo siente como referencia ineludible. Lo hace al comienzo de cada proyección con unas imágenes extraídas del corto Cinetract, firmado por Elisa Cepedal. Si el año pasado Ramón Lluis Bande nos acercó la playa de San Lorenzo con las fotografías de Constantino Suárez de casi un siglo antes, ahora la cineasta de Barredos recupera el verano querido o soñado por los habitantes de su cuenca minera para las vacaciones estivales. Una playa bajo la ley de la sinécdoque, sugerida por primeros planos de barrigas, rodillas, espaldas al sol, manos que sostienen un helado o rostros en escorzo. Con el envoltorio de un sonido casual de olas, voces, pitidos, músicas. Es una captura que atiende a la indolencia de lo matérico, a la vaguedad y vaguería de los protagonistas. Y que prolonga su materialidad en el sistema de rodaje con una cámara analógica de 16 mm. que solo permite tomas de unos segundos, dejando una imagen casi cuadrada a la que se adhieren perezosas motas de polvo en los márgenes. El sol que cierra la obra dura un fotograma, un parpadeo. Un cine de agitación, dice la directora desde el título. De agitación de la memoria, de su sensibilidad retroactiva, de su calor.
I. La mortaja
«Mi padre no conoció al suyo, murió cuando tenía tres meses, en 1937. Una tarde, hace poco tiempo, me preguntó si podía averiguar en qué lugar había muerto. Para empezar a investigar tuve que preguntarle su nombre. Ni siquiera sabía su nombre. Se llamaba Felipe García Moro. Ahora sé que era minero, y que murió junto a otros cientos de milicianos el primer día de los tres que duró la última gran ofensiva republicana para defender Asturias. Nada más. La mayoría de ellos desaparecieron. Sin tumba, sin nombre».
Este es el mandato que se incrusta en el comienzo de Hilos, el largometraje de Tito Montero: buscar la tumba de un desaparecido, encontrar lo que no existe. Un mandato, un ruego personal que compromete a Tito Montero para que preste su voz, para que ponga el ojo registrador en su cámara recién estrenada, para que desande un camino borrado por el tiempo y el olvido político.
El director escoge para la investigación el formato de diario sin cronología, de anotación fragmentaria con su cámara temblorosa (no hay trípode que la fije) y su voz reflexiva. Solo dispone de hilos sueltos del pasado, como los que quedaban en el suelo de la estancia donde su madre trabajaba de costurera. Elaborar una película es como hacer una prenda, dice la voz del narrador. La prenda que vista el pasado del abuelo, la mortaja que dignifique su cadáver y temple la pena de sus descendientes. Buscando entre esos hilos dispersos Tito Montero remonta el tiempo hacia sus padres, hacia sus abuelos: las relaciones que establecieron en Fierros, en Cuna, las casas que habitaron, los relojes que marcaron su tiempo. De aquello resiste alguna fotografía y una voz sin apenas melancolía que las recubre. Siempre con el blanco y negro en la imagen, con los grises intermedios como fibras exclusivas de la memoria. Como hilos. Cuando las huellas no son suficientes, el narrador apela una y otra vez al mismo esfuerzo: «Imaginemos…». Es un trayecto vagabundo, un avance sin plan, una película al albur de recuerdos sin estructura, fiel al recorrido de su azarosa investigación. Su relación con el espectador cuenta con su complicidad más que con su absorción narrativa, con el reconocimiento compartido de un conflicto que va más allá del mandato particular que lo origina. La mortaja final que tejen las imágenes apela a la vez a lo concreto y a lo abstracto. Una sucesión de extraordinarias fotografías de Constantino Suárez nos lleva a los escenarios de la batalla en El Cimeru en 1937, pero, ochenta y cinco años después, la cámara viajera de Tito Montero no encuentra en el lugar, más que restos difusos de trincheras y, sobre todo, el vacío. Un vacío y un silencio emocionado que recuerda el del minuto de duelo que reclamaba en cada lugar sin tumba Ramón Lluis Bande en Equí y n’otru tiempu. Y otra vez el mismo estremecimiento, misterioso, irrefrenable.
II. La broma
El padre oteado desde la broma hasta donde sea posible, hasta donde le sea posible al gran Mariano Llinás, que confesó tras la primera proyección universal de su película que como director había encontrado por fin su destino en la comedia. «Mi destino es un destino de comedia», subrayó con énfasis serio, pero envuelto en el eco de las risas que todavía flotaban en la sala, llegadas desde cualquier rincón de su Clorindo Testa. En los primeros compases Mariano Llinás se dirige a cámara y manifiesta la materia de partida del filme: un libro que su padre, Julio Llinás, escribió sobre el arquitecto y pintor Clorindo Testa. Pretende ceñirse a ese libro, dice muy solemne, y no meterse en autobiografías de «esas que tanto hay en el cine de hoy», ni las dedicadas a la figura del padre «que se ponen a sacar fotografías de una caja». Un proyecto serio, que le evite «quedar como un pelotudo». Sin embargo Llinás, que también es actor, sabe dar el giro necesario a sus declaraciones y a sus pasos para abrirlas a la ironía, y con ayuda del espejo traidor acercarse sin cesar a lo que tanto dice temer: a un pelotudo. La película transcurre a la par de su rodaje o elaboración, con las dudas que surgen en la sala de montaje o la inesperada aportación de un artículo que sale en La Nación durante el rodaje y que compara la vida de Julio Llinás con la Argentina peronista, nada menos. Con tantas coincidencias y desatinos, al espectador le invade la sospecha de que el tal Clorindo Testa puede ser una ficción a la manera del Zelig de Woody Allen. O una recreación de la prosa narrativa, como aquel pianista Bruno Gelber que tejió Leila Guerriero, otra cima argentina. Lo cierto es que, para el funcionamiento de la obra, lo mismo da verdad que invento, ficción que documental. Lo que importa es la deriva que toma la verborrea del narrador-director, empeñado en unos principios a los que traiciona nada más formularlos. Salpicado por su propia gracia irreverente, todavía le queda hueco y tiempo a Llinás para dejar en el fondo de la pantalla un rastro de cariño a su padre, al arquitecto, a su país. Humor para el amor. Qué macanudo Clorindo Testa.
