El Ayuntamiento de Gijón, a través de su Fundación Municipal de Cultura, celebró del 9 al 16 de julio la XX edición del festival de Música Antigua con un cuidado programa que propuso un tono diferente al verano de la ciudad. En este segundo artículo dedicado al festival, se aporta una perspectiva más personal a la crónica de los conciertos ofrecidos en el patio del Antiguo Instituto Jovellanos y en el Museo Arqueológico.
Un ritmo compulsivo, un estribillo neurótico y un acompañamiento anémico bastan para satisfacer las necesidades musicales de mucha gente. Como el aire por el que se propagan, los sonidos ocupan todo el espacio, y esa mínima cantidad de música es suficiente para llenar su oído. Otra cosa es que en una atmósfera rala haya déficit de oxígeno. Al poco tiempo de escuchar una de esas incordiantes banalidades, yo empiezo a sentir que me falta aire, pero comprendo que otros no necesiten más, porque se han acostumbrado a respirar esa indigencia.
Por otra parte, la oferta culta contemporánea, y solo me refiero a la que ha heredado acríticamente los añejos prejuicios vanguardistas contra la melodía y la armonía tonales, no ofrece una alternativa aceptable para su destinatario potencial, ensimismada en un lenguaje cuyo código ha dejado de ser compartido con el auditorio. Cada vez que oigo hablar de «arte de búsqueda», sé que me están estafando. No hay arte de búsqueda, sino búsqueda del arte. Lo contrario son siempre borradores publicados antes de tiempo.
Las obras maestras que hoy mismo se están componiendo, en diálogo creativo con una tradición a la que no ignoran ni ningunean, corren el riesgo de pasar desatendidas ante el recelo de un público desalentado por irresponsables experimentos sin ninguna repercusión emocional, cuando no abiertamente cacofónicos. La belleza nunca fue un valor constante, pero siempre fue un valor. Lo más triste de cierta modernidad caduca es haber descartado por completo lo único que le daba sentido a nuestro dolor.
Y no hay que ir muy lejos para apreciar a los verdaderos talentos, los que no temen compararse con los grandes del pasado para saber cuál es su verdadera altura —al fin y al cabo, los contemporáneos no suelen dar la talla—. Algunos compositores asturianos, con los que tengo el gusto de trabajar, como Jorge Muñiz o Pablo Moras, están ahora creando la música que mañana dará la verdadera medida de nuestro tiempo.
Ante las reticencias hacia la música de autoría contemporánea, los programadores buscan refugio en lo consabido y en las apuestas más o menos seguras de la música desconocida que no provoca rechazo. Las salas de conciertos, y otros espacios ocasionales, siguen llenándose de un público que agradece la sintonía de la música del pasado con sus más vivas emociones. El arte de los sonidos es temblor, pálpito cordial, una vibración que resuena amplificada por las experiencias y la cultura del receptor. Lo que dice es lo que suena, nada y todo al condecir con nuestra sensibilidad más intuitivamente reflexiva; y se agradece más cuanto más se oye. Como diría Pessoa: «primero se extraña y luego se entraña».
Frente a los caprichos de la informe arbitrariedad, los modelos regulares que dosifican juiciosamente variaciones y reincidencias y las formas previsibles —en las que suelen ver una coerción los talentos más mediocres— hacen de la música medieval, barroca o clásica, por citar solo las etapas más lejanas y populares, una experiencia vivamente contemporánea. Sin condescender a la vacua facilidad de la música a la que me refería al comienzo, pero con recurrencias similares, las obras más antiguas colman de renovado placer a un público ávido de «novedades del pasado», citando el inspiradísimo lema del sello Bongiovanni.
