Giulino di Mezzegra
Defensa progresista de la prisión permanente revisable
/por Pablo Batalla Cueto/
Hay afirmaciones que son difícilmente rebatibles, y una de ellas es ésta: una sociedad en la que no es inhabitual que un violador en serie salga de la cárcel tras cumplir veintiún años de condena y acto seguido vuelva a violar es una sociedad fallida. El caso de España es sin embargo ése y hay un ejemplo reciente que lo ilustra de manera tan cristalina como espeluznante: Pedro Luis Gallego, que fue conocido como violador del ascensor a principios de los noventa, y encarcelado en 1992 por violar a dieciocho mujeres y asesinar a otras dos, salió de prisión en 2013, beneficiándose de la llamada doctrina Parot, y acto seguido empezó a violar de nuevo. Tantas veces lo hizo que acabó adquiriendo un nuevo sobrenombre: violador de La Paz, por ser ésa la zona de Madrid en la que perpetró cuatro asaltos sexuales a otras tantas mujeres de entre diecisiete y veinticuatro años. A dos de ellas les puso una pistola en la cabeza, les obligó a ponerse un antifaz para que no pudieran identificarle, las introdujo maniatadas con unas bridas en la parte trasera de un coche y las condujo hasta un piso de Segovia donde las violó brutalmente, devolviéndolas después a la misma zona en que las había raptado.
El de Gallego es el más lacerante, pero existen otros casos similares. Vinculados a la polémica doctrina Parot hay al menos otros tres. Dos decenios entre rejas tampoco convirtieron en un miembro respetable de la sociedad a Juan Manuel Valentín Tejero, que había entrado en la prisión de Herrera de La Mancha en 1992 por varios crímenes y entre ellos el asesinato de la niña de nueve años Olga Sangrador, salió también en 2013 y ha vuelto a la cárcel tras abusar de una menor. Félix Vidal Anido, el violador del estilete, fue arrestado igualmente en 2014, recién excarcelado, por intentar agredir a una mujer en Lugo; y lo fue de nuevo en enero de 2018 tras cometer un presunto nuevo asalto sexual en Oviedo. Y en octubre del mismo año la Guardia Civil detuvo en Trijueque (Guadalajara) a Pablo García Ribado, conocido como el violador del portal por las 74 violaciones que cometió en los noventa, devuelto a la libertad también en 2013 y que dedicó el año que pasó en libertad a emplear una identidad falsa como fisioterapeuta para abusar de sus clientas.
Los crímenes que inicialmente cometieron todos estos hombres y por los que fueron encarcelados hace décadas forman parte, seguramente, de una de esas desgraciadas inevitabilidades humanas que deben prevenirse y combatirse en lo que se pueda, pero asumiendo la más que probable imposibilidad de erradicarlas del todo. Pero no se puede decir lo mismo de los delitos que Gallego, Valentín, Vidal o García Ribado cometieron después de salir de prisión. No era inevitable que el pueblo español pusiera en la calle, a través de sus leyes e instituciones democráticas, a delincuentes de los que sabía que no estaban rehabilitados, y que podían volver a arruinar para siempre la vida y aun a segar las vidas de decenas de mujeres. Se ha dicho, y seguramente sea verdad, que tras las excarcelaciones de la doctrina Parot los cuerpos policiales se pusieron en guardia, seguros de que los violadores liberados reincidirían y de que en consecuencia era preciso estar prestos a actuar para prenderlos en cuanto delinquieran. Que algo así pueda tener lugar es un fallo garrafal del Estado; al menos del Estado entendido como lo entendía Cicerón y no parece inapropiado seguir entendiéndolo: una multitud de hombres (y de mujeres, añadiríamos hoy) ligados por la comunidad del derecho y de la utilidad para un bienestar común.
La libertad de un individuo y aun sus derechos jamás pueden quedar por encima del bienestar de la colectividad, y especialmente no pueden prevalecer sobre el de sus sectores más desprotegidos y vulnerables, como desgraciadamente sigue siendo la mitad femenina de la sociedad en este inmarcesible sistema patriarcal. Sin embargo, eso es exactamente lo que sucedió en los casos antes comentados: el bienestar de las dos mujeres a las que Pedro Luis Gallego torturó en su apartamento de Segovia, el de las clientas de Pablo García Ribado, el de la niña de la que abusó Juan Manuel Valentín Tejero en Lugo, el de sus familias y entornos, pesó menos en la balanza de la justicia española que el derecho individual de todos esos hombres nocivos a una libertad que la ley iuspositivista obligaba a darles, pero que ante un tribunal iusnaturalista no merecían de ninguna de las maneras. Y debería ser evidente que ésa es una errata social que debe ser corregida y que las soluciones son dos: la pena de muerte y la prisión permanente revisable. Invalidada la primera no ya por el derecho inalienable a la vida que asiste a todo ser humano (que también, aunque eso no es algo que no pueda discutirse), sino simplemente por la posibilidad que la pena capital siempre encerrará de acabar con la vida de inocentes, como tantas veces sucede en Estados Unidos, la segunda merece al menos un debate sereno, desprejuiciado y sin apriorismos que la izquierda mayoritaria, sin embargo, se niega rotundamente a abrir.
