/ por Troy Nahumko /
Imagen destacada: una de las esculturas del «Mirador de la memoria» en El Torno (valle del Jerte, Cáceres), fotografiada por Juan García
Estoy seguro de que todos hemos acariciado la idea alguna vez: ese acertijo macabro que empieza a sonar en la cabeza cuando uno adquiere la conciencia suficiente como para aburrirse de sí mismo. Es la clase de pregunta que los niños se susurran mientras los adultos fingen que el mundo es sensato:
¿cómo preferirías morir? ¿De un bocado de un tigre dientes de sable o ahogado en una bañera de Nocilla?
Lo segundo tiene su encanto. Uno imagina el abrazo cálido y goloso del chocolate industrial, rindiéndose a su viscosidad decadente como un emperador romano que por fin ha perdido la voluntad de resistirse al postre. El tigre, aunque más rápido, es difícil de idealizar. Hay algo profundamente humillante en convertirse a la vez en plato principal y remordimiento digestivo de un felino. No solo mueres: te mastican, te digieren y te excretan. Un ciclo completo de indignidad.
Y, sin embargo, parece que hoy la gente prefiere el tigre.
Por todo el mundo, la gente está harta de promesas, bañadas en chocolate: prosperidad, igualdad, oportunidades…, siempre programadas, como un vuelo retrasado eternamente, para mañana (siempre mañana). Renunciando a la dulzura imaginaria, muchos optan por el verdugo más brutal, pero más eficiente. Si todo va a derrumbarse igualmente, ¿por qué no elegir el derrumbe que al menos ruge con convicción?
Uno que, de hecho, quiere menos subvenciones agrarias europeas. Uno cuya defensa de la «tradición» viene empaquetada con políticas que aceleran la concentración de la tierra. Uno que rechaza fondos de transición ecológica que, aunque mal diseñados, son la mayor inversión en modernización rural en una generación. El tigre no es una metáfora: tiene número en la papeleta, cuenta de Twitter y página de Facebook.
Observo, con una mezcla de pena y fascinación antropológica, a los votantes de Trump en fase terminal, masticando ibuprofenos como si fueran hostias consagradas mientras rechazan cualquier susurro de sanidad pública. Frente a ellos, su vecino patriota, empleado a tiempo completo en una megacorporación cuyos salarios son tan heroicos en su insuficiencia que necesita cupones de alimentos… Cupones que él mismo vota eliminar con algo parecido al éxtasis religioso. La fuente de proteína de sus hijos ha sido sustituida por un goteo constante de indignación televisada y sangrienta, y aun así celebra cómo sus líderes «humillan a los progres» mientras recortan los pocos beneficios que evitaban que su despensa sonara a eco.
Esto es su paraíso neoliberal.
Lo que presenciamos es un movimiento político masivo en el que la gente avanza orgullosa hacia las fauces del tigre y se queja solo de que los dientes no estén más afilados. No es el delirio posterior al incendio del Reichstag de 1933, cuando los alemanes estaban triturados por reparaciones, hiperinflación y farsa política. Entonces cualquier cosa parecía mejor. Nuestra situación exige más imaginación.
No, lo nuestro es más extraño, más perversamente moderno. Vivimos en sociedades donde la productividad sube como la popularidad de Rosalía mientras el nivel de vida se hunde con la determinación de un chivato de la mafia con los pies en cemento. Los súper ricos devoran porciones tan grotescamente hinchadas del pastel económico que uno sospecha que han dejado de comerlo para empezar a esnifarlo. Mientras tanto, jóvenes y mayores apenas pueden pagar el alquiler, y mucho menos las cañas de Ayuso, ese consuelo espiritual de una generación expulsada de la vida adulta.
Presidiendo todo esto está el legado de la gran sesión espiritista de Tony Blair, en la que la izquierda global intentó invocar la compasión mientras le daba la mano por debajo de la mesa a las grandes empresas. Los derechos laborales no fueron solo olvidados; fueron extraviados como unas llaves que aparecen décadas después en un abrigo que ya no le vale a nadie.
En esa visión, una izquierda ansiosa por parecer «moderna» y «ganadora» externalizó su alma y redirigió su imaginación política hacia causas que, siendo legítimas (la protección ambiental, la justicia social, la reforma cultural) se utilizaron como sustitutos, y no complementos, de la transformación económica. La igualdad de género importa poco a una mujer que no puede pagar una guardería; la acción climática suena hueca para un agricultor al borde de la ruina. Tratando estas causas como rivales, la izquierda logró un truco prodigioso: presumir de sofisticación moral mientras abandonaba las batallas económicas que podían incomodar al capital al que ahora rezaba.
No hay más que ver a los caníbales partidistas como Cerdán y Ábalos, o la cruzada de Gallardo por arrasar un partido entero en su carrera hacia el fondo del embalse de la Serena.
