/ por Alfredo Guzmán Tinajero / Universitat Autònoma de Barcelona
Cada día es más habitual escuchar hablar del cómic como un medio digno de atención intelectual, académica y económica. Este creciente interés se ha originado en gran medida debido a la popularidad entre lectores, editores y críticos de la llamada novela gráfica. Un modo de pensar el cómic que transformó los límites editoriales permitiendo la diversificación de los formatos, especialmente en cuanto a la extensión y a las temáticas. Ante estas nuevas posibilidades los dibujantes y guionistas comenzaron a explorar panoramas más serios como la guerra, el trauma, el desaliento, el suicido o la simple cotidianidad. Más allá del debate sobre su definición, la novela gráfica ha logrado establecerse como una forma desarrollada del cómic para contar hechos reales, inspirados en la vida diaria y, evidentemente, en la vida de los autores.
Así, las escrituras del yo en el cómic son recurrentes en la actualidad, al punto de ser uno de los principales modos o géneros de éste. Es un fenómeno que tiene sus comienzos a finales de los años setenta en Estados Unidos, en el seno del movimiento del cómic underground, y de manifestaciones similares en países donde el cómic poseía una cierta importancia, como Francia o España. Estos movimientos asentaron formas creativas novedosas oponiéndose a la idea del cómic como un medio infantil. Para ello, recurrieron a las experiencias contraculturales de sus contextos (el movimiento hippy, Mayo del 68 o el comienzo de la Transición) para incorporar todo aquello que tradicionalmente había sido prohibido u omitido de la viñetas, como las drogas, el sexo y la revuelta producto de tiempos convulsos. Para llevar a cabo estos cómics, autores como Bill Griffith, Rory Hayes o Trina Robbins se basaron en sus propias experiencias dando origen al cómic autobiográfico.
En este tenor, la gran mayoría de críticos coinciden en que el cómic autobiográfico comienza su andar contemporáneo en 1972 con Binky Brown Meets the Holy Virgin Mary de Justin Green, a partir del cual se ha creado un especie de canon del género, en el que encontraríamos: Maus (1991) de Art Spiegelman, Palestina de Joe Sacco, Blankets (2003) de Craig Thompson o Fun Home (2006) de Alison Bechdel. Este fenómeno también se ha extendido a otros países con Marji Satrapi, David B o Frabrice Neaud, en Francia, y Miguel Gallardo o Antonio Altarriba, en España. Estos cómics han sido clasificados habitualmente como autobiografías al uso, al encajar en la definición de Philippe Lejeune, para quien la autobiografía es un relato que «una persona real hace de su propia existencia, en tanto que pone el acento sobre su vida individual, en particular sobre la historia de su personalidad».

No obstante, este uso de la experiencia personal se ha mezclado a su vez con una exaltación de la imaginación provocada en gran medida por la necesidad de ir más allá de la normalidad. Es decir, el cómic ha servido para abordar temas que incluso para el momento resultaban poco convencionales, como la violencia, lo grotesco o lo escatológico. Ante esto, podemos dividir las narraciones del yo en el cómic en dos grandes grupos. Por un lado, las que buscan retratar la realidad mediante el cómic, adoptando la forma de la autobiografía y del documental. Y por otro, aquellas que recurren al yo del autor como un elemento más del discurso y que estarían más cercanas a la autoficción.
Aunque, como apunta I. Grell, pareciera que el cómic es terreno fértil para la autoficción debido al carácter no realista del dibujo y la falta de una narrador intimista, creemos que el cambio del pacto autobiográfico por un pacto autoficcional reside en las historias, especialmente aquellas donde el autor se degrada a sí mismo en busca del humor. Para explicar esto debemos considerar la autoficción como un posicionamiento inventivo frente a los hechos reales más que la tradicional definición de Doubrovsky que la entendía como un relato ficcional de hechos estrictamente reales. En este sentido, el cómic autoficcional se acerca a los preceptos de V. Colonna con respecto a la autofabulación, la cual consiste en ficcionalizar la identidad del autor, convirtiendo a éste en un personaje.
La autofabulación en el cómic es un acto lúdico de la autorrepresentación que no pasa únicamente por la representación gráfica, sino que ocurre principalmente en la construcción de las anécdotas y en las acciones del individuo, donde dar testimonio deja de ser lo importante y se utilizan los recursos de la ficción. El cómic ha facilitado a los autores dar rienda suelta no sólo a sus historias más íntimas, sino también a todas sus fantasías, sueños y pesadillas que tienen como fin liberar su mundo interior. Así, la autofabulación es habitual en el cómic, por lo que la autoficción parece tener una cabida singular en el medio, y en especial a través de algunos de sus elementos fundacionales: el humor y la caricatura, tanto temática como visual.
