Poéticas

Eli Tolaretxipi

Eli Tolaretxipi publica "Incidental" (Trea, 2017), su nuevo libro de poemas.

La percepción del alma

/ por Pilar Martín Gila /

La soledad del creador, como diría Góngora, es confusa, es a la vez vacío y potencia. En esa tensión contradictoria, parece abrir los espacios de su obra Eli Tolaretxipi. Su último libro, Incidental, comienza con una primera parte en cierto modo anticipatoria del resto, con poemas titulados Trozo, Pedazo, Cacho, Depósito, que nombran ese mundo de cosas rotas con que construye su poesía. El fragmento certifica la ausencia, y la ausencia permite conocer el fragmento, no siempre la totalidad, la cosa completa, de hecho, no siempre importa diferenciar entre el fragmento y lo entero, lo completo, ni siquiera entre la materia y su cualidad. Estamos en un mundo repleto de formas entre las cuales se ve el vacío como una corroboración, como la posibilidad de que haya formas, porque, de alguna manera, una creación sin forma sería inconcebible para el sentido común. Se trata de un libro con una agudísima fuerza perceptiva, la poesía concebida quizá como ese complejo de perceptos y afectos de los que hablaba Gilles Deleuze, y que además del mundo de formas, procede de sus materiales, que parecen flotar a lo largo de los poemas como desprendidos, como si su impresión llegara por separado y sustraídos incluso al sujeto que nos habla. Los objetos, sus retazos, sus materiales llevan su propia sabiduría, tienen un tacto, un ruido, un cerco de luz o de humedad propios. Materiales y formas aparecen y se esfuman como en sueños. “Su postura frente al gato. / Cómo lo rodea con los brazos. No lo toca. / Golpear el agua con fuerza. / Calentarse los pies en el agua. / Golpearla con fuerza. / Calentarse la carne. El agua que hay adentro.” Un vaivén de fragmentos que tocan siempre un límite, la sensación de que hay algo más allá pero que sólo podemos recibir su hálito. No es un mundo estático pero tampoco se dirige a un sitio, todo parece siempre a punto de irse y a punto de volver, el movimiento del mar, que en la tradición antigua sería la percepción del alma. ”Donde se acaba la calle / en otra más corta, / desemboca en unos trenes / que van aquí y allá con trabajadores, / visitas, buscadores de trabajo. / Nunca sabes lo que hay detrás / de la pared del día, de la boca / irritada del anochecer, / ni intuyes quién te está / echando el aliento en la nuca, / trata de leer lo que lees, / quiere saber más de lo que muestras.”

Eli Tolaretxipi (Donostia / San Sebastián, 1962)

Crear algo es decirlo, y hablar también es crear al otro cuya ausencia es la soledad. Hay en Incidental ese principio de creación que se da como un acto de habla; el mundo, así, es todo lo que se da en el pensamiento o en la escritura. No queda lugar para la retórica aquí, no hay excedente, todo lo dicho del mundo es lo que hay y tiene su propia norma, que no busca eso que convencionalmente entendemos por comunicación, ese hecho tan poco común, diría Marshall McLuhan. Tal vez por eso, quizá, esta poesía parece suspendida, sin asidero, casi se puede decir, sin el brillo de la esperanza, seca o sincera.  La voz que habla en los poemas se mueve con naturalidad por debajo de las cosas, en sus límites, en sus rincones, casi tan sólo informando. Dice lo justo para crear una escucha (y tal vez una contestación, en tanto el lenguaje es, como diría George Steiner, en un sentido radical, una “vocación”, hablamos porque se nos ha invitado a responder) y ahí se detiene sin dejar más que adivinar la forma de un mundo que no es bello o que lo es donde no cabe esperarlo.

Posiblemente, podemos hablar de una escucha aplicada en soledad, en aislamiento, tal como está todo lo que desde el texto va construyendo lo real, un aislamiento que se deriva de nombrar y por lo tanto de separar. Y nada de esto parece querer llevarnos a un espacio profundo y ciego sino que las formas, las imágenes, las cualidades, los materiales… pululan por la superficie o por el medio fondo de los poemas, donde flotan en abandono como si ahí desplegaran todos los estados del mundo y de la conciencia.

Hay un orden en este poemario cuyo fin en parte podría entenderse como eso que permite meramente dar un lugar a cada poema, un hilo de continuidad para mantener un rumbo sin tropezar con los escollos del sentido. Tras esos cuatro poemas anticipatorios (Trozo, Pedazo, Cacho, Depósito) mencionados más arriba, la siguiente parte se anuda según las letras del abecedario, mientras que tanto la tercera como la cuarta y última lo hacen mediante números romanos. Un orden éste, que lejos de dominar el texto, parece dejarlo correr como un reguero por los lugares de las preguntas poéticas. Un rastro, una pista, este orden, que deja poner en juego esas preguntas más que estructurarlas. Y las últimas preguntas van a desembocar en la poesía misma, la escritura escabulléndose como por ese reguero que la limita pero no la atrapa, liberada por su propia ausencia de necesidad. “La atención se mueve / entre los ruidos / y en el cuidado de la caligrafía, / letras que miran a un lado y a otro. / El poema es interno. / Sale como un líquido entrecortado. / Hay un adentro y se desparrama ahí, / abierto, sin cerrar nada.”

Estamos ante lo que Olvido García Valdés, en la presentación de este libro en Madrid, señaló como una poética del malestar. Un malestar que apunta a él mismo, a sus condiciones, alimentado con su propia causa pero desprendido de ella o de las circunstancias, un malestar que reconocemos como un sentimiento que siempre está ahí. “No es dolor, es malestar. / Como una impregnación. / Gelatina. Película. Goma / que no deja tocar ni sentir / lo que hay entre sí y las cosas. / Sola. En una piscina oscura y cerrada. / Cada vez más fría el agua”. Cabe pensar que ese malestar es un dolor más complejo, que obliga a hurgar en sus contornos pero no despierta el deseo o esperanza de que cese, de que pare como lo hace el dolor; se organiza meticulosamente, casi con independencia del sujeto, como si estuviera en el mundo sin pertenecerle o como algo ajeno, quizá interpuesto entre ese yo y la existencia. “El paisaje se ha estrechado / entre una visita y otra. / De sepulcro a depósito a torre. / Cae el agua como una cascada. / Corre el agua al caer y luego se estanca. / Se enturbia con el tiempo.” Pieza a pieza surge el mundo al ser removido en esa semiprofundidad de la que afloran momentos, trazas, hallazgos por donde la escritura encuentra su escape y presiona sobre la vida.

Dejamos para el final una breve mención al título de este poemario, Incidental, que tiene su interés en señalarnos no lo fundamental sino lo relacionado o lo accesorio. Este título nos desplaza las preguntas hacia un margen, no hacia donde volcamos toda nuestra atención sino a lo que ocurre detrás o en otro plano. No es por lo tanto la mirada directa. “El día no tiene luz. / El día sucio se mira igual / ahumado en el cielo. / Las gotas se van pegando, / se yergue sobre el suelo algo / de ahí, se despierta / como la música en el papel, / incidental.” La pregunta no sería qué me pasa sino qué pasa a mi alrededor, toda la heterogeneidad del sujeto está fuera, alrededor, toda su precariedad es la del mundo. Para escribir desde ese lugar, hay que escribir fuera de él teniendo en cuenta que todo siempre estará, de algún modo, desubicado y por eso, su signo será el incidente.


Incidental
Eli Tolaretxipi
Ediciones Trea, Col. Poesía, 2017
64 páginas, 12,00 €

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