Creación

Miguel Rojo

Miguel Rojo (Tineo, Asturias, 1957) publica «Siempre estaré a tu lado», uno de sus libros más ambiciosos, en Ediciones Carena, Barcelona.

Radicalidad del mal

/ por Asunción Herrera /

Martha Nussbaum es una de las filósofas actuales que más ha reflexionado sobre la relación entre la literatura y la filosofía. En dos de sus obras, El cultivo de la humanidad: una defensa clásica de la reforma en la educación liberal (2005) y en Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (2010), la autora expondrá la necesidad de un diseño curricular universitario intercultural, donde se incorporen con urgencia las artes y las humanidades, como fuente de recursos morales.

Retomando la filosofía aristotélica, la filósofa norteamerica considera que la mayoría de las personas necesitan «descubrir lo que verdaderamente piensan» y lo consiguen «cuando, mediante la reflexión y el diálogo con los demás, hayan llegado a un ajuste armonioso de sus opiniones individual y colectivamente, se habrá alcanzado la verdad ética según entiende Aristóteles[1]. Llegaríamos a la verdad ética tras una reflexión y un diálogo. La pregunta que cabe hacerse, tras el intento de recuperar las humanidades, tendría relación con el papel de la literatura en este proceso de deliberación ética que nos permitiría alcanzar la corrección normativa. La respuesta de Nussbaum es clara: las novelas y, sobre manera, las tragedias ofrecen grandes posibilidades deliberativas. Sería aconsejable utilizar los textos literarios para poner en práctica nuestra capacidad de reflexión y deliberación.

La novela de Miguel Rojo, Siempre estará a tu lado, es un buen ejemplo de las posibilidades que una obra literaria nos ofrece para deliberar e intentar alcanzar algo tan escurridizo como lo que llamamos «verdad ética».

Sin destripar la trama argumentativa de la novela, lo que se cuenta, resumido en la propia contraportada de la novela, tiene que ver con un matrimonio roto, con los celos de un marido abandonado, con un hijo en común de siete años, con el secuestro del niño por parte de un vengativo marido, en definitiva, con una huida que durará cinco días –la novela está estructurada en los cinco días de viaje que protagonizan padre e hijo– y que culminará con una elección trágica tomada por el narrador y, en este caso, protagonista. Miguel Rojo apuesta fuerte por el contenido de la novela y sube la apuesta cuando escoge como narrador no a un clásico narrador omnisciente, sino al marido vengativo y padre de Daniel. La elección es arriesgada pero tras la lectura de la obra nos podremos percatar de la buena elección y los buenos resultados.

El texto de Miguel Rojo, como la buena literatura, nos permite poner en práctica nuestra capacidad de reflexión y deliberación ética. Los sentimientos morales de los personajes, sobre manera del padre que nos cuenta su historia en primera persona, salen de las páginas de la novela para permitirnos deliberar sobre acontecimientos de la vida diaria iguales o semejantes a los narrados.

¿Sobre qué nos lleva a deliberar Siempre estaré a tu lado? Intentaré dar una respuesta a esta pregunta sin desvelar la trama final de la obra. Una vez leída la obra y conocido el final, aconsejo a todos los lectores que hagan un ejercicio deliberativo y una reflexión de lo que escribo en estas páginas.

Una primera reflexión me lleva al principio de la «caridad hermenéutica»: cuanto más intentamos comprender la conducta de alguien, podemos acabar justificándola. Miguel Rojo al dar voz a la figura del vengativo marido incita al lector a «comprender» sus actos, no sé si sería atrevido afirmar que pretende que el lector «calce los zapatos del otro». La propuesta del autor es acertada, será el lector el que debe juzgar si de la comprensión se llega a la justificación. Desde mi punto de vista, sobre manera como lectora de la obra, de la comprensión del personaje-narrador no se llega a la justificación. Determinados párrafos de la novela nos permiten distanciarnos de cualquier justificación, sobre manera si prestamos atención al tipo de reflexiones y sentimientos que expresa el padre de Daniel. Nos podemos percatar de que es un personaje que se deja llevar por dos sentimientos fundamentales, el odio y la venganza, y lo que es más importante, esos sentimientos, esos deseos, no están mediados por la deliberación. Siguiendo de nuevo a Aristóteles hay que recordar que lo peligroso no es el deseo, sino un deseo sin deliberación. Esta idea fue expresada magistralmente por Eurípides en Las Troyanas cuando Hécuba lamenta la matanza del pequeño hijo de Héctor: «Ahora que la ciudad ha caído, destruidos los frigios, ¿os aterrorizaba este niño? Desprecio el miedo de quien teme sin reflexionar». El lector de Siempre estaré a tu lado deberá decidir si la comprensión le lleva a la justificación de los actos del personaje o, por el contrario, al desprecio de quien se venga sin reflexionar.

