Crónica

It`s almost like the blues

En el primer aniversario de su fallecimiento, El Cuaderno viaja a Montreal y Nueva York siguiendo la huella de Leonard Cohen.

/ Texto y fotos de Belén Suárez Prieto /

[Foto de portada: casa de Leonard Cohen en Montreal]

Leonard Cohen se murió el 7 de noviembre, hace ahora un año, pero no lo supimos hasta tres días después, cuando su familia lo anunció. Pero, antes, el gran maestro de la palabra, de la palabra del amor y de la despedida, de las ventanas, los gitanos y las frías y afiladas cuchillas, el gran maestro del sexo salpimentado por la religión o de la religión salpimentada por el sexo, en una arcilla de canciones soberbias, repletas del relato que necesitamos para andar por la vida, por la vida secreta, por la vida de los bordes, por la vida del desconcierto, del desasosiego, por la vida de la enorme fragilidad que encierra el milagro del enamoramiento, antes, unas pocas semanas antes de su muerte, Leonard Cohen se preparó y nos preparó, como el ordenado, pulcro, considerado hombre que era, se preparó y nos preparó para su muerte, en forma de disco, You Want it Darker, en forma de canción, en que confesaba: “I’m ready, my Lord”.

Como el niño pulcro, con traje, educado, que asistía a la escuela judía del lugar donde nació, la ciudad de Montreal, en Canadá, del lugar donde vivió con su familia, Westmount, una isla dentro de la francófona y católica Montreal, barrio burgués y residencial en la colina, de habla inglesa y protestante, en el que se insertaba, a su vez, la colonia de familias judías acomodadas.

Se murió Leonard Cohen, nos enteramos de madrugada, hora de aquí, y la tristeza lo invadió todo, aunque ya había anunciado el fin próximo, I’m ready, my Lord, y la tristeza ya había empezado a recorrer el cuerpo, como la culebra que entra por el pie que necesitamos para caminar por los bordes, para llegar hasta la yema de los dedos, con los que acariciamos en la mañana de la despedida, en la despedida que da razones para querer ser rubia, dice Leonard Cohen en una de sus más lacerantes canciones, lacerantes con la suavidad de la tela de araña, una de las canciones del primer álbum, Songs of Leonard Cohen, que pronto cumple 50 años, el modo de no decir adiós, diciéndolo: “Te quise en la mañana, nuestros besos, profundos y cálidos, tu pelo sobre la almohada, como una adormecida tormenta dorada.”

Hasta la yema de los dedos, con los que queremos en la mañana del adiós, para seguir la culebra su camino de tristeza, inocular un poco de veneno en el corazón, y seguir hasta el cerebro, y alojarse la culebrina allí, en el cerebro, para invadirnos con la tristeza reposada, dulce y pegajosa, con la certeza definitiva de que nunca más canciones, nunca más conciertos, nunca más Javier Mas, Sharon Robinson, Webb Sisters. Nunca más Chelsea Hotel. Porque hace tiempo que el Chelsea Hotel está cerrado, vestido de andamios, y ya no lo habitan Cohen y Joplin. Solo un guardia de seguridad, que, con una lamparita encendida, ve un programa de televisión cuando cae la tarde en Nueva York, en esa Nueva York, en esa Nueva York que, a finales de diciembre, es fría, cuando en Clinton Street suena la música toda la noche.

Fachada actualmente en obras del Chelsea Hotel

Se murió Leonard Cohen, pero antes, pocos meses antes, se murió Marianne, como presagio de que la despedida empezaba a ser real y definitiva, la despedida que duró cincuenta años, que voló desde la calle Aylmer, en Montreal, donde Cohen empezó a escribir So Long, Marianne, hasta el hotel Chelsea, en Nueva York, donde Cohen la terminó, y siguió volando durante cincuenta años hasta que primero Marianne y luego Leonard se fueron y la despedida se cerró y esta sí fue la manera, la implacable manera con cara de muerte, de decir adiós.

