Entrevistas

Pedro de Silva: «La herencia de los sesenta es la contraalma, no la contracultura»

El escritor asturiano firma ‘Ella’, texto híbrido y expatriado que rastrea los cambios desencadenados a partir de la generación ‘beat’ y sus consecuencias con la demolición de los tabúes sexuales y el espíritu triunfante de la mujer y el feminismo.

Una entrevista de César Iglesias · Fotografías de Pedro de Silva de Pablo Batalla

Pedro de Silva Cienfuegos-Jovellanos (Gijón-Xixón, 1945) estaba diseñado para ser un vástago de la burguesía culta y de derechas de una ciudad norteña y marítima con ensoñaciones de ser puerto franco británico. El microcosmos local de club de regatas, ateneo con nombre de ilustrado y ghetto residencial con palacetes y chalés donde se fumaba con boquilla y se bebían dry-martinis generaba el humus necesario para criar camadas de futuros prohombres defensores de la ideología del como Dios manda. De Silva tuvo la fortuna de ser vacunado con las dosis adecuadas de inteligencia, educación y honestidad para evitar que su cráneo no acogiese la caspa de pequeñoburgués provinciano. Aquel Pedro de Silva adolescente recogió lo mejor del elitismo compasivo de los jesuitas, la tolerancia de una familia conservadora con alergia a los falangistas de camisa vieja y sudada y las enseñanzas del inconformismo libertario y marxiano de las criptas de la resistencia intelectual y política a una dictadura igual de criminal que ridícula.

Un descenso a las ciénagas digitales hace que el nombre de Pedro de Silva aparezca asociado a los adjetivos «político socialista español y abogado», acompañado de una fotografía en su etapa como presidente de Asturias (1983-1991), con aquella barba de capitán Ahab. Pese a que ha sido la palabra escrita quien ha conformado su carácter, antes y después de la dedicación al activismo antifranquista y a las responsabilidades institucionales, Wikipedia concede solo dos líneas a su obra literaria y ensayística. Es sabido que el reconocimiento de los frutos de la nobleza de espíritu (aquel Adel des Geistes que fijó Thomas Mann) sufre en nuestros días la tiranía del exhibicionismo y de la inmediatez, es decir, la devaluación de todo legado del humanismo ilustrado. Y De Silva no se salva de la quema. 

El interés desmedido por todo cinceló la personalidad de Pedro de Silva. Y ello lo trasladó al papel. Teatro y poesía fueron los primeros géneros que frecuentó, pero posteriormente su inquietud a campo abierto le hizo explorar otras formas de expresión dictadas por una conciencia cívica y creativa siempre incómoda con todos los rostros del conformismo. Y de esa irreverencia calculada procede una obra en la que cabe la narrativa, sea erótica (Kurt, Premio La Sonrisa Vertical en 1998), policiaca (Una semana muy negra) o de géneros (La moral del comedor de pipas); la poesía (La ciudad, La luna es un instrumento de trabajo, Los gestos de la tarde, Las horas grises: tres miradas y Elegía); el teatro (El condenado y El Rector, entre otras piezas, varias inéditas) y el ensayo (El regionalismo asturiano, Asturias, realidad y proyecto, El druida del bosque, Miseria de la novedad y Las fuerzas del cambio).

El temperamento intelectual y cívico de Pedro de Silva tiene su vertiente más guerrillera en la escritura diaria que inició hace casi treinta años en La Nueva España y en el resto de los periódicos del grupo editorial Prensa Ibérica. En esos 899 caracteres, día a día, está el relato cotidiano de las tres últimas décadas trazado por un ciudadano que mantiene intacto su asombro ante los relámpagos de la vida y las debilidades propias y ajenas. Tal vez sea en esos billetes periodísticos y partisanos donde el genio disperso y poético de Pedro de Silva sintetice el entusiasmo de haber nacido.

