Ricos cuya última excentricidad consiste en suicidarse ante el objetivo de una pareja de artistas del selfie. Un arquitecto que contacta a través de las redes sociales a chicas para que fotografíen partes de su cuerpo que servirán de modelos para el diseño de elementos arquitectónicos vanguardistas. Una nueva aplicación de móvil que tiene acceso a nuestros datos y decide por nosotros todas las acciones de nuestra vida. Un joven obeso agraciado con un premio que consiste en encerrarse en un almacén de caramelos Solano por tiempo indefinido. Un hombre que protagoniza el anuncio más largo de la historia: su propia vida. Un empleado de una funeraria que disputa una carrera a los mandos de un coche fúnebre… Javier Moreno (Murcia, 1972) incluye estas y otras historias semejantes en un libro de título tan inevitable como Un paseo por la desgracia ajena (Salto de Página, 2017). El relato “Phoenix” pertenece a este libro.
Javier Moreno ha cursado estudios de Matemáticas y de Teoría de la literatura y literatura comparada. Es autor de las novelas Click (Candaya, 2008), Alma (Lengua de Trapo, 2011), 2020 (Lengua de Trapo, 2013), Acontecimiento (Salto de página, 2015) y de los libros de relatos Atractores extraños (InÉditor, 2009) y Un paseo por la desgracia ajena (Salto de Página, 2017). Ha publicado los libros de poesía Cortes publicitarios (galardonado con el Premio Nacional de Poesía Fundación Cultural Miguel Hernández, ed. Devenir, 2006), Acabado en diamante (Premio Internacional de Poesía Joven La Garúa, La Garúa, 2009), Renacimiento (Icaria, 2009), Cadenas de búsqueda (El Desvelo, 2012) y La imagen y su semejanza (La Garúa, 2015). Es autor asimismo de las obras de teatro La balsa de Medusa y Sala de juegos.
Phoenix
Durante todo el día estuvo aguardando el mensaje de Carmen. Sabía que llegaría, más tarde o más temprano. Había recibido una avalancha de felicitaciones. Mensajes electrónicos de hijos y nietos, de los pocos amigos que todavía quedaban vivos; pero deseaba sobre todo recibir el email de su mujer. Finalmente llegó. A las seis de la tarde. Como el del año pasado, decía:
Felicitaciones, amor. Que pases un maravilloso día de cumpleaños.
Sin embargo esta vez el mensaje incorporaba una ligera variante en forma de posdata:
Ojalá estuvieses aquí conmigo.
El humor de Carmen, unido a su previsión, era suficiente para explicar esa leve modificación en el mensaje de felicitación de cumpleaños. Se preguntó cuál sería la variación en el mensaje el próximo año. Si todavía seguía vivo. De cualquier manera, debía aguardar un año para comprobarlo. Sabía que aquel gesto resultaba inútil, pero aún así respondió el mensaje de Carmen con un escueto:
Espérame, cariño, que llego pronto. Un beso.
Una semana antes había recibido un mensaje de Clara. No sabía cómo había conseguido su correo electrónico. Al principio ni sabía quién era. Clara, Clara… Poco a poco el nombre logró invocar un rostro borroso perteneciente a ese país arcaico y casi mitológico que era la infancia. Le confesaba su amor. Había estado enamorada de él en el colegio (hacía más de sesenta años, por tanto) y, ahora que abandonaba este mundo, quería compartir con él ese sentimiento que había perdurado durante años y que, a lo largo de su vida, la había acompañado en momentos difíciles como una especie de lenitivo que tenía el poder de tranquilizarla. Así valoraba la pureza de aquel sentimiento. Era un mensaje enviado a través de Phoenix. Luego, en efecto, Clara había muerto. Por mucho que lo intentara, no conseguía definir el rostro de Clara. Sólo le venía a la cabeza la imagen de una chica delgada, rubia y algo tímida. Sondeaba su memoria a la búsqueda de alguna emoción suscitada por Clara en el pasado, pero aquella pesquisa no ofrecía ningún resultado. Escuchó el teléfono e hizo amago de levantarse, pero finalmente permaneció sentado. Había sonado durante todo el día, pero siempre encontraba una excusa para no coger el auricular. No le apetecía hablar. No era el momento. Teleoperadores intentando venderle cualquier cosa. Los hijos que preguntaban por su salud, que querían felicitarle el día de cumpleaños. Por qué no venían a verlo. No era tan difícil tomarse un par de días libres y coger un vuelo a España. O tal vez sí. Trató de recordar la última vez que estuvo con sus hijos, en Estados Unidos. Seis o siete años atrás. Carmen todavía vivía. Era verano y sus hijos insistieron en que fueran a darse un baño a la playa de Chicago mientras ellos trabajaban. Trabajaban mucho, tanto como él lo había hecho, pero con más alegría, como si el trabajo fuese una fuente de placer y no supieran muy bien qué hacer con el resto de su tiempo. Pero a él nunca le había gustado bañarse en pantanos o en lagos, por muy grandes que éstos fueran. El agua estancada. Las plantas de sus pies deslizándose sobre el limo viscoso. Por qué lo llamarían playa.
