Narrativa

«Solenoide», una escritura para la salvación

"Hay libros inagotables que niegan ser libros, que desmienten ser ficciones. Libros que aspiran a ser verdades", afirma en este artículo Vicente Duque sobre "Solenoide" (Impedimenta, 2017) de Mircea Cărtărescu.

Solenoide, de Mircea Cărtărescu

La diatriba, la súplica

Hay libros inagotables que niegan ser libros, que desmienten ser ficciones. Libros que aspiran a ser verdades. Hay libros de cuya lectura, como de una inmersión en las Carceri d´invenzione de Piranesi o de una ascensión a los delirantes cielos de rayos divinos del neurópata Schreber, no se vuelve indemne. Libros que devienen experiencias con las que incrementar el vértigo: Dante de los signos en correspondencia y las visiones arrebatadas; Beckford de las torres siderales y los palacios de fuego subterráneos; Kafka de los sentidos inescrutables y de la letra torturada; Rilke de los símbolos fortificados y los ángeles terribles; Borges del aleph, de los laberintos, los espejos y los orbes escritos; Lautréamont de las metamorfosis y la luz negra que resplandece; Swift de los viajes extraños y la amargura cierta; Sábato del extravío y del miedo a las tinieblas; Jean Paul de los ascensos aerostáticos y la felicidad de ser fantasma; Hoffman de los autómatas y los monstruos que nos duplican; Nerval de la desdicha y la escisión de sí mismo; Poe de la desgracia y la mirada al corazón de lo siniestro; Lord Dunsany de la nostalgia de los remotos mundos de ensueño; Kierkegaard del aguijón de angustia; Nietzsche de la tragedia vital, el amor al destino y la escritura profética; Dostoievski de la purificación por el sufrimiento y el análisis de las almas; Freud de la mecánica onírica y la existencia en sombras; Maupassant de la inquietud y la razón desintegrada; Baudelaire de lo sublime y lo diabólico, de la belleza y el mal; Lovecraft de los abismos y los pavores primordiales; Pynchon de la paranoia y los mundos desquiciados…  A este linaje pertenece el manuscrito que un triste profesor de rumano de la Escuela 86, en las afueras de Colentina, deletrea insistentemente en un desvencijado edificio con forma de barco, en una oscura calle, Maica Domnului, de la ciudad más triste del mundo. En una Bucarest erigida ya en ruinas desde su nacimiento, museo de la melancolía y la decrepitud de todas las cosas, una ciudad que no es tal, sino un estado del alma, un hombre en una casa que parece un laberinto escribe sus anomalías, se escribe a sí mismo, se tatúa los signos sobre su piel y sobre la ciudadela fantástica de su mente; su escritura atraviesa la frontera de cuerpo y espíritu. El hombre se escribe siguiendo el curso de su pensamiento, consciente ─a pesar de su humildad, a pesar del cuerpo y de la ciudad miserable que habita─ de ser un elegido, un profeta que rehúsa las puertas ilusorias de la Literatura, esas que solo sirven para decorar una realidad espantosa, que añaden primero beatitud y luego decepción, que falsifican el aciago hecho de ser y multiplican los mundos ficticios al lado del mundo y en vano intentan eclipsar la rotunda existencia del dolor, la devastación y la muerte.

