Creación

Gregor von Rezzori

Gregor von Rezzori (1914-1998) es uno de los grandes escritores europeos del siglo XX que merecen ser rescatados del olvido. La editorial Sexto Piso publicó este año sus novelas "Caín" y "La muerte de mi hermano Abel", traducidas ambas al español por José Aníbal Campos.

El mito de la «americanización» de Europa

/ por José Aníbal Campos / Dresde (Alemania)

Si hay un autor en el que se entrecruzan los diferentes hilos de la historia europea del siglo XX ese es Gregor von Rezzori (1914-1998). Nacido en el año que, para muchos historiadores, marca el inicio de la centuria, la obra de Rezzori puede leerse como una Summa, un gran collage de todas las ideas, las corrientes estéticas, filosóficas y literarias que surgieron o se afianzaron a partir del final de la guerra. El ciclo Abel-Caín es el intento por trazar el gran fresco literario de ese periodo, el fragmentado relieve en el que se preservan los jeroglíficos que ayudarán a futuros curiosos a descifrar los destinos del hombre desde las ruinas de Europa hasta el falso y eufórico esplendor de finales del siglo XX. Uno de esos frescos recoge la historia del desarrollo y del triunfo del «americanismo» y de las clases medias, ésas que el autor llama las bloody fucking middle classes y que para él constituyen el fenómeno definitorio del «fin de la Europa» que conoció. Para Rezzori (amante de la refinada provocación intelectual, de la que se nutrió en sus frecuentes libaciones en otras grandes obras de nuestra cultura como El Decamerón o Simpliccísimus) Hitler fue el preparador del terreno y de las mentes para ese triunfo definitivo de la medianía que hoy se ha instalado ya entre nosotros. Los pasajes escogidos aquí para El Cuaderno pueden leerse como los excavados fragmentos de ese rompecabezas que, de ser reconstruido, explicaría eso en lo que nos hemos convertido.

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Gregor von Rezzori (Ucrania, 1914- Florencia, Italia, 1998). Foto de Ulf Andresen.

La muerte de mi hermano Abel

[Extracto]

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La muerte de mi hermano Abel
Gregor von Rezzori
Traducción de José Aníbal Campos
Sexto Piso
Madrid, 2016
700 páginas

