De pequeño tenía una modesta colección de comics de la Marvel que podría haberse perdido, como tantas cosas, en un incendio. En realidad, el incendio aquí fue mi padre, que los intercambió por novelas del oeste. Salvé tres: uno de Hulk y dos de Iron Man. Así fue como mi padre me enseñó a no dar valor a las cosas materiales.
Así fue también como aprendí que, a menos posesiones, mayor velocidad. Por ejemplo, un cambio de domicilio (y hubo muchos) se hace tanto más rápido cuanto menor sea la cantidad de trastos que tienes que llevar contigo. Algo parecido ocurre con los cambios de personalidad: nunca llevé un diario, siempre temí que los recuerdos escritos acabarían sustituyendo a los originales y, de ese modo, mi propia vida adquiriría ante mí la consistencia de un relato con sentido. Frente a ese relato, yo prefería el desorden de mis propios y escasos recuerdos. Pasaría algún tiempo antes de que supiera que Hume consideraba al yo como un «haz o colección de percepciones diferentes que se suceden unas a otras con rapidez inconcebible y están en un perpetuo flujo y movimiento», pero esa era exactamente mi propia visión del asunto.
Cada vez estoy más convencido de que no hay mejor manera de andar por la vida y pasar sin despeinarse entre la Escila de la nostalgia y la Caribdis de la incertidumbre. Tan solo un problema me ha planteado esa identidad seminómada: cómo construir, con un material psíquico tan inestable, un proyecto literario duradero.
Durante muchos años, dejé que ese problema se resolviera solo, confiando en la astucia de la razón o, más bien, de la disciplina artesanal. No me quedaba otra: había elegido mi lengua materna como lengua literaria, pero era el caso que la lengua asturiana no poseía entonces una tradición literaria a la que poder remitirse, ya fuese para venerar o para apostatar, y tampoco una norma culta salvo aquella que íbamos construyendo con paciencia de restauradores unos cuantos entusiastas. El estilo se iba haciendo en conflicto permanente con otros estilos nunca demasiado distantes. Las piezas que ensamblábamos procedían todas del mismo cajón, un tanto atrabiliario, del habla cotidiana. Cualquier proyecto literario nacía huérfano de modelos pero absolutamente libre para importarlos, igual que nacía sometido a las espartanas condiciones de uso de un estándar que estaba lejos aún de convertirse en herramienta de transmisión intergeneracional del idioma.
Soy responsable de unas cuantas decisiones equivocadas, pero entre ellas no figura ninguna que haya propiciado el fracaso colectivo de la pequeña comunidad de hablantes de asturiano, que siguió perdiendo densidad a medida que los años pasaban sin que eso le importara absolutamente a nadie, fuera de un círculo cuyo diámetro no debe de ser mayor que el de una moneda de un euro. No sé exactamente en qué momento fui consciente de que la agonía de mi lengua materna iba camino de convertirse también en la sentencia de muerte de todo cuanto yo había escrito o aspiraba a escribir, pero debió de ser poco después de cumplir los cuarenta cuando asumí esa realidad y empecé a obrar en consecuencia. Tenía que admitir que, aunque nunca dejase de pensar, hablar y escribir en asturiano, había llegado el momento de desarrollar un proyecto literario paralelo en lengua castellana.
Salman Rushdie escribió que el cambio de idiomas nos cambia: «Todo el que haya atravesado una frontera lingüística comprenderá fácilmente que ese viaje implica una especie de cambio de forma o autotraducción». En mi caso suponía, entre otras cosas, distanciarme de mi propio estilo y construirme otro, más acorde con los mimbres de un idioma que nunca dejaré de considerar un juguete caro. Yo no puedo fingir, como Conrad, que fui adoptado por el genio de la lengua (inglesa, en su caso; castellana, en el mío). Me reconozco mejor en las palabras de Nabokov: «Mi tragedia privada, que no puede ni debe, en verdad, interesar a nadie, es que he debido abandonar mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente libre lengua rusa, por un inglés mediocre, desprovisto de todos esos aparatos –el espejo falaz, el telón de terciopelo negro, las asociaciones y transiciones implícitas– que el ilusionista nativo, agitando las colas de su frac, puede emplear mágicamente para trascender a su manera la herencia común».
