Escenario

Antoni Benaiges: de la literatura al cine

Mariano Martín Isabel reseña 'El maestro que prometió el mar', de Patricia Font: una película sobre un maestro vanguardista en la España prebélica.

/ por Mariano Martín Isabel /

En Valladolid, en el marco de la Seminci, y posteriormente en el campus universitario de Segovia, se ha podido asistir al preestreno una película de Patricia Font: El maestro que prometió el mar. Basada en la historia del maestro Benaiges, cuenta con el asesoramiento de José Antonio Abella, cuya novela Aquel mar que nunca vimos ha servido de referencia para asentar sólidamente (dentro de los límites de la libertad que siempre nos impone el arte) la ficción en la realidad. Antoni Benaiges ha existido realmente. A la facultad de pedagogía le ha interesado la forma en que un maestro de pueblo, en un lugar humilde de la provincia de Burgos, ha aplicado el método Freinet; y a la de publicidad, la forma en que el silencio se ha convertido en vehículo de expresión a la hora de contar cómo se realizó este experimento, pionero en España. La escuela de Bañuelos de Bureba mantuvo una correspondencia con otros pueblos freinetistas, de España y del extranjero, particularmente en Francia y Méjico.

Antoni Benaiges nace en Cataluña, en el pueblecito de Montroig. En el concurso de traslados, es destinado a Bañuelos como maestro. Allí se entrega a la tarea, más que de modelar la mente de los niños, de sacar a la luz sus capacidades naturales. Suprime los formalismos, destierra los castigos corporales, de hecho destierra la noción misma de castigo; y frente a la vieja educación obsesionada en convertir a los niños en hombres útiles prematuros, quiere conseguir que antes de ser adultos disfruten de la infancia como niños. Pronto descubre que nunca han visto el mar y les promete que al finalizar el curso, en el segundo año de sus clases, los llevará a verlo en el pueblecito de Cataluña de donde él es oriundo. Con sus propios medios compra una imprenta y un gramófono, consciente de que aprender a escribir es una aventura apasionante y el baile una forma de expresión que nos ayuda a integrarnos en la sociedad. Y edita unos cuadernos preciosos con las redacciones de unos niños que cuentan la verdad desde la atalaya de sus mentes, y es la verdad del horizonte donde viven, la única verdad que han visto, es sobre todo su verdad. El choque con las fuerzas conservadoras, intolerantes y horrorizadas, es inevitable; uno piensa en el protagonista de Galdós, que se enfrenta a un destino semejante en su novela Doña Perfecta. Y el sueño se convierte en drama, un 19 de julio de 1936, poco antes de que el maestro llevara a los niños a ver el mar.

La película adquiere desde el principio un tono mesurado, alejado de cualquier eslogan y cualquier estridencia, admirable en restituir la realidad tal y como era. «Me llamo Antoni, pero podéis llamarme Antonio», les dice el maestro a sus alumnos; Bañuelos no es lo mismo que Montroig, y en este afán por no sacar las cosas de su sitio adquiere Cataluña dignidad y elegancia (el seny, por supuesto): lejos de las pasiones de Pigmalión, el respeto se consigue cuando uno no se empeña en hacer a los demás a su imagen y semejanza, como el buen maestro tampoco se obstina en convertir a los niños en simples copias de sí mismo. Tampoco la sociedad debería empeñase en reproducirse eternamente, modelando con mimetismo sus tradiciones en las mentes inocentes de los niños.

La primera escena muestra una baranda que da al mar. Es un asilo de ancianos; la gente mayor descansa en un hogar, asomado al mar desde la baranda, y es el mismo mar que no pudieron ver los niños, pues uno de esos ancianos, llamado Carlos (un nombre, como el de todos los personajes, ficticio) es el niño que vivió en la casa de Benaiges, en la escuela de Bañuelos. El silencio de toda su vida es un dolor incrustado en su mente, presa del miedo; y su nieta, desesperadamente ansiosa por ver llegar la catarsis, quiere que su abuelo recupere la felicidad; una felicidad que le ha arrebatado el olvido: y el olvido ha sido provocado por el silencio de las cosas que no se olvidan; sabe que solo se liberará de la cárcel que lleva dentro cuando consiga liberar a los fantasmas que duermen en ella.  