En  efecto, admirado Brodny […]. No doy crédito alguno a mi subconsciente. Lo que llena el cofrecillo de mis recuerdos es el mero azar. Y de ello cuento con un ejemplo estupendo que le expuse a Schwab con gran despliegue de efectos: una impresión del todo casual, pero que, por razones inescrutables, quedó recogida en mi memoria con suma nitidez y en sus detalles más nimios, y de la que hasta ahora no he podido librarme. Es la imagen de una familia comiendo en el área de servicio de una autovía y que pude observar en uno de mis viajes a París […]. La imagen se ha quedado grabada para siempre en mi memoria. Unos contemporáneos indeciblemente infames: Schwab, por supuesto, no se percató de su presencia, el muy suertudo […]. Yo, en cambio, aún veo a aquellas personas sentadas a la mesa contigua, desinhibidas, entre arenques asados y grasientos envoltorios para bocadillos, entre bolsas de plástico llenas de cáscaras de naranja, vasos de cerveza y botellas de Coca-Cola: gente de Dortmund, en excursión de fin de semana o algo parecido; gente que comía: y lo que se zampaban les sabía la mar de bien… Y esa gente quedó adherida a mí como el muérdago, sin que ahora pueda sacármela de dentro; gente que no podía significar lo más mínimo para mí, incapaz de despertar en mí el menor interés: un padre de familia que masticaba asquerosamente, con su gordo cuello enfundado en un polo Lacoste y su caimánica marca registrada; una madre de familia que tragaba de un modo repulsivo, con rulos bajo un turbante improvisado con un fular; una tía —o una vecina o amiga de la familia— que casi hacía labores de punto con el cuchillo y el tenedor, con los pelos saliéndole por debajo del sombrero, como vello púbico; cuatro abominables niños que comían a carrillo lleno, como las pipas de un órgano; en fin, gente en una estación de servicio en la autovía, adocenadas caras tomando su alimento, caras como las que pasan junto a nosotros por millares cada día y a cada hora, y que se pasan la lengua por los espacios huecos de los dientes que les faltan. Gente que uno mira sin verla y que no ha visto nunca antes, gente a la que, si Dios fuese misericordioso, no volveríamos a ver jamás… y fue a ellos a quienes fotografió esa memoria mía que, por lo visto, funciona de manera autónoma. Los fotografió con una nitidez que no preserva ningún otro rostro que se me haya quedado grabado, ni siquiera el de alguna amante […]. Y no sé por qué […]: sólo sé que llevo todavía conmigo la imagen de esos antropoides comiendo, como un Zahir. Hubiera podido cometer un asesinato y olvidarlo, pero a ellos no consigo sacármelos de la mente. Aunque me decapitaran, sería posible dar fe de su presencia en alguna prueba de sangre o en mis tejidos… ¡Santo cielo! En cuarenta y nueve años […] uno ha visto un sinfín de cosas, especialmente si esos años se extienden por el núcleo central del siglo xx, entre las dos guerras mundiales y hasta hoy: […] años viajando de aquí para allá por toda Europa, viviendo en el centro de nuestra civilización, desde las riberas del Dniéster hasta Pærris, Fránz, desde Escandinavia hasta Sáiraquiús, Sícily. Años en los que han sucedido muchas cosas; si no pudiéramos encontrar entre toda esa galería de imágenes la selección más rigurosa, ¿adónde íbamos a parar?; no es posible resumirlo todo en tres frases, believe me! No a fecha de hoy: y menos desde que todo a nuestro alrededor crece de un modo tan alarmante, prolifera y se reproduce, devorándolo todo y devorándose: la gente, las ciudades, las cosas, los acontecimientos, los estímulos… También una explosión es una híbrida proliferación de células, ¿no le parece? Aunque, en este caso, se trata de una explosión a cámara lenta: y describir todo eso requiere de cierta precisión de detalle. […] Claro que uno intenta […] atenerse a lo esencial, al concepto más conciso, más mesurado, y nos ocupamos de decir del modo más transparente e ilustrativo posible lo que uno quiere decir; trabajamos como artesanos, disciplinada y rectamente, hasta que de pronto eso nos impele a decir algo que no estaba previsto en dicha concepción, que ni siquiera encaja en ella ni tiene que ver con ella, y que, aun con el mayor esfuerzo, podemos relacionar con ella de un modo visible… Pero eso quiere ser dicho, e insiste e insiste tanto que nos obliga a decirlo. Sólo podemos confiar en que eso sea más hábil que nosotros mismos, que exprese algo, a ser posible, más esencial que lo que pretendíamos decir, o lo que, incluso, estábamos en condiciones de decir hasta ese momento. Algo hasta entonces no reconocido, cuyo significado no hemos comprendido aún, pero que, una vez expresado, cualquiera puede comprender de inmediato: porque […] estaba en el espíritu de época aun antes de nacer, y si no lo hubieras expresado tú, lo habría expresado otro apenas un instante después […]. Vivimos como sordos, con la constante angustia de que algo se nos escapa, que se está hablando de algo que no sabemos o que no debemos oír. Y le digo: nuestros ojos se han enrojecido no sólo por el tiempo que hemos pasado garabateando libros bajo la escasa luz de una lamparita. Han cobrado ese color, en gran parte, por mirar de reojo y con desconfianza a nuestro alrededor, con el temor de que otros estén garabateando algo nuevo a nuestras espaldas […]. Fue usted quien me atrajo hasta esa abominable área de servicio. Y ahora tal vez yo necesite años para extirparme la semilla de esos homos de autovía. Hasta entonces, el infame grupito permanecerá anidado dentro de mí: el padre, la madre, la tía, los cuatro niños, todos engullendo, comiendo a carrillo lleno, masticando, tragando, y me obligarán a preguntarme qué significado pueden tener. Como escritores, debemos ser cuidadosos. Vivir con prudencia. Los escritores, como se sabe, son como boquillas a través de las cuales se expresa un Dios (principalmente para decir lo que sufren). Pero también nosotros hemos sido elegidos para decir; somos, por lo tanto, criaturas frágiles, vulnerables, que pierden fácilmente los nervios. Asimismo, vivimos consagrados a algo: como una cuerda en tensión que suena cuando el espíritu de la época la recorre. Y ese Zeitgeist suele pellizcar la cuerda con violencia […]. Pero lo verdadero del espíritu de la época, lo que es propio sólo de él y determina su estilo, no lo oímos mientras estamos bajo los efectos de sus tempestuosas contracciones de parto, porque eso sólo lo reconocen los que vendrán después. También nosotros, los que hemos sido elegidos para decir, lo sabremos, si acaso, cuando eso nos haya impelido a decirlo. Y quien quiera comprender su misterio —eso que dice y se expresa a través de nosotros pero que aún no ha sido nombrado—, quien quiera nombrarlo, tendrá que tensarse hasta romperse en algún momento. Porque ese elemento el espíritu de la época se limita a exhalarlo, hay que, por así decir, robárselo de los labios, de su aliento… Pero cuando se arriba al punto en el que cualquier pedo nos hace estremecernos, pensando que se trata de ese aliento del Zeitgeist, de ese espíritu de época a través del cual se aspira a entender por fin lo que ningún otro ha estado en condiciones de entender hasta el momento…; cuando uno quiere ser a toda costa el primero en decir lo que, de lo contrario, mañana u hoy mismo será dicho por otro, o quizá incluso ya habrá sido dicho…; cuando a uno le atenaza la garganta el angustioso temor de llegar siempre con retraso a todo, de ser, sin más, un epígono, de poder aportar y añadir sólo alguna voluta de ornamento, de no poder decir ya nada esencial sobre nuestra época; eso, mi querido amigo, repercute en el intelecto, en el espíritu. Y nadie debería saberlo mejor que usted.

