Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) es el autor del libro de poemas Diario de las bestias blancas (Premio internacional Dionisia García, 2008) y es el ganador del premio Setenil al mejor libro de relatos del año con Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2017). Diego pertenece a la categoría de autores anfibios, que se mueven con igual soltura en el verso y en la prosa. Dicho de otra manera: es un poeta con pulmones y un prosista con agallas.
Después de sus Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino, Diego Sánchez publicó un segundo libro de poesía, Las célebres órdenes de la noche, compuesto a su vez por otros tres: Cantar del destierro, El bosque y la muchacha, y el Evangelio del doctor Frankenstein.
Como él ha dicho de su propia poesía alguna vez, Diego es un poeta épico. La unidad de Las célebres órdenes de la noche no se encuentra en el poema individual sino en la integridad de los libros que lo componen. Cada uno de los poemas es un paso más en una aventura lírica que solo culmina tras la lectura del último poema de la serie. En esto Diego nada a contracorriente de la mayoría de los poetas contemporáneos de su generación, que confían la unidad de sus libros a la reiteración de un mismo tono o de ciertos temas. Diego parece escribir los poemas de su libro como conclusión de un plan urdido meticulosamente con anterioridad. No quiere decirse con esto que el poema sea la excusa para contarnos algo, la glosa de una trama premeditada. Cada uno de los poemas está heñido con cuidadoso esmero, pero solo adquiere su sentido completo en el contexto que constituye el conjunto al que pertenece.
Es cierto que hablar de poesía épica es en el caso de Diego puede parecer un contrasentido, si es que uno asocia lo épico con héroes que encadenan una hazaña tras otra. Si hay épica aquí, es una épica del vacío. Pues este es un libro profundamente nihilista. Que no triste, por cierto. La belleza nunca puede ser triste, y los poemas de Diego Sánchez Aguilar son enormemente bellos. Probablemente nada sea la palabra que más se repite en este libro, la nada alojada en la roca de cartón piedra de un decorado, la nada imposible de extirpar del protagonista/héroe del Cantar del destierro, la nada, finalmente, en la que se sustancia el evangelio del monstruo de Frankenstein. Esa nada que a veces se metamorfosea en desierto y que hace de hilo conductor de muchos de los poemas de este libro no es una nada que conduzca a la afasia o al silencio. Es una nada existencialista que, sin embargo, no nos exime de estar vivos y, mucho menos, de escribir. Pues, qué sería de nosotros, los poetas, si las cosas tuviesen sentido. Precisamente es la falta inherente de sentido de las cosas la que nos pone en situación de buscarle uno, tal vez temporal, por supuesto, contingente, pero esa tal vez sea la tarea más emocionante de la poesía.
El existencialismo de la serie del Cantar del destierro adquiere su mitología definitiva en el Evangelio del doctor Frankenstein, como si Diego hubiese trazado en esos últimos poemas, a la manera de un apóstol, el libro sagrado al que se acoge el protagonista de los primeros poemas. Y entre ambos, El bosque y la muchacha funciona como un territorio donde se despliega el erotismo, el de la muchacha que descubre el sexo (y, con él, quizás, también la muerte), y el del lector que asiste al despertar adolescente, atenazado a un tiempo por el peligro y la seducción que arrastra la belleza.
Leemos a Sánchez Aguilar y se nos viene a la cabeza la poesía de Valente, de Hugo Mújica, de Roberto Juarroz (suyo es el estudio crítico editado en Cátedra del poeta argentino). Este libro, como toda la obra (corta pero impecable) de su autor, está transida del lenguaje cinematográfico. Las películas de terror adolescente en El bosque y la muchacha, o el Frankenstein de James Whale, son dos referencias básicas, subtextos fílmicos en los que se apoya la escritura y que, lejos de oscurecerla, la enriquecen.
Estamos, en definitiva, ante un libro espléndido, en su concepción y en su factura. No un libro más de los que pueblan la mesa de novedades sino un libro en verdad necesario que, ojalá, sirva para que muchos descubran a este magnífico poeta.
En cuanto al premiado Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino , el título del volumen no deja de ser una provocación, un juego irónico con esos titulares de revistas que enganchan con el reclamo del sexo. Pero con el sexo como hilo conductor, Diego Sánchez Aguilar disecciona la soledad, el fracaso, la incomunicación o el cansancio de unos personajes con los que no resulta difícil identificarse a nuestro pesar, nos pasa lo mismo que a ellos: el sexo y la vida no es como nos lo contaron.
El perfume
[Relato incluido en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino]
Fernando mira el cuerpo de Patricia, que reposa a su lado, tumbado boca abajo, desnudo y rendido como en un anuncio. La imaginación y la memoria visual de Fernando están llenas de anuncios. Recuerda al menos tres fotografías hechas por él que coinciden en algunos puntos con la iluminación, gesto facial y postura corporal de Patricia. Eso le gusta. Esa coincidencia entre su vida y lo que él ofrece con su trabajo, con sus fotografías, al mundo.
Está amaneciendo. El amanecer, en su apartamento del centro de Madrid, es antes un fenómeno auditivo de camiones de la basura y coches arrancando contra el frío de la madrugada, que la luz incierta que, a través de los estores de aluminio, aporta al cuerpo adormecido y drogado de Patricia esa calidad fotográfica convencional, pero no por ello menos hermosa. Fernando sabe que la belleza no siempre (casi nunca, de hecho) está en lo excepcional, sino en llevar a la perfección aquello que ya estamos esperando, lo que el espectador quiere ver, pero no sabe que quiere ver, hasta que él se lo presenta hecho realidad. Ese es su trabajo. Para eso le pagan, y cada vez con mayor generosidad. Fernando tiene treinta años, mide ciento ochenta y cuatro centímetros. Cuando tiene la boca pastosa, como ahora, le gusta comer yogures desnatados de sabor limón marca Carrefour. Fernando está delgado y moderadamente musculado. Va al gimnasio tres horas a la semana. Considera que tener el conjunto abdominal ligeramente marcado (sin llegar a formar una exagerada «tableta de chocolate») es un requisito imprescindible. Si se le preguntara «imprescindible para qué», seguramente no sabría responder con naturalidad. El esfuerzo requerido para alcanzar y mantener dicha característica física le parece aceptable, justo lo máximo que él está dispuesto a sacrificar por su imagen.
