El cristal: ¿deberían los videojuegos dejar de representar y simular la interacción humana directa?
/ por Olmo Pedro Castrillo Cano /
Actualmente estamos disfrutando de la reinvención de la franquicia Prey (Arkane Studios, 2017), título que puede ser enmarcado dentro de lo que ocasionalmente se catalogan como juegos de sumersión (immersive) en primera persona. Esta etiqueta en apariencia poco específica abarcaría un abanico de videojuegos que suelen contener mecánicas propias del shooter, los juegos de rol, los puzles y la aventura. Sin embargo, apostamos por que sus principales características son la recreación de microcosmos repletos de detalles opcionales y el énfasis en la exploración no excesivamente lineal. Sus mayores exponentes tal vez hayan sido el primer Bioshock (Irrational Games, 2007) y Dishonored (Arkane Studios, 2012), siendo ambas sagas herederas espirituales directas de System Shock 2 (Irrational Games y Looking Glass Studios, 1999).
El reboot de Prey que nos ocupa simula unos escenarios que se prestan a un escrutinio exhaustivo y que no dejan de recompensar al usuario curioso tanto en lo lúdico como en lo ficcional. Sin embargo no está exento de irregularidades y asperezas: algunos aspectos del gameplay requieren de un mayor pulido, abundan excesivos ecos de otros títulos y además carece de la apabullante personalidad estética de la saga que ha sido el buque insignia de su desarrolladora: Dishonored (Arkane Studios, 2012-2017). A pesar de ello, el aficionado a la exploración pausada debería ser capaz de perdonar estos errores y su naturaleza de pastiche: los viajes por la estación espacial Talos I nos tienen absorbidos como pocos títulos lo han conseguido en los últimos años. En cualquier caso, el interés de este artículo no es la crítica, sino realizar un recorrido por las que sostenemos que son algunas de las claves de las constantes narrativas genuinas en el medio videolúdico.

Posiblemente por cuestiones ligadas a lo económico y a aspectos de producción, los juegos de sumersión en primera persona han eliminado o reducido al mínimo la escenificación de la presencia humana en el presente lúdico. En el primer System Shock (Looking Glass Technologies, 1994) no existían otros personajes con los que interactuar, el jugador reconstruía la historia a partir de los emails y documentos de la estación, tal y como ocurre en Prey. Este género es proclive a la estructura de gameplay laberíntica y en espiral: mientras que unos jugadores pueden especializarse como hackers para desbloquear el cerrojo electrónico de ciertas habitaciones, otros pueden mejorar el vigor de su avatar para poder mover pesadas cargas que impiden el acceso a espacios vedados. En consecuencia, los niveles siempre siguen escondiendo secretos y razones para volver a ellos conforme nuestro avatar progrese y adquiera más llaves (literales o en clave de habilidades del personaje). Mientras que la llegada del CD-ROM permitía la introducción de secuencias de vídeo generadas por ordenador en títulos más lineales a partir de mediados de los noventa, en estos escenarios de progresión rizomática no había lugar para tratar de escenificar una historia de forma dramatúrgica. Esto ha tenido varias repercusiones.
En primer lugar, la historia principal de estos títulos progresa de forma lenta a través de una extenuante sucesión de mcguffins. Estos normalmente toman la forma de averías y desvíos constantes. Aunque el argumento tenga cierto interés, su densidad suele ser mínima si tenemos en cuenta el tiempo que se invierte en explorar. Prey cumple esta ley a rajatabla: tras un prometedor y enigmático arranque de lo que parece ser la ciencia ficción más sugestiva, la historia de Morgan Yu se disuelve y avanza a pequeños pasos a medida que el usuario cumple objetivos en su mayoría irrelevantes de cara a los temas propuestos. En este sentido, debemos entender que la historia principal o presente de los juegos de sumersión en primera persona no es sino un pretexto que justifica el viaje a través del que se desarrollarán los temas secundarios, que son el núcleo. Los jugadores, como Deckard en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), tienen que cumplir objetivos que les son impuestos por la historia principal si quieren progresar. Ya jugaba con esa sumisión Bioshock: el usuario no viene a moldear el mundo, viene a conocerlo atrapado en el papel que se le ha dado. Y sólo en momentos decisivos, normalmente al final de la historia, es cuando se nos exige tomar una decisión que no se antoja sencilla. Gaff, interpretado por Edward James Olmos, lanza la pistola a Deckard: Es una pena que ella no vaya a vivir. Pero de nuevo, ¿quién lo hace?. Frente a las historias de los juegos tradicionales, los títulos de sumersión deben lanzar preguntas al usuario, no respuestas fáciles. Así, el final post-créditos de Prey guarda una sorpresa que invita a la meta reflexión y que no les arruinaremos, pues da para otro artículo.