Ahora bien, esta primera cuestión me lleva inmediatamente a la siguiente pregunta, ¿qué significa un «deseo deliberativo»? ¿en que consiste una verdadera reflexión que nos pueda conducir a la verdad ética? El personaje de la novela parece que piensa, que se debate entre diferentes alternativas. Veamos si hay una verdadera reflexión.

Una de las filósofas del Siglo XX  que más ha analizado este tema es sin duda Hannah Arendt. Su concepto de «banalidad del mal» enlaza con el kantiano de «mal radical». Ambos conceptos intentarían explicar como un ser sin ser una bestia o un demonio puede llegar a cometer los peores actos criminales. Simplificando la complejidad filosófica, llegaríamos a la conclusión de que el acto criminal se comete por un «desistimiento del juicio moral». La irreflexión predispone a personas aparentemente normales a cometer un crimen. Siguiendo a Kant tres son las máximas que sirven a la facultad de pensar como guías: pensar por sí mismo, pensar en cada uno de los otros, y pensar siempre acorde consigo mismo. La primera tiene que ver con la autonomía de la razón, la segunda exige ponerse en el punto de vista de los demás («calzarse los zapatos del otro») y la tercera sólo se alcanzará por la unión de las dos primeras. El padre de Daniel, narrador de la obra, en ningún momento piensa en cada uno de los otros, no se pone en el punto de vista de los demás. Cada vez que piensa en Ara, su exmujer, no es para «calzarse sus zapatos» sino para justificar su propio odio y venganza. En definitiva, utiliza a Ara y a Daniel para justificar sus sentimientos y acciones pero no adopta, en ningún momento, «el punto de vista de los demás». Sólo tendrá en cuenta su punto de vista, le ciega un deseo vacío de reflexión.

La misma ceguera la encontramos en otros dos personajes clásicos de la tragedia griega, Antígona y Creonte. Frente a ellos, el personaje regulador lo encontramos en Tiresias y en ciertos llamamientos del coro. Tiresias, el anciano y ciego sacerdote de Apolo –dios relacionado con el orden y el límite– manifiesta con sus palabras la buena deliberación. El anciano sacerdote pide a Creonte que reflexione y ceda, pues «¿qué hazaña es volver a matar a un muerto?» le increpa sabiamente. Más aún, le advierte de que si no es capaz de rectificar pagará con un muerto de sus entrañas. Siguiendo el buen decir de Tiresias, el corifeo aconseja a Creonte no perseverar en el error. La buena deliberación es relacionada, por el viejo sacerdote, con la capacidad de conceder, con el abandono de la terca obstinación y con la flexibilidad. Ni Creonte ni Antígona rectificarán; ambos, presos de su inmadurez ética, no consiguen el equilibrio y la flexibilidad que se necesita para vivir como un sujeto civilizado.

El padre de Daniel, que nos cuenta su historia, en ningún momento enlaza su deliberación con la capacidad de conceder, con el abandono de la terca obstinación y con la flexibilidad. Preso de su inmadurez ética se verá abocado a un final tan trágico como el de las clásicas tragedias griegas.

La maestría de Miguel Rojo nos introduce en el laberinto de la deliberación ética, de las normas y de los valores. Animo no sólo a leer la obra sino a realizar un ejercicio deliberativo como el que exigen todas las buenas novelas.


[1] Nussbaum, M. C., La fragilidad del bien, Madrid, Visor, 1995, p. 39.