 


Caín

[Extracto]

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Caín. El último manuscrito
Gregor von Rezzori
Traducción de José Aníbal Campos
Sexto Piso
Madrid, 2017
258 páginas

Se acercó a la barra.

–Una Cola –le dijo al camarero.

Habría preferido beber un aguardiente, pero ello podría interpretarse como una insinuación. Beber alcohol es un acto de confraternización. También los gamberros se mantuvieron inmóviles, expectantes. Con la espalda del chaleco de cuero de vuelta a su posición anterior, el grupo había cerrado filas en torno a él. Estaba en una encerrona. Un tipo vestido con sospechosa elegancia, que dice «Perdone» y bebe una Coca-Cola a sorbitos… «Me tomarán por maricón», pensó en ese momento. […]

–Ochenta –dijo el tabernero, al tiempo que sacaba una Coca-Cola de la nevera, la destapaba, metía una pajita en el cuello de la botella y la empujaba hacia donde estaba él.

La marca mundial, producto estrella absoluto en la industria de refrescos sintéticos: brotando en cientos de miles de géiseres desde Karachi hasta Caracas, creada a dedo en un acto de magia por el poderoso gesto creativo de la pujanza industrial, extraída de la corteza de un planeta que orbita desde Dallas (Texas) hasta París (France), desde Heidelberg (Iowa) hasta Heidelberg (Germany). ¡Haz una pausa! Sácate el casco de peón de pozo de petróleo, la gorra del gasolinero, la del conductor de camión, y alza la botella hacia el rostro sonrosado y lechoso, fresco como una flor, de tu fiel compañera en esta época; sopésala –con cálida sonrisa de jefe de taller e íntegra mirada– ante el rostro claro y primaveral de una crema de almendras de Pond’s; llena el cuenco de la mano con la ondulada granada de mortero, con su borboteo de estrellitas, y ponla contra el fondo reluciente de blancos dientes Colgate, los de una criatura de ensueño que huele a jabón, una criatura que, a través de su blusa veraniega, te regala la promesa de placer de dos esferas también perfectas para el cuenco de una mano: Eros de la disipación consumista, ella te ofrece un gran formato de familia y menaje doméstico a precio de centavos, capaz de aprovechar cada milímetro, con ventas de miles de millones desde Palm Beach hasta Groenlandia, desde la Tierra del Fuego hasta las tierras de mayas, watusis o senegaleses, desde la Pomerania reducida a cenizas hasta la antigua tierra de los atlántidas, unidas todas por las redes de autovías, surcadas por las rutas de las compañías aéreas, por las águilas marinas y los ibis, tierra de los prospectos de viaje; un niño hindú saluda a una azafata desde la grupa de su toro cebú; iglúes, burgos silenciosos cubiertos de hiedra, reflejados en un estanque de nenúfares, Rob Roy, el héroe de tartán en la botella de whisky, Cesare Borgia de los duques de Supercortemaggiore, torres de perforación tras las tumbas megalíticas de la Lüneburger Heide, mataderos en las praderas del Libro de la cabaña, manadas de búfalos que discurren como ríos a lo largo del horizonte y van entrando, como un líquido de hormigas destinado a llenar una enorme lata de Bovril; país de padres peregrinos y copos de avena, tierra de máquinas de coser Singer desde los glaciares polares que paren icebergs hasta las costas de arrecifes coralinos, hasta las playas verdes orladas de espuma, las islas rocosas rodeadas de gaviotas, los atolones titilantes de peces púrpura… Ahora ella se inclina hacia ti, la belleza y refrescante granada del consumo, con su tersura de cereza, su pulcra fragancia y su forma agradable al tacto, empañada por las perlas de la refrigeración, fuente borboteante que sacia placeres sintéticos, extraída del desierto savia de los meteoritos…


 

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