A partir de la noción de autofabulación podemos afirmar que existen indicios de autoficción en el cómic desde principios de siglo, como los casos de dibujantes Cilla o Mecachis, en España, o Caran d’Ache, en Francia, o en los años veinte y treinta en Estados Unidos, las obras de autores como Ernie Bushmiller o Sheldon Mayer. Todos ellos, y muchos más, se autorrepresentaron en algunas de sus historias, convertidos en personajes de ficción, y ello añadiendo una importante dosis de humor.

La autoficción, como adelantábamos, cobra fuerza en el cómic undergroud y específicamente a través de la figura de Robert Crumb, quien desde finales de los sesenta acostumbra a retratarse en sus cómics con el objeto de burlarse de sí mismo. Es así ya en sus primeros cómics, en los que se autorrepresenta de forma paródica como un autor de cómic repulsivo y misántropo. En la repetición constante de estas características, Crumb creó un personaje alejado de la persona real pero que en sus cómics permanece invariable. Esta invención de un doble que permitiera al autor vivir sus fantasías más delirantes fue imitada por otros dibujantes: Spain Rodriguez, Aline Kominsky o Bob Armstrong usaron también la misma técnica ofensiva sobre ellos mismos. No se trató de un caso aislado ni local; en Francia también se exploraron las dimensiones de lo personal, con autores como Moebius, Gebé y especialmente Gotlib, quien se introducía en sus historias jugando con la postura de autor al tiempo que se burlaba de sí mismo y se dibujaba como un esclavo de sus emociones.
De igual forma, en la España de los sesenta comenzó a haber un interés por este uso de lo personal. En 1963 Ibáñez crea la breve serie Yo, en la que contaba algunas anécdotas en torno a un dibujante que guardaba bastante parecido con él . El uso de una condición real llevado al límite del absurdo puede ser entendido como una necesidad de los autores de expulsar, por medio de la exageración y la ficción, la presión del oficio.
A A pesar de que la serie de Ibáñez es un ejemplo singular, una de las mejores muestras de autoficción en España la encontramos en la obra de Vázquez. Autor prolífero, conocido por sus personajes de la Escuela Bruguera, Las hermanas Gilda, La familia Cebolleta o Anacleto, Vázquez construyó a lo largo de su larga trayectoria diversas autoficciones. La primera de ellas, El Gran Vázquez, fue publicada en 1958 en la revista Can Can. Como vemos, Vázquez relata su periplo para convertirse en artista e incluso nos cuenta su futuro. El nivel de ficción en este cómic reside en los detalles, así como en la visión prospectiva de su éxito. Aquí Vázquez mezcla elementos posiblemente reales con la ficción, pudiéndose observar un singular trabajo de autofabulación en Los Cuentos del Tío Vázquez, serie iniciada en 1968. En ésta, el personaje que podemos considerar como un desdoblamiento del autor deleitaba a los lectores, a la vez que se convertía en un símbolo de la desfachatez. Contribuyó, además, a crear una ficción en torno a la figura de Vázquez, análoga a la del personaje, aunque lo cierto es que todas aquellas estafas y enredos fueron obra de la imaginación del autor. Sin embargo, Vázquez mantuvo y alimentó el mito de taimado a través de un sinfín de absurdas autorrepresentaciones en las series Yo, dibujante al por mayor (1982), Así es mi vida (1982) o Gente Peligrosa (1994). En todas se relataba la vida del autor de cómic como algo ridículo que no merecía ninguna consideración sino burla. De nuevo, vemos aparecer la risa como vehículo de (auto)exhibición.
Si bien creemos que Vázquez es el máximo representante de la autoficción en España, no sólo por la extensión de su obra sino también por la inmensa diversidad de sus acercamientos a esta modalidad —desde la imaginación irracional hasta el límite de lo autobiográfico—, existe un grueso de autores españoles que propone formas similares. Siguen también la vertiente humorística, que, como en Vázquez, no resta complejidad al texto. Uno de sus representantes más sobresalientes es Paco Roca. Reconocido por sus trabajos inspirados en la realidad Arrugas (2007) o el imprescindible Los surcos del azar (2013), Roca se embarca en 2010 en la publicación de Memorias de un hombre en pijama, en la que entremezcla historias autobiográficas con historias autoficcionales. La serie es una recolección humorística de anécdotas de su día a día, mezcladas eventualmente con ficción y en las que se produce un giro irónico.