Extracto

Vuelta

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Miguel Rojo
Siempre estaré a tu lado
Ediciones Carena
Barcelona, 2016
214 páginas

La vuelta fue el principio de un nuevo capítulo, podía haber sido la entrada en una normalidad aplastante. Recién casados aprenden a vivir juntos. Lo habitual luego es que ella se quede embarazada, tengan algunos hijos; (una parejita es lo corriente); busquen un piso más grande etc. Una existencia al uso. ¿Era eso lo que quería? Entonces no estaba mal. Tenía un compañero aceptable, algunos amigos, un trabajo aburrido y mal pagado, como cualquier otro… ¿Qué más se puede pedir? Parece que siempre tiene que haber algo que te quiera llevar más lejos. La vida conyugal enseguida fue monótona, en cuanto tuvimos la casa más o menos amueblada y decidimos, sin demasiada discusión, que no queríamos tener descendencia. En realidad fui yo quien le dijo a Luis que de hijos nada. Él se quedó un poco cortado y luego comentó que teníamos mucho tiempo por delante para hablarlo despacio. Contesté que ya estaba todo dicho, con ese pronto tan simpático que me caracteriza, y que suele asustar a la gente. La conversación no volvió hasta bastantes años después. Veíamos a Marta y Javier los fines de semana. Comíamos de vez en cuando en casa de nuestras familias… Todo iba bien. Era como si ya estuviésemos muertos. Nuestra vida ya había acabado. Solo nos faltaba recorrer un camino trillado, lleno de felicidad y aburrimiento hasta llegar al tiempo de las muertes de nuestros progenitores, de gente cercana… para terminar con las nuestras, después de un periodo de decrepitud, si todo iba bien y no pillábamos un cáncer fulminante o teníamos cualquier tipo de accidente fatal. Pero entonces solo estábamos atentos al día a día.

Vino Elaine a vernos. Cuatro días en una semana de esas que tienen los ingleses a mitad de trimestre. Me contó el fiasco de Kyle. Todavía no terminaba de creérselo. Su novio de siempre de repente le dice que está enamorado de otra y la deja colgada a unos meses de casarse por una mocosa de dieciocho años que ni siquiera era muy guapa. Follaría como los ángeles, supongo. Esas cosas pasan en las novelas y en las películas todo el tiempo, pero una no cree que ocurran de verdad, y menos que te suceda a ti esa humillación. El amor es fatal. Destroza lo que encuentra si se le da cauce. Nunca he entendido el prestigio que tiene. Salimos un par de tardes solas por ahí. No había encontrado recambio, todavía. Ni siquiera tenía ganas. Una noche en casa, después de haber bebido bastante y cenado una pizca con Luis, él se acostó y nos quedamos charlando en el cuarto de estar. Bebimos un poco más y recordamos los tiempos de Tours, con nuestros ligues de medio pelo. Nos reíamos tratando de no hacer demasiado ruido. Teníamos las manos cogidas y luego ella se soltó y me puso una en el cuello, apartándome el pelo. Me besó en la boca mientras la otra me acariciaba un muslo. Ni me atreví ni me apeteció cortarla. Con el menor alboroto posible, nos enrollamos como algunas noches lo habíamos hecho en Francia. Sus caricias eran muy distintas de las de mi marido, más delicadas, más lentas, más certeras, y me gustaban. A la mañana siguiente marchó. No pude acompañarla a la estación de trenes, pero desayunamos juntas. Las dos teníamos resaca y nos sentíamos culpables de algo que no sabíamos definir. Comentó que tenía mucha suerte de vivir con un hombre así. Luis nunca supo nada de aquella noche, ni de otros muchos asuntos. Siempre ha sido un bendito, o puede que un poco imbécil.