Las manos de Pedro de Silva son vigorosas, con los dedos largos, en constante movimiento. Solo ciertas erosiones cutáneas hacen dudar de que esas extremidades ágiles corresponden a un hombre de 76 años. Igual que su mente, rápida y sutil, siempre al acecho de cualquier idea o acontecimiento que satisfaga su curiosidad. Esas manos han tecleado las más de 2000 páginas de las que surgió su último libro y en su almacén se amontonan otros once títulos más que aún no sabe si dará a la imprenta. En la dispersión de intereses e inquietudes habita el germen del temperamento de la escritura de Pedro de Silva. ¿Tal vez en el pecado esté su penitencia? Puede ser. Pero no parece que tenga propósito de enmienda. Ahí está su última obra, Ella (Trea, 2021), subtitulada Un ensayo. Tal vez una forma más de despistar a la audiencia.

Ella se subtitula Un ensayo. ¿Aviso para navegantes?

—La demarcación de la novela, hoy más que nunca, sigue siendo un territorio muy pantanoso, muy confuso. No se pueden ahormar los hechos a la rigidez académica si son convincentes. Llevaba años con un runrún narrativo y una acumulación de materiales: llegó a ser inabarcable, a superar los 2000 folios. De ahí extraje las 200 páginas del libro. Tenía una percha: los orígenes de los años sesenta. Allí iba colgando los conocimientos que había acumulado, las experiencias de mi vida y alguna idea sobre un asunto que me había interesado como persona a la que le había tocado ser testigo y, de alguna manera, participante esquinado de unos acontecimientos de un tiempo social y cultural. Con la llegada de la pandemia inicié ese proceso de extracción y escritura.

—Un empeño casi bíblico.

—Todo ello es un poco esquizoide. En esos más de 2000 folios hay un vagar de la primera a la tercera persona narrativa, incluso a la segunda. Es una investigación y no un relato de una investigación. Y me encuentro con este armatoste, llamémoslo mejor esta cosa, una hibridación de novela y ensayo. El asunto daba para mucho y en ese deambular el contenido ensayístico me arrastró por ciertas sendas. Fue entonces cuando opté por abordar la trama que me ocupaba a partir de un texto que tuviese el registro de la fabulación, una manera de alcanzar más libertad.

—Los corsés academicistas son de hierro.

—Para hacer verdadero ensayo es mejor desprenderse del canon ensayístico. Lo intenté en su día con Dona y Deva (Alfaguara, 1995), novela que hacía agua en el momento en que empezaba a filosofar. De aquellos errores, espero haber aprendido. El ensayo está tan contaminado por las formas de escribir académicas que el puro ensayo no es comprendido ni siquiera por los críticos.

—Un crítico, el fallecido Rafael Conte, le prestó especial atención a su Proyecto venus letal, que firmó como Carlos del Busto, siendo aún presidente de Asturias, en 1990. En aquella reseña de El País decía Conte que su primera y clandestina novela «apenas podría ser tratada como tal» y subrayaba su fortaleza intelectual y los vínculos con la tradición volteriana del panfleto.

—Esa corriente ensayística, en ocasiones subterránea, siempre está presente. Recibí aquella crítica con satisfacción, aunque es justo aclarar que nunca ambicioné adentrarme en los espacios de la fábula filosófica o de ideas. Lo que no quiere decir que rechazase una escritura con ideas.

—Una escritura expatriada.

—Está bien que un lector recurra a esa terminología. Los géneros encarcelan mucho y desprenderse de los grilletes no es fácil y menos desterrarse. La novela no es poesía, tampoco teatro, pero siempre lleva dentro el estigma de su propia degeneración. La novela es el género degenerado por definición. Con Ella he querido que haya de todo: acción, representación, lirismo y reflexión, es decir, novela, teatro, poesía y ensayo.

—Cita El Danubio, de Claudio Magris. ¿Le ayudaron las fórmulas del autor triestino?

—Me interesan mucho los hallazgos y los recursos de este libro. En El Danubio hay geografía e historia, pero jamás como asignaturas. Y eso que Magris, como germanista, sabe lo que tiene entre manos. ¿Cuánto hay de fabulación, de invención literaria? Tal vez en no encontrar una respuesta resida su fortaleza. Me atrajo mucho este libro porque trata de buscar el origen de un río que conforma un mundo, la llamada Mitteleuropa, y lo hace con un relato personal. Y esa búsqueda del curso principal fue lo que me interesó.

—El génesis de «esta cosa» o «armatoste», como lo llama, es un crimen.