El escritor anónimo, que, aunque dice no recordarla, nunca ha olvidado la existencia de un hermano muerto que le fue amputado ─Víctor, un gemelo simétrico con los órganos invertidos─, a veces hace cábalas sobre la existencia de otro doppelgänger, un otro yo, escritor de éxito cuya vida se habría desprendido de la suya propia en un lejano momento de su adolescencia a raíz de la lectura, en el deseo exitosa y en la realidad fracasada, de un magno poema en el que el Todo “ardía y crepitaba como en una llama eterna”[i]. Ese doble, el que imparte conferencias, concede entrevistas y firma libros a legiones de lectores entusiastas, sería el impostor fabricado por la Literatura, una suerte de excrecencia que, como todos los poemas y los cuadros, las notas de todas las canciones, las obras de arte y los himnos de la fe, no es sino generación de nuestra mente, forma vacua que adquiere una precaria, una instantánea condición de verosimilitud solo tras nuestra desaparición, nuestra muerte, el ocaso final de nuestra existencia. Pero el escritor anónimo, el oscuro profesor de rumano quiere dar testimonio de ese sufrimiento cuyo ocultamiento parece ser condición necesaria para la serenidad de la belleza, dar evidencia de esa vida torturada todavía no eclipsada por la muerte. A diferencia de lo que ocurre con las obras del escritor de éxito, nadie leerá el manuscrito del profesor, él reconoce ser el único lector y vividor de una historia cuyo sentido será no estético y no literario, una puerta verdadera garabateada en el aire que es su vida, en todo diferente a las puertas falsas de los discípulos de Sherezade con las que la Literatura intenta aportar consuelo, alivio a la prisión metafísica, a las cárceles múltiples y concéntricas del mundo, cuerpo y mente en que habitamos. Ninguna escritura tiene sentido si no es huida, fuga, palabra que encarne el grito de la desesperación, el pan amargo de nuestro destino, plegaria de una ínfima forma de vida ante la extinción de los soles, grito ante las divinidades remotas e indiferentes que guardan las puertas de nuestro encierro y en cuya epidermis aramos como los sarcoptos ciegos de la sarna.

El libro que no es, pues, libro sino vida verdadera debería ser leído como una diatriba contra la Literatura y el Arte, que enmascaran el dolor y la certeza única de que nuestras vidas se consumirán en un instante. El manuscrito es un conjuro para escapar de esa maldición, esa fata morgana de la palabra literaria que falsea irremediablemente todas las vidas y añade simulacros y símbolos que solo aportan un remedo de salvación, que irrealizan cualquier existencia y hacen que cada vez que alguien escribe sobre su vida escriba irremediablemente sobre la Literatura. Diatriba y súplica y plegaria para escapar a la constante repetición y el retorno. Y la salvación es posible, porque al igual que los pétalos de la rosa cerrada contienen la promesa del perfume ─recuerda el escritor─, así nuestra mente promete la huida, la fuga de la cárcel tridimensional, la posibilidad de vislumbrar el teseracto, el mandala, la rosa mística, la intuición de otras realidades envolventes que, en fantástica sucesión de nuevos e ignotos anillos dimensionales, acaso sean contenidas por una deidad final, una divinidad que trascienda todas las escalas o sea ella misma la escala, el tablero del ajedrez divino.

El manuscrito es vida escrita y nuevo evangelio, nueva teodicea, en un principio áspera y difícil de entender, brotada de los márgenes de la demencia y la desesperación, escritura perpendicular en un volumen inextricable, escritura para salir del mundo, suma, sucesión de signos que aspira a ser libro hipercúbico entre cuyas tapas se han reunido los cubos de sus muchas hojas y de todos los libros verdaderos precedentes. A pesar de que toda lectura supone ausencia de un escritor, o de que toda escritura supone ausencia de un lector ─es “repugnante”, es “abyecto”, afirma el escritor, “poner frente a frente al juez y al reo”─ este nuevo evangelio es promesa escrita de reconocimiento, indicio de que si bien en un principio, arrojados en este mundo en ruinas, vemos nuestro rostro como a través de un espejo, de una manera turbia, veladamente, “en enigma”, como afirma San Pablo, más adelante nos contemplaremos cara a cara y observaremos las líneas nítidas que dan forma a nuestro ser: nos leeremos en la escritura que nos descifra.