Se murió Leonard Cohen y vi una foto de su tumba, con su padre y su madre, en el cementerio judío de la congregación Shaar Hashomayim, el cementerio de la sinagoga de Westmount, sinagoga que está enfrente de la iglesia protestante, en ese barrio anglófono, isla dentro de la Montreal católica y francesa. Para llegar al cementerio hay que subir por la colina, por la colina para llegar hasta el cementerio, para lavar los párpados en la lluvia. El cementerio donde Leonard Cohen pidió ser sepultado, para volver a casa, a Westmount, al cobijo del padre y de la madre, para dejar la soleada California y volver a la doméstica Montreal, donde Leonard Cohen empezó una vida de palabras engarzadas con genio y con tristeza con sordina. Y en la sinagoga está el cantor, que es Gideon Y. Zelermyer, y el cantor acompañó al maestro en su despedida, y cantó en “You Want it Darker”. I’m ready, my Lord.

Clinton Street

Viajé a Montreal solo para visitar la tumba de Leonard Cohen, enterrado junto a su madre, Masha, y subí la ladera de la montaña, para lavar los párpados en la lluvia de un cementerio vacío, con la tumba de la familia Cohen a la derecha de la entrada, y rodeé la tumba, mirando lápida por lápida, en una mañana vacía, e hice el viaje para honrar al hombre con el que hablo cada noche o por la mañana o después de comer, con el que hablo, aunque parezca un comportamiento enajenado, pero me da igual lo que parezca. Hablo con él y él me responde con sus canciones. Hablo y le consulto y le digo y pido que me aconseje y él me responde con sus canciones y siempre tiene respuestas. Es fácil hablar con él, me lleva acompañando desde hace ya demasiados años y nos conocemos bien, siempre tiene respuestas, pero no es un maestro complaciente, sabe demasiado bien que los caminos son retorcidos, complejos, contradictorios y que hay que aprender a lidiar con las incoherencias, sabe que se puede llegar bailando al horno crematorio hasta el fin del amor, lo tiene marcado en el ADN, sabe que se puede ir a esperar a alguien en el andén, con un impermeable azul gastado, y volver a casa con las manos vacías, sabe que se puede tratar de dejar a alguien, hasta cien veces, y ser imposible. Y, como lo sabe, quiere que yo lo aprenda. Y me dice: “Why you don’t try?”

Fui a visitar la tumba de Leonard Cohen y me senté en la hierba y estuve un rato largo sabiendo que estaba haciendo lo que debía y puse sus canciones en el teléfono y esos auriculares que siempre saltan al vacío desde mis orejas se quedaron quietos y me quedé sentada, sola, ante la tumba de Leonard Cohen y allí no hablé con él, solo dejé que me hablara, con las historias que nos cuentan, en forma de canciones, y llegó una pareja que venía de Australia para cumplir el mismo rito que yo y nos miramos y se sentaron a mi lado, aquella mujer y aquel hombre, y yo les dije que si querían compartir la canción más hermosa jamás escrita, la canción con la que si un día dejo de temblar sabré que estoy muerta, la canción de la despedida que se convirtió en definitiva unos meses atrás, y no se lo dije así porque mi inglés es pobre, pero aquel hombre y aquella mujer me comprendieron, y, sin más sonidos que las palabras de Leonard Cohen, escuchamos So Long, Marianne.

Y hubo más, hubo la visita al parque que está detrás de la casa familiar, en Westmount, el parque del encuentro con el joven gitano español guitarrista suicida, que nos dio a Leonard Cohen para siempre, y otra vez me senté en la hierba, otra vez en la montaña, otra vez las canciones en los oídos, otra vez los ojos cerrados para que la lluvia resbalara por ellos, pero, sobre todo, para que la lluvia resbalara dentro de ellos, resbalara y saliera y corriera por las mejillas, sin importar nada más que saber que había peregrinado al lugar pesebre de la única religión verdadera. Sabiendo que todo, casi todo, es como el blues.

Parque de Westmount

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