Poéticas

No estábamos allí

El escritor Jordi Doce (Asturias, 1967) ha ganado la primera edición del Premio Nacional Meléndez Valdés de Poesía con su libro No estábamos allí, publicado este otoño bajo el sello de la editorial valenciana Pre-Textos. El crítico José de María Romero Barea realiza para El Cuaderno una amplia visita panorámica a la trayectoria del autor asturiano.

El escritor Jordi Doce (Asturias, 1967) ha ganado la primera edición del Premio Nacional Meléndez Valdés de Poesía con su libro No estábamos allí, publicado este otoño bajo el sello de la editorial valenciana Pre-Textos. El crítico José de María Romero Barea  realiza para El Cuaderno una amplia visita panorámica a la trayectoria del autor asturiano. A continuación del artículo, una selección de poemas del libro galardonado realizada por el propio Jordi Doce.


acto-lectura-fallo-jurado-premio-melendez-valdes
Lectura del fallo del Premio Nacional de Poesía Meléndez Valdés en su primera edición ante la presencia del jurado.

Jordi Doce: afán de búsqueda

/ por José de María Romero Barea /

A diferencia de la mayoría de poetas contemporáneos, a gusto en su misantropía de posguerra, el poeta, crítico y traductor Jordi Doce cultiva en su producción un deambular poético internacional. Ha cruzado el Atlántico y ha convertido al norte de Europa, al Reino Unido, en particular, y a Norteamérica, en referencias geográficas y, por lo tanto, literarias, para el resto de autores españoles. Nada disminuido, el agudo sentido de lo hispánico del asturiano se ha visto aumentado por estas perspectivas cosmopolitas.

NINTCHDBPICT000184324644
Charles Tomlinson

Asentado en sus simpatías poundiano-modernistas, nunca ha incurrido en el exceso bohemio-romántico de lo confesional. Al modo de Charles Tomlinson, uno de sus figuras de cabecera, su modo objetivo se afila para poner a prueba las tentaciones románticas de la autoestima. Inspirado, al parecer, por la filosofía del fenomenólogo moravo Edmund Husserl (1859-1938), cuyos escritos sobre la primacía de la percepción nos previenen de arrogancias cartesianas, cree necesario hacer un balance de un universo no sólo en crisis ambiental sino en un estado de conflicto permanente.

La obra ensayística, poética y periodística del autor de Lección de permanencia (Pre-Textos, 2000) es una conversación con y, en parte, un reconocimiento de la ansiedad contemporánea. Su interés por el lugar y la fórmula, el paisaje y el paisanaje en su totalidad y complejidad entretejida, hacen que escriba poemas y ensayos y entreviste a otros escritores con la atención restauradora de un ecologista. Se diría que, para él, ver es creer, pero también esperar.

Las formas disconformes

Nunca un bardo o un chamán a la manera bloomiana, el doctor en letras por la Universidad inglesa de Sheffield nos cura de nuestro descreimiento con la insistencia de su percepción y su lucidez. En su colección de ensayos Las formas disconformes (libros de la resistencia, 2013), aborda el vínculo necesario e inviolable entre el logro literario pasado y el presente; la necesidad de la crítica de defender la integridad de la obra de arte; la relación esencial entre la parte y el todo; la impersonalidad poética y la relación del creador con la tradición: “El acto creador, para cumplirse, ha de apoyarse en una cierta ignorancia de su destino; es una ignorancia activa, desde luego, que se alimenta del deseo (un deseo que la obra final apenas satisface) y el afán de búsqueda”.

Afirma en “José Ángel Valente en cinco tiempos”: “El autor de El inocente tuvo siempre muy presente el ejemplo de Cordelia y su respeto intransigente por la palabra. Un respeto en el que tienen igual peso la hipersensibilidad y la desconfianza (…)  Valente fue siempre un poeta lacónico, sabedor de que las palabras pueden ser infinitamente manipuladas, tergiversadas e instrumentalizadas”. Se defiende “la necesidad de sustraerse del mundo para hacerlo comparecer con más fuerza en la escritura, el apartamiento como una maniobra que permite marcar el paso, imponerse”. El poema es sinónimo de orden, un cuerpo orgánico en el que cada parte se relaciona y deriva su importancia desde su lugar en el todo.

