/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /
Iban andando por el desierto Edipo y un hombre con perilla en medio de pedruscos llenos de lagartos, escolopendras y alacranes negros del desierto.
-—Mira —dijo el de la perilla—: tú lo que tienes que hacer es eliminar a tu padre
—¿Y qué gano yo con eso? —dijo Edipo.
—Pues podrás heredar enseguida y gastarte el dinero en lo que te apetezca.
—Pero no es fácil eliminar a mi padre, es un buen hombre que no me ha hecho nada malo: al contrario, me ha salvado la vida docenas de veces, y hasta me quiso pagar la carrera de psicología, pero yo no quise saber nada de estudiar; prefiero farolear por ahí en busca de aventuras y pasarlo bien.
—Así no vas a conseguir nada en la vida, porque todo el mundo tiene que liquidar a su padre si quiere llegar a ser alguien importante.
—No veo qué relación hay entre las dos cosas.
—Más de la que tú te piensas.
—¿De verdad es la cosa tan grave?
—Como te lo digo. Si no lo haces, vivirás siempre bajo su sombra y nunca serás tú mismo.
—Y ¿para qué quiero ser yo mismo?
—Hombre, qué preguntas tienes, porque si ves una chica guapa y no eres tú mismo, ¿cómo te vas a enamorar de ella si no sabes siquiera cómo empezar?
—Ya lo creo que sé cómo empezar.
En esto vieron que otros dos hombres se les aproximaban poco a poco, ya que seguían casi su misma ruta.
—Buenas tardes —dijo el de la perilla.
—Hola —dijo el más alto de los otros.
—¿Adónde se dirigen ustedes?
—Vamos dando una vuelta por el desierto a ver qué hay por ahí.
—No serán por casualidad de Tebas —preguntó otra vez el de la perilla.
—Así es: mi nombre es Layo, y este que me acompaña se llama Tiresias.
—Encantado —dijo el de la perilla—. Yo soy experto y me llamo Orígenes; y mi compañero es Edipo: tal vez hayan oído hablar de él.
—Creo que no tenemos el gusto —dijo Layo.
—Estoy intentando convencerlo de que mate a su padre, pero el muy iluso se me resiste, porque dice que no tiene ningún motivo para hacerlo. ¿Acaso no es suficiente motivo el hecho de que le haya traído al mundo sin su permiso y le ponga en la tesitura de tener que buscar novia y todo eso, además de que siempre es posible plantearle la cuestión de por qué ha tenido que ser precisamente a él y no a cualquier otro a quien ha obligado a asomarse a este laberinto de pesares y tribulaciones que es la vida?
—Bueno, visto así puede que tenga usted razón —dijo Layo.
—Y ¿de qué otro modo puede ser visto?
—Podría pensarse que el chico quiere disfrutar de la vida y del amor a las mujeres o a cualquier otra cosa y eso solo se lo debe a sus padres —dijo Layo.
—Sí, claro; podría pensarse eso, pero yo no se lo recomiendo, porque, tal y como están las cosas, pensar eso es tirarse de cabeza a la realidad, y todos sabemos cómo se las gasta.
Mientras caminaban, vieron un cartel anunciando una corrida de toros. Un tal Teseo iba a torear un tauro en una plaza de Creta durante la celebración de las fiestas patronales de la isla.
—Podríamos embarcarnos aquí cerca, en Corinto, y ver torear a uno de los maestros de la lidia —dijo Layo dirigiéndose a Tiresias.
—No me parece mala idea —dijo este.
—¿Qué les parece el plan? —preguntó el rey al de la perilla y a Edipo.
—Pues a mí no me parece mal del todo —dijo este.
En el puerto de Corinto había una nave perteneciente a un tal Jesucristo que partía enseguida hacia Creta, y hablaron con el maestro de Galilea, con el cual contrataron el pasaje por medio talento cada uno.
La nave iba provista de una tripulación formada por trece pescadores y el patrón Jesús de Nazaret, famoso por haber predicado el amor a los hombres y a las mujeres allá en su tierra de la que tuvo que salir por piernas, junto con el resto del equipo porque fue acusado de rebelión contra el césar y de querer inventar a los curas, lo cual fue visto como una injerencia en los asuntos internos de la iglesia de Roma, que por aquella época ya empezaba a funcionar a base de novenas y rosarios de la aurora.