En el subsuelo de una Bucarest espectral una pequeña constelación de solenoides une los estratos de un orbe heteróclito. La red energética que generan las bobinas posibilita incluso que el escritor se metamorfosee en sarcopto con la misión de dar a conocer a las criaturas la buena nueva del amor de su creador, el bibliotecario Palamar. Con tal empeño, el nuevo ácaro vive en sus galerías, se arrastra por sus senderos de piel y grasa, copula con sus hembras monstruosas, devora la sustancia hialina que les sirve de alimento. En todo se comporta como un individuo más del minúsculo pueblo. Sin embargo, fracasa en su misión de hacer comprender a la muchedumbre microscópica la existencia de un espacio exterior, inútilmente trata de compartir con ellos el amor infinito del Ser lejano y asiste, desesperanzado, a la tergiversación de su mensaje. Él mismo profetiza su martirio y, en efecto, es capturado y devorado por aquellos a los que quería sacar de su prisión para elevarlos a una prisión más vasta. La parodia crística, una mise en abîme en el interior del manuscrito, revela mediante la transposición de formas y figuras al plano inmediatamente superior de nuestra existencia, la imposibilidad del conocimiento de dimensiones que nos son ajenas. Ni siquiera la realidad de nuestro mundo, el recinto de nuestra prisión, puede ser agotada en el transcurso de cualquiera de nuestras cortas vidas. Todo, sea fantasmal o corpóreo, es extraño y diverso. Por un lado, la memoria universal del mundo, la Akasha de los antropósofos: el recorrido de los desdoblamientos e imágenes de nosotros mismos en recorridos fallidos y acciones abortadas, nuestros diferentes kagemushas generados por las constantes elecciones y accidentes vitales; por otro, la realidad inconmensurable: el inframundo de los ácaros; las miríadas de vidas invisibles que se devoran de manera incesante; los soles negros de los escarabajos; las lombrices; las procesiones melancólicas de seres grotescos; los monstruos que, según los relatos del pequeño Traian, plantean acertijos en el más allá; los homúnculos de cabeza gigante; las polillas humanas que vislumbramos en sueños; los embriones; una niña con tres corazones, de plomo, hierro y cristal; los piquetistas y sus proclamas contra la muerte; los recuerdos de la estancia en Voila, el sanatorio para niños tuberculosos; Ştefana; Irina; Alesia; Nicu Vaschide; el círculo de los oniromantes; el bibliotecario Palamar; Nicolae Minovici en los estertores de sus autoahorcamientos; el gitano Eftene con su diente arrancado; la cúpula del Instituto de Medicina Legal; la ofrenda de Virgil ante las estatuas de los doce estados sombríos del espíritu: la Tristeza, la Desesperación, el Pánico, la Nostalgia, la Amargura, el Odio, la Indignación, la Melancolía, el Asco, el Horror, la Lástima, la Resignación y la Condena, la decimotercera, más alta que las demás, con su rostro alzado hacia el cielo; el cubo de Rubick; Charles Howard Hinton; la novela El tábano, de Ethel Voynich; los seres delirantes que acosan a San Antonio en las visiones de la Tebaida; las matemáticas de George Boole; los autómatas de apariencia humana; los cráneos emergentes de gigantes que fueron misteriosamente enterrados; el jarrón maravilloso hallado por Valeria; las alegorías; la cábala; las páginas herméticas del manuscrito Voynich; Efimov, con su violín trastornado y endemoniado; Ispas, abducido y martirizado y reconvertido en profeta de la desesperanza; el poema La caída, el ambicioso producto de un verano de las musas invocado por Hölderlin en el que un ingenuo adolescente pretende dar cuenta de todo cuanto existe; el narrador que contempla la sucesión de sus cadáveres; la unión sexual con una hembra no humana; el regreso acurrucado al útero materno; la madrépora formada por todos los hombres y mujeres, el organismo coral constituido en realidad por un agrupamiento de celdas minúsculas en las que solo caben la víctima y su verdugo…Todo, en fin, cuanto ha de ser aniquilado por el tiempo, el exterminador que no hace prisioneros.