La herencia común de mi lengua materna ya no está a mi alcance. Flota en mi memoria y en un puñado de textos que envejecen a una velocidad endemoniada. Esa herencia común jamás ha sido traducida, ni podrá serlo: narrar en castellano esa experiencia colectiva se ha saldado siempre, sin excepciones, con un fracaso. Si en algún momento mis aspiraciones como narrador pudieron confundirse con las del tejedor que urde el tapiz de ese pasado colectivo para legarlo a un futuro que sabrá interpretarlo, esas aspiraciones han quedado por completo truncadas. Justifico así que mi primera novela concebida en castellano se haya apartado tanto de mis moldes habituales. Es un tanteo. Una prueba. No tanto para volver a esos moldes, sino más bien para fraguarme unos nuevos.
La paradoja en todo esto es que, si me resulta inaccesible la vitalidad que en otro tiempo tuviera el asturiano, tampoco en el castellano encuentro ese grado de fluidez que uno atribuye a las lenguas vivas. Dejando a un lado ese idioma impostado con que mis vecinos han sustituido al suyo propio, me cuesta reconocer en el castellano esa variedad de timbres de la que me alimentaba antes o que saqueaba sin escrúpulos. Tal vez por eso esté abocado a alejarme cada vez más de cualquier forma, voluntaria o involuntaria, de realismo; inconsistencias ontológicas aparte, ni la aridez de la literatura testimonial ni las tersuras de la grafomanía confesional me tientan tampoco lo más mínimo. Supongo, por tanto, que seguiré enfangándome en esa pelea privada contra unas palabras de cuya sensualidad no tengo noticia, porfiando en la hipótesis de que el castellano es, a grandes rasgos, una lengua pop, y eligiendo como campo de batalla el escenario de la historia universal de la infamia, ese conjunto de notas a pie de página de las epopeyas nacionales donde habitan, disfrazados, los héroes de aquellos comics de mi infancia.
El ojo vago
[Extracto]

Xandru Fernández
Editorial Pez de Plata
Oviedo, 2016
304 páginas
Interludio zoológico
A mis primeros padres, como creo haber dicho, no les habría extrañado que mi alma, tras la muerte de Pérdicas, se hubiera encarnado en un bicho cualquiera. No fue así, pero no por ello quedó conjurado ese peligro, y de hecho fueron muchas las veces que me tocó contentarme con un cuerpo no humano. Puesto que los animales no saben mucho de calendarios ni de mapas, me resulta difícil concretar en qué momentos fui ave o reptil, cuánto duró mi primera encarnación como oropéndola —tuve tres— y dónde me tocó hacer de cuervo o de leopardo. Esas vidas fueron mudas: transcribir lo que recuerdo de ellas raya la impudicia. Cierto que no he olvidado cómo sonaban las canciones que mi amo, un cazador polaco, cantaba cuando salíamos al alba, aquella vez que fui perro perdiguero. Pero, como nunca me tocó ser polaco —si exceptuamos el perdiguero—, ignoro qué decían aquellas canciones, aunque las recuerde casi sílaba por sílaba. También fui loro —una experiencia interminable— y estoy en situación de confirmar que así es, que los loros no saben lo que dicen, como la mayoría de la gente pero sin delirios ególatras. En cuanto a la capacidad comunicativa de los delfines y otros seres mitológicos, como los centauros o los hipogrifos, no he tenido el placer de habitar en sus carnes.