En realidad, era el cuarto mensaje que había recibido en los dos últimos años con un contenido similar. Mujeres que formaban parte de su pasado más remoto y que ahora, tras su muerte, confesaban haber sentido una pasión amorosa por él totalmente insospechada. Solamente en uno de los casos, el de María José, podía recordar haber sentido por aquella mujer (entonces adolescente) algo parecido. Habían salido juntos un par de veces, pero la cosa no había ido adelante por (eso creyó él) falta de interés por parte de la chica. Aquella proliferación de declaraciones de amor a posteriori le parecía harto improbable. Casi milagrosa. Nunca había sido un chico especialmente guapo. Ni siquiera era divertido. Nunca había hecho suyo el papel de seductor y, sobre todo, jamás había sido consciente de haber suscitado demasiado interés entre sus compañeras. Para calibrar la escasa probabilidad de lo que le estaba sucediendo, no dudó en partir de su propia experiencia. Podía recordar tres chicas, a lo sumo, de las que se hubiera enamorado en el colegio y el instituto. A la cuarta de ellas la conoció en la universidad. Era Carmen. Se casaron y tuvieron dos hijos. Hablaba de niñas/adolescentes realmente guapas, de las que no sólo él se había enamorado, sino que constituían el polo de atracción de sus colegas masculinos, ideales que habían ayudado a forjar la raíz de sus deseos, entelequias a las que apuntar en sus primeras prácticas onanistas. Las imaginaba ahora, en el caso de que estuvieran vivas, recibiendo docenas de mensajes a través de Phoenix. Y se preguntaba si ello contribuiría a hacer más llevaderos sus últimos días, la conciencia de todo aquel amor insatisfecho, de tanto semen desperdiciado en su nombre. En su caso, y recién cumplidos los setenta años, experimentaba una sucesión de emociones contradictorias. Por un lado se sentía halagado por aquellas declaraciones de amor extemporáneas y, al mismo tiempo, no podía dejar de experimentar la desolación de haber desperdiciado parte de su vida, de haberse malinterpretado a sí mismo. Como si a los setenta años la vida le ofreciera un reflejo en el que ya no podía sentirse reconocido. Pensó en el caparazón de los cangrejos que les permitía (su color, su textura) mimetizarse con la roca que los cobijaba. Ese color era algo de lo que el cangrejo no era consciente, un atributo perteneciente a su anatomía pero totalmente ajeno a su voluntad, sin posibilidad de control, por tanto. Así su atractivo, teorizó, era tal vez como el color del cangrejo, algo que sólo los demás podían apreciar y que había pasado desapercibido para él hasta ahora.
Se levantó a hacer pis. Se sentó en la taza y sintió la tibieza de la orina cayendo sobre la loza del váter. La orina abandonaba su cuerpo sin entusiasmo, como un río olvidado de las torrenteras de su nacimiento y que desemboca mansamente en el mar. La vida son los ríos… Y también la próstata. La jodida próstata que tantos placeres le había dado. De unos años a esta parte, le gustaba hacerlo sentado. Era más cómodo, menos cansado. Como si la muerte de Carmen le hubiese liberado de su exclusivo papel de varón y ahora pudiese travestirse a través de esa postura que siempre conceptuó exclusivamente femenina, una de las humillaciones a las que la naturaleza sometía a las mujeres. El teléfono empezó a sonar de nuevo en el salón. No llegaría aunque lo intentase, así que, sentado sobre la taza, dejó que se agotaran todos los pitidos.