En la agencia de viajes todo iba como siempre. Durante ese tiempo me gustó estar allí. En realidad lo que ocurría es que empezaba a sentirme atraída por Margarita. Esa chica iba rompiendo corazones a su alrededor, como sin darse cuenta. Al principio no le di importancia. Después me dio miedo. No podía controlarlo. Ella hacía como que no se enteraba, pero siempre estuvo al tanto de todo. Me lo dijo después. Tenía novio desde los catorce años y ninguna prisa en casarse. La aventura con el jefe no le había salido mal. Un par de abrigos y algunas pulseritas, broches y pendientes de los que ella nunca podría comprarse. Yo no sabía si lanzarme al vacío o quedarme como estaba, guardándome las ganas. No tenía nada que ofrecer, aparte del peligro. Me quedaba mirándola mucho más de lo que es decoroso. Me acercaba a su mesa sin motivo, con la excusa más inverosímil. Le echaba la mano al hombro, sobre todo si estaba desnudo, le comentaba todo el tiempo lo guapa que iba y lo bien que le quedaba su ropa. Ya llevábamos juntas en el trabajo un par de años y yo nunca había sido así, sino todo lo contrario. Seca, cortante, casi desagradable la mayor parte del tiempo, mi forma de ser habitual. Empecé a salir con ella a tomar el café de media mañana. Hasta entonces siempre había preferido ir sola y hojear el periódico mientras preparaba una tostada con mantequilla y mermelada de naranja amarga. Me hablaba de su familia, muy humilde, decía ella. Su padre era el encargado de una carpintería. Tenía dos hermanos, que no trabajaban ni querían estudiar. Su novio quería ser piloto de aviones, porque se gana mucho dinero, pero no conseguía que le dieran una beca para hacer el curso que necesitaba. Iba a entrar en el ejército, si le admitían, en una academia de oficiales. Ella a duras penas había conseguido aprobar el bachillerato. En condiciones normales, no habría aguantado oír esa sarta de tonterías. Esos días era como si escuchara cuentos de las Mil y una noches. Yo le hablaba de mi familia. Le contaba mentiras para que el relato fuera más interesante. Mi madre bebe a escondidas, y mi padre tenía entonces una amante que le pegaba. A veces volvía a casa de madrugada con un ojo morado. Convertí a Isabel en lesbiana, a ver qué le parecía. No puso caras raras. Son cosas que pasan, dijo. Mis padres la habían echado de casa. Vivía en Lisboa con su novia, que se dedicaba al trapicheo de hachís. Ana, en cambio era todavía más perfecta e intransigente de lo que siempre fue, un modelo insoportable. Margarita escuchaba embobada estos secretos que solo ella sabía. Nos estábamos haciendo amigas íntimas. Íbamos de compras juntas. Nos metíamos en el mismo probador a ver qué tal nos quedaban blusas, faldas o vaqueros. Me encantaba verla en sujetador o en bragas. Ella alguna vez enrojecía si le comentaba algo sobre su ropa interior, en general discreta, alguna vez con transparencias o minúscula, sin excesos. Esos eran regalos de su novio, se justificaba, la pobre. Siempre elogió mis prendas, supongo que por querer agradar. Nunca quise ser elegante, aunque tampoco lo compro todo en mercadillos. Le propuse darle clases de francés, que ella no había estudiado nunca, y le vendría bien en el trabajo. Ella creía que no podía enseñarme nada. Decidimos hablar inglés un rato todas las semanas, para practicar. Las dos teníamos un nivel parecido, bajo. Había aprendido lo poco que sabía en una academia, en clases nocturnas; en el instituto la aburrían con la gramática sin llegar nunca a hacer diálogos. De ese modo nos quedábamos dos tardes juntas cada semana al salir de la agencia. Primero íbamos a un café que parecía tranquilo, pero era difícil concentrarse allí. Siempre había mucho ruido y a menudo aparecían moscardones que no podían evitar acercarse al reclamo de Margarita que, además, se divertía tonteando con ellos. Luego la convencí de ir a mi casa, que no estaba lejos, en ratos que Luis pasaba en su