—El crimen del río Hudson para ser precisos.

De izquierda a derecha, Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Barroughs, en Nueva York

El crimen del río Hudson, manantial del Ella de Pedro de Silva, es una historia real protagonizada por un grupo de amigos en el Nueva York  de 1944 y una navaja de boy scout. David Kammerer, un profesor de 35 años, fue la víctima. El homicida, Lucien Carr, un joven de 19 años que apuñaló y arrastró a las aguas del Hudson al moribundo Kammerer, encontró la complicidad de tres amigos de universidad e iconos de la generación beat: dos de ellos, los novelistas William Burroughs y Jack Kerouac añadieron a su aprendizaje de malditismo literario una breve estancia en prisión, y el tercero, el poeta Allen Ginsberg, compañero de cuarto universitario de Carr, corrió mejor suerte judicial. Pero la santísima trinidad del movimiento beat estuvo marcada por un crimen, que los dos primeros certificaron por escrito en su novela a cuatro manos Los hipopótamos se cocieron en su sangre (Anagrama, 2010), inédita durante más de seis décadas y publicada cuando sus autores abonaban la tierra. Ginsberg se convirtió en uno de los apóstoles de los sesenta y en un poeta decente, pero atrabiliario (sus Kaddish y Aullido son dos libros esenciales de la poesía anglonorteamericana de la segunda mitad del XX), y Lucien Carr hizo tabla rasa de aquellos años, se convirtió en un anodino periodista de mesa de la agencia United Press y su vida se vio coronada por acusaciones de maltrato a esposa e hijos.

De ese pecado original, el crimen del Hudson, parte el autor gijonés para discurrir y bucear en las aguas turbulentas de los sesenta, atraido más por la indocilidad social y cultural que por el lugar en los calendarios de aquel movimiento. Lo hace como espectador, pero también como actor periférico, y por el que ya había mostrado interés, en esa ocasión sin disfraces literarios, en su recomendable ensayo Miseria de la novedad (Nobel, 1993).

«¿Cuál es la naturaleza de esa relación de los beat y sus consecuencias?», se pregunta el propio De Silva. Y responde taxativo: «El amor». Aquella noche neoyorquina, sentado en un banco del Riverside Park, Kammerer se aproximó más que nunca a su amado Carr y le dijo: «Si no puedes quererme, mátame». Es la frase que los amigos de la Universidad de Columbia atribuyen a Kammerer, antes de sentir la navaja en su vientre. Un crimen que dinamitó aquel grupo, pero que contribuyó a encender uno de los fuegos que alimentarían el incendio de los sesenta.

—¿Su libro certifica el fracaso de los sesenta?

—Esa es una idea con la que no trafico. Como antiguo marxista —lo digo por veteranía, no porque lo haya dejado atrás— hay una idea: en todas las revoluciones hay un antagonismo de dos fuerzas, pero se produce un inesperado triunfo de una tercera. Cuando colisionan la aristocracia y el pueblo llano, es la burguesía la que triunfa. En la gran revolución de los sesenta lo que prevalece no es una clase, sino que se constituye un nuevo poder, el de la mujer, que no estaba en la contienda.

—Entonces un éxito.

—Insisto: no permanezcamos en el escenario del éxito o el fracaso.

—Hablemos entonces de la herencia.

—Hasta entonces era la desigualdad económica, la lucha de clases, el centro de todas las colisiones sociales, económicas y culturales. A partir de entonces se produce una emergencia de nuevos valores, también la liberación de muchos tabúes. Es todo un sistema de valores que perviven y el gran cambio, el del cambio de era, acontece con el papel que adquiere la mujer y se materializa en los movimientos feministas que sigue explicando el mundo de hoy. Los sesenta trascienden el concepto de cultura y su herencia es la contraalma, no la contracultura. Lo tengo escrito: «Lo que los años sesenta liberan son sobre todo las sustancias. El veneno del alma» (página 161).

—Pero lo del «amor y las flores» de los sesenta se quedó en nada.

—No se puede negar la putrefacción del «amor y las flores» y que de esa transformación procede lo del «sexo, drogas y rock and roll». Pero lo que de aquello ha quedado ha sido la demolición de los tabúes sexuales y el empoderamiento de la mujer.