El personaje principal es esta joven que emprende la búsqueda del pasado. Quiere aliviar el sufrimiento de su abuelo buscando las huellas que desaparecieron. Vive en Cataluña, pero los pasos perdidos la llevan a un pueblecito de Burgos: Bañuelos de Bureba. El relato se interna en un laberinto; de él solo se sale si tenemos un hilo que, desvelado el misterio, nos permitirá encontrar nuevamente el camino de salida: no en vano la protagonista se llama Ariadna. Uno no deja de pensar que Ariadna es un trasunto de José Antonio Abella, que en el libro donde cuenta esta historia (Aquel mar que nunca vimos) emprende, en busca de los supervivientes, la búsqueda de los testimonios que nos pueden llevar al pasado. Quizá Abella no sea solo asesor histórico de la película; quizá también se haya rescatado en la película una parte de la materia literaria que ha vertido en su libro.

Numerosos son los méritos de la película. El guión ha sabido manejar los hilos del corazón porque no se busca distanciar al espectador de los personajes, sino justamente lo contrario. La denuncia nacerá de la compasión, entendida esta en sentido etimológico (piedad, misericordia), y el ansia de violencia se transformará precisamente en justicia poética: estamos en las antípodas del teatro brechtiano, estamos en la poética de Aristóteles. Navegando en esa órbita podemos comentar algunos recursos técnicos y algunos temas que articulan el relato.

Picado cenital. En un par de ocasiones la cámara enfoca verticalmente a la muchacha, como si una fuerza poderosa se clavara en su destino y ella no tuviera fuerzas para derrotarla; primero es en la ducha, cuando el agua la purifica lavando, lavándola a ella, el dolor que al abuelo le resulta insoportable: y la sume en una profunda catarsis; luego en la biblioteca, donde la información se pierde entre los papeles y nada puede hacer nadie para recuperar los que han desaparecido con los años (uno no deja de pensar en Orfeo negro).

El color. A la película la traspasa una falta de luz, en escenas de interiores o en exteriores dominados por la niebla, resultando un color entre oscuro y sombrío; es oscuro donde el recogimiento del espacio crepuscular crea una atmósfera de sentimiento, en expansiones íntimas y entrañables; y es sombrío donde las miradas implacables anuncian, desde el principio, el desenlace incontenible del odio.

El mar de Castilla. Los escenarios naturales son anunciados, unas veces por diálogos, otras por dibujos: como el mapa de España donde las imágenes, de la mano de la cámara, se acercan a la provincia de Burgos en un lento travelling y allí se superponen a las palabras. Entonces vemos olas sinuosas, hasta que la neblina descubre que las olas son, en realidad, las suaves lomas de la naturaleza castellana; como cuando Octavio Paz, traspasado por el alma de la India, ve que el mar son montañas en movimiento y las montañas, olas que están quietas.

Los espacios interiores son, como las mónadas de Leibniz, mundos sin ventanas. En alguna ocasión un personaje, que se asoma al marco de una puerta, parece un cuerpo donde los colores se acercan a la luz, como si fuera un cuadro; otras veces las ventanas están quemadas por la luz, que borra para nosotros lo que hay al otro lado: y oculta la realidad en destellos que no ciegan al espectador, como la ventana del Guernica donde asoma la mirada horrorizada de Europa; pero esta vez no ante lo que está viendo, sino ante lo que sabe que va a suceder: cuando los hilos de la realidad se desenreden y sean los hilos del relato los que deshagan la telaraña.

Y aparece, como si contempláramos todavía el Guernica, la figura del caballo. Un caballo de madera que cuelga de la ventana del coche, como un juguete, en una de las primeras escenas; un símbolo ambivalente, entrañable y trágico a la vez; entrañable en lo que tiene de infantil, terrible por la cuerda que lo sujeta al cuello: cuando el movimiento del coche parece que lo zarandea evocando los movimientos del ahorcado. Hacia la mitad de la película descubrimos que es el caballo que Carlos, cuando era niño, estaba esculpiendo con una navaja en un trozo de madera en los tiempos en que sufría por la ausencia de su padre.  

Premoniciones. En una de las fosas que están abriendo vemos, al principio de la película, unas gafas enterradas entre los huesos; como si hubiéramos dado con las gafas del maestro, que está enterrado ahí, para nosotros, que lo estábamos buscando: hasta que sabemos que es una pista falsa, que no es ahí donde está el maestro, que Benaiges no fue fusilado en aquella fosa ni en ninguna otra, sino en un lugar apartado de un paisaje sin alma. El plano de la ejecución habla con su silencio: un reo ya sin horizonte, puesto que su horizonte empieza donde termina la pantalla; y unos verdugos cuyo horizonte es el cuerpo exánime del maestro, como si el único argumento de su vida consistiera sólo en matar inocentes.