Este enfrentamiento entre orden y conflicto no es nuevo, sino una constante en la obra del creador de Otras lunas (2002) o Monósticos (2012), obras definidas por su carácter fragmentario y sus continuos cambios en el tono y la forma. El dilema entre estructura y vida es uno de los temas que recorre Las formas. La colección se ocupa, por un lado, del poema como “formalización de una energía, una estructura orgánica y más o menos estable en la que se dirimen (…) tensiones de toda índole” y por el otro, del poema como “forma persuasiva que se sitúa en una relación de conflicto o al menos de discrepancia con su entorno”.

Horma y creatividad. Disconformidad y límite. El ejercicio de la traducción no es ajeno a estas dualidades. En “Transformaciones y correspondencias” el creador de Gran angular (DVD, 2005) aborda la imposibilidad de trasladar de un idioma a otro. Al “impulso narcisista”, a “la reafirmación del yo”, se opone el ejemplo de Octavio Paz: “la traducción es reconocimiento y aceptación de la alteridad, no su colapso mediante una identificación falaz entre poeta y traductor”. Al resumir los logros del mexicano, se reafirma el gijonés en “el tirón y la atracción de lo ajeno, la urgencia moral que busca el desafío de la alteridad y amplía o renueva los lenguajes establecidos”.

En “Ángel Crespo. El orgullo del traductor” se cita el ensayo de Crespo “La traducción de la Commedia de Dante” para asegurar que “lo deseable es que un traductor de poesía sea también poeta, pues “sólo alguien que ha tenido experiencias semejantes – no necesariamente idénticas – a las del autor debería intentar traducir sus textos”. Lo mismo podría decirse del crítico: relata las experiencias estéticas transitorias y las relaciona con la totalidad de la obra de arte. La tarea de la crítica, sostiene el prosista de Hormigas blancas (Bartleby, 2005), “percibe la necesidad o la imantación de ciertos vocablos, se abisma en la contemplación de sus entrañas y revoca o cancela el carácter arbitrario del contrato entre significante y significado”.

jose-watanabe
Jose Watanabe

Los ensayos de Las formas persiguen la inter-penetración de la parte y el todo, el detalle y estructura. En “Sueños de arena”, se afirma: “El monólogo concluye, pero no el poema, que vuelve sobre sí mismo dibujando una circunferencia perfecta”. La composición “El lenguado” de José Watanabe es un logro, un descomunal retrato de “la pequeñez y el asombro”: “Lo sabemos porque “lo gris contra lo gris” del segundo verso queda envuelto, trascendido, por ese vasto fondo marino cuyo sentido es precisamente que no lo tiene: ilimitado, incontenible, es el reino de la potencia”.

En “El espacio de la inminencia”, el hacedor de Curvas de nivel y Perros en la Playa (La Oficina, 2011) describe así los esquemas visionarios creados por Wordsworth y Coleridge: “El llamado “egotismo sublime” de Wordsworth no es una coartada para el realismo sentimental y la confesión más o menos encubierta, sino que remite a la acción moldeadora, unificadora y dadora de sentido – palabra mediante de la imaginación”. En el caso de Andrés Sánchez Robayna, “sitúa en la imaginación el aliento que anima y vivifica la materia del mundo (…) una poética del asombro y la percepción sensorial; por el camino su palabra se ha cargado de luz y de sentido, de gracia y de recuerdos, hasta decir como pocas la materia del mundo y nuestro paso por él”.

El modernismo (y posmodernismo) que han influido el arte de buena parte del siglo XX y el XXI implica una ruptura, consciente de sí misma, con el pasado; en Las formas se aboga por la co-temporalidad del pasado y del presente. Álvaro Valverde, escribe el ensayista de La ciudad consciente (Vaso Roto Ediciones, Madrid, 2010), en “Diré lo que me huye”, “aspira a establecer un vínculo sostenible y ecuánime con su entorno. Un enlace hecho de respeto y curiosidad renovada que, por un lado, se niega a idealizar la naturaleza o incurrir en sobadas y anacrónica alabanzas de aldea (…) y que por otro sabe poner límites al afán insaciable de colonización y de dominio del yo sobre cuanto le rodea”. Sin embargo, no se desdeña la idea de progreso artístico. Sobre el lírico visual Eduardo Scala, se afirma que “nos da estrellas que son también mandalas, anclajes para la meditación, molinos de oraciones que al dar vueltas revelan un mensaje más o menos cifrado”. El arte mejora con el tiempo, la tradición “es una cifra que cabe interpretar, pero quienes se preguntan saben perfectamente que una buena pregunta motiva la respuesta deseada, la inequívoca”.