Y en ningún sitio esta ópera del absurdo resuena tanto como en Extremadura: una región tan olvidada que los cartógrafos la incluyen por cortesía. Un territorio conservado en ámbar económico para que los terratenientes ausentes mantengan sus rutinas casi feudales. Aquí el desarrollo no ha estado ausente: ha sido indeseado. Si la servidumbre tuviera zona VIP, estaría entre Plasencia y Badajoz.
Con este historial, cualquiera pensaría que la izquierda aquí ganaría con solo aparecer. En una región donde tener una segunda vivienda es tan raro como un Renfe puntual, una política centrada en los derechos laborales debería ser tan natural como el pan con aceite.
Pero la izquierda insiste en perder una pugna que debería ganar sin levantarse de la cama.
En lugar de hablar de salarios rurales, concentración de la tierra o el desierto de infraestructuras que obliga a los jóvenes a emigrar como si Extremadura fuera una salida de autopista discreta de la vida adulta, la izquierda se presenta al partido con catecismos del barrio de Salamanca: lecciones de estilo de vida, virtudes cosmopolitas y sermones contra los mismos oficios, tradiciones y aficiones que dan identidad, y sustento, al mundo rural. Hacer campaña contra la caza y los toros aquí es como decirle a un ahogado que lo que necesita es un cursito de mindfulness.
Sus planes climáticos llegan no como colaboración, sino como imposición, presentados por urbanitas que tratan el campo como un spa detox sin wifi. Los pequeños agricultores, que conocen la tierra mejor que los ministros a sus amantes (o sus bandejas de entrada), reciben órdenes de cambiarlo todo porque una consultora de Madrid ha inventado un «nuevo modelo».
¿Y cuál es ahora el chocolate que ofrecen? ¿Una migaja de PER lanzada desde el balcón? ¿Una visita fugaz del ministro de turno para una foto en la feria? ¿Otra charla de «sensibilidad cultural» impartida por gente que no pasaría un fin de semana en un pueblo sin parador de cinco estrellas?
En este vacío de abandono y condescendencia irrumpen los neofascistas, no con soluciones, sino con permiso: permiso para sentirse vistos, para defender sus medios de vida, para rechazar a una izquierda que parece avergonzarse de la gente rural y sus costumbres.
La tragedia —y la comedia— de Extremadura es que la izquierda trae sermones a quienes pedían soluciones, símbolos a quienes pedían salarios, y reglas de etiqueta y aseos a quienes pedían carreteras, hospitales y dignidad. No extraña que muchos prefieran al tigre que promete rugir por ellos antes que a las élites recubiertas de chocolate que arrugan la nariz ante el olor del estiércol.
Y ahora las elecciones extremeñas no prometen democracia, sino una inmolación coordinada. No hará falta guerra civil; no se necesita violencia cuando los votantes entregan voluntariamente las llaves de cincuenta años de progreso. ¿Para qué luchar si los conquistados envuelven sus propias instituciones para regalo?
Pero dejemos una cosa clara: la culpa no es solo de la derecha. Los tigres hacen de tigres. Cazan porque es su naturaleza… y su plan de negocio. Esperar empatía o conciencia social de quienes prosperan gracias a la sumisión y la debilidad es como esperar que un toro se apunte a yoga.
El verdadero autor de esta tragedia es la izquierda: vanidosa, codiciosa y convencida de que la superioridad moral sustituye a la gobernanza real. Figuras como Gallardo, consumidas por la autopromoción y la obsesión por mantener su sillón, ya ni siquiera prometen una muerte dulce en Nocilla: conducen al público directamente hacia el tigre dientes de sable asegurándoles que, esta vez, los colmillos son solo una exageración simbólica.
No tenía por qué ser así. Esa es la tragedia. Pero que será así —que una región hambrienta de oportunidades se marine en miedo, agravio y nostalgia antes de ofrecer el cuello en bandeja de plata—, esa es la farsa.
Extremadura, tierra de conquistadores, no está siendo conquistada: está poniendo la mesa. El tigre no ataca; simplemente acepta la reserva.
Y cuando empiece el festín del descuartizamiento, la única duda real será si los votantes prefieren ser tragados enteros… o educadamente ser cortados en pedacitos.

Troy Nahumko es escritor, músico y docente canadiense radicado en Extremadura, tras haber residido en Estados Unidos, Yemen, Azerbaiyán, Libia y Laos. Ha escrito para medios de todo el mundo como The Globe and Mail, The Sydney Morning Herald, The Toronto Star, The Straits Times, DW-World, Counterpunch o El País y actualmente es columnista de Diario Hoy y Lonely Planet. Publicó recientemente su primer libro, Stories left in stone, trails and traces in Cáceres, Spain (University of Alberta Press, 2024).
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