estudio, se supone que pintando. Alguna vez se quedó a cenar. A mi marido también le gustaba la chica. La verdad es que es una monada, tan delgada, morena, pálida, con el pelo liso muy largo y una cara increíble de bonita. A punto estuvo de pedirle que posara para él. Me lo comentó a solas antes de decirle nada a ella, y le disuadí, por razones obvias. Algunas veces le encontré mirándola con una atención que asustaba. Casi me puso celosa. En general, era muy reservada; si le hacías una pregunta íntima, a menudo se te quedaba mirando y no contestaba, mientras sonreía de una manera que obligaba a cambiar de tema antes de crear una situación tensa. Le gustaba mantener un cierto aura de misterio a su alrededor. Al tiempo, desprendía inocencia. Ella, al contrario que yo, no era impertinente; nunca quiso saber más de lo que corresponde. A la vez, había un punto de descaro en su mirada, difícil de definir, que nunca llegaba a su boca. Jamás dijo una inconveniencia. Ese contraste era quizá uno de sus mayores atractivos. Yo he pasado la vida metiendo la pata, preguntando lo que no debo, contestando barbaridades, haciendo la vida un poquito más desagradable a los que me rodean. Siempre he sido una joya. Al principio de ser amigas no hablaba nunca del novio, Carlos. Un chico alto, medio rubio, delgado y guapo que iba a buscarla a la agencia todos los viernes y a veces algún día más entre semana. Luego, poco a poco, confesó que estaba un poco harta de él, que no le veía ni de piloto ni de militar. Ni estudiaba ni preparaba las pruebas físicas para entrar en el ejército. Pasaba el día viendo la tele y jugando a las cartas con los amigos. Además, era celoso y cada dos por tres le montaba un numerito si alguien la miraba más de lo que él creía conveniente, como si ella tuviera culpa de algo, y un buen pollo si ella se fijaba en algún hombre atractivo, lo que la pobre no podía evitar que ocurriera alguna vez. Nunca había estado con otro varón, aparte del jefe. Cuando empezaron, estaba muy enamorada. No podía creer que un chico tan atractivo se fijara en ella, que todavía tenía granos en la cara y apenas le habían salido las tetas. Luego, poco a poco, se acostumbró. No hacía mucho que empezaba a aburrirse del galán. La aventura con el jefe la distrajo una temporada. Él supo cómo hacer para que nadie sospechara nada, aparte del personal de la agencia, donde era casi imposible no delatarse. Estaba acostumbrado. Ella disimuló los regalos lo mejor que pudo, a cuenta de parientes que venían de visita y algún derroche de sus ahorrillos. Le pregunté qué tal en la cama con los dos machos; se puso roja, sonrió y no dijo nada. Yo le conté alguna travesura con hombres de la época de Tours, para animarla. Solo al cabo de unas semanas, después de unas cervezas, se atrevió a hablarme de Carlos. Al principio, cuando eran unos críos, tenía miedo y él fue muy paciente. Poco a poco fue animándose y cogiéndole el gusto, esa fue su expresión; las dificultades de tiempo y lugar añadían aliciente al asunto, y pasó una temporada larga bastante placentera. Las primeras veces le aterraba que los pillaran medio desnudos en un rincón de la escalera o en la despensa, cuando no había nadie en casa. Luego era divertido tener que esconderse y buscar los lugares más raros para meterse mano un rato el uno al otro. Pero desde hacía bastantes meses se aburría con su novio en la cama. A los padres de los dos les parecía normal que se acostasen juntos, después de tanto tiempo, y no les molestaban mucho, aunque no les gustaba que se quedase el otro a dormir en su casa toda la noche. El novio era siempre muy previsible, y en cuanto se aliviaba, olvidaba estar un poco pendiente de ella, que no se atrevía a reclamarle unas pocas caricias más. ¿No tendría algo que ver en el asunto la aventura con el jefe? Seguro que él era más cuidadoso y estaba atento a darle gusto a su amante. De nuevo una sonrisa y silencio.

