Mirar al retrovisor

Lecciones de una guerra civil

Un artículo de Joan Santacana.

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Dicen que si en 1833, cuando se produjo el alzamiento carlista que desembocó en la primera guerra civil española, el Gobierno hubiera podido enviar al norte de España —auténtico foco del carlismo— un ejército bien pertrechado, el movimiento carlista hubiera sido aplastado antes de alcanzar una organización y una fuerza importantes. No fue así, y Tomás de Zumalacárregui (1788-1835), un brillante militar de carrera, pudo equipar un ejército carlista de veinte mil hombres o quizás más, lo cual obligó a los cristinos a inmovilizar a la mayor parte del ejército en las provincias septentrionales, dejando desguarnecido el territorio catalán y aragonés, que con Ramón Cabrera (1806-1877), un antiguo semiranista, era el otro gran foco del legitimismo español.

En aquel conflicto, el núcleo duro carlista defendía la idea de amplias operaciones militares, pero la Expedición Real de 1837, con un ejército cruzando toda Cataluña y Valencia hasta llegar a las puertas de Madrid, resultó un fracaso que demostró que el carlismo no podía sobrevivir fuera de sus territorios nativos. En 1838, ya estaba claro que el equilibrio militar se decantaba hacia el lado cristino. Don Carlos, en esas circunstancias, dio el mando del ejército del norte a Rafael Maroto (1873-1853), otro militar de carrera, que aborrecía el ambiente clerical de la corte legitimista: las luchas internas en el bando carlista entre los radicales o apostólicos y él eran notorias. Maroto y los dirigentes militares estaban convencidos de que la guerra era imposible de ganar, ya que la ideología liberal, lejos de descomponerse, dominaba a una buena parte de la élite económica del país.

Baldomero Espartero (1793-1879), líder militar cristino, y su estado mayor sabían por experiencia que cuando desaparecieran las grandes formaciones militares carlistas, vencidas en campo abierto, quedarían las bandas guerrilleras que tan difícil habían hecho la vida a los ejércitos napoleónicos veinte años antes. El bandolerismo carlista catalán se había convertido de hecho en una guerra de guerrillas de gran intensidad, con la que el ejército regular era incapaz de acabar, a causa del apoyo de que gozaban en las zonas rurales, indignadas con las quintas, los impuestos del ministro de Hacienda Alejandro Mon (1801-1882) y un sentimiento atávico en contra del Gobierno y el Ejército.

Era, pues, evidente que toda solución por la vía de la guerra iba a ser lenta, costosa en sangre e incierta. Los dos grandes contendientes tenían facciones radicales a su derecha y a su izquierda que odiaban cualquier componenda, cualquier posibilidad de alcanzar un acuerdo de paz. Por ello, las negociaciones tenían que ser secretas, con concesiones mutuas en aras a un final que no satisfaría a ninguno de los dos extremos. Los muertos de uno y otro bando se pondrían sobre la mesa en cualquier caso. Las difíciles negociaciones entre Espartero y los carlistas Maroto, Simón de la Torre (1804-1886) y Antonio Urbiztondo (1803-1857) finalizaron el 29 de agosto de 1839 en Oñate y se ratificaron al día siguiente en Vergara con el acto simbólico del abrazo de Vergara, que puso fin al conflicto. Hay, por cierto, en esta historia un personaje que a menudo pasa desapercibido: Francisco Linage (1795-1848), secretario personal de Espartero, que fue quien propuso y redactó el documento que finalmente se firmó.

Obviamente, este final negociado de la guerra civil no fue aceptado por todos, y una parte de los mandos militares y de los eclesiásticos ultramontanos continuaron en la brega, entendiendo que habían sido traicionados. También Espartero tuvo que enfrentarse a liberales detractores que no aceptaban que se perdonara a «bandoleros y asesinos». No era para menos: la guerra había provocado casi 300.000 muertos, unos 80.000 heridos, torturas de prisioneros, ejecuciones sumarísimas, violaciones de mujeres, saqueos e incendios de poblaciones enteras, y más de 30.000 exiliados.

Pero ustedes, probablemente, ya sabían estas cosas. En todo caso, ¿adivinan por qué lo he recordado ahora?


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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