Fernando está desnudo, tendido boca arriba junto al cuerpo de Patricia, junto al anuncio que Patricia está interpretando. Piensa que le gustaría captar en alguna fotografía esos sonidos del amanecer que se cuelan por su ventana. Esos residuos sonoros de la gente que tiene que madrugar para ganar el dinero que les permitirá seguir sobreviviendo una semana más, un mes más, y que ahora vienen a morir a la penumbra de su dormitorio. Fernando sabe que no podrá dormir hasta que Patricia se vaya y la cocaína deje de circular por su interior, creando imágenes y proyectos infinitos. Mira la curva del culo desnudo de Patricia, la perfección de esos glúteos curvándose hacia la depresión oscura de las vértebras lumbares, limpia de tatuajes (odia los tatuajes, cada vez es más difícil encontrar unas lumbares sin tatuajes), ascendiendo en una sombra perfecta hasta perderse en su nuca rapada (Patricia lleva el pelo muy corto, excepto por el flequillo) que tiene que contenerse para no acariciar. Fernando escucha cómo los motores de los trabajadores arrancan muertos de frío, casi puede ver las toses de humo diésel exhalado desde los tubos de escape. Fernando sabe, es parte de su trabajo, cómo mataría cada uno de ellos por estar en su lugar, por estar ahora en su cama, contemplando el cuerpo desnudo y drogado de Patricia, por tener la posibilidad de alargar la mano y recorrer esa curva perfecta y suave, como un escalofrío del alma en la punta de los dedos. Fernando se incorpora lateralmente sobre su codo y recorre con su dedo índice esa curva desde el cuello hasta el culo de Patricia. El pene fláccido de Fernando hace un pequeño amago de despertarse, apenas un bostezo imperceptible. Fernando sigue pensando (pese a que sabe que nunca lo hará: él tiene ya su sello y su estilo y eso es lo que le da el dinero y la fama) en la fotografía que conseguiría atrapar esos ruidos, esos dos mundos que no pueden vivir el uno sin el otro: abajo la gente malhumorada y llena de sueño y asco camino del trabajo; arriba los privilegiados que reposan tras el sexo, envueltos en una belleza tocada por los dioses. Ambos mundos unidos por una misma luz, unos mismos sonidos que deberían dejarse atrapar por su cámara de alguna manera.
Fernando cierra los ojos e intenta dormirse arrullado por el creciente ruido del tráfico que empieza ya a ser un flujo constante. Hace un esfuerzo para no pensar en el visionado de los vídeos que le espera mañana, cuando Patricia se haya ido. Es importante descartar planes, tareas, para poder relajar la agitación residual de la cocaína. No pensar. Cerrar los ojos, sentir el calor de ese cuerpo perfecto a su lado. Patricia le ha sorprendido gratamente. Imágenes de la noche golpean a ritmo sanguíneo en sus párpados. Patricia habló demasiado en la cena. Levantaba el tenedor, lo dejaba levantado mientras contaba esas interminables historias sobre su infancia en Conil. Playas desiertas. Pinos entre la arena. Viento azotando las olas. Una Patricia niña con el pelo agitado, todavía largo, haciendo suspirar a adolescentes gaditanos, a turistas. Una Patricia adolescente que se consideraba fea. Todas las modelos con las que se ha acostado piensan que eran feas en el instituto, consideran su belleza actual un trabajo, una eclosión de crisálida. No tenía buena pinta la cosa, en el restaurante. Fernando siempre traduce a imágenes las historias que le cuentan las personas que le rodean; muchas veces tópicas, turísticas, insustanciales. Fernando traslada esa superficialidad de las imágenes por él recreadas a la valoración de las personas que le hablan. Pero luego, en la cama, Patricia le ha sorprendido. Una gran actuación. Ahora mismo, a falta de verlo bien y hacer el análisis, ya totalmente sobrio, cree que merecerá, al menos, un ocho sobre diez. Un torrente de imágenes sexuales de Patricia empiezan a agolparse, aceleradas. Pese a que la considera necesaria o, al menos, recomendable para muchas actividades, entre ellas el sexo, Fernando odia eso de la cocaína. Ese dormir sin dormir. Esa realidad oscura y frenética. Quiere mantenerse tranquilo. Se concentra otra vez en el ruido del tráfico, ya totalmente normalizado, reglado por la abundancia. Se imagina a sí mismo en uno de esos coches de ahí abajo, camino de algún trabajo embrutecedor y anodino. Se imagina a sí mismo como su padre. Su padre dejándolo a él en el colegio, todavía de noche, y luego perdiéndose calle abajo camino de su oficina. El ruido de aquel Renault 19 alejándose, difuminándose entre los suaves gritos de los demás niños que entraban ruidosamente en el edificio. Se concentra en ese coche. Se ve a sí mismo en el espejo retrovisor del coche de su padre. Sigue conduciendo hacia el trabajo de su padre, hacia esa oficina oscura llena de altos archivadores pesadísimos, cargados de albaranes, de facturas reales y falsas, de máquinas de escribir que ahora estarían en museos, en rastros. Se duerme levemente, cubriéndose el pene con la mano derecha ahuecada, tocando el costado caliente de Patricia con el dorso de la izquierda. Fernando imagina un anuncio protagonizado por su pene. No sabe si es un sueño o una visión. Su pene mirando directamente al objetivo, posando como si acariciara la lente con su tacto rugoso y esponjoso. A Fernando le gusta el tacto, el tamaño y la consistencia de su pene poco tiempo después de hacer el amor. El anuncio sería perfecto. No sería humorístico. Era una imagen de belleza, de seriedad extrema, de revelación de un producto esencial para la vida de todos los consumidores del mundo.