Como estudiante era un zote. Me costó muchísimo que dijera cualquier frase en francés con cierta destreza. Por ser quien era en ese tiempo, desplegué una paciencia que nunca he tenido y avanzábamos algo, muy despacio. Las conversaciones en inglés eran un disparate. Yo sabía poco y ella menos. Usábamos unas revistas que traía Luis de la escuela, prestadas, para fijar temas y estudiar vocabulario. Con un diccionario de bolsillo encontrábamos sentido a algunas frases. Otras veces nos inventábamos los significados mirando las fotos y lo poco que entendíamos. Lo pasábamos bien esos ratos, y aprendimos una pizca. En la agencia apenas usábamos otras lenguas, y siempre para lo mismo, una reserva de una habitación en París, una anulación en Londres… Estábamos un poco atascadas en ese terreno.

Marta y Javier no entendían que pasara tanto tiempo con ella. Aunque les pudiera parecer mona, no le veían el menor interés como persona. ¡Qué sabrían ellos! Es verdad que con ella no hablaba de películas clásicas, ni de política, ni hacíamos comentarios sesudos o humorísticos sobre lo cotidiano. Ella no fue a la Universidad y casi nunca hojeaba el periódico, como no fuera para ver el horóscopo y qué ponían en la tele. Pero tenía una mirada perspicaz para la gente. Enseguida se dio cuenta de que no les gustaba a mis amigos y cuando aparecían, se levantaba y se iba, a pesar de mis protestas. Con Luis era distinto. A él si le llamaba la atención, no solo por sus formas. Le hacía gracia su inocencia en sus comentarios sobre cualquier asunto y, alguna vez que fuimos los tres a alguna exposición, le encantaba explicarle qué había detrás de cada pieza, y ella escuchaba atenta y parecía disfrutar también de lo que mi marido llama experiencia artística. Pero el tiempo de verdad importante era el que pasábamos las dos solas, fuera del trabajo. No importaba mucho lo que hiciéramos. Las clases no eran, para mí, más que una excusa para estar con ella. A quien no soportaba era al novio. Es verdad que era un jovencito atractivo, a su manera, pero enseguida empezó a desconfiar de mí. No entendía para qué necesitaba Margarita aprender nada, si ya tenía trabajo. Cuando vio que con ese argumento no iba muy lejos, hizo un intento de sumarse a las clases, pero le disuadí inmediatamente. No tenía el suficiente nivel de inglés para estudiar con las revistas y ¿para qué quería él aprender francés, una lengua venida a menos? Lo mejor es que siguiera jugando al fútbol y a las cartas con sus amigotes, preparándose para la vida militar.