No es que ese debate no se produzca: resurge con fuerza cada vez que un crimen mediático asalta las portadas de los medios. Arreció con Marta del Castillo y volvió a hacerlo con José Bretón y Diana Quer; y hoy el caso Laura Luelmo vuelve a instalarlo en los reñideros. Se trata de una de esas disputas —hay decenas del mismo tipo— que vuelve a sacar a la superficie a los gañanes de Goya; a las dos Españas en duelo singular desde hace siglos. Sin embargo, la cadena perpetua es la derecha quien la defiende y la izquierda quien la execra; y cuando el gobierno del Partido Popular aprobó la llamada prisión permanente revisable a impulso del nefando ministro Gallardón (pero los relojes parados dan la hora exacta dos veces al día, y a veces no es a Agamenón sino a su porquero a quien le asiste la razón), lo hizo generando una vasta indignación que encontró portavoces en varias figuras progresistas y sustanciación en decenas de manifiestos de idéntica procedencia. Pero éstos han solido incurrir en razonamientos circulares del tipo de los que los Testigos de Jehová recogen en sus folletos: Dios existe porque lo dice la Biblia; la Biblia es fiable como fuente porque es la palabra de Dios. Los tres motivos que esgrimía, por ejemplo, la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía contra la prisión permanente en un manifiesto publicado en eldiario.es eran que la prisión permanente revisable vulnera la Constitución, que es una pena innecesaria y que no tiene lugar en un Estado social y democrático de derecho. La triple respuesta a esto no requiere demasiadas florituras retóricas; basta para armarla el más elemental sentido común: pues que se cambie la Constitución, como ha de cambiarse en tantas de sus partes, desde la Monarquía hasta los privilegios de la Iglesia; a la vista está que no es innecesaria; podrá tener lugar o no tenerlo y hay naciones escrupulosamente democráticas en que lo tiene. De hecho, son las más: en Europa, sólo Portugal, Noruega y las naciones emergidas de la desintegración de Yugoslavia han abolido expresamente la prisión permanente, que sí está contemplada en la legislación de países como Francia, Reino Unido, Suecia o Alemania.
En realidad, siempre que sea revisable y no pierda de vista el horizonte constitucional de la reinserción —que debe tratar de conseguirse hasta en el peor de los criminales—, la prisión permanente concuerda perfectamente con los dos pilares fundamentales de la democracia: la prevalencia de los deseos de la mayoría (más de un ochenta por ciento de españoles la apoya según algunas encuestas) y la protección y salvaguarda de las minorías. Y hay quien la contempla sólo para delitos de guerra o terrorismo o crímenes de lesa humanidad, pero, ¿qué otra cosa que una guerra, que una situación de violencia de un colectivo contra otro sostenida en el tiempo; qué sino un ejercicio diario, cotidiano, del terror es que una mujer sea violada en España cada ocho horas, y que todas las demás no puedan volver tranquilas a casa cuando salen por la noche, o hacer footing tranquilamente a las cuatro de la tarde por un descampado? ¿Por qué habría de merecer cárcel vitalicia un etarra, que en principio deja de ser peligroso para la sociedad en cuanto ETA desaparece, y no estarlo Miquel Ricart, compinche de Antonio Anglès en el horrendo crimen de Alcàsser, que nada tiene que envidiar a los peores del terrorismo vasco? ¿Por qué la consideración de algo como crimen contra la humanidad debe ser una cuestión cuantitativa, y no cualitativa y menos preocupada de contar muertos que de medir grados de monstruosidad? Lo dice César Iglesias: hay, ha habido siempre, los sigue habiendo, muchos y muy terribles Auschwitz en el mundo; lugares que hacen imposible la poesía tanto como los campos de concentración nazis, y algunos son tan pequeños como un apartamento de cincuenta metros cuadrados.
Gustavo Bueno, un hombre detestable en muchos sentidos pero de cuya afiladísima inteligencia no podía dudarse, a veces argumentaba sus cosas de manera muy convincente; y de la reinserción, decía que la única creíble para los crímenes más espantosos (para matar a los propios hijos con una radial o quemarlos en una barbacoa, por ejemplo; y también para segar la vida de una joven de 26 años después de violarla) era el suicidio: sólo así podría sacudirse de encima la culpa una persona que adquiriera genuina conciencia de la gravedad de lo hecho.