¿Cómo explicar qué sabor tiene la hierba cuando eres una vaca, o qué se siente al volar a ciegas siendo murciélago, o a qué alturas te transporta un orgasmo si eres un antílope? Recuerdo la sensación de haberme roto una pezuña (es la vaca, de nuevo), pero no me veo capaz de transcribirla en términos humanos. Y la verdad sea dicha, tampoco veo que haya mucha necesidad de hacerlo. De hecho, no suelo rememorar mis vidas animales, a no ser cuando me tropiezo con algún bicho cuya actitud soy capaz de interpretar sin ningún género de dudas. Así, no me dejo engañar por los trinos de los pájaros: ese jilguero no es ningún amante del bel canto, ni expresa un amor jilgueril por su alma gemela, tan solo se queja de frío, y se queja como un verdadero pelmazo —cualquier jilguero me daría la razón—. Las lechuzas, por su parte, no dejan pasar ocasión de expresar su disgusto ante todo, casi siempre en tono de reproche y rayando el insulto de trazo grueso: la respuesta adecuada al ulular de una lechuza es mostrarle el puño con el dedo corazón bien levantado —la lechuza no lo entenderá, a no ser que recuerde alguna vida humana anterior, en cuyo caso moverá la cabeza a derecha e izquierda como si se dispusiera a parar un penalti—. Por lo demás, los dromedarios pasan sed, las lagartijas experimentan placer sexual cuando les vuelve a crecer el rabo —la naturaleza, además de sabia, es coherente—, y los mosquitos que se apiñan alrededor de una luz hasta que se chamuscan, no se sienten atraídos por el calor ni por la muerte, simplemente son idiotas.
De todas mis vidas animales he salido asqueado, con poco interés en regresar a una existencia no humana. Otra cosa sería si no hubiera que morirse, pero hay que morirse, esa es la única regla que he aprendido. Y de acuerdo, ninguna muerte humana es agradable, a decir verdad me ha tocado morirme de maneras muy desagradables, extremadamente dolorosas o humillantes. Pero ninguna muerte humana es comparable a la muerte animal. Como animal he sido apaleado, pisoteado, carbonizado, deglutido, viviseccionado, cocido a fuego lento, he sido devorado por mi propia prole, he muerto de sed con el espinazo roto tras caerme por un precipicio. Menos mal que en el alma no quedan cicatrices.
Cierto que mis vidas como hombre —o como mujer, que las ha habido, y han sido unas cuantas— no han tenido tampoco finales muy felices. Hay enfermedades insultantemente dolorosas, incluyendo la vejez —una suma acongojante de enfermedades que se suceden unas a otras—, por no mencionar el dolor causado por otro ser humano en forma de tortura, ensañamiento o ejecución sumaria, pero en todos esos casos me ha resultado más dolorosa la idea del dolor que el dolor en sí mismo, y eso que ha habido dolores extremos. En cambio, un caballo, un centollo o una jirafa no poseen idea alguna, ni del dolor ni de otra cosa, y se enfrentan sin defensa ninguna a los eructos químicos de sus nociceptores: su dolor es ciego, inexplicable e ineludible, y en todos los casos bordea lo insoportable.
Eres un pato. Tu vida consiste en tiritar de frío mientras la humedad poco a poco reduce tus huesos a pulpa. Nadas un rato, hundes la cabeza en el légamo del fondo del río, atrapas una lombriz escuálida y te la tragas —aún la sentirás agitarse en tu esófago durante unos minutos— y a continuación sacas la cabeza antes de quedarte sin aire y hete aquí que te quedas sin cabeza porque un disparo te ha acertado en el cuello volándotelo en pedazos. Duele. Poco más puede decirse al respecto.
Eres un lagarto. Tu vida consiste en tostarte al sol mientras tus órganos van poco a poco disecándose. Te arrastras sobre tu vientre, atrapas una mosca no demasiado sustanciosa y cuando estás a punto de tragártela sientes que el espinazo se te parte en dos y contemplas cómo la mitad inferior de ti mismo se aleja de tu cara a ciento cuarenta kilómetros por hora, pegada al neumático de un camión de cinco ejes. Duele lo mismo. Duele tanto de medio cuerpo como de cuerpo entero.
Eres un cuervo. Con el cuervo nos tomaremos nuestro tiempo.
Soy un cuervo. El azar me ha traído a una ciudad bulliciosa, repleta de hombres y mujeres que malviven y se mueren a toda velocidad en callejuelas sin sombra o en covachas excavadas bajo tierra. El comercio es aquí una obsesión, en esta ciudad sin luz aunque tan blanca de reflejos solares que parece toda ella encalada de un extremo a otro, rebozada en cal y en luz de luna. Aquí todo el mundo comercia, y unos compran y otros venden, pero casi nadie paga. Paja y ladrillo y esteras de cáñamo, tullidos voceando su mercancía o lamentándose por carecer de ella. Desde el cielo, el dibujo cenital de la ciudad es un mosaico de bultos oscuros que apenas proyectan sombra alguna. Cipreses y olivos como manchas aceitosas de las que son expulsados los mendigos y en las que dormitan soldados de armadura roñosa y lanza descuidada.