Los temas de las tramas secundarias son desarrollados a través de una gran cantidad de información contextual dispuesta en diarios, archivos sonoros, correos electrónicos, decoración de las estancias y otros elementos cargados de significado. Cada escenario y habitación puede esconder no sólo recursos para el juego, sino también información. A partir de estos elementos podemos descubrir retazos acerca de cómo vivían varios habitantes de la estación espacial Talos I: su trabajo, su ocio, sus rencillas y desventuras amorosas. El usuario avispado reconstruirá las historias de varios personajes a través de la cultura generada y consumida como único residuo de lo humano más allá de lo biológico. Aquí suele residir el plato fuerte de estos títulos, cuyo interés narrativo está en ofrecer la radiografía de un lugar y sus habitantes por encima de la fantasía de poder del jugador como centro de la historia. E incluso en ocasiones la información escondida puede exponer contradicciones y vulnerabilidades, como lo que un personaje dice públicamente frente a lo que hace. Por tanto, los verdaderos temas de la historia suelen exponerse a través de las historias de otros, no del avatar del jugador. Esta presentación de una narrativa prelúdica dispersa se adapta perfectamente a la naturaleza iterativa de los juegos de sumersión en primera persona. Normalmente, suele estructurarse asociándose un tema a cada nivel. Si se me permite la osada comparación, al igual que en cada temporada de The Wire (David Simon, 2002-2008) se radiografiaba una capa de la ciudad de Baltimore, cada nivel de Bioshock, por ejemplo, trata un aspecto y capa social de la distopía randiana.

En un entorno en el que los acontecimientos ya han sucedido y donde no se representan individuos vivos sólo queda la huella de lo humano, lo que los personajes han dejado tras de sí. Esta forma de presentación del otro a través de los ecos de su existencia ha sido utilizado en múltiples ocasiones en los videojuegos del presente milenio, siendo asimilada por los walking simulators: los diálogos espectrales de Everyone’s gonne to the Rapture (The Chinese Room, 2015) o los restos de las acampadas de los excursionistas y las conversaciones por walkie-takie en Firewatch (Campo Santo, 2016) son sólo algunos ejemplos. A la lista de recursos Prey añade la tecnología del espejo, una suerte de cine en perspectiva: podemos ver grabaciones que dan la sensación de ser escenas que están sucediendo al otro lado de un cristal, ya que según movamos la cámara se simula la perspectiva tridimensional. Pero de nuevo no podemos interactuar con esos seres en la pecera virtual, pues son eventos grabados, pasados. En todos estos casos el otro pasará a ser una tierra desconocida, un enigma del que sólo podemos vislumbrar fragmentos. Y permanecerá como una isla virgen, imposible de colonizar por el usuario, de convertirse en un objeto lúdico.
No obstante, en ocasiones asistiremos a efímeras escenas en las que podremos vislumbrar en tiempo real, siempre con alguna barrera que impida el contacto directo, a los dramatis personae. En Prey nos reuniremos con Danielle Sho, personaje sobre el que hemos tenido ocasión de indagar más de lo que ella supone. Nuestro avatar golpeará una ventana que da al espacio y Danielle acudirá, con una escafandra que impide verle el rostro, flotando, al otro lado del cristal. Tras intercambiar unas pocas palabras Danielle se marchará, saliendo del encuadre de la ventana. Este pequeño instante mágico se une a otros del medio en el que la interacción directa con otro personaje se ve truncada, cristalizando sólo parcialmente: el encuentro con Tenembaum en Bioshock también sucede tras un cristal y a contraluz. Tal vez sea siempre necesaria una barrera para que los personajes conserven su dignidad. Nosotros, como usuarios, nos protegemos detrás de una pantalla y un avatar. Los personajes necesitan de su propia ventana para mirar a nuestro personaje y tratarlo de igual a igual. Necesitan, durante el breve momento en que se manifiestan, estar fuera del tablero de juego.


Podría argumentarse que el problema no es la incapacidad de representar digitalmente a personajes elocuentes aludiendo a eficiente dramaturgia digital de las que hacen gala productoras de cine de animación de la talla de Pixar o compañías de videojuegos de alto presupuesto como Naughty Dog. Pero no podemos dejar de lado que estas secuencias generadas por ordenador son especialmente efectivas en tanto que son un paréntesis no interactivo dentro del continuum lúdico. ¿No reside el peso dramático de The Last of Us (Naughty Dog, 2013) precisamente en pequeñas escenas de vídeo que no pertenecen a la parte interactiva del título?
Sabemos que el grueso de desarrolladoras de videojuegos no pueden permitirse generar gráficos tan creíbles desde el punto de vista de la representación por cuestiones económicas. Las citadas soluciones que usan algunos de los títulos mencionados nacen precisamente de una falta de medios: puesto que no se dispone de capital suficiente como para generar unos gráficos convincentes, se apuesta por otras estrategias enunciativas, utilizando con ingenio recursos más baratos e inusuales. La ya aludida puesta en escena a contraluz de Tenembaum surge de una limitación técnica: los desarrolladores usaron el modelado de un enemigo porque no podían permitirse realizar otro sólo para ese instante.
En Prey la osadía de plasmar a varios personajes durante la segunda mitad del título supone sin duda un paso atrás con respecto a lo que veníamos experimentado. Arkane Studios es una desarrolladora de peso y cuenta con el respaldo de un publisher de la talla de Bethesda. En consecuencia puede asumir los coste de generar varios modelos de los personajes y dotarlos de una IA sencilla, permitiendo al jugador conocer a algunos personajes no jugadores como la jefa de seguridad Sarah Eleazar, los supervivientes del cargadero o la ex de M. Yu, Mikhaila Ilyushin. Y es aquí, a nuestro juicio, al romper el cristal entre los personajes y el avatar, donde el título fracasa estrepitosamente: no como juego desde luego, sino como artefacto enunciador de otros ficcionales. Hemos leído y curioseado sobre algunos de estos habitantes de la Talos I. Y ahora sus avatares modelados en 3D deambulan y cuando nos aproximamos a ellos emiten algunas frases. Puede apreciarse que los guionistas y los actores de doblaje han invertido cierto tiempo para evitar que los personajes repitan una y otra vez las mismas líneas. Pero el hechizo se ha roto irremediablemente: los personajes pasan a ser objetos que nos proporcionan misiones secundarias (objetivos lúdicos), gramolas con diferentes conversaciones, peones integrantes de un juego y no de un universo ficcional. Lo que debiera ser una fortaleza frente a otros títulos que no pueden generar personajes en tiempo real se convierte en una de las mayores debilidades de Prey.