Alguna vez se quedaba en casa más de lo habitual y cenábamos juntas. Luis tenía evaluaciones en la escuela y terminaba tarde o iba a algún concierto raro con Javier y las chicas no les acompañábamos, para no decir luego que nos habíamos aburrido. Una noche, después de una ensalada, queso y casi una botella de vino blanco, le conté, entre risas, mi aventura con Elaine. Ella se escandalizó un poco. ¿Por qué estoy casada con Luis si me gustan las mujeres? Mi marido también me gustaba, más que cualquier chica, por eso estaba con él. Son asuntos distintos, y los dos pueden ocurrir, aunque no conviene que sea a la vez, para no armar demasiado lío. Le hablé luego de esa teoría de que todos los humanos somos en principio bisexuales y unos lo manifestamos algo y la gran mayoría deja una parte de sí en estado latente, y se lo pierden. ¿A ella nunca le había gustado una chica, aunque fuera un poquito muy pequeño? Fue otra de las preguntas que contestó con una sonrisa, un poco arrebolada la cara. Tenía unas ganas locas de besarla, pero fui capaz de contenerme, no sé cómo. Me contenté con cogerle las manos; algo que ocurría de vez en cuando, sin que ella se avergonzara. A cambio, me habló un poco de su aventura con el jefe. Empezó invitándola a tomar un café después del trabajo; los días que Carlos no iba a buscarla, procuraba encargarle alguna tarea a última hora para que saliera la última y no hubiera testigos. A Margarita siempre le ha costado negarse a propuestas inocentes, más si vienen de arriba. Iban a un local al que nunca vamos los demás de la agencia, un sitio empalagoso, donde las consumiciones son algo más caras de lo normal. Allí se sentaban en una mesa en penumbra que hay en un rincón. Martín lo tenía todo calculado. En vez de café, tomaban una copa. Siempre pagaba él, como es lógico. Hablaban de la familia, o del trabajo. Él la animaba a hacer algo para promocionarse. Con más idiomas podría trabajar en una agencia más importante, tampoco le vendría mal un curso de contabilidad. Él la recomendaría. Mientras le daba estos consejos tan sensatos, cogía las manos de Margarita, o dejaba una de las suyas sobre uno de sus muslos, siempre por encima de la tela, por supuesto. Ella al principio se la retiraba, sin reñirle, porque no veía más que muestras de cariño paternal. Luego se fue acostumbrando a su tacto. A partir del tercer o cuarto día, tomaban dos copas en vez de una, y él le hablaba de lo desdichado que era en su matrimonio. Su mujer no quería hacer el amor con él, desde hacía ya mucho. Ella no sabía qué decir. Tenía ganas de irse a ver la serie de televisión de moda, pero tampoco le iba a dejar allí, solo, tan triste. Un día que bebió un poco más, se echó a llorar en sus brazos. ¿Y ella que iba a hacer sino acoger su desdicha como pudo? Le empezó a acariciar las tetas sin que pudiera evitarlo. Aquella tarde se marchó corriendo, asustada. Al día siguiente, en la agencia, consiguió hablar con ella en su despacho, antes de que viniera Carlos a buscarla. Estaba avergonzado. No volvería a ocurrir algo así. Le regaló un broche de oro, con una turquesa. No quería aceptarlo. ¿De dónde iba a decir que había salido? Él insistió. Alguna tía suya de visita se lo podría haber dado. Siempre hay explicaciones para esas cosas, cuanto más absurdas, mejor. Al cabo de un par de semanas, Martín volvió a la carga y ella no supo negarse. En la cafetería le comentó que estaba pensando en divorciarse de su mujer. Ya no aguantaba más. A Margarita, tras el segundo gin-tonic no le importó su mano en el muslo. Martín no le gustaba, pero tampoco le parecía un monstruo. ¿Y si de verdad estuviera enamorado de ella y llegara a proponerle matrimonio? Al cabo de un mes, se citaban en un cuarto de hotel. El vestuario de ella mejoró mucho esa temporada, por eso no nos costó demasiado a Adela y a mí atar cabos y darnos cuenta de lo qué pasaba. Mi otra compañera me contó aquellos días como un gran secreto que ella ya había pasado por esa fase. No estaba arrepentida de su aventura. El asunto acabó cuando él quiso. No hubo más regalos, pero él le ofreció no despedirla si mantenía la boca cerrada. No era un mal trato para alguien que necesitaba el trabajo. Con Margarita acabó de un modo parecido. Esa noche no contó más. Me hubiera gustado estar al tanto de las habilidades amatorias de Martín, por puro chismorreo. No tenía ninguna gana de descubrirlas por mí misma. El jefe me daba un poquito de asco, el suficiente para pararle los pies a la menor insinuación. Yo a él le producía casi miedo. Mi carácter hace mucho en mi favor cuando alguien no me gusta. Si me soportaba en la agencia era, además de por mi padre, porque era la más eficaz de sus tres empleadas; por alguna razón que tampoco yo comprendo, conseguía convencer a los clientes de las ventajas de nuestras ofertas bastante mejor que mis compañeras. Supongo que, enfrentada a cualquier tarea inevitable, me gusta hacerla bien, dentro de mis posibilidades.

¿No se dio Carlos cuenta de nada? le pregunté a Margarita cuando volvimos a tener ocasión de hablar de estos asuntos. Sospechaba algo, pero mi compañera le contaba las fantasías más singulares que se le ocurrían para justificar sus ausencias y su mejora de aspecto. Además, en esos tiempos andaban medio enfadados. El  novio había vuelto a suspender su examen de ingreso en la academia de oficiales de las Fuerzas Armadas. Si no rompieron su relación fue por pereza, por la falta de carácter de mi amiga, y porque al novio tampoco le convenía separarse de lo mejor que le había pasado en su vida. Esas razones las imaginaba yo, sobre todo cuando los veía juntos, muerta de ganas de hincarle el diente a mi presa.