Se lavó las manos frente al espejo. No se acostumbraba a ese reflejo que delataba a alguien más mayor y, sobre todo, más desilusionado. Antes de salir del baño echó un último vistazo a las piezas inmaculadas de porcelana. ¿Cuánto tiempo llevaban ahí? Treinta, cuarenta años. Desde la última reforma. Intactas, sin la menor erosión. No acumulaban arrugas ni mutaciones como su cuerpo. Podrían seguir allí, inmortales, hasta el final de los tiempos. Tenía algo de faraónico, el cuarto de baño. Se sintió repentinamente humillado por el lavabo, el váter, el bidé y la bañera. Tomó un bote de perfume de Carmen y lo dejó caer sobre el bidé. El impacto consiguió desportillar la pieza de baño. El contenido del frasco corría hacia el sumidero y llenaba el espacio con los efluvios del perfume. En realidad nunca le había gustado demasiado aquel aroma. Aunque nunca llegara a decírselo a Carmen. Él siempre prefirió el sudor fresco, el olor de su axila tras una caminata o un día de ajetreo. Pero ella no lo entendía. Formaba parte de lo que ella llamaba «sus perversiones», una etiqueta que servía para demarcar la ortodoxia y que justificaba la exclusión de algunas de sus más íntimas apetencias.
Regresó junto al teclado. Abrió su cuenta de Phoenix y revisó los últimos mensajes almacenados en la carpeta de envíos. Hacía un par de meses que no entraba allí. Actualizó el listado de destinatarios y escribió:
Querido Roberto:
Ahora que todo ha terminado me gustaría sincerarme contigo. No me iría en paz al otro mundo sin contarte algo importante. Quiero que sepas que Sofía y yo fuimos amantes durante un tiempo. Aprovechábamos tus viajes de negocios para vernos. Carmen se murió sin saber nada. Y ahora me arrepiento. Espero que sepas entendernos y perdonarnos, sobre todo a Sofía, aunque ella ya no esté con nosotros. Quizás te haga sentir mejor si te digo que yo fui de alguna manera el inductor de aquella aventura. Ella estaba muy sola o al menos así es como ella se sentía. Quiero que seas consciente del alivio que supone para mí esta confesión, aunque la recibas después de mi muerte. Ojalá puedas perdonarnos.
Roberto estaba enfermo de cáncer, igual que él. Las probabilidades de que Roberto recibiera su mensaje estando con vida eran del cincuenta por ciento. Era como lanzar una moneda. Un juego donde no tenía nada que ganar, pero tampoco nada que perder. En el caso de que Roberto recibiera finalmente el mensaje, él estaría muerto. Ya nada importaría. Las posibles injurias o reproches. En realidad le hacía un favor a Roberto. Llenaba sus últimos momentos de vida con algo de emoción. Su mensaje haría aflorar sentimientos a los que no creía estar destinado, colmaba sus últimos días sobre la tierra de una intensidad a la que seguramente había renunciado.
Abrió de nuevo la carpeta de envíos y buscó la dirección de Manuel. Manuel estaba enfermo de párkinson. La última vez que lo visitó en la residencia, seis meses atrás, apenas lo reconoció. Se quedó mirándolo como si formase parte del paisaje y luego mencionó algo a propósito de su coche. Le preocupaba la itv. Como si alguna vez fuese a conducir de nuevo el Mercedes que ahora disfrutaban sus hijos. Pensó un tiempo en el contenido del mensaje antes de escribirlo.
Manuel (no te llamo querido, como bien puedes ver), estas palabras te llegan desde el otro mundo para recordarte todo el mal que me hiciste cuando éramos niños. Tal vez lo hayas olvidado, pero yo no. Nunca olvidaré los insultos en el recreo del colegio, las humillaciones y los golpes a la salida. Más tarde, cuando todo aquello pasó, llegamos a ser grandes amigos, es cierto. Nunca volvimos a tratar aquel tema. Jamás entendí aquella crueldad. Supongo que tiene que ver con el instinto infantil (tan adulto, por otra parte) de adoptar una posición de superioridad en relación al otro, ese otro indefenso que era yo. Y lo conseguiste. Ganabas más dinero que yo y tu mujer era más guapa que la mía. Tus coches siempre parecían ser más nuevos y más grandes que los míos. Lo habías conseguido y por eso entonces podías quererme. Ahora vuelvo para recordarte todo aquel dolor. Para que mi sufrimiento de aquellos días sea lo último que desaparezca de tu memoria.
Releyó el mensaje antes de incluirlo en la carpeta de envíos. Luego miró el reloj. Era la hora de tomar la medicación. Cuatro pastillas de diferentes formas y colores de las que dependía su vida. Tras ingerirlas con sendos tragos de agua regresó junto al teclado. Normalmente dedicaba la tarde a dar un pequeño paseo. Caminaba hacia el parque y luego se sentaba junto al área infantil para contemplar a los niños. A su edad era consciente de que los niños y los ancianos eran los extremos en los que la vida se
tocaba, igual de próximos ambos a la nada de la que provenían los unos y hacia la que se encaminaban los otros. Pero esta tarde no le apetecía. Se quedaría en casa.
