Creación

La vigilancia de los acantos

«La vigilancia de los acantos» es el resultado de una colaboración artística entre el escritor Javier Pérez Escohotado y el artista plástico Miguel Pescador que se ha convertido en una exposición/instalación titulada «Spam Project Anthology»


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Javier Pérez Escohotado: La vigilancia de los acantos • Ilustraciones de Miguel Pescador • Editorial Acanto, Barcelona, 2017, 92 páginas

La vigilancia de los acantos es el resultado de una colaboración artística entre el escritor Javier Pérez Escohotado y el artista plástico Miguel Pescador. Dicha colaboración tiene su punto de partida en una colección de vidas paralelas escritas por Javier Pérez Escohotado en las que todos los personajes surgen del spam, de los mensajes que se nos imponen, a pesar de los filtros, como algo no deseado ofreciéndonos lo que no habíamos pedido e invaden nuestra cotidianeidad desde una tiranía global a la que hoy llamamos «Big Data». Por su parte, Miquel Pescador recogió el reto de realizar una serie de obras que partieran de la lectura de La vigilancia de los acantos. Si los textos proponen un diálogo cultural con la poesía votiva o sepulcral clásica y un guiño cultural a la Spoon River Anthology, de E. L. Masters, las obras de Miquel Pescador establecen una sintonía con la fijeza de la mirada de los retratos de El-Fayum, sobre los que John Berger ha dicho: «Estas obras no son retratos, sino pinturas sobre la experiencia de ser mirado».

La colaboración no se limita a este libro ilustrado, sino que se ha convertido en una exposición/instalación, en la que las obras plásticas, los textos y las voces de los personajes coexisten en un bosque, en un cementerio de lápidas, por el que el espectador puede pasear contemplando el resultado. Los autores la han llamado Spam Project Anthology y ha circulado por diversas salas de exposición.





Delia Honeycut

 

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Frente a un mar plomizo, sólido, en un banco de la bahía,  banco de la desdicha, banco de la desolación. Estaba. Te sentaste a mi lado: era tu vecino, un conocido al menos de Quintana. Nada sospechabas. Ni yo mismo pude levantarme al contemplar como saboreabas aquel helado  con tu lengua sagaz que perseguía roja hasta las últimas gotas que huían hacia el cucurucho de barquillo para atraparlas antes de que llegaran a tus dedos y se hicieran pegajosos y lentos, Delia Honeycut.

He de confesar que desde aquel día vuelvo todas las tardes de mar de fondo a sentarme en aquel mismo banco, ahora de tu ausencia, infeliz, del que trata de rescatar tu entera entrega al placer, después de meses de que ya no acudas a nuestra cita, fiel con la fidelidad del desquiciado, del involuntario, del que no hubiera querido conocerte, del que debiera haberte advertido de los temporales, de los mares sombríos que frente al muelle, frente a los bancos de la bahía de Sandycove, se excitan, resoplan, se elevan y se desploman con estruendo sobre la arena silenciosa, mansa, impermeable, insensible al dolor de la embestida.

Los vecinos me alarmaron el día en que te echaron de menos. Faltabas hacía una semana y nadie se había atrevido a decírmelo. Como al preso al que autorizan un paseo por el patio me permitían que recorriera el camino desde casa al mismo desolado banco. No creo que Poseidón te haya poseído y no te permita volver a casa sin que yo lo sepa: esos extremos los conoce alguien como yo. Quiero evitarte la minuciosa mortadela crónica del periódico local, que habla de violación en grupo y venta de órganos…

Espero que en alguna parte, aunque sea al otro lado del espejo, en otra bahía paralela, recuerdes nuestro encuentro, único, en aquel banco, Delia Honeycut. Tus padres han reunido dolor suficiente y dinero para dedicarte esta piedra, que surge de la negra tierra que ya protege tu recuerdo para siempre. La ha esculpido Harry Moreno, el marmolista.

Al cabo de quince días
el mar atento devolvió
su prendedor de pelo.