A partir de entonces, tuvieron que dedicarse a la pesca y al transporte de mercancías griegas y fenicias entre los diversos puertos del Mediterráneo oriental, de manera que los cuatro pasajeros eran los únicos que llevaban aparte de un cargamento importante de tabaco griego y pipas de calabaza para los súbditos de Minos y el imperio cretense. Jesús los invitó a cenar en su camarote la primera noche de travesía, en medio de un mar cálido y fantasmal iluminado por una luna más propia del desierto de Arabia que del mar Egeo. A la luz de las velas, comieron carnes variadas y frutas secas de Corinto, así como dátiles y langostinos de Corfú y Huelva respectivamente.
—Estos langostinos están para chuparse los dedos —dijo el de la perilla—. ¿Los habéis pescado vosotros mismos?
—Son de importación —dijo Jesús—. Antes andábamos pescando, pero ahora preferimos comprarlos y llevarlos a vender.
—Con las fiestas vais a hacer un buen negocio —dijo Layo.
—Eso espero. Necesitamos dinero como el comer y el dinero, como todo lo demás, o te lo trabajas tú o nadie te da un duro. Antes estuvimos predicando en Galilea y Judea, pero tuvimos que dejar aquel negocio por un malentendido teológico antes de que nos cortaran el cuello a todos nosotros. Menos mal que algunos de mi equipo entienden la pesca y nos hemos podido defender. Ahora también hacemos algo de comercio y transporte si se presenta. ¿Qué os lleva a Creta?
—¿Cuál fue el malentendido? —preguntó Edipo, que era bastante curioso en materia de malentendidos.
—Una tontería —dijo Cristo— que al parecer sentó como una patada en la boca del estómago a algunos pontífices fariseos.
—Ya, pero ¿qué tontería era esa que os obligó a huir a tal velocidad?
—Sencillamente que yo había dicho, en un momento de euforia teológica, después de tomar unas cervezas, que los mansos poseerán la tierra, y lo entendieron como una reforma agraria al estilo de la revolución bolchevique. ¿Te das cuenta de la simpleza? Era solo una metáfora, y cuando dije que la verdad les haría libres, la cosa se puso tan dura que los rabinos temieron por la pérdida del pecado original y que se les negara la patente de ese invento, cuando lo único que yo pretendía era liberar a los hombres de la esclavitud y la falsedad.
—Entonces ¿qué opinas de lo de eliminar a tu padre para saborear mejor la vida? —dijo Edipo.
—Eso depende de cada caso, porque, lo que es yo, si intentara lo más mínimo, iba a durar menos que una mosca efímera —dijo Jesús—. Por cierto, ¿a qué vais a Creta?
—A los toros. Somos aficionados y queremos ver la faena de Teseo, que está en plena subida. Dicen que hace auténticas obras de arte cada vez que pisa la arena.
En Creta, después de vender sus mercaderías, se instalaron en una posada y Jesús, junto con algunos de los de su tripulación, acompañó hasta la plaza a los cuatro griegos aficionados.
El redondel estaba abarrotado, y sobre la arena había un gran laberinto hecho de macizos de aligustre que al parecer era el mejor material para torear a Tauros del tamaño del que tenía que enfrentarse al gran Teseo, el cual se hallaba en los corrales observando desde lo alto de un árbol al fantástico animal que no hacía más que leer tratados de psicoterapia y tratamientos de la neurosis atípica que venía padeciendo desde hacía tiempo.
Salieron ambos por la misma puerta, matador y tauro, aunque luego se separaron y, perdiéndose, se buscaban.
Unas veces parecía que Teseo perseguía al otro, y otras al revés.
—Ahora el héroe quiere matar al bicho porque, siendo como es empleado de Hacienda, todos los años exige en prenda bellas jóvenes para el IRPF —dijo el de la perilla—. Así, el hijo deberá matar a su padre
—Qué manía —dijo Edipo.
—¿Para qué desea algo tan desagradable? —preguntó Jesús.
—Porque su padre le traslada el pecado original y contamina al hijo.
—En verdad os digo que el hijo del hombre liberará a todos los hijos de matar a sus padres padeciendo crucifixión eterna y eliminará la transmisión de ese pecado, porque los hombres han ofendido a dios —dijo Jesús.
—Pero es que Yahvé se ofende con demasiada facilidad, y además ese pecado era un agravio transmisible genéticamente a todas las estirpes y descendientes —dijo Edipo.
—Y yo os digo que ya no hace falta asesinar a nadie, porque yo lavaré la herencia humana, el ADN, y las manchas quedarán borradas —dijo Jesús.