La verdad es que se estaba empezando a divertir. Antes de Phoenix uno se iba a la tumba con toda la calma que le concediera la enfermedad. Muy pocos se atrevían a molestar los últimos años de vida de un hombre o una mujer para recordarles lo miserables o lo cobardes o lo hijodeputas que habían sido en vida. Sin embargo, la muerte era una especie de bautismo de honestidad. Sin cuerpo ni alma a las que recriminar o represaliar, la verdad carecía de obstáculos a la hora de propagarse. Los mensajes de Phoenix acudían a la carpeta de correo como fantasmas que estorbaban el sueño y la placidez de los moribundos. A veces eran fantasmas amables como los de Clara y María José, pero éstos resultaban excepciones. Mientras tecleaba, escuchó de nuevo el timbre del teléfono. Que sonase. No le importaba. Ya había abierto la ventana de un nuevo mensaje, esta vez destinado a Carmen. Escribir a los muertos era menos frecuente que escribir a los vivos, aunque formaba parte de una tradición consolidada. Nadie leería aquel mensaje. Sería un secreto para todos excepto para él mismo. Tener un secreto se había convertido con el paso del tiempo en un lujo al alcance de muy pocos.
Querida Carmen:
Para serte sincero no sé muy bien en qué se convirtió nuestra relación durante los últimos años. Ni siquiera sé si podría hablarse en realidad de una relación. Más bien se trataba de un intercambio de mensajes que ambos malinterpretábamos. Tal vez seguíamos juntos por la fidelidad a la memoria que compartíamos, como un país que sigue unido porque los chicos estudian historia en el instituto. Nosotros teníamos nuestro libro de historia familiar: nuestra fotos y las conversaciones de sobremesa. Nuestras victorias eran un ascenso o la graduación de un hijo. Nuestras derrotas…, prefiero no recordarlas. Pero hay cosas que ocurren y que no entran en los libros porque, como alguien dijo, no es suficiente que una cosa ocurra para que acabe existiendo. Recuerdo tu mirada absorta en la playa cuando tenías veinte años. Nunca te vi tan hermosa. Recuerdo la manera que tenías de tropezar, síntoma de una torpeza que a mí se me antojaba encantadora. Recuerdo haber estado dispuesto a morir en paz después de un orgasmo. Luego ya, con el paso de los años, dejaste de ser aquella mujer capaz de impresionarme con estampas o escenas memorables y pasaste a ser Carmen, un objeto sólido y confiable pero incapaz de sorprenderme. Sé que a mí me ocurrió lo mismo. Nos habituamos el uno al otro. En eso, al fin y al cabo, consiste un matrimonio, ¿no? Conocerse no ayuda a comunicarse mejor. Conocerse mucho significa que las palabras golpean sobre un muro encalado sin un resquicio de sombra. No se dialoga entonces con otra persona, sino con los prejuicios que tenemos de esa persona. Sólo pueden entenderse dos personas que no terminan de conocerse. La malinterpretación sigue presente, pero las palabras atraviesan el muro para quedarse al otro lado, transformadas en no se sabe qué cosa enigmática. La muerte, tu muerte, significó recuperar nuestra relación. La muerte es la relación con la otredad que nos conforma. La muerte es el gran enigma. Es la relación inevitable y definitiva. No puedo decir que te eche de menos. Echo de menos algunos instantes. Parece mentira que después de tanto tiempo basten unos pocos momentos (apenas una docena) para justificar una vida. Pero ya nada de todo esto importa. Y menos que nada estas palabras. Hay algo que nos separa. Tú estás muerta y yo todavía sigo vivo. Estar vivo significa muchas cosas. Por ejemplo, la posibilidad de reinventarme. Suena pretencioso, de acuerdo. No se trata tanto de reinventarme a mí mismo como de reinventarme en la memoria de los demás, de los que todavía están vivos. De los amigos y también de nuestros hijos. Ser otro. Me queda poco tiempo, pero voy a intentarlo. A ello voy a dedicar las pocas energías que me quedan. Lo haré, Carmen. Y, créeme, va a ser divertido.
Nos vemos al otro lado.
• Un paseo por la desgracia ajena
• Javier Moreno
• Salto de Página, 2017, 116 páginas.
Edición impresa: 16,50 €
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