Rose G. Perdomo

   

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Rose G. Perdomo llegó a nacer en Vejer de la Frontera (Cádiz, España) en 1968, en la calle Constitución, 12. Sus padres, propietarios de un modesto aunque honrado bar en playa Bolonia consiguieron, con más intuición que sacrificio, enviarla a la residencia de las MM Adoratrices de Cádiz para que estudiara en la ciudad e hiciera alguna carrera que la apartase de aquella vida de chiringuito y pandereta. Al terminar el bachillerato ya en su mayoría de edad, se anotó en un curso acelerado de cata de vinos, impartido por las bodegas Osborne del Puerto de Santa María, donde yo la conocí un verano con demasiadas moscas y un ambiguo desleído sol impropio del Puerto. Llevada por el irrefrenable movimiento de la gastronomía de vanguardia, se inclinó por la especialidad de Enología, disciplina que logró culminar en La Rioja (España), pero manteniendo en la más estricta reserva su actividad literaria. A pesar de los vapores profesionales que su primer empleo le provocó, a pesar del periplo de catas profesionales a las que su bodega la enviaba, hace tiempo logró culminar el libro de poemas hiperbreves Resumiendo (1992). Cuando yo la conocí, redactaba una ambiciosa novela de autoficción, Mientras sobrevivo, y andaba metida en una  obra de teatro, La verbena del general, basada en un rumor todavía sin confirmar: las orgías del general Franco y su debilidad por las hierbas medicinales.

Pero llegó la crisis. Al cabo del tiempo y el espacio, nos volvimos a encontrar en un bar de carretera, ahora en Quintana. Yo acudía a la universal comida de boda de un primo con una chica muy evidentemente decorada, intrascendente. Tú visitabas a una tía moribunda y pasabas la Nochebuena con ella. Me dijiste que el trabajo te apretaba, o sea, que no tenías trabajo y que un marmolista te había ofrecido un puesto de asesora para orientar a los hispanos que llegaban al mostrador de su Funeral Home sin saber muy bien qué ni cómo, ni dónde, ni por qué, ni para qué, ya sabes, esas preguntas cuya trascendencia sólo el periodista más elemental ignora, y que son las preguntas primeras y definitivas que nos podemos hacer cuando nacemos, pero que sólo respondemos después, luego, más tarde, a lo mejor, tal vez, si Dios quiere….

A los tres meses de atender el mostrador de la funeraria, de manera anticipada —y en opinión de los vecinos, precipitada— he llegado a descubrir que habías ordenado a Harry Moreno, el marmolista, que, en la tapa de tu nicho, esculpiera la siguiente inscripción con letra Times New Roman cuerpo 12:

Me la jodisteis,
pero aquí estoy
mientras sobrevivo.



Persy Brassard

 

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Una simple llamada de teléfono se transforma en una historia, y en un epitafio. Un rutinario encargo para que cortaras un árbol y entrara más sol en el jardín, alumbró todo lo demás. Eras un joven con una profesión emergente y nominalmente nueva: arborista. A lo largo de la contratación de tus servicios, en tu improvisada y poco elocuente evaluación de un jardín deliberadamente abandonado, dijiste que no podarías más: para el pino, las ramas son como los brazos para el equilibrista que cruza el espacio entre dos torres gemelas. Prematuramente supuse y prejuzgué que la frase era una cita de una fotocopia de unos apuntes de clase de un célebre dicho del profesor interino de Jardinería Uno: un aforismo afortunado, cuya fama su propio autor no imaginaba. Aunque exagero, de tu boca sólo salían sentencias oídas en la calle, olvidadas en las clases y luego aprendidas en la Escuela de Bellas Artes de Glasgow con el apoyo incondicional de una beca Franklin para jóvenes menesterosos y prometedores. Aquello te puso necesariamente en contacto con la Bauhaus: no hay arte, sólo estilo.

Tu enigmática sexualidad, tu inconsciente, insegura belleza te obligaba a proclamar, entre hombres, que todas las putas te recordaban a tu mujer, Esmeralda. En tu escuela de Glasgow, no te instruyeron que se llama Esmeralda el barco que lleva a Venecia, por un río de ceniza, a Gustav von Aschenbach; y Esmeralda se llama también la joven que le recibe en su habitación, mientras ella toquetea malamente Para Elisa, la misma melodía que ataca Tadzio en el Hotel des Bains, Lido de Venecia,  con un solo dedo: papapapapapapá, papapapá, papapapá…

La diferencia entre tu belleza y el encargo para podar mis árboles es que, para mi daño, yo recuerdo Muerte en Venecia. Así que, desarmado de antemano, no te pregunto el precio y dejo que trabajes, absorto en el estruendo de la sierra, embutido en la camiseta negra de tirantes y tu pantalón rojo bermellón con listas blancas que sólo Pasolini habría obligado a ponerse a alguno de sus actores preferidos. Mientras me aconsejas respetar el bosque y no podar más esos brazos de equilibrista de los pinos -aunque, me dices, pierdes dinero con ese consejo-, recuerdo mientras sigues hablando intentando superar el estorbo de la máquina, precisamente el medio minuto escaso de Muerte en Venecia y allí la lucha entre Tadzio y su energético amigo sobre la arena, no sobre el fango. El chico italiano lleva un bañador con las rayas del tigre y Tadzio, con el listado de la cebra. No hubiera podido imaginar mejor disyuntiva: zoología o arte. Ms Internet, una dama demasiado frecuentada, está saturada de esa vulgar analogía, zoología y arte, mientras al profesor Aschenbach, preludio de lo peor, se le corre el tinte del pelo: papapapapapapá, papapapá, papapapá…