—Es decir, Ella.

—No se trata de un ella singular. La voz narrativa es la de una mujer que relata lo que ve cuando discute con su abuelo político y lo acompaña con sus camaradas, setentones más o menos intelectuales —muy parecidos a mí— que se dedican en reuniones y discusiones interminables, en ocasiones disparatadas, a debatir, eso sí, muy organizadamente, sobre el espíritu de los años sesenta y cuál fue la fuente original de la que mana. Y ahí surge Ella, el espíritu triunfante de lo femenino, parodia y alegoría también de las fantasías del machismo que luego se vuelven contra el macho.

—Y de la que la narradora es fruto.

—Antes me negaba a entrar en la dialéctica éxito-fracaso, pero es justo constatar ese espíritu triunfante de lo femenino. La narradora ya no se plantea el feminismo, es consustancial a su persona y a su generación, nada que ver con las divagaciones de esos viejecitos de los sesenta.

—¿Cuánto hay de retrato personal y generacional?

—Aquí estamos mi gente y yo, pobladores de una esquina provinciana cuando se estaba produciendo una profunda transformación en el llamado mundo occidental desarrollado. Eso nos convierte en productos singulares de ese tiempo. Lo que hay es un ajuste de cuentas con los míos y conmigo mismo y un afán por certificar, a través de la literatura y los cambios culturales, la demolición de ciertos tabúes y explorar las cavernas más oscuras de esa generación.

—Que es la suya. Por esa «Congregación de Ruces», con un topónimo de resonancia gijonesa, desfilan algunos personajes que el lector avisado y avispado podría fácilmente identificar.

—Son las cartas con las que juego, no puedo ser ajeno a mi biografía, aunque Ella no es un libro local. Hay un reparto integrado por personajes que asistieron a esas transformaciones, pero también que vivieron y protagonizaron a su modo en su finisterre provinciano. Esos personajes están enmascarados y es innecesario desvelar su identidad.

—Me permito desenmascarar uno, John Wings, nuestro añorado Juan Cueto Alas.

—A Juan ya lo había introducido como personaje en otros libros.

—¿Un recurso pessoano?

—La búsqueda de las máscaras es una fuente de la literatura y esos enmascaramientos obligan a técnicas narrativas feraces. En mi caso no hay una intencionalidad pessoana. No trato de esconderme. Antes hablamos de aquel libro que firmé con seudónimo, entonces tenía responsabilidades públicas, eran otras circunstancias. Si buscase la respetabilidad social, me dedicaría a otras cosas, no a la escritura.

—En Europa asociamos los sesenta a los Beatles, a los Rolling Stones, a los estructuralistas, a Guy Debord y su Internacional Situacionista o a Mayo del 68 con sus derivadas terroristas o ultraliberales. Sin embargo, optó por los beatnik, un movimiento muy estadounidense.

—Los años sesenta son sobre todo Estados Unidos. Operan distintos factores. Estados Unidos, tras la segunda guerra mundial, se consolida como imperio. En el libro barro para casa e introduzco la metáfora muy asturiana de cómo los cambios en Roma movían los cimientos del castro astur de Chao Sanmartín. Pues lo mismo ocurría en los sesenta: lo que acontecía al otro lado del Atlántico nos llegaba más mal que bien a una ciudad de provincias de una región provinciana en una nación provinciana. Hay también cierta devoción por algunos autores, en especial a William Burroughs, el eje de la generación Beat. No infravaloro a Kerouac ni a Ginsberg, pero Burroughs ejerció una influencia que supera el ámbito de lo literario. Otro factor es mi admiración por la cultura norteamericana.

—¿Persiste esa admiración?

—Hoy en Estados Unidos están haciendo la mejor literatura, el mejor periodismo, el mejor cine o la mejor música, no solo en el rock. No se trata de una competición y no minusvaloro las creaciones artísticas europeas o de otras latitudes, pero esa admiración persiste porque asume un mayor riesgo cultural. Deploro el imperio por lo que tiene de imperativo y genocida en ocasiones, pero ello no me lleva a despreciar sus manifestaciones artísticas.