pcascor
Pedro Casariego Córdoba

Los cambios revolucionarios, por tanto, son aún posibles. Son, además, deseables. Acerca de Pedro Casariego Córdoba, se dice: “Lo curioso, y en última instancia lo saludable (…) es que esta poética idealista se traduce en una poesía de corte vanguardista, afín a cierto cubismo, sin excluir una veta de humor corrosivo que bucea con avidez en las distintas manifestaciones de la cultura popular”. “Los libros son mallas que caen sobre lo real sin esconderlo”, sostiene en “Túmulos, vigas, respiraderos”, “[Esther Ramón hace] que en los intersticios se dibuje otro rostro, la superficie de aquello que escapa a nuestras definiciones previas y que por eso mismo desafía nuestra comprensión, nos reta a comprenderlo”.

rafols-casamada-venta-foto--644x362
El pintor barcelonés Ráfols-Casamada (1923-2009)

En definitiva, en Las formas se privilegia la emoción directa. Lengua y objeto se identifican en el verso y en la pintura de Ráfols-Casamada. El objeto deja de existir. El significado es más que la alucinación del significado. El lenguaje, desarraigado, se adapta a una vida independiente, de aliento atmosférico: “Mirar es dejarse atrapar por lo mirado, vivir en su aire. En este caso, es evidente que estamos ante una obra que ha alcanzado la difícil belleza de la naturalidad, que respira sin esfuerzo ni violencia: el aire de estos cuadros nos subyuga por su limpieza”. Bella evocación de la obra de Ráfols-Casamada, sirva a modo de resumen de lo que se consigue con esta colección de ensayos.

 Zona de divagar

elias-canetti
Elías Canetti

Uno de los placeres de la prosa del ensayista que nos ocupa es su manejo del verso. Al modo de William Carlos Williams o los objetivistas estadounidenses como Robert Creeley, maneja el aforismo con virtuosismo. Su obra ensayística ha pertenecido siempre a esa “zona de divagar” que el traductor reivindica en su última colección de ensayos. Se habla en ellos, entre otros, de Elías Canetti, Michel Houllebecq o Julio Cortázar, pero sobre todo de sí mismo. La paciencia enigmática de sus oraciones, su exigente sintaxis, la peculiaridad de su dicción, – todo esto pertenece a esas “confluencias, deltas, franjas pantanosas donde el pensamiento apenas hace pie o avanza con dificultad”.

Idéntica vocación errante permea la mayoría de los ensayos de Zona de divagar (Vaso Roto, Cardinales, 2014). Veamos “Trance”. Durante un vagabundeo por Madrid, el escritor discute con la memoria, se fija en los detalles del pasado y los relaciona con el presente: “Al otro lado de la calle, la fachada de ladrillo rojo del antiguo colegio de Areneros me hace pensar en Inglaterra; como si volviera a tener treinta años y caminara sin rumbo por alguna calle trasera de Fulham o Battersea, temiendo equivocar la calle donde vivían, donde viven aún, Cristina y Jon”.

Lo biográfico parece pespuntar las líneas que siguen: “Es 1998 y estoy otra vez en Londres, paseando por Thames Walk, respirando la bruma salina en la que se adivina (…) la presencia del mar, mientras el fondo limoso del río aparece salpicado de conos de tráfico, neumáticos, ruedas de bicicleta (…). La autobiografía se encuentra en el  subtexto de detección psíquica del ensayo: “Pero no, es Madrid, diciembre de 2012 (…) y esas ruedas que giran (…) están muy lejos de acabar en el lecho de ningún río, por muy ilustre que sea”.

El autor está presente y ausente, en consonancia con el tema que trata: el misticismo. En “Trance”, se intentan descubrir las conexiones ocultas que nos unen al pasado, que nos separan: “Caminar ahora por las calles vacías no es muy distinto de quedarse tumbado en la cama esperando que amanezca, sumido en esa duermevela con que saboreamos los restos del sueño (…) un paréntesis, un espacio exento, esa pista propicia por donde marchar sin rumbo por nosotros mismos”.