Y en el exterminio final, ese Apocalipsis en el que el relato de las vidas desemboca, el Todo asciende, unido a los anillos en llamas de los solenoides, sobre una inmensa fosa que, por primera y única vez, ha dejado al descubierto al pueblo crepuscular del centro de la tierra, los mismos seres lunáticos de ojos grandes, los visitantes, que suben por la noche a través de los filamentos del dolor para aparecérsenos en los sueños. Porque es el dolor, la aorta del dolor, el canal recolector del sufrimiento humano, lo que une a los diferentes estratos del orbe, lo que vincula al fin las diferentes dimensiones, las cárceles concéntricas que desconocemos, porque, como escribe Franz Kafka en Ante la Ley, como escribe el narrador que dice no ser su doppelgänger Mircea Cărtărescu, apenas nos es dado el conocimiento de una reducida mazmorra con una puerta pequeña vigilada por un dios, un dios insignificante de una serie infinita que se goza de nuestra ceguera respecto siquiera a la dirección en la que se halla esa puerta. Tras esa puerta, custodiada por ese dios vengativo que nos mira desde arriba y para el que no somos sino ácaros pululantes atenazados por el miedo ─miedo a la cortedad de nuestra vida, miedo a no saber descifrar las señales que podrían redimirnos, miedo a no hallar las respuestas a las adivinanzas, miedo a la inutilidad de cualquier esfuerzo por comprender la tragedia en que vivimos, miedo a la pena y a la soledad…, no en vano “el miedo constituye la sustancia de nuestra aventura en el mundo”─ otro guardián más feroz que el anterior vigila, y tras este otro, y así en sucesión infinita y, por tanto, inimaginable.

La muerte es el cierre simultáneo de esa infinitud de puertas, cada una más grandiosa que la anterior, que nos separan de la Verdad. Frente a los libros inofensivos y ornamentales que hacen que la prisión sea más aceptable, que el guardián tenga una apariencia más humana, que el hacha sea más afilada y pesada, solo queda ─tras el gesto instintivo del dolor, tras el grito de socorro, la “palabra del Hades” en la que se cifra toda la desesperanza─ la asunción del duelo bajo la especie de una escritura digna, el manuscrito ante el que nos hacemos pequeños, que nos hace pequeños porque instila humildad en nuestras mentes limitadas y finitas, porque encarna nuestra condición de seres menores para el ojo divino que nos contempla desde arriba. La escritura es quizás la forma última de plegaria cuando todas las demás han fallado, y tal y como nosotros avanzamos hacia la nada deshojándonos de nuestras vidas posibles, tal vez los signos que han dado testimonio de esas vidas hayan de seguir la misma estela de sacrificio. En aras de la salvación, o del discernimiento de una posible salvación, incluso el manuscrito en el que nos desciframos ha de ser inmolado, destruido por el fuego, junto con las reliquias y los residuos materiales de la existencia, ante la diosa Condena. Así, el libro que pretende no serlo, el manuscrito que redime la verdad encastrada en la ficción, el texto que escribe nuestra condición de seres sufrientes y supera y ultima las mentiras de la Literatura: una pequeña llama ardiendo sobre el abismo en el que bullen como larvas en una colmena, todavía pendientes de los hilos del dolor, todos los demonios que han parasitado nuestra vida.


[i] Para la elaboración de esta artículo se han citado, copiado y tomado en préstamo fragmentos de la obra de Mircea Cărtărescu Solenoide (Madrid, Impedimenta, 2017), con traducción de Marian Ochoa de Eribe.

Solenoide
Mircea Cărtărescu
Traducción de Marian Ocho de Eribe
Posfacio de Marius Chivu
Impedimenta, 2017
800 páginas
28.00 €

Acerca de Vicente Duque

Doctor en Filología. Autor de "Enigma y simulacros. Sobre el devenir trágico de la escritura literaria" (Vaso Roto Ediciones, 2011). Ha colaborado en las revistas "Clarín" y "El Cuaderno" (elcuadernodigital.com).

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