Hay un patio privado que suelo visitar. Es casi un ritual: cada mañana me dejo caer, no exactamente en barrena sino más bien con un rizo sencillo, deteniéndome en el aire durante casi un minuto hasta afianzar por fin las garras sobre el borde rugoso de la tapia. El patio, cuando llueve, es un puro cenagal donde distingo contornos de herramientas herrumbrosas y, aquí o allá, una lombriz o un caracol, de vez en cuando un sapo. No hay comida, en cambio, cuando luce el sol, pero da igual: me gusta quedarme inmóvil sobre la tapia, observando al niño, al principio un recién nacido, un bulto ruidoso y goteante inseparable del pecho de su madre, con el tiempo un insufrible torturador de lagartijas que solo me tira piedras cuando está enfadado, cuando alguien ha puesto coto a sus caprichos o su padre le ha dado una paliza. Le sacaría los ojos, al padre, por muy insoportable que sea el crío. He distinguido algo, hace tiempo, en los ojos del niño, un destello que es casi una voz muda, como si sus ojos me hablaran sin pronunciar palabra. Nunca me quedo lo bastante como para estar seguro de haber oído esa voz ni para darle tiempo a él a afinar su puntería.
Hoy ha estado cerca, la piedra me ha pasado rozando las plumas de la cola. Le he mirado con ojos de reproche, pero no le he dado la satisfacción de oírme graznar. Después he salido volando y he matado el tiempo de acá para allá, hasta que ha caído la noche y me he sumado a un festín improvisado al otro lado de las murallas. Han sido días de mucha agitación en la ciudad; según parece, unos bandidos han asaltado el mercado, han intentado colarse en el templo, han ofendido a las autoridades con un blasfemo ultimátum, y finalmente han acampado a las afueras, donde aún permanecen, unos emborrachándose y otros montando guardia, pero todos ellos ufanos, pendencieros y vengativos.
Esto es, al menos, lo que el cuervo recuerda. No tengo ningún interés en pleitear con nadie por un quítame allá esa exactitud histórica. El cuervo que fui recuerda haber aguardado con más resignación que paciencia a que alguno de los bandidos dejara caer un hueso que roer o un cartílago cubierto de grasa. Pero cada tímido intento de acercarse a los restos de la cena es saludado con un bastonazo disuasorio, y también la paciencia de un cuervo se acaba, aunque dure lo suyo. El cuervo que soy se retira a la rama de un árbol y observa cómo el jefe de la banda se levanta y echa a andar.
Todo está oscuro, pero la mayoría de los animales no consideran que la oscuridad sea un obstáculo, sino una aliada. El cuervo alza el vuelo, yo diría que intrigado o al acecho pero sin saber a ciencia cierta qué interés le mueve a seguir los pasos del jefe de la banda. Este se aleja de sus compañeros sin mirar atrás, franquea una cerca desvencijada, se interna en un olivar y ahora asoma la luna y el cuervo observa el rostro del jefe de la banda pero es un rostro que la memoria del cuervo no registrará o que, en todo caso, no pasará a formar parte de mi caudal de recuerdos: ha sido desplazado por cientos de recreaciones, todas ellas fabulosas, de ese rostro olvidado, y ahora no puedo evitar pensar en él como si lo hubiera pintado Durero. De hecho, es el rostro de Durero: esos labios carnosos, esa barba al carboncillo, esa cabellera ondulada como la de Medusa, el arco de una ceja levantado y un ojo mayor que el otro.
—Sé que estás ahí, alma tierna.
No es del todo exacto afirmar que el cuervo se da por aludido, pero digámoslo así: soy yo el interpelado, a lomos del cuervo, mi alma prisionera en ese incómodo vehículo de vísceras y plumas. El jefe de la banda se sienta, apoyando la espalda en el tronco rugoso de un olivo.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Apuesto a que me has estado buscando.
