Estudios literarios

La noción de belleza en Frankenstein

Un artículo de Alberto Wagner Moll.

La noción de belleza en Frankenstein

/por Alberto Wagner Moll/

«Hubo un gran revuelo en todo el pueblo: unos se dieron a la fuga, y los demás me atacaron hasta que, gravemente magullado por las piedras y otras muchas clases de proyectiles, hui a campo abierto y me refugié muy amedrentado» (Frankenstein, p. 104, edición de RBA). La violencia que Mary Shelley presenta en el encuentro entre los pueblerinos y el monstruo surge, en primera instancia, por la fealdad del rostro de este. Así pues, el personaje, que psicológicamente es idéntico a un ser humano (pues razona, reflexiona y tiene recuerdos) es rechazado únicamente por su condición estética. Y esto no ocurre solamente en este caso, sino que, ya cuando nace, su creador, el doctor Frankenstein, observa horrorizado la fealdad de las facciones del ser que ha engendrado, preguntándose: «¿Cómo podría describir mis emociones frente a la catástrofe, cómo delinear al engendro a quien con tan infinitos sudores y cuidados había conseguido dar forma?» (p. 58). También le ocurre esto cuando los familiares del anciano ciego le encuentran conversando con él, y le golpean y expulsan de la casa. Por lo tanto, la autora nos presenta aquí, en el conflicto constante que entabla el monstruo con todas aquellas personas con que se encuentra, una discusión patente acerca de qué es la humanidad y qué la belleza, y cómo se relacionan. La repulsión que sufre el monstruo pone en vilo la relación que defendía el pensamiento especulativo de su época acerca de la relación entre lo bello y lo bueno, puesto que los pensadores del siglo XIX, principalmente los idealistas alemanes, como Schelling y Hegel, defendían que la belleza era expresión de la divinidad, y que la bondad absoluta estaba profundamente enraizada en aquella. Por lo tanto, Shelley se situaría en el terreno de las excepciones, más cercana a un pensamiento nietzscheano o crítico de los juicios sociales. La belleza del monstruo, o su ausencia, se debe más a cómo observan los otros a este que a cómo sea él en realidad, puesto que nadie (exceptuando al ciego y, en parte, a Frankenstein) observa lo agradable de los sentimientos del ser despojado. La maldad de este también nace de la agresividad con que lo recibe el mundo. Frankenstein defendería entonces, o situaría en el campo de la discusión, que los valores generales (tales como lo bello, lo malo…) se conforman en la integración social de los individuos. Así pues, aunque Mary Shelley presenta una gran cantidad de características esenciales del romanticismo en su obra magna, como la crítica al cientificismo, la exposición de lugares naturales como reencuentro del hombre con su esencia o la defensa de la sentimentalidad frente al racionalismo, no creo que concuerde con la defensa de un Ideal absoluto, del modo en que lo defendían autores como Goethe o Hölderlin, de la belleza o del bien. La novela sitúa, en el conflicto entre el doctor y el monstruo, cuando este lo encuentra en las montañas suizas, la exposición de las dos posturas: la propia de la época en que escribe y la aguda crítica sostenida por Shelley.

Hegel defiende, en su Estética, que la belleza es la expresión sensible concreta del espíritu universal. Entonces, aquello que no encaja con lo bello, que repulsa (que provoca rechazo en los hombres), es una figura sensible que desencaja con el Espíritu, con Dios. Entronca esta relación Dios-belleza con el lamento que expresa el monstruo a su creador, cuando afirma que «tú, mi creador, repudias y menosprecias a tu propia criatura […] Te propones matarme» (p. 98). Si la relación entre belleza y amor de Dios es universalmente cierta, aquello que sea generalmente repudiado será, a su vez, odiado por Dios y, entonces, Dios es injusto, porque ha permitido crear a un ser al que odia y únicamente le queda desesperar y morir. Esta concepción de la divinidad, descarnada, encaja y es válida con la sucesión de hechos que desembocan en el trágico final de la novela. Desde que el monstruo es rechazado por la familia del ciego, buscará una restitución y, finalmente, una venganza constante y maquinal contra el doctor que lo creó. Destruye a su hermano, a Elizabeth, y, finalmente, a toda su familia. La fealdad, en los hechos, ha desembocado en una maldad efectiva, y Dios lo ha permitido y, mediante los hombres que dispuso en el camino, han alentado la repulsión originaria al monstruo.

Como el texto que analizamos es una novela y no un ensayo filosófico, no hay una postura concreta defendida por la autora, sino un choque de perspectiva que da como resultado la muerte desesperanzada de los dos personajes centrales del libro. Si tratamos de dilucidar, mediante los sucesos de la obra, los juicios de su creadora, creo hallar dos posibles vías: por una parte, el desconsuelo existencial ante un mundo injusto, en el que la belleza es un absoluto que se impone y, en su expansión universalmente benéfica, necesita males menores para realizarse: casos concretos que son contrarios a lo bello y, entonces, malos. Por otro lado, el dolor y la penuria que sufre el monstruo y, junto a él, enfrentado a él, su creador, pueden entenderse como una crítica hacia el universalismo de los valores desde el daño vital y como la reivindicación de una actuación social radicalmente distinta de la expuesta. No logro, realmente, discernir cuál de las dos perspectivas adoptaría Shelley, si es que alguna adoptara, pues la muerte de ambos personajes no conduce a una esperanza global. Sin embargo, sí que tiene efectos positivos, aunque en pequeña escala: el narrador de la novela, el navegante Walton, con quien conversan por última vez el monstruo y su creador, deja a un lado sus ínfulas absolutistas contra la naturaleza y en favor de los valores universales, y renuncia a sus aventuras suicidas en pos de una fama histórica.

Aunque mi texto se centre en la relación presente en Frankenstein entre belleza y humanidad, esta simbiosis puede extrapolarse a todos los ámbitos de la sociedad industrial que vivió Shelley, como pueden ser humanidad y ciencia, humanidad y fama, humanidad y justicia. Por ejemplo, recogiendo esta última relación, podemos ver cómo un juicio absoluto de lo justo implica víctimas de una, valga la paradoja, injusticia patente: cuando la criada de la familia Frankenstein, la señorita Justine, es acusada de asesinar al hijo menor de estos, tanto Víctor como Elizabeth saben perfectamente que esta es inocente. Sin embargo, la ley, inexorable en su avance, la condena a la pena capital, cometiendo el crimen máximo, que es asesinar a un inocente. En todas las esferas de la humanidad: en el cientificismo de que se impregna Frankenstein en la universidad, en el horror del monstruo, en la búsqueda de inmortalidad mediante la fama…, en todas, digo, se expone la dialéctica idealista y las consecuencias que tiene en la existencia de las personas.

En conclusión, y aunque no podamos afirmar taxativamente la postura que defiende la autora, creemos encontrar pruebas suficientes en el relato para situarlo en la crítica social y en la compasión por las víctimas del sistema universalista, del positivismo tanto como del espiritualismo idealista. La literatura expone, de la mano de Shelley, los daños que la ley, entendida en sentido dogmático, produce en aquellos que se hallan subyugados a la misma.


Alberto Wagner Moll es estudiante de filosofía en la Universidad Pontificia de Comillas. Publicó el poemario titulado Jaima en la editorial Ars Poética en el año 2018 y fue segundo premiado en el certamen Florencio Segura del mismo año.

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