Fernando está sentado en la mesa de su despacho. Son las seis de la tarde. El despacho es una enorme tabla de madera pulida, sostenida por caballetes. Sobre la mesa, un Mac de última generación y una impresora profesional de la misma marca, ambas de color blanco, absorben y reflejan la luz que entra por el ventanal. El apartamento de Fernando no tiene tabiques, siguiendo una moda de los noventa que consideraba los espacios diáfanos una muestra de elegancia y buen gusto. Cuando compró el apartamento, el vendedor le explicó los beneficios de dicha distribución en cuanto a aprovechamiento de espacio y luminosidad. Fernando repite estos argumentos cuando alguien de generaciones anteriores (sus padres, especialmente) viene a visitarle y muestra incomodidad al intuir, en una esquina del apartamento, tras una estantería de separación, su cama, muchas veces deshecha. Sin embargo, lo que convenció a Fernando para comprar el apartamento no fueron las palabras engoladas del vendedor, sino las imágenes de tantas películas norteamericanas en que espacios como ese simbolizaban éxito empresarial y erótico. Todavía, a veces, cuando se levanta de la mesa en la que ahora está sentado y se asoma al ventanal, se sorprende de no ver el skyline de Manhattan, sustituido por esas calles estrechas y esos ruinosos edificios de posguerra que conforman su céntrico barrio. Ahora, mientras termina de cargar el último de los tres vídeos, mira ese paisaje de todos los días, estático y repetido como una fotografía que hubieran pegado en el cristal. Solo en el cielo hay movimiento, un vídeo algo acelerado de enormes nubes grises atravesando a toda velocidad el espacio de su ventanal, de izquierda a derecha.
En su monitor de 24 pulgadas, las imágenes están aceleradas 4×. Primero la cama está vacía y luego aparecen él y Patricia. Sus cuerpos ejercitan entonces una frenética gimnasia erótica. El potencial humorístico del acoplamiento amoroso reproducido a cámara rápida no sorprende a Fernando, para quien supone ya, después de estos dos años, una rutina decenas de veces repetida. En cualquier caso, podríamos decir que la escena que Fernando observa ahora se parece mucho a la famosa secuencia del trío de La naranja mecánica de Stanley Kubrick, sin la música de Beethoven; la banda sonora sería la espaciada percusión de la recién comenzada lluvia, acribillando los cristales, empujada con fuerza por el viento helado de la meseta, lo que también resta comicidad a la escena.
Fernando necesita hacer un ejercicio de memoria, a causa del alcohol y las drogas ingeridas la noche anterior, para saber cuándo parar y poner el vídeo a velocidad normal. Lo hace un poco al azar. Sube el volumen de los altavoces. Patricia está tumbada de lado, con la cara hacia la cámara. Él está detrás. Aunque la rutina del visionado de estos vídeos la ha atenuado un poco, todavía no ha conseguido eliminar esa sensación de extrañeza que siente cuando, como ahora, se ve a sí mismo reproducido en el monitor. Siempre le cuesta un poco dejar de mirarse, dejar de observar su cara y su gesto de esfuerzo y concentración, en los que apenas puede reconocerse. A Fernando no le gusta que las mujeres con las que hace el amor le miren fijamente a la cara durante el acto sexual. Cuando esto sucede, él cierra los ojos.
Pero el Fernando del monitor tiene ahora los ojos abiertos, porque Patricia no puede mirarle salvo que gire de una forma exagerada el cuello, cosa que de momento no está haciendo. Sin darse cuenta, Fernando queda atrapado por su propia imagen, por los detalles inéditos de su rostro. El estado que esta contemplación le produce es de fascinación, de vacío, extrañamiento, incredulidad, vértigo. Este último sentimiento está relacionado con un abismo que se abre en su conciencia siempre que, como ahora, intenta imaginar cómo es él, visto por el resto de personas que le rodean. No estamos hablando del tópico cómo le ven, entendido en el sentido de si le consideran o no simpático, atractivo o elegante (estas cuestiones le produjeron una inquietud también algo vertiginosa durante su adolescencia tardía), sino al hecho de saberse él mismo objeto, carne, cosa arrojada en medio del universo, materia física visible y palpable por el resto de seres humanos. Se trata de una conciencia oscura, casi inasumible. De ahí lo paradójico de la metáfora del abismo: es una metáfora que interfiere físicamente en la realidad, porque el sentimiento que está experimentando ahora mismo Fernando es efectivamente, somáticamente, un vértigo (es el nombre clínico para ese ligero mareo e inestabilidad visual) causado por un abismo que es una metáfora que quiere representar la incapacidad de su pensamiento para asumir racionalmente toda la carga de significado que aporta el descubrimiento de su condición de objeto, y que además incluye, de una manera también oscura y abismal, la presencia de la muerte como único fondo posible para ese pozo que se abre ante su mente al ver cómo su cara en el monitor aumenta de tamaño y se muestra esforzada, fruncida, ajena. Tal vez, a la somatización del abismo metafórico que acabamos de describir, colaboren también los residuos de toxinas que todavía circulan por su organismo, así como la influencia de la lluvia en el exterior y la luz mortecina que ella acarrea, como factores externos que alteran en cierto modo la psicología de Fernando en el momento del visionado del primero de los tres vídeos que ha de examinar antes de completar su tarea.