La cámara le da dinamismo a la película. La acción es estática, los planos lentos, las escenas descriptivas, pero el espectador no tiene tiempo de aburrirse por la falta de acción. La historia avanza, de descubrimiento en descubrimiento, sacudida por tres o cuatro momentos de clímax, salpicaduras de un charco que nos llega a los ojos hasta hacernos brotar las lágrimas; pero en estos momentos, ciertamente melodramáticos, se huye de la lágrima fácil. No se evitan los momentos de emoción, como hace Mario Camus en Los santos inocentes, pero las emociones que provocan, sin dejar de conmovernos, tienen la duración justa y evitan que nos recreemos de manera malsana en el llanto; Patricia Font recurre incluso a la elipsis para evitar los sufrimientos innecesarios: vemos a Antonio Benaiges golpeado casi hasta la muerte después haberle ahorrado al espectador el espectáculo penoso de la paliza que le acaban de dar. En todo caso la cámara, para evitar el tiempo inmóvil, acompaña a los personajes con movimientos lentos, pero incesantes; travellings frontales, laterales, movimientos panorámicos, planos, contraplanos, obviando la agresividad de los movimientos fugaces, pero imprimiendo el dinamismo de las acciones, aunque sean lentas, en todo caso bien trabadas.

Esos momentos de clímax son conmovedores: el abrazo del niño rebelde que, bruscamente, se llena de amor hacia el maestro cuando este le enseña a leer; el gesto de la anciana que, revolviéndose contra el pasado (precisamente cuando la chica pregunta por él), le manda los documentos de su padre conmovida por el pasado que la asfixia; el padre que autoriza el viaje de su hijo para ver el mar cuando el maestro, viajando hacia el fondo de su alma, le enseña la carta que el niño ha escrito sobre él; y los ojos del abuelo que, al término de la película, atraviesan las murallas infranqueables del ictus y empiezan a moverse, después de nublarse de lágrimas, arrastrados por la ráfaga de la catarsis. Todo se resume en los famosos versos de Campoamor: «¡Quién supiera escribir!». Porque la escritura esconde, más que una técnica para valerse en el mundo, la llave de una luz que se nos enciende en el alma. 

Algunas sorpresas alimentan el dinamismo, por ejemplo un desajuste entre la imagen y la palabra: cuando hay una voz que nos dice que ha llegado el ejército y la imagen nos muestra a falangistas y no a soldados. El bigote se impone como símbolo de la intolerancia: en un pueblo donde, no el pueblo llano, pero sí los representantes de la autoridad, aparecen siempre con bigote. Menos el cura, que se basta para retratarse con sus facciones coléricas, implacables, impenetrables y duras; aunque en una de las últimas escenas la expresión de sus ojos, junto a la del alcalde, traicione la admiración que en el fondo los dos sienten por el maestro: desde el velo del odio en el rostro del cura, desde el velo del miedo en los ojos del alcalde. Interesante el manejo de los flashbacks en las antípodas del estereotipo, porque lo canónico es un travelling hacia la frente, o hacia los ojos, del personaje, seguido de las imágenes que se supone que salen de esos ojos o de esa mente; pero aquí se muestra a la chica de espaldas, y, con un corte directo, aparecen las escenas que se supone que salen de su mente: como si no necesitaran de ojos para salir hacia el espectador y compartirlas con él. Lo mismo que en una película de Carlos Saura los calcetines de un personaje nos informan del pasado o del presente (según que tengan ligas o no las tengan), también aquí hay una escena en que el cuaderno de los niños nos informa sobre el tiempo: si es un cuaderno limpio y sin arrugas, sabemos que se trata del pasado; y si está arrugado y sus hojas descoloridas, se trata del presente.

El picado cenital, los movimientos de cámara, el manejo del color y la dirección de los actores son recursos técnicos que le dan, más que estructura y forma, consistencia a la película; el mar de Castilla, la figura del caballo, el papel de las ventanas, las gafas perdidas y la mesurada distribución del clímax son recursos artísticos, visuales y literarios, que le dan espesor, humanidad y vida. Hay detrás una historia que sostiene el conjunto; una historia que no se agota en el pasado, sino que nos habla con voces de hoy porque la historia es universal, y por eso va más allá de lo que ocurrió, y alcanza las prístinas regiones donde se cuece sabiamente lo que tiene que llegar a ser: historia, pero también literatura; como en la obra de Abella. El relato de la búsqueda es el alma vertebradora del relato que se busca. Y el conjunto que se obtiene, de la mano del sentimiento, no se recrea en el sentir morboso: saca del corazón los hilos de humanidad que hay dormida en nosotros, y ésos son los hilos de la ética.


LagunaDeLibros | Biblioteca IES Andrés Laguna

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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