La habitual frustración del lector al encontrarse con la materialización de los personajes de sus novelas favoritas en el medio fílmico es fruto de la colisión de su propia fantasía con el producto audiovisual realizado. El proceso ante el que nos encontramos aquí es de otro calado: partimos de la evocación de un personaje inalcanzable, como un amigo epistolar imaginario. Pero lamentablemente la simulación de ese individuo ficcional supone su cosificación. Por el contrario, no permitir la interacción conllevaba también una imposibilidad de manipulación. En el momento en que el otro se convierte en un artefacto repleto de inputs y outputs se transforma en una herramienta que permite configurar la fantasía del jugador.
Les invito a reflexionar acerca de cómo interactúan los usuarios con los personajes en los videojuegos que permiten el uso de árboles de diálogo, como en las sagas de rol de Bioware. El jugador tiende a responder los diálogos de acuerdo a su agenda sobre la estructura del juego, no de acuerdo a una implicación ficcional honesta en la que se sitúa en el lugar de los otros personajes. De tal manera se cincelan fantasías acríticas en las que el ego del jugador es el eje de cualquier posible narración: “quiero actuar como un héroe para obtener este final concreto del juego”, “quiero intentar tener un romance con la alienígena en esta partida”, “quiero conseguir tal objeto de este otro personaje”. Cabría preguntarse si la citada libertad de elección no hace más que convertirnos en usuarios cada vez más egoístas y menos preocupados por el otro.
Como última cuestión, recordemos que las limitaciones de los medios han sido punto de partida de evoluciones, mutaciones y nuevas posibilidades expresivas. Durante el periodo del cine mudo, cuando los realizadores no podían poner diálogos en boca de los actores, se producen algunos de los mayores avances del lenguaje cinematográfico. Se potencia la expresividad del medio mediante la iluminación, el movimiento, la puesta en escena y el montaje, siendo quizás el expresionismo alemán el movimiento más avanzado en este sentido. La llegada del sonoro supuso inicialmente una vuelta atrás en términos del lenguaje propio del medio. ¿Y no sacudió los cimientos de la pintura la imposibilidad de igualar la precisión figurativa de la fotografía?
Por nuestra parte sospechamos que, de democratizarse la generación de personajes expresivos sin valle inquietante, el videojuego pasaría a utilizar un lenguaje dramatúrgico heredado y abandonaría algunos caminos ciertamente interesantes. La gran paradoja es que, en un medio tan absolutamente líquido como el videojuego, la interacción humana puede cobrar mucha más fuerza en tanto que ostente un carácter sacro, tabú. Si asumimos que es irrepresentable dentro del juego, que sólo podemos aludirla y evocarla, también estamos salvándola de que se convierta en una herramienta a la disposición del ego del jugador.
Olmo Pedro Castrillo Cano es licenciado en Comunicación Audiovisual y Máster en Narrativa, Guion y Creatividad Audiovisual por la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla.
En el ámbito académico ha participado como ponente en el Seminario de Divulgación de la Investigación Científica en Área de Comunicación de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla (2014). También ha sido editor del número 4 de la revista académica sobre videojuegos Lifeplay, escribiendo una reseña dentro del mismo número. Actualmente realiza una tesis doctoral sobre narrativa y enunciación específicas en el medio videolúdico dirigida por los Doctores Luis Navarrete Cardero y Jesús Jiménez Varea. Su línea de investigación está fuertemente vinculada a las cuestiones expuestas en el presente artículo.
En el ámbito laboral ha trabajado en dos títulos como QA Localization Technician para la filial de Square Enix situada en Londres. También ha participado en el equipo de diseño de juego y niveles del videojuego para móviles Dissident, de la empresa Agaporni Games. Actualmente ejerce el mismo cargo en dos proyectos de inminente salida: Boxtrip y Gloomy Z. Agaporni Games es una pequeña empresa que nace en la Universidad de Sevilla gracias a la iniciativa de Luis Navarrete Cardero.
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