—Vuelto a Ella. Hay una dialéctica intergeneracional entre la narradora y otros personajes, especialmente su abuelo político Granper, nombre casi de Pantocrátor. ¿La generación de los sesenta patrimonializó la rebeldía y la juventud?

—Quise evitar que la narradora quedara sometida a las imposiciones de lo arcaico, porque ella debe prevalecer, incluso que algo de lo que Granper representa perviva en ella. Cualquier creación exige ruptura. Por mi parte he intentado no caer en el automito de los sesenta, pese a que ya hemos hablado de las referencias personales y generacionales. Soy un producto de aquel tiempo, pero siempre me he resistido a la fosilización.

—Ciertos santones de los sesenta no soportan bajar del púlpito. ¿Cómo lo lleva usted?

—Los hay que envejecen muy bien, pero en mi caso envejezco mal.

—No lo dirá por su aparente buen estado físico. Explíquese.

—Me niego a envejecer en la parte que no está impuesta por las células. Es patético envejecer mal en lo que es irremediable, pero es mucho más patético en lo que sí es remediable. Y en ello me esfuerzo. Digo que envejezco mal porque aún sigo dándole un estatuto superior a la curiosidad. Soy un oyente habitual de Radio Tres; me interesan muchas músicas, como la llamada clásica contemporánea, que desgraciadamente no está los auditorios donde persiste el clasicismo vienés, o en nuevas manifestaciones como el rap o el trap. Por cierto, con estas corrientes musicales ha vuelto la rima, el gusto por la consonancia, cuando la escritura poética la había arrinconado.

Nada le es ajeno. No solo está atento a mucho de lo que pasa, como certifican sus billetes diarios en los periódicos del grupo Prensa Ibérica, sino que sigue fiel a diferentes formas de escritura. «He tocado todos los géneros: ensayo, teatro, poesía, novelas con diversos subgéneros, (costumbrista, negra, erótica, futurista, conspirativa…)», afirma De Silva. «La transgresión de materias y géneros te abona en cierta medida al fracaso, el lector no perdona esa dispersión, no sabe dónde está y donde tú estás y eso conduce al desastre, como es mi caso», precisa.

Ese quebrantamiento de las reglas del juego que el autor gijonés lamenta puede descolocar a sus lectores, pero la literatura tiene sus propias formas de hacer justicia, aunque solo sea poética. Dona y Deva, publicada hace 27 años, se ha convertido en una novela de anticipación y bueno es mirar ahora para ella.

«Ucrania. Me preocupa Ucrania». Esa frase está pronunciada por uno de los personajes, el chino Ho Maeda, no sé si compartida entonces en los despachos de los servicios de inteligencia internacionales, pero está en la página 276 de la primera novela que Pedro de Silva publicó con su nombre propio. No se quedaba ahí el relato: «Ucrania es hoy un estado asociado comercial y militarmente a Europa. Solo así puede mantener su independencia frente al Imperio ruso. La obsesión de Rusia es Ucrania. Es la pieza que les falta para recomponer el antiguo Imperio. Y es un país eslavo. El paneslavismo trata de envolver todas las diferencias en la unidad étnica, al servicio de Rusia, como ha ocurrido siempre». Y dos líneas más abajo añade el tal Maeda: «Si Ucrania se entrega otra vez a Rusia, será el principio del fin».

Con textos como este es cuando la función de la literatura se sitúa contra las cuerdas. En esta ocasión un relato distópico editado en 1995 retrata los tiempos que nos han tocado vivir y cumple, pese a los grilletes académicos, con el mandato de advertir lo que nos viene.

La actitud transgresora pervive en el día a día de este hombre que en 1991 dejó la política institucional para retornar a la abogacía y escribir. Su bibliografía es amplia, pero en su fondo de armario aguardan seis novelas, cinco poemarios y parte de esos 2000 folios de donde surgió el libro que viene de publicar. Y en ello está. Como lo demuestra a diario con sus columnas periodísticas, iniciadas hace casi treinta años.

—En esos 899 caracteres de su billete diario armoniza el pulso de lo cotidiano y de lo literario, no siempre fácil de compaginar.