“Imán”, por otra parte, es un ensayo enigmático: sus fantasmas podrían ser arquetipos polimorfos que viajan en el tiempo y el espacio, inspirados por la avidez de conocimiento de su exégeta: “Siempre me han fascinado esas callejas o tramos de calles que, sin saberse el porqué, aparecen envueltas en un aire sombrío, incluso maléfico, como si el tiempo cotidiano hubiera decidido evitarlas (…) con esa calma helada de los personajes de cuentos de hadas que han sido víctimas de un hechizo y duermen a caballo entre dos mundos”.

Este ensayo inspirado, al menos tanto como un cuento, pone a prueba los límites de ambas formas, mezclándolas entre sí, en un compuesto de realidad y ficción. En él, se ocupa de los paseos y encuentros de André Breton en y con Nadja y los del inglés Iain Sinclair en Lights Out for the Territory, “el testimonio de un zahorí empeñado en pulsar las fuentes de energía de la ciudad, imanes que van asociados, para él [Breton], al ir y venir de esa mujer fatal con la que entabla una relación a medio camino entre la fascinación y el escrúpulo”.

En estos ensayos, lo ameno es preludio de lo preciso. En “Tocar fondo”, sus largas frases, sus complejas estructuras narrativas se ocupan de la esencia misma de la escritura: “El enigma que encarnan los demás es el que mueve nuestras ficciones, nuestros juegos de hipótesis; a todos nos sorprende esta o aquella revelación sobre una persona (…) Pero en poesía las apariencias son lo más profundo, lo primordial (la carga de sentido), y solo engañan al que quiere dejarse engañar. Entretanto, uno sigue caminando por los bordillos, haciendo equilibrios en público, buscando la forma de no guardar las formas”. Su prosa aparentemente pasiva, la atenuación de la luz, el aumento de la presión según avanza la lectura, es buceo a gran profundidad en las aguas caudalosas de ese río, la literatura.

Los ensayos de Zona de divagar son, en definitiva, artificios muy reales. Pertenecen, por derecho propio, a ese “espacio intermedio, ideal para cualquier trance digno de su nombre”. La extraña distancia de su escritura, en la que todo parece dentro y al mismo tiempo fuera de nuestro alcance, encierra una reflexión sobre la forma en que accedemos al pasado, cómo lo rescatamos, pero sobre todo cómo el escritor realiza esa regeneración, real pero necesariamente ficticia.

Uno nunca sabe cómo clasificar los libros del erudito de, entre otros, Imán y desafío (V Premio de Ensayo Casa de América; Península, 2005). Su estructura e intenciones no los sitúan en ningún género conocido. Inspirados por una especie de avidez por lo desconocido, los ensayos de Zona de divagar se mueven a lo largo de una línea en la que los puntos de demarcación son esas manifestaciones extrañas y objetos de los cuales no se puede decir si son o no fantasmas generados en nuestra mente desde tiempo inmemorial.

Don de lenguas

A menudo, una sola frase fija el tema en un movimiento que avanza empujado sintácticamente por su propio dinamismo. Las observaciones de Doce no solo se cumplen en sus ensayos y poemas, sino también en sus entrevistas, nunca meramente estáticas, donde la interacción de la vista y el oído promulgan en lugar de simplemente describir. La modestia aparente del encuestador es oportuna; acompañada de fuerza vital y preocupaciones culturales, se despliega sutilmente.

“No tengo ninguna ambición, ningún deseo de ser original ni novedoso”, sostiene el crítico Philippe Jaccottet (Moudon, Suiza, 1925), antes de apostillar: “cuando se escriben poemas no se parte de un libro sino de la vida”. “No hay dictadura ni censura capaz de amordazar el interior del escritor”, afirma José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926). Concluye Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932): “la primera enfermedad que ha causado Internet ha sido la soledad”.

PORTADA-DON-DE-LENGUAS-1280

La conversación no es una ciencia. Ni siquiera exacta. Mucho menos imparcial. Lo fácil es que el entrevistador pase la velada tomando notas sobre lo dicho por el entrevistado y luego, en casa, reúna las anécdotas y el material escrito en un volumen más o menos extenso. Lo difícil es lo que se consigue en Don de lenguas (2015), ese “aire de familia” que impregna este libro de entrevistas donde predominan “la inteligencia, la sensibilidad y el talento literario”.