Fernando pulsa el pause del reproductor y se aparta del ordenador como si se alejara del borde de un acantilado. Va a la nevera y abre una Coca-Cola Zero. El ruido de la presión de la bebida carbonatada y el frío que esta provoca en su garganta le devuelven a la normalidad, al cotidiano fluir de acontecimientos, trabajos y rutinas en que él vuelve a ser simplemente una pura conciencia situada en el mismo centro del universo. Eructa sonoramente mientras recorre el espacio diáfano entre la nevera y el ordenador. Se para un momento frente al ventanal. Mira el tráfico atestado de la estrecha calle sobre la que se levanta su edificio. Ve los paraguas desde arriba, en plano picado cenital, con una mirada vagamente artística, anotadora. Se siente bañado por una luz grisácea que le llena de pereza y nostalgia y ganas de no hacer nada. Pero se sobrepone y vuelve a sentarse frente al monitor con la imagen detenida. Pasa sobre su rostro sin mirarlo, pone en movimiento el vídeo y observa con alegría que la postura inicial ha cambiado, de una forma natural. Patricia está ahora un poco boca arriba aunque apoyada lateralmente; él sigue detrás y parcialmente debajo, manteniendo una postura similar a la de antes, con la ventaja de que su cara desaparece tras la cabeza de Patricia. Lo que ve ahora, desde la perspectiva que esta cámara grabó, es el cuerpo perfecto de Patricia en primer plano, con las piernas abiertas: la derecha abierta hacia la cámara, la izquierda levantada, mantenida en alto por el brazo izquierdo de Fernando, que la penetra desde esa posición con movimientos suaves. La cara de Fernando desaparece tras la de Patricia. En realidad, Fernando solo puede ver de sí mismo (además del brazo que levanta la pierna derecha de Patricia) sus piernas juntas esforzándose por encontrar el impulso que permita la penetración en esa postura. Fernando deja que sus ojos se centren sobre la cara de ella, sobre su boca. Escucha a Patricia. No habla. Fernando odia que las mujeres le hablen durante el acto amoroso, especialmente durante la penetración. Sobre todo odia a las aduladoras, a las que magnifican el tamaño de su pene, las que gritan: «Oh, qué grande lo tienes, nunca me habían metido una tan grande, qué bien…». Patricia no habla. Está concentrada en su propio placer. Eso le gusta. Es una característica que asegura una puntuación alta. Fernando puede ver en los rasgos de Patricia, en sus ojos cerrados y apretados, cómo ella buscaba aislarse del mundo y reducirlo a unos estímulos, reducirse ella misma, todo su ser, a las sensaciones que Fernando le provocaba. Mientras mira los movimientos de penetración que su cuerpo efectúa, Fernando intenta meterse detrás de los ojos de Patricia, sentir lo que ella está sintiendo con cada embestida. Los gemidos de Patricia son largos y perfectamente acompasados, suben de intensidad al mismo tiempo que el ritmo de la penetración. Cuando la mano derecha de Patricia desciende para agarrar la base de su pene y luego se acaricia el clítoris, Fernando se da cuenta de que tiene una erección más que considerable y, antes de empezar a masturbarse, apunta en un papel el minuto del vídeo para encontrarlo luego con facilidad. Los gemidos empiezan a convertirse (mientras ella acelera y endurece las caricias en su clítoris y él, el ritmo y violencia de la penetración) en un lamento de base gutural y nasal que Fernando valora como altamente notable. A continuación, en un giro que él no recordaba en absoluto, ella emplea el recurso del gemido entrecortado por falta de respiración, una pausa breve, de no más de dos segundos, en que todo su cuerpo se arquea, para luego volver al largo lamento gutural, de nuevo interrumpido por breve apnea y contorsión. Fernando abre mucho los ojos, asombrado ante la maestría de Patricia, y siente en ese momento (viendo que ella contorsiona el culo y el ombligo como si unas oleadas irrefrenables la empujaran a ser penetrada más allá de lo físicamente posible) el imposible orgasmo de Patricia, las corrientes nerviosas fluyendo desde los agarrotados y flexionados dedos de los pies, hasta la mano izquierda que se retuerce sobre su invisible cabeza. Fernando se masturba con el orgasmo de Patricia, escucha ese gemido magistral con su alternancia gutural-nasalapnea, que culmina en un largo mugido que expulsa todo el aire de los pulmones. Fernando se convierte en Patricia cuando eyacula. Siente su espalda arquearse también, siente el clítoris de Patricia y siente su pene dentro de sí mismo, estrechado entre las paredes de su vagina. Mientras recoge el semen con el rollo de papel higiénico que tiene junto al ordenador, Fernando empieza a considerar que, aun a falta de los otros dos vídeos, Patricia obtendrá una puntuación alta, muy alta, que tal vez la convierta en la próxima elegida.
Fernando se toma un descanso antes seguir con los otros dos vídeos. Coge una naranja del frutero y la pone sobre un plato para comérsela en el sofá, mientras ve la tele. Fernando tiene una relación supersticioso-nutritiva con las frutas y su aporte vitamínico. Una parte de él considera que las vitaminas que está ingiriendo suplen o nivelan de algún modo los excesos de toxinas a los que sometió a su cuerpo anoche. Tal vez esta relación tenga algo de religioso, según el paradigma de la moral católica basado en el pecado y la penitencia, la falta y la expiación, pues a Fernando no le gusta realmente el sabor de las naranjas. Fernando nació en el verano de 1982, unos días antes de la inauguración del Mundial de Fútbol de España, cuya mascota era una antropomórfica naranja vestida con el uniforme de la selección y un balón bajo su brazo cítrico. El programa que Fernando está viendo en el televisor es el telediario de las 15.00, de la primera cadena de tve. Presta una atención muy vaga a lo que la presentadora está diciendo sobre la crisis de la deuda. Fernando no tiene problemas económicos, y tampoco tiene inversiones. Guarda su dinero en un plazo fijo, por pura pereza, a pesar de los consejos de su amigo Gaspar, subdirector de una oficina bancaria. Fernando tampoco tiene unos ideales políticos definidos. Simpatiza ligeramente con los movimientos de indignados, por su juventud, su franqueza y su estética absolutamente definida, fascinante, de la que ha pensado varias veces tomar ciertos elementos para algún trabajo futuro. El padre de Fernando, de orígenes humildes, que tenía un pequeño taller de carpintería de aluminio en Coslada, hizo mucho dinero gracias al boom inmobiliario. Fernando es heredero de ese dinero, que ha pagado sus estudios, sus estancias en el extranjero y muchas cosas más. Su padre se jubiló hace tres años, justo antes de la «crisis del ladrillo». Fernando piensa que sería incoherente que él se situara abiertamente entre las filas de los indignados, dada esta herencia. Fernando no tiene hermanos ni hermanas. Tuvo un hermano que murió en un accidente de moto. Él tenía cinco años. Su hermano, que tenía quince, iba de paquete en un scooter que fue arrollado por una furgoneta que se saltó un semáforo. Fernando quiere una motocicleta. Una Harley Davidson XR 1200. La ha deseado desde la adolescencia, pero era absolutamente impensable mencionarlo en su casa. Ahora que tiene su propio dinero e independencia total, sigue sin atreverse a llevar a cabo este sueño por el mismo miedo al silencio y a la cara que él imagina que su padre pondría. Fernando se considera a sí mismo una buena persona por este sacrificio. Fernando no echa de menos a su hermano muerto, y no siente ninguna pena cuando piensa en él. Fernando sabe que su nacimiento debió ser un descuido en la anticoncepción de sus padres. Esto no le molesta en absoluto. Pero evita pensarlo porque no le gusta imaginar a sus padres haciendo el amor.