Entonces se escuchó el cambio de tercio y ambos contendientes asomaron la cabeza por encima de los matorrales para ver de qué se trataba ahora, y recibieron una apasionada ovación del público que por fin conseguía saber dónde estaba cada uno en aquel momento.
Al final Teseo y el Tauro hicieron las paces, ya que se habían puesto de acuerdo acerca de unas cuestiones postneofreudianas que eran en el fondo lo que los tenía enemistados.
Una hermosa mujer recibió al maestro Teseo al salir a hombros de su cuadrilla por la puerta grande, pues, aunque no había matado al tauro, los amigos tenían ganas de juerga y querían mantearlo, pero la hermosa recién llegada lo evitó diciéndoles que eran todos una pandilla de haraganes y vagos que solo pensaban en beber vino a costa de la fama de su novio, y los despidió con cajas destempladas.
—Te he estado esperando más de dos horas a que terminaras la faena para ir a tomar algo.
—Ya lo sé cariño, pero ¿qué quieres que haga? El Tauro se ha puesto a hablar de la neurosis transitiva y de cómo sus manías lo tienen un poco preocupado.
—¿Qué manías?
—Pues tiene que comprobar varias veces que deja las puertas cerradas, el fuego apagado, etcétera, y le da por mirar las cosas y lo que es evidente a él no se lo parece, de manera que tiene que volver a mirarlo todo para que, a fuerza de convencerse a sí mismo, de que una silla está delante de él, consiga dejar de preocuparse.
—Parece que no está muy católico.
—Puede que sea cosa del laberinto que no lo deja dormir cada vez que tiene que salir al ruedo. De hecho, el paseíllo no lo quiere hacer nunca, y se esconde entre los matorrales para que nadie lo vea.
—Pues si no sabe ni hacer el paseíllo, más vale que deje la tauromaquia y se ponga a trabajar en lo que sea.
—Hay un maestro de paseíllos en Tebas y le he aconsejado que tome unas clases.
Mientras hablaban, Jesús y los griegos se habían acercado para que les firmara autógrafos y no pudieron evitar escuchar la última frase.
—Señor Teseo —dijo el de la perilla—, ¿querría firmarnos aquí? —y sacó un trozo de madera de cedro del Líbano además de un pincho de marfil con la punta de acero y una piedra de jade, para golpear el trozo de marfil y estampar la firma en la madera al modo prehistórico.
—Prefiero hacerlo con mi estilográfica —dijo Teseo, y sacó una gran pluma de buitre leonado de entre sus ropajes amplios y llenos de pliegues, así como un trozo de papiro oscuro y un pequeño frasco de tinta hecha con lágrimas de cocodrilo teñidas de un amarillo fosforescente, y firmó con un garabato que parecía de médico o de subsecretario del Tesoro. También tenía la firma algo de salvaje
—¿Todo usted está contenido en esa firma, querido? —le preguntó el de la perilla.
—Así es, amigo, y si no lo cree pregúntele, pregúntele a la firma a ver si mi ego no está ahí, envuelto en sus trazos soberbios y salvajes y bellos.
—Firma, yo te pregunto, dime todo lo que tú seas.
Y la firma comenzó a moverse y luego a crecer como un humo de firma y se embelleció hasta adquirir la forma de una hermosísima joven de cabello negro que más bien parecía una ninfa de los bosques.
—Yo soy el ego de Teseo y estoy aquí para lo que haga falta.
—Más que el ego, pareces la ega de Teseo —dijo alguien.
—Sí, así es, soy la ega de Teseo y he acudido a la llamada del mundo para hacer de Teseo un gran torero.
—Pero ¿cómo es posible que un hombre tan famoso y alegre como Teseo tenga una ega en lugar de un ego como todos los hombres que se precian de su valor y su virtud —preguntó Edipo, que estaba un poco celoso del gran Teseo, el cual había acaparado las miradas de todas las mozas; incluso alguna quería bailar con él una danza típica de la zona.
—Las egas son más llevaderas que los egos, pesan menos y gastan menos aceite —dijo el de la perilla.
—¿Te apetece pescar con nosotros? —propuso Jesús de Nazaret a la ega.
—Pues no me vendría mal algún langostino y alguna gamba o camarón.
—Entonces será mejor que embarquemos de nuevo rumbo a la ciudad de Alejandría, donde hay un maestro paseillero que podrá ayudar al amigo Tauro con sus neurosis; y de paso nos damos una vuelta para predicar a los eremitas, que se han tomado lo mío más en serio que yo mismo y se esconden en cuevas donde rezan y hablan sin parar de mí para no sé qué triunfo del Espíritu Santo.