—A mí el periodismo siempre me ha interesado, y en los años sesenta y setenta me interesaba mucho, hasta el punto en que llegó un momento en que tuve intención de dejar la carrera de Derecho y dedicarme a ello. Con diecinueve años tenía en el diario El Comercio una página contracultural («El jardín de los clavos») donde hacía crítica de teatro, de cine y de arte bajo la tutela de Francisco Carantoña Dubert [director histórico y columnista del diario gijonés] y pensé que aquello podía ser un camino para mí. Pero en casa no gustó aquello y me plegué a los deseos de mis padres y acabé la carrera para dedicarme a la abogacía. Lo que hago en La Nueva España no es propiamente periodismo. La idea inicial era columnismo pegado al devenir de los días, pero después fui ampliando géneros y hoy ese artículo es unos días un microensayo, otros, un intento poético y, otros, un puro comentario de actualidad. Y ahí sigo.

—En los que se aprecia un latido poético.

—Es cierto que escribo esos artículos con una cierta intención poética. Que sea así depende de que uno tenga oído musical. Lo tengo para eso, pero no para la música. Soy bastante alérgico a las taxonomías, ahí están mis libros y los géneros frecuentados, como antes lamentaba. La compartimentación nos trocea, nos cuartea… No veo razón para que en un periódico no se escriba algo que tenga cualidad poética o ensayística. Quizás sea una apuesta arriesgada: a mí podrían haberme mandado al carajo, y a lo mejor lo merecía, pero no ha sido así. Jamás me han tocado una coma de lo que vengo escribiendo en estos casi treinta ños, ni me ha hecho ninguna insinuación del tipo «por ahí no».

—Además de sus inicios periodísticos, el primer libro que dio a imprenta fue La Ciudad (1973), al que siguieron otros cuatro.

—Ese es el primer libro que publiqué, donde lo existencial —fui muy lector de El sentimiento trágico de la vida de Unamuno— y lo político está muy presente. A los que siguieron La luna es un instrumento de trabajo, Los gestos de la tarde, Las horas grises —un proyecto compartido con el pintor Miguel Galano y el fotógrafo José Ferrero— y Elegía, un cuaderno no venal. Poca cosa. Tengo otros cinco libros de poesía inéditos y ya se verá. En Ella también hay poemas. La poesía es aquello que está escrito en líneas sin apurar el límite de la página, el espacio en blanco, es decir, un silencio, lo que no se puede convertir en palabras, lo inefable. Lo poético siempre ha acompañado mi escritura, ahí me reconozco.

—Tampoco le es ajeno el teatro. En 2018 estrenó en el Campoamor, en Oviedo, la pieza El rector, donde daba cuenta de la ejecución de Leopoldo Alas Argüelles, rector de la Universidad asturiana e hijo de Clarín.

—Siempre he hecho teatro. Pertenezco a una generación para la que el teatro no era solamente literatura, sino uno de los escondrijos de la política. Todo tipo de compromiso político intersticiaba de una manera o de otra con el teatro. En los años sesenta y setenta tenía un grupo de amigos que nos veíamos por la noche para hablar de poesía, de literatura en general, y también de teatro. Mi primera obra, titulada El condenado, la escribí entre 1967 y 1968. Estaba muy interesado en el efecto-V de Bertolt Brecht, el famoso distanciamiento. Después hice otras: por ejemplo, un libreto para un musical que iba a hacer con el cantante Joaquín Pixán y el músico Ramón Prada, sobre el rey Mauregato y está escrito en clave paródica. Lo editó la revista La Ratonera hace unos años. El teatro está en los orígenes tanto de mis preocupaciones literarias como de las políticas.

—¿Por qué Alas Argüelles?

—El asunto del rector Alas Argüelles, me ha interesado siempre, como me interesa mucho la guerra civil española en general. Por ejemplo, he escrito una monografía sobre el líder socialista Francisco Largo Caballero y alguna otra cosa más. En este caso concreto me interesaba porque representaba el asesinato de un hombre absolutamente justo por el mero hecho de serlo. Me preguntaba: «¿Qué ha pasado aquí? ¿Cuáles son los mecanismos que se pusieron en marcha para que sucediera esto?». Y para investigarlo, comencé por hacerme con el sumario del caso, que en sí mismo ya abre el camino de una pieza dramática, porque es casi un libreto. Es un sumario bien instruido, con un desenlace cantado.