Fernando se mete la mano por debajo de los pantalones del pijama y de los calzoncillos y se queda mirando la tele con la mano cubriendo sus genitales, sintiendo su calor y la ligera humedad viscosa posterior a la masturbación. A Fernando le gusta el aroma de esos fluidos en su mano. Fernando disfruta tanto con la masturbación como con el acoplamiento real con mujeres. El número de masturbaciones que ha efectuado a lo largo de su vida es prácticamente incalculable. Cuando era un adolescente, pensaba que la masturbación era un sustituto del sexo real y que, cuando fuera un adulto con relaciones sexuales habituales, como es ahora su caso, ya no se masturbaría más. Estaba equivocado.
La primera vez que Fernando se masturbó, tenía doce años. Había escuchado, con un temor y excitación reverenciales, la sagrada historia que relataba en el recreo su compañero David. David tenía vello púbico desde hacía meses. Fernando no lo tuvo hasta los catorce años. David decía que había que agarrársela y tirar hacia atrás de la piel que cubría el glande. Había que hacerlo repetidas veces, y entonces ocurría. Fernando estaba encerrado en el trastero de la azotea que correspondía al apartamento de sus padres. La revista se la había dejado David. Pasó las páginas. La revista se llamaba Lib, y ya era vieja. No había hombres. No mostraba acoplamientos, solamente mujeres desnudas, totalmente desnudas. A cada página que pasaba, la erección del adolescente era mayor, casi insostenible. Tenía miedo de hacerse daño. Había oído historias de sangre y dolor al manipular el prepucio, si se tiraba muy fuerte de él hacia atrás. Se metió la mano en los pantalones y acarició sobre los calzoncillos la dureza enervada. La revista estaba abierta por una página en la que la modelo estaba en cuclillas, con las piernas muy abiertas, con el culo casi tocando el suelo. Había arena y palmeras detrás. Fernando no podía dejar de mirar ese coño que le parecía enorme, oscuro, monstruoso, abismal. Su respiración estaba acelerada aunque él no se había dado cuenta. La velocidad estaba en su cerebro. Era una velocidad sin dirección, en espiral, hacia dentro de esa cueva de carne, medio oculta por la maleza negra, pero muy visible, esa caverna de carne roja y marrón y desconocida. Su mano también estaba poseída. Frotaba y pellizcaba el bulto bajo los calzoncillos cada vez con mayor velocidad y fuerza, sin atender a ninguna instrucción previa. Y entonces sucedió. El estremecimiento inesperado, localizado primero en el glande y un segundo después en todo el cuerpo, a través de la médula espinal, hasta los ojos, que se llenaron de humedad y dejaron caer dos lágrimas espontáneas. Fernando no ha tenido un orgasmo mejor en toda su vida. En la página derecha de la revista había un anuncio de ginebra Larios. Ese anuncio está grabado en algún rincón de la memoria de Fernando, aunque él no es plenamente consciente. Aquel orgasmo no tuvo eyaculación. No era sexualmente maduro todavía. Solo una ligera humedad. Durante unos meses así fueron sus orgasmos, secos e intensos. Luego vino el semen, y el vello púbico, y las comparaciones, los números y las fanfarronadas con el resto de compañeros. Pero eso era otra cosa. La oscuridad de ese trastero. El olor a humedad. La sensación justo antes del orgasmo, cuando ya lo sentía acercarse como una ola invisible viniendo desde muy lejos, un rumor del universo dentro de su cuerpo, todo eso era sagrado. Nunca contó nada de eso. Y tampoco de sus sueños. De cómo imaginaba que sería el Gran Orgasmo. La primera vez, una penetración real, el inimaginable placer que podría producir ese agujero fascinante, la electricidad de la carne, el relámpago que derretiría cada una de sus células. Luces de colores. Ríos de semen inundando esas paredes rojas, haciéndolas temblar también, derretirse en un placer sísmico, volcánico. Cuando se masturbaba en su cama, sin otro estímulo que su imaginación, era el placer que él podría procurarle a la mujer, más que el que ella pudiera darle, lo que lo excitaba de verdad. Y su orgasmo solo podía llegar cuando imaginaba a la mujer (muchas veces sin cara, simplemente un rostro genérico deformado por el placer insoportable, una abstracción del rostro de placer) derramarse en un orgasmo que se confundía con el suyo.
Todavía ahora, más de quince años después, Fernando se masturba con el orgasmo de la mujer. Puso las cámaras en su casa para disfrutar de él con tranquilidad. Aunque Fernando es uno de esos amantes que solo está satisfecho si la mujer alcanza el orgasmo, cuando está en la cama no puede evitar estar atento también a todas sus propias sensaciones, su propio placer, que inevitablemente le distrae del de ella. Por eso puso las cámaras. Esa era su intención inicial (aunque luego encontrara la otra, la que le hizo subir en su trabajo hasta donde está ahora). Fernando sabe que hay mucha gente que graba sus encuentros sexuales. De hecho, sin esos precedentes, tal vez a él no se le hubiera ocurrido. No sabe por qué razón lo hacen los demás. A él, desde luego, no le gusta nada verse follando. Tiene que evitar mirarse fijamente a sí mismo. Pero necesita ver cómo se corren las mujeres con las que está. Con la primera cámara, siempre que el orgasmo de la mujer y la toma sean aceptablemente buenos, Fernando se masturba. En cierto modo, cierra el ciclo. Primero goza su propio orgasmo, en la cama; luego goza el orgasmo de la mujer, ante su ordenador. La segunda y la tercera toma son ya desapasionadas, analíticas, necesarias.