La edición de Confluencias es portátil y fácil de manejar. No demasiado extensa, apenas un centenar y pico de páginas, no debe ser leída de una sentada. Su concisión es epigramática; su erudición, proustiana. Se trata, en esencia, de una diversión. Una especie de micro Anatomía de la melancolía, donde se dice todo lo que es susceptible de ser dicho, y en el que se ha moldeado el material no con el espíritu del mero reproductor, sino como un escultor trabaja su arcilla.

Se trata, sin duda, una de las grandes virtudes de Don de lenguas: mostrarnos lo divertido que es hablar de y desde la literatura. En el libro se muestra a los creadores, gigantes morales e intelectuales, junto a sus rarezas y debilidades. “Necesitas dinero para escribir y no te queda más remedio que escribir artículos para una revista que a lo mejor no te gusta”, confiesa el novelista y ensayista Cees Nooteboom (La Haya, 1933). “Cuanto más viejo me hago, más lamento no haber tenido una actitud entregada a mi obra”, lamenta el premio Nobel Seamus Heaney (Derry, Irlanda del Norte, 1939 – Dublín, 2013). “No me considero un novelista”, reconoce Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947), “me veo más bien como un relator, un fabulador: estoy lleno de historias”.

El entrevistador es de lo más actual al cruzar dominio público y vida privada, al retocar el retrato formal con pinceladas de fragilidad. Lo brutal de esta auto-revelación resuena en nuestra sociedad obsesionada con la vida privada de las celebridades. El conjunto constituye un retrato vívido, donde el entrevistador se muestra como un artista y un ser humano falible, experto en el arte de mostrar la vida del otro. Detrás de las preguntas, vemos al poeta reír y emocionarse, cuestionar su propia erudición, aprender y hacer que aprendamos.

El erudito de Poesía y poética (Fundación Juan March, Madrid, 2008) no se limita a transcribir la conversación: se apropia de ella. El resultado es un homenaje, un acto de agradecimiento. Tras una inmersión prolongada en este libro, uno resiente la pobreza y volubilidad de la cháchara contemporánea que supuestos intelectuales despliegan en tertulias televisivas. Los protagonistas de Don de lenguas saben cómo divertirse, pero también saben ser inteligentes. Doce ha escrito sobre ellos porque son extraordinarios, y gracias a su devoción, ahora tenemos uno de los más vívidos retratos de una época: la nuestra.

Nada se pierde

¿Qué forma debe tomar el poema cuando lo que sobrevuela nuestra conciencia no es la forma del poema, sino el dron? ¿Cómo se puede revelar la belleza de este mundo y el pleno conocimiento de su horror? ¿Cómo, en otras palabras, sentarse a escribir un poema cuando hay imágenes de refugiados, desaparecidos, torturados, en primera plana? La respuesta ética y estética es deshacerse de lo que no importa.

Es, por ello, un escritor atípico, que ha optado por trabajar fuera de las camarillas y se ha labrado su propia reputación, sin mendigar la audiencia sobrante de ningún movimiento, sin venderse a ese lector que prefiere una poesía que sólo corrobora su propio punto de vista, aparentemente liberal. Destacan la amplitud de sus preocupaciones, la pasión y compasión de su inteligencia, el poder experimental de su oficio. Su poesía nos invita a aprender nuevas formas de ver y cuestionar nuestras suposiciones sobre el arte.

Sostiene el autor en el epílogo a sus poemas escogidos: “Toda escritura, en sentido estricto, es ocasional, aunque el poema, para serlo, deba trascender su ocasión; solo así podrá habitar el presente perpetuo de la lectura”. En la antología Nada se pierde (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015), asume sus responsabilidades cívicas y culturales: “La lengua de la guerra ha dejado de servirnos” (“Manual de instrucciones…”). Baja a la tierra para mostrar el “huraño sometimiento / que dibujan los lechos y las sílabas” (“Belfast…”). Su preocupación por la memoria se traduce en percepciones precisas de “la luz arrasada, muda” (“Regreso…”).

Comparte con Wordsworth el instinto para los ciclos naturales (“vuelve el frío o imagino que vuelve” (“Herida”)). Escribe sobre las “formas que solo existen en la interrogación” (“Antisilencio”), pero lo hace sobre nosotros mismos. “Albada” se mueven entre las formas (“esa sombra soy yo, tiene mi nombre …”), mientras concilia “lo que puede decirse o está dicho”. “Aniversario” está marcado por el dolor de “un día cualquiera, con su ajuar de costumbres”. En “Epílogo”, la percepción de “la luz y sus tenazas tenues”, se combina con el lugar para convertirnos en testigos.