Recuerdo que, en alguna imprecisa ocasión, me agradeciste que pronunciara bien tu apellido: Brassard. Tu vida, sin embargo, te llevó de mujer en mujer para demostrar al mundo que tú eras tú. Y llegaste a tener varias hijas, aunque no llegaras a conocer a tu padre, el responsable, al parecer, de tu problemática existencia. Yo moriré antes de que a tu cuerpo se lo coma el más allá, pero no quedaría mal a tu contradictoria belleza esta lápida, que te regalo a cambio de la greguería de que las ramas, para los pinos, son las barras para los equilibristas en las grandes tempestades, no para verte muerto, para verte inmortalizado.

No me tengáis compasión,
víctima de atribulada belleza,
lloro por todos vosotros, feos.



Jeffrey D. Downs

 

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He de confesarte, Jeffrey, que hoy he comido con Lanette Ambler, tu mujer.  Me ha estado insistiendo de la manera que tú sabes, con la intensidad que tú conoces, con el apremio rebosante que tú imaginas, y en mi condición de vecino y tal vez a causa de mi disipada virilidad, he aceptado. Tampoco podía renunciar a una confidencia sobre ti, el más enigmático, el más hosco, el más distante de los amigos.

Os conocisteis en la barra de un pub, The Gallions, en Inverness, me dice Lanette, en las Highlands escocesas, cerca del lago Ness, mientras un conjunto local cantaba una reiterativa balada entre el serrín y el amargo sabor de la cerveza, el aroma del lúpulo y la desinhibición colectiva. Tú recorrías Escocia con el improbable propósito de encontrar algún rastro, tus orígenes, la raíz de tus antepasados, que habían emigrado a Quintana hacia mil novecientos veintidós. Lanette había madurado a orillas del monstruo, arrullada por relatos de guerreros que regresaban del airado exilio y la tormenta para edificar una Escocia más épica y sobre todo, independiente, libre al fin. Bebían mientras tanto celebrando de manera anticipada el triunfo definitivo y el desconcierto. Pero aquella chica triste de las baladas cambió el pueblo donde nació por amor a ti y por Quintana, traspuesta, transterrada, aterrada de vivir lejos de las dulces lomas de Inverness.

Tiene Lanette una mirada toda agua profunda, verde cadmio oscuro, tal vez azul prusia, que no centra el objeto de su pesquisa, así como un foco difuso y confuso, averiado. Si te mira, dirige sus pupilas en diagonal y parece que esté hablando con otro, con alguien que en la barra esté a tu lado, o detrás, ignorante de lo que ocurre entre vosotros, ajeno a la conversación, en su pinta ensimismado. Con esa mirada al margen parece que con ella siempre fuéramos tres. ¿Lo habías advertido?

Si hago caso de la rotunda y aviesa confidencia de Lanette,  me sorprende, Jeffrey, que no hayas logrado hacer ni la o con un canuto. Solo sonrojo produce escuchar que tu mejor amigo, aquel con el que habías compartido una movediza infancia agrícola, aquel con el que espiabas la intimidad de las compañeras de clase, con el que robabas, superando las tapias de afilados cristales, la fruta del vecino, con el que te retrasabas para encontrar ya cerrada la puerta de la escuela, con el que te sublimabas durante horas en la torre de la iglesia, aquel mismo no supo resolver la estrecha convivencia con una mujer algo más joven, no logró darle lo que esperaba, y tal vez merecía, los hijos que hubiera deseado, ciegamente, como se quiere…

La descarada simpatía de Lanette nada tiene que ver con su físico visible, difuso y largo como este atardecer de verano. ¡Callado te lo tenías! Hemos bebido demasiado juntos: tal vez la cerveza contenga algún principio de consuelo. En este demorado encuentro, hemos estado discutiendo hasta bien entrada la madrugada, y después de cerrado el bar, qué lápida te merecías. Te escribo aquí su velada propuesta, su vengativo reproche, copiado en una servilleta, no vaya a ser que en ese más allá, profundo lago en el que vagas felizmente sumergido, nos vayas a olvidar.

¡Hasta dónde quieres ir,
Jeffrey D. Downs,
con esos pies tan fríos!

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