Alberto R, Torices (Guernica, 1972) es autor del libro de relatos Yo, el monstruo (Ediciones Leteo, 2002), la novela Piel todavía muy blanca (Instituto Leonés de Cultura, Premio Novela Corta “Tierras de León”, 2005), el libro de relatos Los sueños apócrifos (Camparredonda, 2009) y la novela Sacrificio (Gadir, 2015). Ha formado parte del equipo editor de las revistas Otras Voces (2000-2001) y The Children’s Book of American Birds (2005-2010), de las que fue maquetador y coordinador literario. Publicará próximamente Trata de olvidarlas en la editorial Trea y el extracto seleccionado por el porpio autor para El Cuaderno pertenece a dicho libro.
La vida ingrata
En cuanto a Matilde, he de reconocer que aún se me aparece de cuando en cuando, como aquella vez. Después de tanto tiempo, aún quedan días en los que se presenta, me mira, comienza a subirse la falda. Su caso bastaría para demostrar lo inútiles que resultan las fatigas del olvido, pues no es que de repente me acuerde de ella, no… En un restaurante, en el cementerio, a la puerta del colegio mientras espero a los niños o parado en la acera, cuando el semáforo acaba de pasar a verde; un simple parpadeo y ahí está: el pelo revuelto por la carrera, la blusa abierta, los puños arrugando el grueso telón de la falda que se va alzando sólo para mis ojos. Exactamente igual que aquel día, como si todos estos años sólo hubieran pasado para mí, para la parte despreciable del mundo; como si en todo este tiempo, día tras día, ella no hubiese hecho otra cosa que atravesar bosques y ríos oscuros, enfrentarse a monstruos y alimañas sólo por llegar hasta mí y cobrarse el gozo que no podía demorar un minuto más, lo mismo que no pudo aquella tarde. Coincidimos durante tres días. Tres nada más, vida ingrata. Matilde fue la criatura más hermosa de aquel tiempo, la más frágil. Podías pensar que al quitarle la ropa verías su corazón latir. Ella estaba con su madre, yo tampoco estaba solo. El lugar no era exactamente un balneario, pero aquí diré que sí, lo era: un balneario antiguo, decadente, precioso. Matilde atravesaba los pabellones, paseaba por los parterres del jardín o hacía su aparición en el comedor y yo… yo… El primer día renuncié a los baños por un terrible e inexistente dolor de cabeza. La encontré leyendo en el cenador del ala oeste. De la manera más encantadora e inverosímil, Matilde leía a Henry James. La circunstancia nos brindó la excusa y un impagable tema de conversación, como si fuéramos los protagonistas de uno de esos adorables novelones. El segundo día, además de la cabeza me dolían las tripas, cosa que en sentido figurado era verdad, y renuncié a la sesión de chorros y también a la sauna. La llevé a un promontorio desde el que contemplamos el balneario al fondo del valle y las montañas nevadas a lo lejos, dorándose al fuego lento del atardecer. El viento le revolvía la melena y la tomé por la cintura. Algo, un temblor, estremeció su pecho y la besé, regresamos. El tercer día, renuncié a todo el programa. Sólo quería beber, beber y beber mientras la imaginaba a ella haciendo las maletas, a mí practicando con su cuerpo actos minuciosos e inconfesables. Chupaba directamente de la botella cuando llamaron a la puerta. Abrí, la vi. Cogidos de la mano, corrimos como si hubiéramos prendido fuego al edificio, a toda la provincia. Se nos escapaba la risa, se le encharcaban los ojos. Encontramos un cuarto, un trastero olvidado. Entre baúles y viejos armarios, frente a un gran espejo ovalado, se volvió hacia mí, sonriente y asustada. Se apartó el pelo de la cara, se abrió la blusa, comenzó a tirar de su faldón hacia arriba, muy despacio. Matilde tenía un novio con el que todavía no lo había hecho, un lunar justo aquí, diecinueve años. Tenía los ojos grandes, la regla, una inconcebible manera de gemir. Tenía una enfermedad en los pulmones, una tos complicada, un pronóstico poco favorable. Y tenía el pelo negro, ojeras, la firme determinación de abrasarse. Se abrió como la flor del día y sólo quería tenerme encima, que la aplastara como una lápida. Así, me decía, quédate así. Como si se estuviera preparando, mentalizando. Después, encontré una cortina para taparnos. Pesaba y olía a polvo y fuimos muy desdichados y muy felices, por supuesto. Lloró la primera vez, y la segunda también lloró. Lloraba y sonreía. Hundía sus uñas en mi carne y me aplastaba con fuerza contra su delgado cuerpo, como si supiera perfectamente todo lo que iba a sufrir en cuanto saliéramos de allí, lo sola que estaría muy pronto. Me regaló su ejemplar de La edad ingrata. En la última página, a lápiz, había escrito su dirección. Pero Matilde nunca respondió a mis cartas. Parecía muy frágil, ya lo he dicho, demasiado delicada para las cosas de este mundo. Un ángel, una hoguera. Quiero convencerme de que llegó a los veinte, que me ha olvidado, tiene hijos y es feliz. Convencerme por lo menos de que no se cansará de esperarme, en su frío lecho. No es fácil.
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