Esa conexión se produce incluso cuando ha caducado plenamente el mundo al que servía la música que aún hoy nos emociona. Así sucede con las cantigas de Alfonso X el Sabio, tan cautivadoras en la interpretación del grupo de Eduardo Paniagua, que inauguraba el Festival de Música Antigua en el patio del Antiguo Instituto Jovellanos de Gijón. Ese espacio laico e ilustradamente dieciochesco acogió con agradecida alegría los delirios milagreros que relatan las historias alfonsíes. El hilo argumental fue el de los prodigios cantábricos, entre Galicia y Bretaña, de la intercesión mariana. Las anécdotas que los suscitan van desde los devaneos homoeróticos de un par de monjes renegados, en la cantiga 254, hasta la impiedad y el irónico castigo, en la 244, de quien prefiere celebrar la captura de una ballena en la taberna de Laredo antes que en la iglesia, y engorda sin límites mientras no se acoge a la ilimitada clemencia de la Virgen. El mismo Alfonso X aparece como protagonista beneficiario en la cantiga 209, al curarse milagrosamente en Vitoria colocando su propio libro sobre el pecho. Si el volumen que describe los milagros es en sí otro, la música del siglo XIII, estrófica y rítmica, añade al asombro del vértigo temporal la frescura de su sencillez.
A mis oídos incrédulos, sin embargo, el principal milagro es el de la resurrección física de instrumentos desaparecidos hace siglos y que vuelven a la vida a partir de su imagen, con la iconografía medieval como única fuente de reencarnación —va a ser verdad lo que pensaban aquellos indígenas, reacios a la fotografía porque robaba el espíritu—. Desde los veinticuatro ancianos del Apocalipsis con los que el maestro Mateo hizo cantar a la piedra hasta las propias iluminaciones de los códices alfonsíes, el alma de la música vuelve al cuerpo donde alentó con los exóticos instrumentos recreados por los luthiers, demiurgos de nuestro tiempo: axabeba, darbuga, chalumeau, cálamo, salterio…
La rehabilitación, en cualquier caso, no es completa; o, mejor dicho, el abandono estaba plenamente justificado, a juzgar por las limitaciones de fiabilidad. César Carazo, que tocó con maestría una temperamental vihuela de arco, confesó en medio del concierto: «peleándose con estos instrumentos uno comprende por qué desaparecieron».
Lo que habrían dado en el siglo XIII por un clavicémbalo. ¡Ah, el progreso! Después de todo, ¿qué es un clave, sino un salterio con mando a distancia? La sencilla guitarra barroca o la hipertrófica tiorba de Pablo y Daniel Zapico respectivamente, que volvieron tan íntimo el aire del claustro del monasterio de San Vicente abriendo los conciertos del Museo Arqueológico el pasado dieciocho de julio, son un salto evolutivo en la organología antigua, aunque para la orquesta decimonónica fueran periclitadas antiguallas incapaces de hacer oír su apagado timbre en el voluminoso conjunto. La modesta pero honda sonoridad de tiorba y guitarra barroca se acomodaba perfectamente al salón aristocrático donde solía celebrarse la frescura de lo popular, mediatizada por la ciencia del compositor a la moda. Así, Daniel y Pablo Zapico nos ofrecieron, bajo el racial título de Mediterránea, un concierto de música barroca donde las danzas de origen folclórico, pasadas por el tamiz de la recreación cortesana, nos regalaron la nostalgia de un tiempo no vivido. La velada empezó jovial con las marionas de Gaspar Sanz y terminó radiante con sus canarios. Tampoco olvidaré la Arpeggiata de Kapsberger, y su ondulante nerviosismo que tanto me recuerda a “Las barricadas misteriosas” de Couperin.
La música más agradecida es a veces la menos ambiciosa. La de Francesco Corbetta, Santiago de Murcia, Ludovico Roncalli o Giovanni Battista Vitali, que completan el concierto, es la honrada y amable contribución de artesanos del oficio, más que genios del arte, cuya obra cortés deja pensar y ayuda a hacerlo. Con el espíritu de Feijoo despertado por los sonidos de su época, se me ocurre que la Ilustración fue la humanización de la aristocracia, que dulcificaba su ocaso, como el Romanticismo posterior el endiosamiento de la clase burguesa, que ennoblecía así su apogeo.
Termina el concierto. La música llama a la música, y la poesía es música por otros medios. Salgo feliz y cantando como mejor sé hacerlo, en verso. Pero esa es otra historia.
0 comments on “Sonidos de ayer, emociones de hoy”