El cuervo, naturalmente, no contesta.
—Mucho me temo que nos encontraremos más veces de las que quisiéramos, pero no hace falta que pierdas el tiempo buscándome. No es así como se hace. De hecho, no hay nada que hacer, solo esperar a que la casualidad o lo que quiera que sea haga su trabajo. Como ahora.
—Me mira fijamente—. Un cuervo. No está mal. Hay cosas mucho peores. —Vuelve a apartar la vista, fijándola en el suelo—. Supongo que empezarás a plantearte si hay un sentido en todo esto. No lo sé, francamente. Yo me limito a aprovechar todo lo que he aprendido e ir tirando. Unas veces me sale mejor y otras, peor. Pero no puedo quejarme, supongo. Claro que me gustaría poder elegir. No me refiero a elegir el personaje, ni siquiera las cualidades físicas del personaje, pero sí los lugares, ¿sabes?, elegir dónde nacer, en qué lugar del mapa caer, si es que caemos, es inevitable hablar de caídas cuando se habla de esto. El lugar donde uno nace es fundamental, definitorio, te marca de por vida. O por más vidas: ¿o acaso no es El Tracio el primer nombre que te viene a la memoria cuando piensas en mí? Estoy seguro de ello. Ni siquiera sabes cómo me llamaba antes de ser Kineas, y por supuesto ni te imaginas qué otros nombres tuve antes de conocerte. Pues bien: me costó salir de Tracia, abandonar aquel lugar horrible, aquel lodazal pestilente donde podría haberme consumido sin pena ni gloria, pero nunca pude abandonar su estigma, ni aun después de haberme hecho un nombre entre los griegos, ni aun después de ser Kineas, más sátrapa que cualquier sátrapa, diría yo. Tracia se vino conmigo. Es un asco, nacer en un lugar asqueroso. Y estoy empezando a creer que hay más lugares asquerosos de los que creía. ¿O no te parece que este es uno de los sitios más feos que has visto jamás? Y sin embargo estos tipos no quieren marcharse, me han contado historias fabulosas de reyes extranjeros que se los llevaron prisioneros durante décadas, durante siglos incluso, y una vez y otra volvieron a plantarse aquí. Tozudos como mulas. Yo solo quiero largarme, aunque no sé si me será posible, a estas alturas. Me da la sensación de que no van a perdonarme que asaltara el templo. Yo insisto en decirles que no tiene nada que ver con las creencias, que son solo negocios, pero muchos se empeñan en llamarme «mesías» y en proclamar a los cuatro vientos que soy el hijo de su dios. He dejado de contradecirles, claro, pues me proporciona más ventajas que inconvenientes, pero esta vez me parece que nos hemos pasado.
El Tracio levanta la cabeza: ha oído —hemos oído— gritos procedentes del campamento, tal vez los bandidos se estén peleando, algunos han bebido más de la cuenta. El Tracio vuelve a mirar al suelo.
—¿Crees que todo esto tendrá un final? ¿No sería maravilloso que tuviera un final? —Levanta la barbilla y me mira—. No, claro, qué vas a decir tú, alma tierna. ¿Cuántas encarnaciones llevas? ¿Media docena, como mucho? Aún no te has cansado, es comprensible. A decir verdad, yo tampoco, pero hay momentos en que tengo la sensación de que algo se ha estancado, naces en Tracia o en Galilea pero es lo mismo, por todas partes la misma miseria y los mismos hedores, y según te abres camino, a medida que tu fortuna empieza a cambiar, ¿qué obtienes a cambio?
El griterío en el campamento de los bandidos ha arreciado. El Tracio frunce el entrecejo y se pone de pie. Alzo el vuelo y me coloco sobre su hombro derecho, mirando en su misma dirección, hacia la cerca, por donde asoman en seguida varias sombras armadas con espadas y lanzas.
—Lárgate, alma tierna —me susurra el Tracio—. Tendrás que vengarte en otra ocasión.
Obedezco. No quiero quedarme a ver cómo le reducen y se lo llevan. No es mi momento y aquí no pinto nada.