Fernando pone en Spotify el disco Coles corner de Richard Hawley y hace un visionado rápido y superficial del archivo de vídeo grabado por la segunda cámara, la que está situada justo en la línea de los pies de la cama, en lo alto de la estantería que cierra por ese lado el imaginario espacio del dormitorio. Está más alta y más lejos que la otra cámara, cuya grabación acaba de ver. La distancia, la ausencia de sonido ambiente y la banda sonora romántica que sale de los altavoces del ordenador dan a las imágenes de su noche de sexo con Patricia un significado totalmente distinto. Deja que corra el metraje. Disfruta del primer orgasmo de Patricia sin sonido, apunta de nuevo el minuto del orgasmo desde esta perspectiva. Se enciende un cigarro mientras deja que las imágenes del monitor descansen, se abracen, hablen sin palabras. De vez en cuando cierra los ojos, en los momentos más intensos de The Ocean. Su mirada pasa del monitor a la ventana, llena de arroyos de lluvia que dibujan un paisaje de colores abstractos detrás. Al poco tiempo, detiene el Spotify y sube el volumen de los altavoces para escuchar el segundo orgasmo de Patricia. Esta vez ella estaba a cuatro patas, con su cabeza correctamente orientada hacia los pies de la cama por Fernando, que siempre es consciente de la posición de las cámaras. Mientras observaba, Fernando tomaba notas apresuradas, casi garabateadas en el papel preparado a la derecha del teclado. Luego repitió la operación con la tercera cámara, que aportaba la visión desde el otro lado de la cama. Con todas las notas, las escritas y, sobre todo, las mentales, mucho más numerosas y confusas, Fernando se dispuso a realizar la crítica. Volvió a poner la música, abrió una carpeta con el nombre «Patricia 4-11-12», metió en ella los tres archivos de vídeo y abrió un archivo de Word que llamó simplemente «Patricia». Anotó en él todo lo relativo a la interpretación de los dos orgasmos: posición, actitud, gesto facial, gemidos, movimientos corporales, contracciones, etcétera. La calificó, al final, con un nueve sobre diez, convencido por su actuación. Luego cerró el archivo y guardó la carpeta «Patricia 4-11-12» dentro de otra carpeta con el nombre «Reales» que, junto con la carpeta «Actrices», conforman la carpeta «Orgasmos».
En la carpeta «Actrices» hay un gran número de subcarpetas. Algunas de ellas son muy antiguas, de hace diez años. Fernando empezó su labor crítica en la Facultad de Imagen y Comunicación. En segundo curso, su profesor de cine les obligaba a realizar una crítica cinematográfica cada quince días. Sus textos, analíticos, certeros, intuitivos, llamaron la atención del profesor y los compañeros, que los alabaron abiertamente. Durante esos meses, Fernando se acostumbró tanto a la escritura y el comentario que, un día, mientras veía un vídeo pornográfico e intentaba masturbarse, se dio cuenta de que no alcanzaba la excitación necesaria debido a la mala interpretación de la actriz. La mujer era especialmente bella y con un cuerpo perfecto. Pero no paraba de decir «oh my god, oh my god» mientras recibía las acometidas del actor y, a la hora del orgasmo, se limitó a un acelerado e histriónico «yesss, yesss, yesss» que acompañaba de un infortunado movimiento de cabeza y rubia melena hacia delante y atrás. Fernando se dio cuenta de que estaba, mentalmente, mientras aplicaba el infructuoso movimiento masturbatorio sobre su pene, analizando cada uno de esos aspectos del vídeo y, frustrado pero emocionado, abrió un documento y realizó su primera crítica. No imaginaba en ese momento, diez años atrás, cómo iba a influir eso en su posterior carrera como fotógrafo. Tampoco imaginaba (aunque una vaga intuición, ambiciosa y posadolescente ya lo entrevió fugaz y no verbalmente) la cantidad de archivos que iría sumando a su carpeta de «Orgasmos». Las críticas se fueron acumulando cada vez más debido a la creciente facilidad y rapidez con que la pornografía se ofrecía en Internet. Tenía sus actrices y posturas favoritas y los mejores orgasmos de cada una de esas actrices. Aprendió incluso a distinguir etapas, escuelas, géneros y subgéneros en el arte de la interpretación del orgasmo. Le gustaba especialmente descubrir que actrices a las que había condenado a un suspenso, a un tres o cuatro sobre diez, aparecían de repente en otro vídeo con una técnica nueva, más sincera, más introspectiva y silenciosa (que era el canon orgásmico de Fernando), y entonces les ponía, casi con orgullo, un siete o un ocho, y valoraba la evolución, desde la juvenil necesidad de impresionar y exhibirse, hasta la madurez contenida, sobria, concisa.