Al igual que su admirado Octavio Paz, Doce defiende la obra de otros en sus ensayos. Su poesía y su poética hacen avanzar el arte y lo convierten en una forma de entender y expresar el mundo. Como orfebre del silencio (“Mejor no decir nada” (“El esperado”), traductor (de Blake, Auden y Simic, entre otros), promotor y editor, es un artista internacional y, al mismo tiempo, profundamente español. Un clasicista anarquista; un preciosista apasionado. Estas oposiciones aparentes son también partes de una gran tradición que, en Nada se pierde, logran el equilibrio, la síntesis y la expresión maravillada.

No estábamos allí

“Las llanuras de Europa son testigo. / Ellas saben también que algo ocurrió, / aunque nunca lo viéramos” (“Suceso”). No se busca ser persuasivo, sino seductor. Los patrones aparecen y se desvanecen, los dramas van y vienen, los sentimientos inexplicables se agitan: “– Aquí estás, con las ruinas. / – Es mi sitio” (“Primer acto”). “Paisaje” invita tanto a tener razón como a no tenerla (“El cielo no tiene nada que decirte/ pero seguirá girando”). “Elegía” consigue ese raro milagro: que todo suene plausible sin ser del todo coherente (“Lo profundo es la sangre aquí dentro”). Se acepta estoicamente la derrota. Se esboza un imperativo moral. La muerte es liberación.

Puede que haya más sabiduría en no saber demasiado. ¿Por qué no hacerse taoísta e ir con la corriente, disfrutar del desarreglo de los sentidos, mientras las palabras se disponen a montar el andamiaje lírico? Insistimos en los arraigos, nos aferramos a la lógica moral. TS Eliot escribió que “la poesía genuina comunica antes de ser entendida”. Es el caso de Doce. No es un poeta difícil, en el sentido en que lo es el propio Eliot, pero su poesía hace que renunciemos al derecho de entender en favor del deseo de no hacerlo.

En su más reciente libro de versos, No estábamos allí (Pre-Textos, 2016), se atrapa un tema, sea la búsqueda, el tiempo que pasa o se pierde, y se entrega a las autoridades irónicas del idioma, para que den buena cuenta. “Estaciones” registra sus afectos a través de palabras comunes escrupulosamente escogidas, como “el frío seco que da en hueso/ cuando abres la puerta y no es nadie”. La banda sonora de “Una ciudad en el norte” reconoce fragmentos, “terquedad, zigzagueos”, imputa voces en sordina. Interrupciones y malentendidos se insinúan “En el fondo del bosque”, donde “las palabras no pesan”. “Monósticos” son palabras, frases y oraciones que se dividen, a su vez, como células madre. La impaciencia se empeña en “seguir el curso de las cicatrices”. El torno es recordatorio de que la poesía no es del todo una llamada, sino una invitación a levantar objetos pesados: “Así empiezan los cuentos: un viajero regresa a casa”.

portada-lewis-carroll

Edward Lear y Lewis Carroll son precursores de Doce, tanto como los grandes modernistas franceses y norteamericanos (Pound, Eliot y Hart Crane). Se juega aquí al escondite, pero con la violencia y la desconexión, la brisa y el huracán, Dios y el hombre. Renunciamos a la interpretación en favor de la devoción, como si prestarle atención malograra el poder incantatorio de esta poesía. El autor de Perros en la Playa respeta el dictum frostiano: “Cuida del sonido y la sensación cuidará de sí misma”, en sus conclusiones lógicas (e ilógicas). Emplea un lenguaje que evoca sin ser informativo. Porque nunca dice hablar en nombre del lector, podemos escucharnos a nosotros mismos mientras leemos.

 Afán de búsqueda

Uno de los más activos manifestantes contra la guerra, ha demostrado, en antologías y ensayos y entrevistas, escribir una literatura altamente politizada; es decir, una poesía sin una sola declaración política, sin un solo pronunciamiento bélico, pero llena de conocimiento de ambas. Porque Doce no ha participado, que yo sepa, en ninguna guerra, ni pertenece a partido político alguno, pero conoce esas experiencias, de esa forma en que un sabio conoce las cosas. Las sabe, le han sido reveladas, son axiomáticas a su trabajo.