El resto de la historia es de sobra conocido, aunque creo que se ha abusado un tanto de la imaginación al recrear los sufrimientos de mi viejo mentor y archienemigo durante aquellos días aciagos en Jerusalén. Cierto que le azotaron, que le hicieron cargar con un madero y que acabó colgado de una cruz en un monte cercano. Todos lo saben. Yo estuve allí, aunque no pude asistir a los interrogatorios y por tanto no puedo refutar ni confirmar la versión canónica de los mismos, pero me da la impresión de que la actitud del Tracio no fue tan mansa y resignada como dicen. En todo caso, con mansedumbre o sin ella ya estaba decidido que se le crucificara, y al Gólgota volé para verlo con mis propios ojos, con mis ojos de cuervo, para lo cual tuve que ganarme esforzadamente un puesto en la platea, pues no era yo el único cuervo que se había acercado a contemplar el suplicio de los condenados. A picotazos me deshice de mis competidores, deseosos de arrancarle al Tracio un ojo o los dos, y allí permanecí, junto a él, sobre su hombro derecho, hasta que exhaló su último suspiro. En ningún momento mencionó a ningún dios. Tampoco se hallaba presente ninguno de sus compinches. En cuanto a la trifulca entre los dos ladrones que lo flanqueaban, lo que yo recuerdo es que fue él quien empezó, y que discutió con los dos, sin hacer distinciones, antes de mandarlos a ambos al infierno y concentrarse en su propia agonía. No hubo soldado alguno que lo atravesara con su lanza, ni nadie le ofreció vino, ni vinagre, ni agua. De hecho, se murió de deshidratación. Las aves carroñeras entienden de esas cosas.
Es completamente injusto que se me haya borrado de esa escena en todos los cuadros que la representan. Es, además, una lástima. Qué pérdida para la historia de la pintura alegórica: lo que habría hecho Durero con un símbolo tan poderoso como ese Stabat Corvus, el crucificado y su mascota, vale decir su animal totémico, no tanto la paloma de la paz como el cuervo de los malos presagios, único ser consciente de que bajo esa máscara de sufrimiento y sacrificio se oculta un asesino peligroso. ¿Y qué hacía yo allí, por cierto? ¿Regodearme en la agonía de mi enemigo mortal y moral? No nos apresuremos: los cuervos, por mucho que transporten almas humanas venidas a menos, no saben gran cosa de venganzas y muy poco de simetrías metafísicas. A decir verdad, si algo experimenté en aquella ocasión puede que haya sido lástima, si no piedad, y en definitiva una oquedad en el ánimo que podría ser indiferencia. ¿O no iba siendo hora de olvidar las viejas rencillas y empezar a trazar un plan de vida acorde con mis peculiaridades transmigratorias? ¿No sería este el momento de dejarse de preguntas retóricas y empezar a ser yo de una vez, y no solo la memoria evanescente de Pérdicas o Aristóbulo?
Comencé a sentir esa necesidad de pasar página en mi cuarta o quinta reencarnación humana. No daré detalles de esas vidas transcurridas dentro de la mortaja del resentimiento: ya fuese esclavo númida, sacerdotisa yoruba o pescador del Ponto Euxino (no pongamos a Eruu en esa lista: nadie se acordó de Eruu hasta mucho tiempo después), en el fondo se trataba siempre de lo mismo, de esa conciencia atemorizada y rencorosa, atenta siempre a percibir pequeñas variaciones de temperatura que delataran al Tracio o sutiles efluvios corporales que reactivaran el recuerdo de Nastassia —o el de Roxana, mi muy llorada Roxana, la que pudo haber sido mi segundo gran amor cuando aún no recordaba haber tenido un primero—. No sucedió de golpe, sino muy poco a poco: de decepción en decepción, a fuerza de comparar cualquiera de esas vidas con los deseos y las expectativas de Pérdicas o de Aristóbulo, finalmente fui consciente de la mucha inmortalidad que me quedaba por delante y asumí que no había otra salida que olvidar y bosquejar algún tipo de tarea o proyecto que me mantuviese ocupado por toda la eternidad, siglo arriba, siglo abajo.