Ese tiempo era tranquilo con Luis, con las familias, con Marta y Javier. No ocurría nada destacable. Vivíamos felices, supongo. Pero yo quería cada vez con más ganas algo casi imposible, por supuesto prohibido, aunque me costase destrozar esa balsa de aceite en la que estaba sumergida. Los puntos débiles de Margarita son su voluntad de agradar a los demás y la pérdida de control en cuanto toma unas copas. Una noche, sin que hubiera planeado nada, después de nuestra clase, cenando en casa solas, me volvió a preguntar por Elaine. Me atreví a contarle con todo lujo de detalles lo que hacíamos cuando estábamos juntas. Añadí que nunca había estado enamorada de ella. Fue solo un entretenimiento, un modo de pasarlo bien, de mostrarle cariño. ¿No le gustaría a ella probar? Se puso roja y no contestó. Para entonces yo ya tenía una mano en su muslo, cubierto por una media de cristal negra, y mi boca en su cuello. Dijo que no varias veces, pero fue incapaz de retirar mi mano de su pierna y de apartar su piel de mis labios. Cuando quiso reaccionar teníamos las bocas juntas y mi mano muy dentro de su falda. Fue un beso raro, rechazado y querido a la vez. Empezó a sollozar. Yo le secaba las lágrimas sin soltarla. Empecé a desabotonarle la blusa. De pronto se puso de pie y dijo que tenía que irse. La acompañé a la puerta sin pedirle disculpas por mi atrevimiento. Tampoco le reproché nada. Nos besamos en la mejilla como despedida, como hacíamos siempre. Aquella noche follé con mi marido con mucha más pasión de la acostumbrada. El pobre hombre estaba un poco perplejo. Hacía mucho que yo no le exigía un vigor que le costaba lo suyo. Cuando acabamos nuestros ejercicios tenía una sonrisa beatífica, plena de estupidez. Debía de creer que me tenía para sí del todo, entregada  a su hombría.

Las semanas siguientes fueron de tira y afloja. La muchacha no terminaba de atreverse a ir hasta el fondo del asunto mientras yo moría de ganas. Tampoco se retiraba. Tenía vergüenza. La clave que no lograba descifrar del todo es si le tentaba lo bastante tener por lo menos una aventura conmigo. No pedía amor incondicional. Solo que se dejara hacer queriendo, quizá un poquito más que lo que ocurrió con Martín. Yo sí estaba colada por ella. Me daba rabia. Era como una enfermedad. Vigilaba su aspecto y su horario al detalle. Sabía de sus actividades en cualquier momento. La agobiaba. No tenía celos de Carlos. Creía que era poco más que una costumbre. Martín estaba a otra cosa. Supongo que habría encontrado otra flor en la que picar, fuera de la agencia. O quizá estaba descansando, cogiendo fuerzas para el siguiente lance. No dejamos las clases, aunque ella tuvo que irse enseguida nada más acabarlas, durante unos cuantos días, y estaba tensa, aún más torpe que de costumbre. Yo apenas la tocaba cuando le indicaba alguna palabra o le corregía la pronunciación de un término nuevo. Decidí hablar con Margarita, jugármela del todo. Fue otra de esas noches que Luis no estaba en casa. Casi la obligué a quedarse a cenar, y a beber copa tras copa de un clarete riquísimo que Javier nos había regalado. Ya tartamudeaba un poco y se reía por bobadas cuando le conté que no podía vivir sin ella, que estaba enamorada, que nunca me había ocurrido algo así, ni siquiera con Luis, mucho menos con Elaine, y que creía que podía ser por lo menos una experiencia bonita para ella, si es que ella no sentía nada por la idiota que tenía delante. Una declaración en toda regla. Mejor que la que nunca habían hecho mis novios. Ella contestó que estaba asustada. Que me quería como amiga, muchísimo, y que me agradecía todo lo que hacía por ella, las clases y la compañía. Pero le daba miedo que yo la deseara. Nunca se le había ocurrido antes de lo que había pasado la otra noche. Estábamos en el sofá. Le tenía cogida una mano y no la soltó. El resto fue fácil. Primero sollozaba un poco, antes de los gemidos de placer. Hice lo imposible por que se corriera. Estaba demasiado tensa. Cuando lo conseguí, no terminaba de creérselo. Entonces volvió a sonreír. Tenía la cara hecha un desastre, el rímel le manchaba los párpados y el maquillaje era una ruina. Estaba guapísima. Volvió a irse a toda velocidad.


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