—En El rector, ¿hay un ejercicio de un deber de memoria con las víctimas?

-Como tal deber, es decir, como algo que se impusiera, no. Como preocupación que no me atrevería a llamar ética, sí. A mí me parece que todas esas monsergas sobre que hay que olvidarse de la guerra civil, aparte de ser intelectualmente estúpidas, están condenadas al fracaso. Es un hecho trascendental, muy importante en la historia de España, en la de Europa y en la del mundo. La guerra civil española tuvo tanta o más repercusión en los años treinta que la de Vietnam en los sesenta y setenta del siglo XX. Es un hecho que no puede olvidarse nunca y va a seguir marcando al pueblo español durante siglos. ¿Han optado por la amnesia los estadounidenses de su guerra civil, que terminó ochenta años antes de que empezara la nuestra? No la han olvidado porque un acontecimiento de tal magnitud no puede enerrarse. Es un ajuste de cuentas con uno mismo tan potente que no puede olvidarse de ninguna manera. Y en España ni siquiera hablamos de un ajuste de cuentas nacional, sino de uno mundial que circunstancialmente se dirimió en España. La guerra civil fue un episodio álgido de la lucha de clases en Europa, que recorre todo el siglo XX y tiene su momento fulgurante en 1917, con la Revolución rusa. Olvidarse de la guerra civil española puede plantearse como terapia, aunque no sé qué terapia es esa. La historia de una nación tiene que estar presente en todos sus habitantes, tanto como la historia propia de cada uno. Siempre me ha interesado mucho este asunto y en particular Franco, que es un personaje al que siempre hemos banalizado.

—¿Franco necesitaba vengarse del Oviedo que lo ninguneó cuando lo llamaban el Comandantín y lo hizo a través de Alas Argüelles?

—Tengo claro que el papel de Oviedo en la configuración de quién fue Franco fue decisivo. De Oviedo y de Asturias en general. Franco participa en la represión de la huelga general revolucionaria de 1917, lidera la de octubre de 1934 y libra una batalla durísima en Asturias en 1937, batalla que está claramente minusvalorada por todos los historiadores. La resistencia de Asturias en 1937 fue un episodio heroico con momentos tremendos en Llanes, en la sierra del Cuera, en los puertos, donde los comandantes todavía resistían cuando ya estaba cayendo todo el centro… Fue un poco aquello que decía el texto de Pedro Garfias musicado por Víctor Manuel: «sola en mitad de la tierra». Y no estoy diciendo que la izquierda tuviera un comportamiento honorable ni compasivo, pero aquello fue una gesta, y Franco tuvo que vivirla de manera especial, porque efectivamente Oviedo era la ciudad en la que él había tenido que hacer méritos para ser reconocido socialmente y que había sido semidestruida por los mineros en el 34; mineros cuya amnistía posterior debió de vivir como una afrenta absoluta. A propósito del tema de Oviedo y de Franco, Juan Cueto tiene una teoría brillante. El franquismo creó una especie de código moral de comportamiento rancio, antiguo… y Cueto sostenía que ese código se acuñó en Oviedo en el tiempo en el que Franco mismo tuvo que integrarse en esa moral para conquistar a su mujer y que luego la convirtió en doctrina del régimen.

Pedro de Silva no se lo pondrá fácil a las catacumbas digitales y sus persistencia en identificarlo como «político socialista español y abogado». Con sus manos de dedos ágiles mantiene su empeño en crear una obra literaria en ocasiones inclasificable, desconcertante para el lector, pero que siempre incita a movilizar las neuronas. Viene de publicar el «armatoste» Ella, antes de la pandemia vio la luz otro —La moral del comedor de pipas (Trea, 2019)— y tiene material de sobra para que su nombre esté asociado a un creador subversivo, cuyas mejores páginas, sea en la brevedad de sus columnas o en el largo aliento del libro, están dictadas por el matrimonio de la reflexiones ensayísticas y de la pulsaciones poéticas. Permanecemos a la espera.


César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016), Piazza del bacio (Trea, 2016),  en colaboración con el artista plástico Federico Granell, Suena la nieve (Isla de Siltolá, 2019) y Carta de marear (Heracles y Nosotros, 2020).

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