Ahora Fernando dedica cada vez menos tiempo a las críticas de actrices, y es la carpeta de «Reales» la que va aumentando. Fernando no distingue entre la interpretación y la realidad. El nombre de «Reales» es puramente funcional, si bien alguna vez se ha quedado mirando esa palabra, sonriendo, preguntándose si es que él también es tan ingenuo como para creer en esa búsqueda de la verdad que parece ocupar con tanto ahínco a las personas que bullen ahí abajo. Un buen orgasmo, para él, es el que está mejor interpretado, el que es capaz de hacer sentir al espectador que la mujer está siendo poseída por un placer inimaginable, sorprendente, capaz de sacarla momentáneamente de su cuerpo, de su mundo, de su propio ser. Y todo eso gracias a él, al hombre que la ha llevado hasta ese punto. Eso es un buen orgasmo. Como un buen anuncio. Una utopía. Algo que todo el mundo desea, para lo que todo el mundo vive sus miserables vidas. Como una buena canción, como las canciones de Richard Hawley que siguen sonando en su reproductor: falsas, antiguas, convencionales, perfectas, emocionantes, capaces de hacer que uno se olvide de sí mismo, del trabajo, de la semana. Fernando se queda contemplando el bloque de documentos que forman la carpeta «Reales». Todos esos nombres y fechas ordenados alfabéticamente, alineados como un pequeño ejército. Fernando no está seguro de hasta qué punto esas mujeres se acuerdan de él, de su casa, de las historias que pudiera contarles en las breves horas que compartieran. Fernando sabe cuánta belleza hay en cada una de esas carpetas. Ama esa belleza. Ama incluso todos los errores que hay dentro de ellas. Todas las que fueron calificadas con notas inferiores a cinco. Todas esas chicas demasiado jóvenes, demasiado entusiastas, que imitaban lo peor de la pornografía pensando que así eran sexualmente superiores, máquinas de follar, lectoras del Cosmo y sus consejos para abrumar a los hombres con su pericia. A todas las amaba en su entrega y su deseo de crear una imagen para la eternidad, para su eternidad. Todas esas chicas pensando que lo han dejado boquiabierto, exhausto ante su habilidad amatoria. Pero Fernando ama especialmente a las que fueron puntuadas por encima de ocho, las que luego le entregaban casi en bandeja el material para sus mejores creaciones. Como Patricia. Con ella debe iniciar el trabajo. Abrir la carpeta de «Trabajo» y empezar la composición. El disco termina. Mira el reloj. Son las nueve de la noche. Mira su Facebook. Javier está en el barrio tomando unas cervezas. Bajar o no bajar. Fernando tiene un concepto ligero y subordinado de la amistad. Alguien podría decir que no tiene amigos. Fernando no se plantea la amistad en esos términos. Es consciente de su egoísmo, que él no considera un defecto. Es sociable cuando quiere, cuando le apetece. Es simpático de forma natural. No es pretencioso. Cuando bebe tiende a hablar de temas abstractos que, depende del interlocutor, pueden ser considerados de mal gusto. La gente con la que sale a beber, exceptuando algunas mujeres con las que se acuesta, suelen tener la suficiente cultura para no considerar de mal gusto dichos temas de conversación. Nunca pide grandes favores, ni los realiza. Ya nadie se los pide. Ahora, simplemente, puede bajar o no bajar a tomarse una cerveza con Javier, al que conoce desde la época de la facultad. Javier también es fotógrafo, pero no publicitario, sino «artístico». Fernando se considera superior a Javier. Fernando piensa que esa división es una especie de consolación para los que no han podido acceder, como él, a la verdadera fotografía, a la fotografía que es capaz de cambiar el mundo, de ofrecer a millones de personas un objeto de deseo, una ilusión de belleza que aporte un contenido estético a sus vidas. Fernando se levanta y se queda frente al ventanal, mirando la calle mojada. No bajará. Trabajará. Trabajará toda la noche. De repente siente la llamada épica y artística de trabajar toda la noche. La imagen de un artista que se sacrifica por el mundo. Ese será él esta noche.
A Fernando le cuesta distinguir entre tiempo de ocio y tiempo de trabajo. Sabe que es un privilegiado por ello. Piensa en toda esa gente que, ahí abajo, vuelve a casa para cenar, ver la tele y meterse en la cama esperando el sonido del despertador, y no sabe si sería capaz de soportar una vida así. Cuando imagina la vida de esa gente, ha de recurrir al recuerdo de su padre sentado frente al televisor, fumando un cigarrillo tras otro, reventado de cansancio y quejándose de los arquitectos, de los jefes de obra, de los impuestos.
Fernando considera que toda su vida es trabajo, que su trabajo necesita de todo lo que hace, incluyendo el sexo y la masturbación y la cocaína. En cierto modo, piensa que toda su vida ha sido trabajo, que desde la adolescencia ha estado trabajando para lo que hace ahora, como si estuviera predestinado para esto. Todas sus masturbaciones, toda esa fascinación por las imágenes de revistas, por las películas, todas sus secretas y nunca vistas por nadie críticas orgásmicas, todas las mujeres con las que se ha acostado, todo ha sido un trabajo, un aprendizaje para que pudiera hacer esas fotografías tan deseadas por todos los anunciantes que hacen cola para contratarle.
En teoría, el trabajo había sido antes, por la mañana, en la sesión de fotos oficial con Patricia como modelo. Para Fernando eso es solo la parte evidente, la vulgar. Sus fotos no serían lo que son sin todo lo que ha estado haciendo después, sin lo que le queda todavía por hacer. De pie ante el ventanal de su apartamento, mirando la fina lluvia dibujar sus trazos junto a las farolas encendidas, se debate entre la pereza ante la tarea pendiente y la emoción que sabe que le producirá el resultado final. Piensa en todas las imágenes de Patricia guardadas en las carpetas y archivos y tarjetas de memoria. Le están esperando. Todas esas posibilidades, esa infinita serie de rostros, de cuerpos, de gestos, de sombras y luces. De todo eso él ha de crear la imagen perfecta. La imagen que hará que esa gente de ahí abajo cierre sus paraguas, se quede mirando la marquesina y luego siga caminando hacia su casa sintiendo algo diferente que no es rutina, ni tedio, ni trabajo; sintiendo amor.