El maestro paseillero de Alejandría vivía en una choza de palma a las afueras y tenía varios rollos de papiro escritos acerca del arte del paseíllo. Se llamaba Josefo Claudio Julio Agrícola el Puntilloso Banderillas y era un geómetra experimentado en toda clase de paseíllos, tanto por la arena como por lugares inaccesibles; laberintos de aligustre de los cosos de Tebas y Creta, etcétera.
Cuando le explicaron el problema del tauro, se puso a calcular los pros y los contras y a hacer esquemas incomprensibles con símbolos muy esotéricos que no dejaba ver a los otros, no fuera que la cosa se le fuera de las manos.
En cambio, tanto la ega de Teseo como Ariadna, su novia, se empeñaron en ver lo que dibujaba aquel pobre hombre sobre sus pellejos de vaca y cogieron los pellejos cuando el hombre estaba distraído y se los llevaron hasta una cueva donde se pusieron a chismorrear acerca de las virtualidades exóticas de aquellos trazos que más bien parecían una rocambolesca demostración geométrica, juntando rayas y rayúnculos.
Al cabo de un rato de mirar aquellos pellejos, se pusieron muy verdes y parecían pimientos en lugar de damas jóvenes de manera que salieron corriendo de la cueva, ya que sus cuerpos y sus cabellos habían comenzado a transformarse en algo que no servía para nada
Sufrieron cambios tan graves y tristes que cuando llegaron hasta el lugar donde estaba el maestro con el Tauro parecían dos filósofas atenienses, llenas de greñas y con unos ropajes hechos harapos y diciendo cosas como que la especie es anterior al individuo y que el ser del ente no es lo mismo que el ente del ser.
Teseo y los demás estaban en la parte de atrás de la choza, sentados a una mesa jugando una partida de dominó y bebiendo unos vasos de vino acompañados con trozos de carne de pollo y de conejo que habían pedido a una taberna próxima
El maestro hablaba con el Tauro y le recomendaba de la siguiente manera:
—Al salir al ruedo no te metas en líos histéricos. Limítate a lo tuyo y hazte el sordo, ya que el público solo quiere ver cómo tu espíritu semihumano duda de sí mismo y traslada esa duda al respetable.
—¿Y no sería mejor que matara a su padre? —dijo el de la perilla.
—Sí y no. Si su padre estuviera presente en los graderíos podría, en rigor, lanzarle algún libro sagrado con las consabidas habladurías, pero si baja hasta la arena es mejor no meterse con él, porque lo más probable es que intente defenderse afirmando que su estancia allí es casual, y que no está para conflictos familiares. Es mejor, en tal caso, confiarle las atrocidades psicológicas de tu celebro prehistórico e invitarlo a recorrer el laberinto poéticamente hasta dar con Teseo, al que deberá acusar de intrépido y guardapasillos. Esto obrará un efecto…
—No creo que todas esas ceremonias conduzcan a ninguna parte —dijo Edipo, harto de oír sandeces—. Un paseíllo honesto no requiere de más psiquiatría que la justa. Yo mismo acompañaré al tauro para que no se despiste o se deprima.
Aquella tarde, el triunfo fue total, porque el paseíllo resultó tan bonito y lleno de calidad taurina que la gente agitó sus pañuelos con alegría y la banda de música entonó pasodobles hasta hartar a la presidencia.
Teseo iba de la mano con el Tauro, y detrás iban Edipo y Jesucristo tocando sendas gaitas. Al llegar al centro del laberinto, Jesús predicó el famoso sermón de los cuatro adúlteros y la mujer manca y Edipo leyó un famoso poema psicotécnico que entusiasmó al respetable, y después de esto bailó una sardana húngara con Jesús, mientras el Tauro y Teseo sacaban un tablero de parchís y, con una elegancia digna de Manolete o Belmonte, arrojaban los dados con gestos muy típicos de los pases propios del toreo tauromáquico, daban capotazos por encima de los macizos de aligustre, de manera que los capotes parecían un verdadero festín para la afición que chillaba entusiasmada.
Al final le cortaron las dos orejas y el rabo a uno que pasaba por allí y fueron sacados por la puerta grande, no sin que se les sumaran Layo y Tiresias, que también querían disfrutar del éxito, pero al salir del coso elevados por el fervor de la afición, Layo se dio un coscorrón contra el arco de la puerta y casi se muere del susto.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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