Sus formas son las convencionales de la protesta, pero su contenido no es lo que la lírica puede llegar a conocer, sino la oposición al lugar común. La dignidad que muestra a favor de los desfavorecidos se vuelve cada vez más coercitiva, devastando sus libros para seguir viva en página tras página de crítica implacable, a través de una obra que, sin perder intensidad, habla de nuestros asuntos en un lenguaje que todos podemos entender. La ferocidad de su asalto se cumple en una literatura de convicción, de compromiso significativo, que jamás aleja al autor de su afán de búsqueda.

Talsi, Letonia, 2016


no-estabamos-alli-jordi-doce-e1478537283741

No estábamos allí
Pre-textos, 2016

ENTONCES

Cuando el mundo se convirtió en el mundo
la luz brillaba como de costumbre
sobre un reloj indiferente,
el aire estaba lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba en una piedra
y esa piedra le abría los ojos;
fue la ocasión que todos esperábamos
para tomar las mismas decisiones,
besar de nuevo el mismo suelo,
decir los hasta luego de anteayer;
y el rostro amado y rutinario
que fingía escuchar
o brindaba una mano distraída
volvió a apartarse antes de tiempo.
Detrás de las ventanas crecía la penumbra,
una gaviota hurgaba en la basura
y los niños jugaban casi a ciegas
ignorando los gritos de sus madres.
Era un día cualquiera bajo el cielo,
con su ruido de fondo en nuestras venas
y el hollín de la noche borrando cercanías.
Quien guardó una moneda en su bolsillo
no fue más rico a la mañana.
Nada ocurrió que pueda recordarse,
ninguno de nosotros se dio cuenta
cuando el mundo se convirtió en el mundo.

SUCESO

No estábamos allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos verdes, amarillos,
pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos en falta nuestra casa
o sentimos nostalgia del pasado.
Así era el viaje:
por la noche silencio,
a la mañana niebla.
Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a sostenerlo bajo el sol,
arrojando destellos a las altas espigas.
Luego fue una moneda usada
y tuvimos el paso franco en todos los controles.
Las llanuras de Europa son testigo.
Ellas saben también que algo ocurrió,
aunque nunca lo viéramos.
Íbamos de camino a otro país,
otra vida,
sin bultos estridentes,
sin lugar para el recuerdo.
Todo salía a nuestro paso,
ahora silencio y luego niebla.

PAISAJE

Fueron los años mejores,
los años del surco y el sembrar.

Ahora todo es hacer cuentas,
la dosis que amansa.

El cielo no tiene nada que decirte
pero seguirá girando.

Muros altos, claraboyas,
polvo en suspensión
que simula un firmamento.

Bienvenido a la tristeza
de los almacenes.

PRIMER ACTO

—Aquí estás, con las ruinas.
—Es mi sitio.
—¿Llegaste por tu cuenta,
o alguien movió los hilos sin querer?
—Brillaban como nieve.
Eran copos que el viento
mecía en breves remolinos.
—Es triste el espectáculo
de la repetición, el agua
desnutrida.
—Nadie me dijo nada. —Nadie
era la contraseña.
—Hablas como si fuera irremediable.
—Hablamos por hablar, o así parece.
—Pero el niño que hablaba con el cuervo
no decía lo mismo.
—El niño se perdió en el bosque.
—Huellas
y más huellas en círculo,
como una diana…
—Lo recuerdo.
Era una tarde de septiembre
y el calor arreciaba:
polen sucio, álamos orgullosos
como lenguas de fuego.
—Lo recuerdo. Había tres caballos
en lo alto de una colina.
—Lo recuerdo:
el mundo estaba en calma y la casa en silencio.
—Pero el niño que dibujaba cuervos
vivía en esa casa.
—Era una mella en el mirar,
una mota de polvo en el ojo indefenso.
—La vi más tarde,
posada sobre nuestros nombres
en el libro de entradas de la clínica.
—Allí, junto a los árboles nevados,
fuimos felices.
—Pero el niño que alimentaba al cuervo
era el dueño y señor de los pasillos.
—Lo sabes.
—Más allá de los árboles no hay nada.
—No. Sí. Quiero decir que has vuelto.
—Aquí estoy, con las ruinas.
—Nunca te fuiste.
—Siempre lejos, siempre volviendo a casa.

 

1 comments on “No estábamos allí

  1. Pingback: “Jordi Doce: una literatura de convicción” en El Cuaderno digital | romerobarea

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo