Narrativa

Ave Barrera

Ave Barrera (Guadalajara, México, 1980) publica en España "Puertas demasiado pequeñas" (Alianza, 2017), su primera novela.

Ave Barrera: «Me obsesionan las incongruencias»

Se publicaba hace unos meses en España Puertas demasiado pequeñas (Alianza), la novela con la que Ave Barrera (Guadalajara, México, 1980) obtuvo en el año 2013 el premio Sergio Galindo de la Universidad Veracruzana, concedido a primeras novelas. Su debut a este lado del océano coincide, pues, con su debut absoluto en un género al que se atrevió a adentrarse tras varias experiencias en el mundo del relato corto y un puñado de títulos dirigidos a los lectores más jóvenes. Puertas demasiado pequeñas narra la peripecia personal de José Federico Burgos, pintor que se gana la vida falsificando obras del Renacimiento, cuando es contratado por un extravagante anticuario para realizar una copia de La Morisca, un fresco del siglo XVI del flamenco Gossaert Mabuse. Confinado en la mansión de su cliente, y obligado por lo tanto a enfrentarse a un mundo ajeno habitado por ambigüedades y fantasmagorías, Burgos intentará escapar de su compromiso al mismo tiempo que trata de comprender los porqués de tan inesperado encargo.

La lectura de Puertas demasiado pequeñas seduce por varias razones. Quizás uno de los principales sea el uso del lenguaje. La autora se emplea con las palabras con talento y osadía, acuñando un estilo tan rico como personal sin que ello suponga perder de vista los intereses de la historia. Sin embargo, con ser eso bastante, resultaría injusto reducir el valor de la novela a las cualidades de su prosa. También hay en ella inteligentes divagaciones a propósito del arte y las múltiples facetas, no siempre benévolas, que muestra en sociedad, así como una indagación en todo aquello que ocurre cuando se convive con el silencio y, aparentemente, no sucede nada alrededor.


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Miguel Barrero.— Hay en Puertas demasiado pequeñas una reflexión soterrada sobre el arte. El arte como vía para la redención, pero también como herramienta con la que corromperse.

Ave Barrera.— Sí, y justo me parece que es uno de los rasgos más fascinantes del arte, en tanto que plantea un universo complejo, lleno de posibles incongruencias. Me obsesionan las incongruencias.

M. B.— Es ésta no sólo la primera novela que publica, sino también la primera que escribe. Me gustaría saber cuándo y cómo se plantea escribir una novela y de qué modo ha ido surgiendo una narración que parece partir de una gran meditación previa.

A. B.— Comencé a escribir la novela en 2008, como parte de un proceso personal de duelo. La escritura de esta primera novela fue lenta y muy laboriosa, supuso un compromiso muy grande con la escritura y la renuncia a todo lo demás. Lo gracioso es que pensaba que al recorrer las dificultades de este primer intento aprendería a escribir novelas, y que la siguiente sería mucho más fácil. ¡Oh, ingenua de mí! Ahora me doy cuenta de que cada novela exige un aprendizaje distinto.

M. B.— La obra juega con los mecanismos de la intriga, también con los de las viejas historias de fantasmas, e incluso con mitos que podríamos considerar próximos al romanticismo. Sin embargo, lo importante es algo que se esconde tras todo ello y que recorre la novela de principio a fin, una especie de búsqueda a través del lenguaje de algo que probablemente sea informulable.

A. B.— Es muy necesario para mí tomar en cuenta al lector, seducirlo, convencerlo de que la historia que está leyendo va a cautivarlo, y que valdrá la pena llegar hasta la última línea. Por ese motivo me esforcé en construir un entramado narrativo que hicieran fluir la historia, y que me permitiera entreverar mi propuesta: el lenguaje, las imágenes y los contenidos que me interesaba poner en el escenario.

M. B.— Hay en la novela cuatro grandes protagonistas y casi podrían enfrentarse dos a dos. Dos hombres (el pintor y su cliente) y dos mujeres (la madre del cliente y La Morisca, que parece verlo todo desde el lienzo), y es el diálogo, el evidente, pero también el que desarrollan los silencios y tensiones entre ellos, el que marca las partes esenciales de la obra.

A. B.— Durante la escritura de la novela estuve trabajando mucho el tema del silencio, de los silencios. Es un elemento protagónico que tiene su referente directo en la arquitectura de Barragán y, por supuesto, en las atmósferas de Rulfo.

M. B.— Me he referido antes al lenguaje y no es casual. Llama la atención el atrevimiento, en el buen sentido, con el que usted aborda el empleo del español, su desparpajo o su libertad a la hora de jugar con el léxico y la sintaxis.

A. B.— Una parte importante de la propuesta de la novela era que los personajes hablaran el español de Guadalajara, que cobraran vida a través de las palabras.

M. B.— Acaba de mencionar a Juan Rulfo y, efectivamente, la atmósfera del libro es, por momentos, muy rulfiana. Teniendo en cuenta que estamos en el centenario de su nacimiento, cabría preguntarle qué lugar ocupa Juan Rulfo en las letras mexicanas de hoy.

A. B.— Me parece que Rulfo es más nuestro que nunca, y con «nuestro» incluyo de modo general a sus lectores, pero de forma muy especial a sus lectores en español. Nos hemos apropiado de sus palabras, de sus silencios, de sus atmósferas e incluso de su figura autoral, ya no para imitarlo como se hizo en otro tiempo, sino de una forma mucho más respetuosa y amorosa, para dialogar con su visión del mundo y con su obra como quien conversa con un abuelo muy querido o refiere con cariño sus palabras.

M. B.— El diálogo entre las dos orillas del idioma no siempre es todo lo fluido que debiera. Sin embargo, usted acaba de debutar y ya ha sido publicada en España. ¿Ha recibido ecos de su repercusión en nuestro país? ¿Percibe una recepción diferente aquí y allá?

A. B.— La novela ha tenido una recepción muy buena en España, la verdad es que no me lo esperaba y me siento muy honrada por ello. Los lectores a los que he tenido oportunidad de acercarme me han sorprendido de manera muy grata con sus inquietudes y sus interpretaciones de la novela. Me parece irreal llegar a personas tan distantes en kilómetros y descubrir una proximidad tan entrañable. ¡Es algo que me emociona mucho!

M. B.— No voy a preguntarle qué tiene entre manos, pero sí quería hacer alusión a las buenas críticas que el libro ha venido obteniendo para preguntar si están influyendo de algún modo en la escritura que ahora desarrolla.

A. B.— La crítica, buena y mala, siempre ejerce presión. Yo prefiero encerrarme a trabajar en la nueva novela y hacer como que no escucho nada, porque me aterra. Por supuesto que los buenos comentarios que ha recibido Puertas demasiado pequeñas me alientan a seguir escribiendo, espero que mejor cada vez, no voy a dejar de intentarlo.


Extracto

LG00215301Desperté aquel día con el arrullo de las palomas. Hará tres o cuatro meses, cuando vivía en el tallercito que había rentado por la 30 y Mina, a la entrada de una de esas vecindades que se pusieron de moda en los años cincuenta y que pronto se volvieron decadentes. Aunque el sitio dejaba mucho que desear, era barato, tenía buena iluminación y baño propio. Eran solo dos habitaciones, ambas con vista a la calle. En una estaba el taller y en la otra me las ingeniaba para vivir. Dormía en un sofá de terciopelo lustroso, mi ropa hecha bola en un par de cajas de detergente Foca, algunos libros y papeles sobre la cornisa de la ventana. En una mesa de cerveza Corona estaba la tele y una parrilla eléctrica donde calentaba agua para Nescafé o preparaba la cola de conejo para las imprimaturas. Tenía también un refrigerador chiquito, color crema, donde muy de vez en cuando ponía a enfriar las cervezas.

Del lado del taller había una mesa de madera, un caballete hechizo, un anaquel con materiales y una silla de rueditas que había conseguido en el Baratillo a muy buen precio. Recargados contra la pared había cuatro o cinco lienzos apenas empezados o a medias.

Tocaron la puerta. No sé si era la primera vez o si llevaban rato tocando y fue eso lo que me despertó. Era demasiado temprano para mí, yo por aquellos días acostumbraba levantarme después de las diez y en ese momento debían ser como las ocho de la mañana. Me incorporé en el sofá y vi que sobre el vidrio graneado se dibujaba la sombra de dos personas: la primera, redonda y chaparra, debía ser doña Gertrudis, la casera. La otra era de un hombre alto y cuadrado como un ropero.

Me extrañó que doña Gertrudis fuera un día antes de lo acordado para que le liquidara los cuatro meses que debía de renta, y más todavía que se hubiera hecho acompañar de quien debía ser su sobrino. Doña Gertrudis siempre encontraba la ocasión de sacar a cuento las proezas de que era capaz su «Panchito», un héroe mascatornillos que trabajaba en el Abastos y que, según ella, podía desde cargar un tanque de gas en cada hombro hasta peregrinar de rodillas a Zapopan el doce de diciembre sin hacer la más mínima mueca de dolor. Decidí no hacer ruido hasta que se fueran. Volvieron a tocar.

Me dieron ganas de ir al baño. Al levantarme escuché que introducían una llave en la cerradura. Me detuve alarmado. Afortu nadamente, la noche anterior había puesto el seguro, de modo que el hombre forcejeaba con la llave sin poder abrir. Solté una risita silenciosa para sacudirme la molestia que me provocaba aquella grosería. Murmuraron algo y volvieron a tocar, tan fuerte que seguramente habrán descascarillado la pintura.

Esperé hasta estar seguro de que se hubieran ido para jalar la palanquita. Luego de mojarme la cara, sentí que la indignación y el susto disminuían para dar paso a la angustia. Estaba llegando a la condición más paupérrima de aquella racha nefasta y no encontraba de dónde sacar ánimos para componer las cosas. Busqué en la caja de la ropa un pantalón de mezclilla que no estuviera tan sucio, aunque todos invariablemente estaban manchados de pintura, y una camisa de cuadros de manga corta. Hacía demasiado calor como para ponerse camiseta debajo.

En un rincón, del lado del taller, estaba recargado el tríptico victoriano que la señora Chang me había pedido que le restaurara. Por más que insistí en que yo ya no hacía restauraciones, pudo más su encanto burgués, la inmediatez con que sacaba su chequera y la imposibilidad de aplazar más el pago de la renta. Toqué con cuidado la superficie de las hojas abiertas a cada lado para ver si estaba seco el barniz que había aplicado por la noche. Todavía estaba tierno, pero no podía esperar más, así que cerré las hojas sobre la caja del centro.

Una de las desventajas de despertar temprano, y todo el que haya sido pobre lo sabe, es el hambre. En el refrigerador no había nada además de un limón seco en la huevera y una lata oxidada de chile chipotle. Entre los tubos de pintura encontré medio paquete de galletas saladas. Luego de asegurarme de que no hubiera dentro algún bicho lo sujeté con los dientes, tomé las llaves y cargué con el tríptico para salir a la calle.

No acababa de cerrar la puerta cuando vi que junto a mi camioneta me esperaban doña Gertrudis y el gorila que la custodiaba. Vacilé un momento, pero no tenía más alternativa que confrontarlos. Empecé por soltar el paque te de galletas para darles los buenos días. Doña Gertrudis se cruzó de brazos y bajó la mirada. Su sobrino se adelantó en forma agresiva:

—Estuvimos tocando buen rato, ¿por qué no abriste?

—Sí, escuché, nomás que estaba en el baño y cuando salí ya no había nadie. También oí que trataron de abrir. No sé si sepan, pero es ilegal invadir la privacidad de los inquilinos.

Por un momento el fortachón pareció ligeramente intimidado y aproveché para dirigirme a la señora.

—Dígame en qué le puedo ayudar, doña Gertrudis.

—No, pues quería ver si me va a poder pagar lo de los meses atrasados —contestó cohibida, escondiendo la cara y jalándose el suéter sobre los voluminosos pechos.

El tríptico era muy pesado y no me quedó más remedio que bajarlo y apoyarlo encima de mi pie.

—En eso quedamos, en que mañana le liquidaba el total de la deuda. No veo por qué tendría que quedarle mal. Como puede ver, yo ahorita entrego este trabajo y me pongo a mano con usted. No tiene por qué tratar de meterse a mi casa con todo y guarura.

El tipo se puso a la defensiva, esta vez con mayor violencia.

—Por si no lo sabías, yo soy el sobrino de la señora, y de ahora en adelante lo que quieras reclamarle a ella lo vas a ver conmigo, cómo ves.

—No, pues está bien. Yo mañana le pago, como quedamos, doña Gertrudis. Intenté adelantarme para abrir la camioneta, pero se me interpuso el fortachón.

—Nada de que mañana. Tienes veinticuatro horas, ¿me oíste? Tan claro como que había oído esa línea en un montón de películas.

—Újule, ¿no se podrá mañana? —le dije resoplando por el esfuerzo que hacía para subir el tríptico a la cabina.

—Veinticuatro horas —remarcó el otro con el dedo índice levantado frente a mi cara— o sacamos tus chivas a la calle y te vas a volar.

—Bueno, pues, veinticuatro horas. Yo sin falta le pago, doña Gertrudis, no se apure. Hasta mañana, que tenga bonito día, eh. —Sonreí al encender el motor y hasta les dije adiós con la palma de la mano.

Mientras conducía por las calles de Jardines del Country hacia la casa de la señora Chang, sentí cómo recuperaba el aplomo y la confianza.

A bordo de mi camioneta, una Chevrolet roja modelo 87, casi nueva, solo con tres años de uso, podía sentirme dueño de la situación. Que rodara el mundo; total, si me corrían podía dormir ahí o irme de vago y llegar a donde quisiera. Por lo pronto me quedaba un cuarto de tanque y con eso sería suficiente para dar las vueltas que tuviera que hacer ese día. De cualquier manera iba a tener que salirme pronto de ese departamento, rentar algo mejor, donde al menos no tuviera que convivir con gente tan ordinaria. Llegué, toqué el timbre y me respondió en la bocina del interfón una voz conocida.

—Mari, buenos días. Aquí le traigo su encargo a la señora.

—Uy, joven, fíjese que la señora no está. Tal vez regrese en la tarde, pero no es seguro. Anda en Ajijic, arreglando unos asuntos.

—No me diga, Mari. Oiga, ¿y no sería posible que le dejara aquí el encargo y regreso en la tarde a buscarla?

—Ay, no, joven, me da mucha pena, pero ya ve que luego la señora me regaña. Mejor llámele al rato.

Maldiciendo para mis adentros subí de nuevo el tríptico a la camioneta y conduje sin rumbo por la colonia. No sabía qué hacer. En realidad no tenía a dónde ir y era una tontería gastar la poca gasolina que quedaba, de modo que me estacioné en una sombrita, junto a un parque. Alcancé el paquete de galletas y me puse a comer. Imaginaba qué estarían desayunando las personas que vivían en ese barrio: chilaquiles con pollo, sincronizadas de salami y queso Gouda, café capuchino. Me recriminaba por haber llegado hasta ese punto.

Desde que dejé el taller de Mendoza no había conseguido siquiera un poquito de estabilidad y me sentía cada vez más agotado. Al principio había sido hasta motivo de entusiasmo dejar la rutina sosa de pintar las mismas copias de los mismos cuadros trilladísimos, lo que compraba la gente: giocondas, bacos, últimas cenas. Desde que comencé a trabajar por mi cuenta, me propuse pintar obras del Renacimiento que no fueran tan populares, cuadros que a mí me parecían incluso más logrados que los que se habían vuelto tan famosos. Confiaba en que la gente apreciaría la belleza de aquellas pinturas y se abriría a nuevas perspectivas para enriquecer poco a poco el panorama de lo que ellos entendían por arte y descubrir que había cosas mucho más interesantes y originales con que decorar su sala. A mediano plazo, con algunos ahorros y un puñado de clientes, podría comenzar a trabajar en mi propuesta de autor. El plan suponía un esfuerzo tremendo, pero parecía valer la pena. Todavía no alcanzo a comprender cómo fue que resultó ser un absoluto fracaso.

Gasté lo poco que tenía en el tiempo y los materiales que invertí para pintar aquellos lienzos que paseaba de allá para acá, de una galería a otra, de la glorieta Chapalita al Trocadero de Avenida México. Y no era que mis Tizianos y Vermeeres fueran malechuras, al contrario. Infinidad de gente se detenía para contemplarlos, me hacían preguntas, averiguaban el precio. Los galeristas me felicitaban por la proeza de proponer algo distinto en un mercado tan hermético y conservador. Hipócritas. A final de cuentas nadie parecía estar dispuesto a pagar lo que aquellos cuadros valían y me vi obligado a malbaratarlos para pagar las deudas que ya para entonces había adquirido, a repartirlos en las galerías como si se tratara de la muestra gratuita de un nuevo champú.

De manera lenta pero irreparable me fui dejando invadir por el desánimo. Pintar carecía de sentido, pero no pintar y hacer cualquier otra cosa también. No estaba seguro de cuál de las dos opciones era peor y no quería decidirlo. No quería hacer nada. Ni volver a las copias tradicionales, ni buscar otro trabajo, meterme de mesero o dar clases de dibujo en alguna escuela o taller dominical. Como copista, por muy bueno que fuera, iba a quedar siempre sepultado bajo el peso de un cadáver de quinientos años; como autor no tenía los contactos para hacer valer mi propio nombre, ni las agallas para sobrevivir a la grilla de los buitres que imperaban en el cacicazgo provinciano y hostil de Guadalajara.

Tenía la boca seca. Bajé de la camioneta y caminé por el parque. Por suerte encontré un surtidor de agua mal cerrado. Alrededor se formaba un charco de donde bebían media docena de zanates negros que al verme se alejaron dando saltitos. Acerqué la boca al tubo para beber, luego me mojé la cara, el cuello. No quedaba más remedio que esperar a la señora Chang, así que me acosté en un pedazo de pasto seco con las manos en la nuca y me quedé profundamente dormido.

Desperté cerca del mediodía, un poco más preocupado, convencido de que no podía poner todos los huevos en una sola canasta. No podía confiarme solamente del pago de la señora Chang. ¿Qué pasaría si no regresaba esa tarde? ¿Y si me daba un cheque posfechado como solía suceder? «Perdóneme, José —me había dicho alguna vez—, pero es que mi marido ahora sí me quiere matar de hambre. Se queja de que gasto mucho, ¿usted cree…? Yo de plano le digo que deje la política y mejor se dedique a falsificar billetes.» Cómo me exasperaban esas señoras encopetadas, pero ignoro por qué acababa siempre cediendo a sus caprichos. Alguna vez llegué a pintar de azul los cristales de un candil araña, y hasta falseé el nombre que llevaba inscrito el retrato de una condesa, lo que seguramente serviría para respaldar alguna intriga de familia.

No, en el mundo de la señora Chang no cabían preocupaciones como la que ocupaba mi cabeza. Se me ocurrió que podía visitar a don Rafa Salado, un chacharero de Avenida México a quien conocía de mucho tiempo. Alguna vez me había sacado del apuro, y me había dado oportunidad de pagarle con obra, aunque no por ello pasaba por ser un alma caritativa. Siempre encontraba la manera de salir ganando.

Su verdadero apellido era Salgado, pero en el medio de los chachareros se había ganado el mote de Salado por la mala suerte que tenía para vender. Sin importar qué tan buena fuera la mercancía que él pusiera a la venta, se quedaba años y años varada, cubierta de polvo entre las montañas de basura que retacaba en su bazar, si se le podía llamar bazar a ese local sin vitrinas, abierto a la calle por una cortina de fierro a medio alzar, donde no se paraban ni las moscas.

Al llegar reconocí el olor a polvo y sudor rancio. Todo estaba exactamente igual que la última vez. Junto a la entrada el escritorio lleno de papeles viejos, una silla de piel sintética con rasgaduras por donde asomaba el relleno de esponja y sobre la silla el viejo gato de don Rafa, un gato blanco percudido, con la oreja tarascada en forma de media luna, que al notar mi presencia levantó la cabeza y volvió a dormir. En la trastienda se escuchaban voces y escándalo de cantina.

Atravesé el archipiélago de muebles y objetos empolvados para ir a asomarme. Como suponía, estaban los de siempre, un grupo de artistas de la bohemia que se pasaban ahí las tardes jugando cartas y hablando de política mientras empinaban galones de tequila Tonayan rebajado con refresco o agua de la llave. Los conocía bien. Aunque eran mayores que yo, había convivido con ellos desde siempre, compartíamos los mismos lugares de reunión, las fiestas, las amistades. Parecían omnipresentes en su nulidad. Yo procuraba evadirlos, me aterraba la posibilidad de acabar siendo uno de ellos, aunque últimamente estaba haciendo muchos méritos para conseguirlo.


 

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