Ambos autores —Vázquez y Roca— se encuentran en polos opuestos en lo que concierne al género, dado que comparten la necesidad de abordar sus historias a través de la imaginación y explorar, al tiempo, la figura del autor. Sin embargo, cada uno lo hace de un modo distinto: Vázquez, desde la burla absurda, y Roca, desde el humor inocente. Los dos coinciden en atacar su propia figura, la del creador.

Dentro del panorama del cómic autoficcional español, hay que detenerse también en el cómic alternativo, de la llamada línea chunga —que hunde sus raíces en la Transición y que está muy influido por el underground estadounidense—, liderado durante mucho tiempo por El Víbora. En sus páginas aparece, el año 1987, un retrato autoficcional del autor. Se trata de la serie Juan Caravaca, en la que Juan Mediavilla narra las peripecias de un dibujante en busca de drogas y aventuras nocturnas a través de un doble. Este personaje recupera el espíritu decadente y mitómano de los setentas y lo proyecta con un grafismo asombroso ampliando la sensación de artificialidad. No podemos pasar de largo como creadores de autoficción a contemporáneos de Mediavilla, como Álvarez Rabo, y su Consejos sexuales de Álvarez Rabo (1996), o Juaco Vizuete, que, con El resentido (1998), crea una autoficción reflexiva donde la tensión dramática es liberada por un humor mordaz.
Mediavilla utiliza la autoficción para narrar la experiencia creativa. Así, este tópico se vuelve una especie de ensayo sobre la poética de la creación. Al mismo tiempo, permite pensar en otra forma de autoficción: la crítica social a través de una postura peculiar del sujeto. Un ejemplo de ello sería la serie de Albert Monteys y Manel Fontdevila, Para ti que eres joven, aparecida en El Jueves durante el período 1997-2014, en la que los autores se autorrepresentaban para criticar aquello que les parecía relevante. En este sentido, su presencia no explora ya una delirante dimensión imaginativa, sino que se vale de una máscara retórico-irónica que podríamos considerar ficticia. Después de abandonar la revista Monteys ha dedicado un espacio a la autoficción en su serie El Show de Albert Monteys (2014) en la revista Orgullo y Satisfacción. Otra vez, vemos que el humor, aquí a través de la parodia, sirve como vehículo para usar al individuo y, sobre todo, para explorar la alteridad a través de éste, lo que nos ayuda a pensar que la autoficción no es sólo un acto de egocentrismo, sino que también puede servir para abarcar, desde la subjetividad, un espacio de sentido amplio.
Para finalizar, es necesario mencionar las editoriales independientes que han encontrado en la autoficción un fértil terreno de creación. Destaca, sobre todo, el caso de Laura Pacheco, famosa por su webcómic autobiográfico Let’s Pacheco! (2011) y El señor Pacheco, agente secreto (2013), escrito junto a su padre, en el que, a través de un evento real, como es la idea de hacer un cómic en familia, la historia deviene una sucesión de sorprendentes aventuras. La creación y el desasosiego siguen dominando en libros como Putokrio (2014), de Jorge Riera, quien retoma las ideas de burla cáustica y grotesca para criticar al propio artista y crear en torno a él un mundo bastante sórdido.
Como vemos, el humor es una de las características principales de la autoficción en el cómic. De hecho, podemos afirmar que es la forma más recurrente al hacer transparente el artificio y la desconexión con la veracidad. Sin embargo, el cómic, por su condición no realista, tiende a hacer inestables los límites de los géneros. Con ello podemos especular que obras como Minims (1971) de Enric Sió, Paracuellos (1975) de Carlos Giménez o El Arte de Volar (2009) de Antonio Altarriba y Kim pueden ser leídas bajo la etiqueta de la autoficción, aunque se presenten como relatos íntimos al uso en los que el humor se halla en un segundo plano o es inexistente. Formarían parte de una variante que recurre a una retórica contenida y menos caricaturesca enfocada en lo testimonial. Pero al igual que la autoficción humorística caracterizada por la exageración, esta variante plantea desde la mesura una reflexión sobra la condición de autor, la manera de articular la ficción y, sobre todo, el registro de la memoria.
Estos últimos ejemplos son una breve muestra de las diversas aproximaciones a la autoficción en el cómic, que van desde la (auto)burla al testimonio intimista, formando así un modo narrativo de alto calado en el medio por sus paradójicas posibilidades en la representación del mundo y los acontecimientos. Se trata, en suma, de una práctica que, a través de la indagación en el individuo y su relación con la realidad, ha encontrado en las viñetas un terreno fértil y en claro auge.
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