III. El estilo
Alguna vez se han querido clasificar las distintas películas de un cineasta como capítulos separados de una obra única que crece en el tiempo, ramificándose en la diversidad de sus anécdotas pero sin perder el tronco común que las vivifica. Los eternos dialogantes de Eric Rohmer o los conflictos de los ricos burgueses de Woody Allen podrían ser ejemplos de esta tentativa. Y, efectivamente, bastan unos minutos, o casi segundos, de La novelista para etiquetarla como una nueva entrega de Hong Sangsoo, el cineasta coreano que ya es casi una marca propia del festival. Los rasgos de estilo imponen una primera y ya definitiva identificación: plano de conjunto de personajes estáticos que dialogan a la manera entrecortada y musical de su país; ligeros reencuadres para captar cualquier matiz; silencios seguidos de contenciones y pequeños progresos en los diálogos; y, antes o después, ese uso brusco del zoom para matizar el encuadre o para enfatizar alguna de sus zonas. Nunca el cambio de plano en una misma secuencia, siempre la frontalidad ante el grupo que deja al espectador como un invitado silencioso y atento, aunque nunca igualado al resto de los participantes (una pequeña elevación de la cámara o una mayor distancia recuerda siempre el carácter de observatorio que tiene el emplazamiento de la cámara, que es el nuestro). Así transcurre la primera secuencia de varios minutos en La novelista, y la segunda, y la tercera, y todas, que nunca son totalidad, pues se ofrece un final que no es clausura ni cierre. Enlazadas, muy al gusto de Hong Sangsoo, por el azar y por un cierto misterio. Misterio que viene del propio desconocimiento que tenemos de los personajes. Siempre queda mucho por contar de ellos, mucho por saber tras esos diálogos precavidos y llenos de distancia, no solo física (los actores solo se tocan o se estrechan las manos en dos ocasiones en la película: en una borrachera, y cuando por fin logran estrenar la película que deseaban). Una maestría transparente recorre y ensarta las distintas secuencias, una fórmula decantada tras tantas películas. Esta lleva dentro además su propia metapelícula, una filmación interior a la narración que trae el color, la mirada al objetivo, el parpadeo nervioso de la cámara. En suma, lo que queda excluido en cualquier obra firmada por el director coreano, y que aquí se ofrece como capricho de uno de sus personajes, una novelista. Pero todo queda abierto y pendiente para el próximo acercamiento a los seres de Hong Sangsoo.
IV. La celebración
En el pasado mes de septiembre se estrenó Fire of love, un documental producido en Estados Unidos y Canadá bajo la dirección de Sara Dosa. Partía del ingente archivo de los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft, organizando sus materiales en un orden biográfico que por un lado daba cuenta de la actividad de estos científicos y por otra parte mostraba unas imágenes ciertamente espectaculares de erupciones de volcanes. Las críticas se llenaron de elogios, rendidas a la belleza y temeridad de las filmaciones de esta pareja. Pero en algún resquicio entre líneas se escuchaba el deseo y la ilusión de qué habría pasado de caer ese material en manos de Werner Herzog, el director que transformaba cada rodaje en una aventura y que en la misma onda supo descifrar las filmaciones del temerario amigo de los osos Timothy Treadwell, o las profundidades de la cueva de Chaubet, la de los sueños olvidados.
El sueño se ha hecho realidad: The fire within: a requiem for Katia and Maurice Krafft recoge el trabajo de Werner Herzog sobre el mismo archivo que Sara Dosa. Un archivo que debe de ser más inagotable que el baúl de Pessoa. El propio director, que presta su voz emocionada a la narración, reconoce al principio que ya hay bastantes películas y libros que se ocupan del trabajo de la pareja. Su objetivo es distinto, dice. Conmovido por la trayectoria que les lleva a la muerte frente a un volcán en Japón, quiere que su película sea una celebración. Una celebración del riesgo, de la entrega, de la valentía. Una celebración de lo que le une a los vulcanólogos, que él ve más bien como cineastas de la naturaleza y el paisaje en lugares muy especiales. Hacia el final de la proyección, tras acumular muchas imágenes de luchas y fatigas, confiesa: «Hubiera abandonado todo por participar en esas expediciones». Perdida la oportunidad de la aventura, solo le queda al cineasta la rememoración cómplice, para lo que emplea lo más refinado de su arte: montaje, voz, ritmo, belleza embriagadora de imágenes y envoltorio musical soberbio, desde el Réquiem de Verdi a unas rancheras mexicanas. Una celebración seguida en emocionado silencio por los participantes. Una celebración que nos devuelve el FICX en su plenitud después de unos años escondidos tras las mascarillas.

Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
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