/ por José Carlos Díaz /
Quizás esta poesía no alcance la bendición de quienes, con celo preceptivo, señalan cómo ha de seguir escribiéndose en estos tiempos (el plácet aún sólo lo disfrutan quienes se alinean, trinchera mediante, en la figuración de la experiencia o en de la abstracción introspectiva). Mientras, es cierto que se abren nuevos caminos, algunos incluso considerados como una tercera vía. Y así ve, por ejemplo, Ángel Prieto L. de Paula la que llama poesía de la rehumanización, inspirada por el desconsuelo y que considera la creación como un espacio de resistencia. Aunque la intención pudiera serle afín, las formas de esta tendencia tampoco son las de El cuaderno de la guerra, de Juan Ignacio González. ¿Dónde situar entonces este poemario? Pues sencillamente en la particular y firme trayectoria personal de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso muy similar: su corazón bombea con ritmo épico un canto que, sobre cualquier otra cosa, honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución), una elegía que evoca el destierro de la infancia y sus dioses tutelares (los padres esforzados).
Fijadas las coordenadas, conviene detallar lo que desde esa ubicación se ofrece. ¿Cómo se aborda el proyecto? ¿Desde qué presupuestos? ¿Con qué herramientas? ¿A quién alcanza?
El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de urgencias. Está escrito desde el frente de batalla, que es un lugar donde más que reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez, que resume el espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: “Sacudid el tablero, la partida / debiera terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor se pone al lado de los peones y anima al lector, a través un modo imperativo que configura un destinatario colectivo al que se interpela, a defender su causa, la de los débiles, en una alegoría que equipara vida y ajedrez, rey y poder, peones y oprimidos.
El poemario se despliega así, tras la magnífica portada conceptual ideada por el equipo de Lloviendoletras, como una especie de bitácora donde se exprime la amargura del conflicto y las alianzas que en él se entablan. Lo dice bien la cita inicial de Saniya Saleh, considerada una de las mayores poetas sirias: “¿Qué haces aquí en la guerra” (…) Unirme más y más a quienes amo.” Aunque Saniya no vivió para ver el desmembramiento actual de su patria, su condición de mujer, su procedencia y, sobre todo, esos versos citados, la convierten en una inmejorable elección como arranque de un libro cuyo primer poema expone al lector la intención de abordar un descarnado inventario: “el número de víctimas, el coste de encalar los paredones de los fusilamientos, el mármol de las losas, (…) las lágrimas de las madres, los rostros de los huérfanos, (…) los pasos del suicida, y (…) nuestra derrotas (…) cada vez que el poder nos declara la guerra”. Así se hace a lo largo de los treinta poemas que constituyen ese cuaderno bélico al que, como contrapunto, se le oponen algunas notas sobre la paz (veintiún poemas), donde, aunque el tono sigue instalado en el desaliento, se atisban ciertos resquicios de horizonte, entre los que destacaría, sobre todo, la redención cierta que narra el poema Versos sobre el origen de toda la esperanza, la historia de Kaba Mamadi Kante, uno de esos peones al que la vida convirtió en polizón de un carguero, que llegó a la tierra prometida y en ella encontró, gracias a la protección solidaria, un futuro.
La intención queda expresada y también el ámbito de responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery, que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello sentirse obligado a escribir himnos sociales. “Poesía es poesía. Protesta es protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no sólo de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.
Las herramientas que para ello se emplean tienen mucho que ver con la poesía apelativa. El empleo recurrente del imperativo, en singular o plural, pero casi siempre dirigido hacia un lector colectivo, convierte la experiencia íntima del dolor, de la añoranza, también a veces, aunque escasas, del amor, no en un motivo de introspección, sino de oración laica, de himno arrebatado, de parábola sobre la que construir la complicidad y el compromiso colectivo. Este tipo de poemas requiere un verso largo, un ritmo subyugante que ayude a contagiar su vibración épica, una adjetivación profusa (a veces redundante, pero por ello quizás hasta más efectiva) y una impostación, en ocasiones, casi de púlpito. El poeta no baja casi nunca la guardia, permanece durante casi todo el libro con la frente alta, el tono arrebatado y la voz vibrante. El ejemplo quizás más conseguido de este tono es Fiat Lux, un largo poema que aspira a convertirse en recitación colectiva, en canción compartida, en rezo laico. Se relacionan en él diversos y trágicos oprobios sufridos por los débiles a lo largo, fundamentalmente, del siglo XX: Darfur, Saigón, Sarajevo, Gaza, Ciudad Juárez son algunos de sus escenarios. En medio de tanto desastre, sólo a la mano del propio hombre debido, se alza un grito, se entona una súplica: ¡Hágase la luz!
Ese es el ámbito global por el que discurre El cuaderno de la guerra, el del mundo que se da por territorio urgido de redención, de poesía responsabilizada; un ámbito también que abarca la memoria a reparar, la de los niños de la guerra o la de la presas de Saturrarán, la de los esclavos de Alabama o los muertos sin nombre de Hart Island. Incluso cuando Juan Ignacio González circunscribe su perspectiva a lo más íntimo deja también una puerta abierta, aun entonces, a que ese sentimiento personal pueda convertirse, de algún modo, en una suerte de comunión colectiva. Así lo veo, por ejemplo, al leer Creencias, un poema breve que dice: Tocar la piel de un niño / en el primer minuto de su vida / o acompañar a un padre / asido de su mano, / en el último instante de la suya. / Lo más cerca de Dios que habrás estado. La experiencia personal da paso a una advertencia dirigida al lector. Esta poesía precisa, por tanto, en todo momento del otro, al que se apela casi desesperadamente, del que se solicita comprensión y empatía.
Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que además sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos bien en alto, como el pecho nos exige.
El cuaderno de la guerra ( y algunas notas sobre la paz)
Juan Ignacio González
Bajamar, 2017 / 10,00 €
Pingback: La pleamar de un poeta amigo – El Cuaderno