La técnica secreta de Fernando es compleja. Consiste en aplicar el retoque digital de una forma radical, transformadora y sutil. Él lo considera una creación, y no un retoque. Las fotos de la mañana muestran a Patricia sobre una motocicleta. Se trata de anunciar un perfume. Aunque ha trabajado para diferentes marcas y productos, en los últimos dos años se ha especializado en perfumes. Vender un perfume es vender, literalmente, el aire. A Fernando le gusta eso. Le gusta mucho la idea de vender aire, de que la gente quiera comprar un aire, quieran, en última instancia, comprar su imagen. El proceso es lento, alquímico. Por un lado, tiene la foto del estudio. Patricia sobre la motocicleta, el pelo agitado por el viento que proyectaba directamente a su cara un enorme ventilador. Por otro lado, tiene las imágenes capturadas de los orgasmos de Patricia, grabados por las cámaras de su casa, cientos de fotogramas de su rostro enajenado por el orgasmo, entregado a esa oscuridad desconocida. Fernando se pone una pequeña raya, nada en realidad, media raya. Tiene mucho trabajo. Patricia con su traje de cuero ajustadísimo sobre la Harley XR 1200 que hizo que los de producción llevaran al estudio. La imagen perfecta y recortada de la motocicleta negra y el mono rojo y el pelo negro de Patricia agitado por el ventilador sobre el verde croma, listo para ser inventado. En la reunión corporativa el director creativo había hablado de libertad, independencia, rebeldía. Fernando tuvo la visión de la moto inmediatamente. El fondo sería urbano. Archivo urbano. La motocicleta atraviesa la ciudad. Es de noche. Está lloviendo. Luces de semáforos, rojos. Luces de ventanas, amarillas. Edificios con las ventanas encendidas tras la motocicleta, escuchando el aullido de su motor que acelera, que se pierde más allá de lo que pueden imaginar aquellos que desde sus casas la oyen pasar, ven apenas un rastro de luz y belleza aullando. Gente con paraguas también, en la acera, esperando el semáforo de peatones. Luego lo más difícil. El rostro de Patricia. Superponer rasgos, modificar las comisuras, las arrugas de la frente. Todas las caras de sus orgasmos pasando sobre la cara muerta de las fotos de la sesión oficial, hasta que encuentra la combinación perfecta. Ahora está el rostro de Patricia sobre la moto, aparentemente el mismo rostro que en la foto hecha por la mañana, apenas unas mínimas diferencias en su gesto, en sus ojos entrecerrados por el viento o por el placer. Pero ahí está el orgasmo, debajo, en alguna parte, en todas partes. Su verdadero rostro, entregado a la velocidad y la oscuridad. Patricia sobre la moto, en una calle de alguna ciudad de altos edificios. Ambiente de lluvia y noche. Peatones con paraguas, viendo pasar a Patricia, escuchando la velocidad de Patricia, su aullido perdiéndose calle abajo. Ven cómo pasa la moto, cómo pasa esa imagen fugaz e inolvidable, salvo el rastro del perfume. Apenas una idea de lo que podría haber sido, o hubo sido, o tal vez podría ser. La velocidad de ese perfume contra el estatismo de los peatones y sus paraguas de colores opacos para no distraer la atención. ¿Adónde va Patricia? ¿Hacia dónde se dirige esa motocicleta, ese rostro entregado a su propio placer, a su propia velocidad? El espacio inexistente en el que se mueve esa motocicleta, que está dentro de esa calle, dentro de esa ciudad, y que sin embargo está creando su propio espacio, un punto de fuga hacia el que se proyecta. El espacio de la utopía en el que se mueven las motocicletas en la noche, túneles de lo ignorado, de lo inalcanzable para quienes están quietos en semáforos y ventanas. Utopía de un universo paralelo y divino que irrumpe en el mundo de la gente, gente con paraguas, que gira la cabeza, que cierra los paraguas, que sigue con la mirada eso que ya no está, que ha estado un segundo, y de ese segundo se han quedado colgados, arrebatados, no están seguros del todo de lo que han visto, de si han visto el cuerpo de Patricia arqueándose bajo el traje de cuero, sin mirar a nadie salvo ese punto de fuga, un horizonte diferente al suyo, fuera del espacio en el que solamente ella se está moviendo, está corriendo y sin embargo quieta, concentrada en ella misma, en su rostro que luego reconocerá y no reconocerá cuando vea las fotos en las revistas, en las marquesinas de los autobuses de toda la ciudad. El gesto de Patricia, ante el que Fernando siente ahora auténtico éxtasis creador y químico. Ese gesto que es ella y que sin embargo ella no reconocerá, ante el que tal vez sentirá un ligero vértigo que confundirá con la sensación de velocidad, de entrar en un lugar donde nadie más puede entrar, ni siquiera los que compren el perfume que la foto va a vender, ni siquiera ella misma. La gente en las ventanas, la gente en sus casas, viendo la tele, el concurso de la tele, el telediario, las noticias que los hunden cada vez más en su miseria. Esa gente que está dentro de esas luces amarillas de esos edificios negros y escuchan el aullido de Patricia, el gemido del motor de la Harley tan diferente al sonido del despertador que rige sus vidas estáticas. Y lobos. Fernando piensa ahora en lobos. Como una iluminación no contemplada en ningún plan previo. Lobos en medio de la calzada, siguiendo el aullido de Patricia, entrando en el espacio paralelo que su velocidad va creando, una manada de lobos siguiendo el orgasmo de Patricia, atravesando la ciudad y la noche de lluvia, olfateando ese perfume, siguiendo el único perfume que puede guiarlos hacia una vida que se pierde más allá de los límites de la rutina y lo salvaje.
Fernando se queda mirando el resultado final de la fotografía. Sigue acelerado todavía, a causa de la cocaína y el exceso de trabajo frente a la pantalla. Son las cinco de la madrugada. Todavía no se escucha el amanecer, aunque hay un tipo de silencio que en cierto modo lo preludia. Se hace un porro para intentar bajar sus pulsaciones, bajarse de la velocidad en la que su cerebro se ha instalado.
En la cama, mientras cierra los ojos con fuerza para intentar parar el vértigo, Fernando escucha cómo los primeros motores de la madrugada inician su ciclo de pequeñas y controladas explosiones. Siente su propia respiración, el golpe leve y viscoso de su corazón contra la carne que lo conforma. No podría afirmar si el estado de su conciencia entraría en la definición de sueño o vigilia. Hay imágenes y colores que cruzan a toda velocidad por su imaginación; hay canciones que no puede parar. La motocicleta de Patricia acelera hasta perderse en un lugar más allá de los hombres y los dioses. Fernando la sigue, mirando por el retrovisor de la motocicleta cómo todo queda atrás. No hay despertador en la mesilla de Fernando. El tiempo es extenso, infinito, no tiene tabiques.
Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino
Diego Sánchez Aguilar
Editorial Balduque,
Cartagena, 2016
160 páginas
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