El Tracio lo había comprendido a la perfección: nunca eliges dónde naces, pero sí puedes elegir dónde mueres, aunque sea de entre un reducido abanico de opciones. A poco que te apegues a otro ser humano, estás perdido: los sentimientos te encadenarán, la compasión hará de ti un juguete en manos de alguien destinado, como tú, a una muerte ineludible; serás infeliz a cambio de nada. Por supuesto que habrá momentos de desfallecimiento, en ocasiones desearás cambiarte por cualquiera, con tal de no seguir cargando con esa ligereza que en el fondo es más pesada que el mayor de los pesos. Disfruta, alma tierna, habría dicho el Tracio; observa, compara, utiliza tu experiencia para imponerte, no dejes que el azar se encargue de todo. No te aferres a nadie, y mucho menos a una idea: el bien y el mal, lo justo y lo injusto, todo se desvanece después de haber visto cómo cambia el mundo en dos o tres generaciones, después de haber viajado a hombros del tiempo, cruzando el planeta de poniente a levante, o del sur al norte.
Nada de rencores: así pudo haber razonado ese cuervo silencioso sobre el hombro derecho del crucificado. Nunca más. Separémonos. Claro que no podía decirle al Tracio nada de eso, en primer lugar por carecer de cuerdas vocales, y en segundo lugar porque tampoco me habría escuchado: morirse en una cruz exige más esfuerzo de lo que se cree. Bien mirado, podrían haberme crucificado a mí también: no veía el momento de adquirir otra vez forma humana y empezar una vida libre del peso de los recuerdos. Haría como el Tracio: invertiría lo que había aprendido, disfrutaría de cuanto pudiera ganar y seguiría aprendiendo tanto de mis éxitos como de mis fracasos.
Por desgracia, la muerte no llega cuando la necesitas, y eso es decir mucho tratándose de un cuervo. Viví tantos años que me convertí en leyenda. En leyenda entre los demás cuervos, se entiende. Los humanos seguían con sus negocios. Había revueltas y redadas, inmolaciones, crucifixiones en masa y altercados por todas partes. La vida en Jerusalén, por aquella época, no era nada sencilla para las gentes sencillas. Los romanos creían haberse impuesto sobre los judíos, mientras que estos soñaban con imponerse sobre los romanos, y entre tanto los cristianos empezaban a imponerse sobre todos los demás. El Tracio estaría orgulloso: también él se había convertido en leyenda.
A mi córvida existencia todo le daba igual: romanos, judíos y cristianos, griegos y nabateos, opresores y oprimidos y gentes de paso. Más me importaban las lombrices y los caracoles que toda aquella turbamulta cambiante que nacía y moría sin dejar más huella que polvo y familiares rasgándose las túnicas. Con una sola excepción: aquel muchacho que jugaba en el patio y que muy pronto había dejado de ser un muchacho y de jugar en el patio, aunque seguía viviendo en la misma casa, después de haberse vengado de su estúpido padre y haberse casado con una mujer de rasgos similares a los de la madre, ya anciana. Yo seguía acudiendo todas las mañanas, cumpliendo el único ritual que sabía cumplir, dejándome caer sobre la tapia con menos elegancia cada vez, a medida que me iba haciendo viejo en tanto que el hombre me observaba con la misma curiosidad que cuando era un niño, sin acostumbrarse del todo a mi presencia a pesar de que habían transcurrido varias décadas. No llegó nunca a conocer mi secreto.
Era él. Lo habría reconocido en cualquier parte, bajo cualquier aspecto. Aquella voz que intentaba abrirse paso desde el pozo profundo de sus ojos, sin conseguirlo, era la misma que tantas veces me había acomplejado con su cháchara jactanciosa y sus inútiles consejos. Yo lo había sabido desde siempre, pero no pude estar absolutamente seguro hasta el día que me miró, enfurecido como pocas veces lo había visto —habría discutido con su mujer, o con su madre, o con el fantasma de su padre—, y lanzó aquella piedra letal con un bramido similar al que tantísimas veces había hecho ladrar de espanto a los perros de nuestros vecinos, allá en Esmirna. Me acertó de pleno y me abrió la cabeza. No fue un mal golpe para un pitagórico.
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