Escenario

Diálogos sobre colmenas

Jorge Praga escribe sobre '20.000 especies de abejas', debut cinematográfico de la directora Estíbaliz Urresola Solaguren, que le hace evocar 'El espírtu de la colmena' de Víctor Erice.

/ por Jorge Praga /

Diálogos que surgen entre películas distanciadas por muchos años: desde el comienzo de 20.000 especies de abejas, ciertas señales orientan la memoria hacia El espíritu de la colmena, esa gran obra nunca olvidada. Estimulan el recuerdo las conversaciones de los niños en el dormitorio, sus palabras susurradas a media voz para no alertar a los mayores. También sus miradas infantiles, la manera en la que los ojos bien abiertos de Aitor (nombre provisional sobre un cuerpo incierto) concentran la inquietud, la atención, las voces de alrededor. Aumenta el reconocimiento con la huida final del niño ante el desconcierto de su familia, que le busca por el bosque en un atardecer que pronto será noche. E hilando esta caja de resonancias nos encontramos de nuevo con la colmena de abejas, con su orden ciego y su laboreo tumultuoso que solo se puede observar desde la distancia protectora. Parecidos hilos tejían hace cincuenta años El espíritu de la colmena, la primera película de Víctor Erice, estrenada en 1973 tras su triunfo en el festival de San Sebastián. También 20.000 especies de abejas es el debut en el largometraje de Estíbaliz Urresola Solaguren, recién estrenada tras su paso exitoso por los festivales de Berlín y Málaga. Ambos directores afrontaron su primera obra en la treintena; entrelazados además por su origen vasco; artistas los dos desde el primer fotograma que ruedan.

La columna central, y común, en la que se asientan ambas obras es la mirada infantil de sus protagonistas de siete años. La de Erice se erige sobre la inolvidable Ana, interpretada por Ana Torrent. Sobre aquellos ojos negros y profundos que preguntan por un mundo áspero y silencioso heredado de un pasado bélico. El genio de esta obra maestra reside en no apagar nunca esa mirada, en hacerla intérprete central y casi única de esa realidad, que en la mente infantil se transformará en una fábula en la que se mezclan monstruos de película con huidos de la guerra civil. El ánima común que la niña asocia a todo lo que la rodea, sea realidad o ficción, amplía el juicio sobre los terribles años de posguerra, resalta su ferocidad ante sus ojos inocentes y libres. El buen Frankenstein, el bondadoso maquis que hace trucos de magia, acaban perseguidos y ensangrentados. ¿Cómo va a aceptar ese mundo violento la dulce Ana?

En 20.000 especies de abejas se repite el filtro infantil. En las primeras secuencias la cámara persigue con tenacidad el rostro de Aitor, mientras a su alrededor la familia organiza un traslado vacacional. Pequeñas refriegas familiares, el paso de la frontera con Francia, la vuelta a la casa de la abuela en el País Vasco: todo va reflejándose y absorbiéndose en el rostro inquietante de Aitor, cuya interpretación le valió a Sofía Otero el premio en el festival de Berlín. Lo cierto es que para elegir este protagonismo de la subjetividad Estíbaliz Urresola no tenía que echar la mirada cincuenta años atrás, hacia la obra de Erice. Bastaba con que siguiera la trayectoria de las primeras obras de su generación, todas marcadas por un discurso potenciado en la individualidad de sus protagonistas, niñas o adolescentes. Así lo hizo Carla Simón en Verano 1993, y lo continuaron Pilar Palomero con Las niñas, Elena López Riera con El agua, o Fernando Franco con La consagración de la primavera. Pero a diferencia de estos casos, Estíbaliz Urresola no quiere un punto de observación exclusivo y apuesta por abrir su obra a otros escalones de una familia compleja, con problemas distintos a los que puede filtrar Aitor: las relaciones de madre e hija, la herencia cultural, la tolerancia, la religión. Esta mixtificación curiosamente empobrecerá la obra, le restará fuerza y la empantanará en ciertas fases de su desarrollo.

Donde las dos películas convergen con más intensidad es en el diseño de la colmena humana que rodea a sus protagonistas, Ana y Aitor. Sus mayores practican la apicultura y acercan a los niños a los panales de furiosos enjambres. Pero frente a esa sociedad animal de orden inmutable se muestra y manifiesta la humana, en la que los dos niños tienen enormes dificultades de emplazamiento; dificultades de las que nacerá una mirada sobre el tiempo social y político en el que viven. Ana no puede entender lo que el espectador sabe desde el rótulo inicial de la película: «Un lugar de la meseta castellana hacia 1940», seguido de la entrada en un pueblo marcada por el yugo y las flechas. La posguerra de silencio y miedo no cabe en una cabeza de siete años, en su comprensión de lo que la rodea. El problema que articula la colmena en la que se mueve Aitor es completamente distinto al de cincuenta años antes, pero de plena actualidad en 2023: la transexualidad, manifestada en este caso a edad muy temprana. Aitor no quiere su nombre ni acepta su ropa, prefiere que le llamen Coco y finalmente exige Lucía como nombre propio, más unas ropas femeninas para la fiesta familiar que va a redondear el verano de vacaciones.

El desenlace de estas tensiones, que los niños viven de forma interna pero con violencia hacia los demás y hacia ellos mismos, desatará su huida. Ambos desaparecen y obligan a los familiares a buscarlos por las cercanías del pueblo, llamándoles por su nombre: «¡Ana!», «¡Aitor!», que en este caso pronto se convierte en otro grito más adecuado, «¡Lucía!». Los niños aparecerán, pero envueltos en sus traumas. La Ana de Erice se queda en la escena final frente a la oscuridad, impotente, reclamando ayuda a los espíritus benéficos que la sociedad destruyó: «Soy Ana», musita. Lo mismo dice Lucía, que afirma su nuevo nombre buscando refugio entre las abejas. Pero al menos la desolación que refleja Erice para la sociedad española de posguerra se diluye en la comunidad vasca de 2023 en la que se tiene que aceptar a Aitor-Lucía. Su familia, en la que se mezclan tradicionales ancestrales con la vida cosmopolita de las nuevas generaciones, aceptan la nueva situación de ambigüedad sexual o de género con naturalidad. No la temen, pues tienen por detrás una sólida red de cariños que se manifiesta en los abrazos que tejen el sueño repartido por las camas de la casa materna. Esas camas que hemos compartido en las vacaciones de la infancia, ese espacio doméstico estrecho que evoca la ternura del cine de Hirokazu Koreeda. Esa solución, a la vez antigua y nueva, la establece con claridad Estíbaliz Urresola en las declaraciones que hace a Caimán: «Y por eso en la última secuencia, con todos esos cuerpos que abrazan a Lucía en la cama, está la idea más política de la película: el acuerpamiento, de cómo los cuerpos apoyan y sostienen desde el amor, independientemente de si son de mujer, de hombre o no binarios». Por el contrario, el amor que Ana busca y encuentra en su fabulación se frustra por la aniquilación de sus protagonistas, dejándola sola e inerme. Una distancia profunda entre la España de 1940 y la de 2023.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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