Obstinada contra la PPR, la izquierda mayoritaria invoca para justificarlo una vieja cantilena decimonónica, uno diría que ya muy desacreditada, según la cual todos los individuos somos seres de luz en potencia que sólo precisan de la mirífica educación para convertirse. Tal y como la muerte de Dios hizo a los seres humanos correr a buscar fragmentos de Dios que seguir idolatrando (la Unidad, la Verdad…), el dinamitado de la utopía grande y total que algún día persiguiera hace hoy a la izquierda aferrarse a sus porciones: la Educación, el Diálogo, etcétera. Todas esas palabras con inicial mayúscula no se proponen: se invocan. Un poco como aquello que Ángel González decía del porvenir: «Te llaman porvenir/ porque no vienes nunca/ Te llaman: porvenir,/ y esperan que tú llegues/ como un animal manso/ a comer en su mano». No hay desarrollo práctico, no hay enumeración de subpropuestas concretas; simplemente se ahueca la voz para pronunciar la palabra mágica con la solemnidad adecuada: ¡Educación! ¡Diálogo! Y a sentarse a esperar.
Estas pervivencias del pensamiento religioso, si uno se detiene a rastrearlas y está atento a detectarlas, aparecen por todas partes: estos días, por ejemplo, lo hacen en esas autoflagelaciones histriónicas del machista/pecador arrepentido que avienta largas confesiones en las redes sociales: «Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa». Son muchos milenios de alzar los ojos hacia el cielo buscando respuestas a nuestras angustias, y al final, hasta los ateos seguimos troquelados por la cosmovisión religiosa: por la esperanza, por el anhelo de trascendencia, por la necesidad de rituales y liturgias, por la confianza en mágicos abracadabras cuya mera pronunciación obre milagros que todo lo solucionen. Y no importa cuánto la realidad se empeñe en descreernos: seguimos abrazando esas fes izquierdistas ya chiquititas con la testarudez de los miembros de aquella secta milenarista que, cuando vieron que el ovni redentor en el que creían no había llegado el día previsto para llevárselos a un distante y arcádico planeta, no dejaron de creer, sino que concluyeron que no habían orado lo suficiente, y pasaron a hacerlo redobladamente.
La educación es importantísima, faltaría más; y es evidente que muchos crímenes tienen en última instancia el origen social que la tradición progresista ha querido detectar en todos y que abrir escuelas cierra muchas cárceles, como decía Concepción Arenal. Pero una cuota de mal puro, duro e irredimible; prelógico y preontológico como decía Lévinas, entendiéndolo como la opción de considerar al otro no un sujeto sino un objeto de los propios deseos, existe y existirá siempre: no se ha erradicado ni en las sociedades más igualitarias y nunca hemos dejado de verlo brotar espontáneamente en personas acomodadas y con estudios superiores (recuérdese a los padres de la niña Asunta Basterra, o al parricida de Moaña). Sencillamente, hay individuos que nacen con el hardware averiado, y no hay software alguno que se baste a arreglarlo. Lo decía con sarcasmo en Twitter Miguel Ángel Quintana Paz: «Me hace gracia que propongáis la educación como solución para todos los males de la humanidad, cuando 10 añazos obligatorios en el sistema educativo ni siquiera consiguen cosas sencillitas como que la gente escriba “o sea” en vez de “osea”».
Sea como sea, entre que esa panacea educativa rinde y no los frutos que llevamos siglos esperando a que dé, y hasta que la violación y el feminicidio desaparezcan del horizonte social de la generación de nuestros nietos, de algún poste habrá que amarrar a los ya ineducables Bernardo Montoya del mundo; aunque uno se pregunta si quienes claman al cielo que la solución no es la PPR, sino más psicólogos, orientadores y trabajadores sociales, creen que a Bernardo Montoya se lo puede curar ya de lo suyo a estas alturas con no se sabe muy bien qué charla TED sobre feminismo. En materia de candidez progresista, la realidad supera con frecuencia a la ficción.
Con no apoyar la prisión permanente, la izquierda pierde una ocasión de oro para arrebatar a la derecha dos de sus discursos más caros y privativos: el de la seguridad ciudadana y el del orden. La contienda política consiste en buena parte en eso; en saber utilizar, como algunas artes marciales, las armas y ataques del enemigo contra él; y la izquierda bien podría hacerlo en esta área concreta y ofrecerle a la sociedad una cadena perpetua que no fuera visceral ni vengativa ni mano dura ni la ley del Talión ni algo motivado por uno de esos tsunamis de lacrimogenia televisiva que cada nuevo asesinato mediático desata, sino una profilaxis social razonada y resultante de una reflexión teórica abordada con sosiego, que se acompañe además de toda otra serie de medidas destinadas a reducir la criminalidad pero cargadas de perspectiva de género: desde un sistema educativo genuinamente feminista, que mejore al hombre, empodere a la mujer y a todos ilustre sobre los mecanismos macro y micromachistas del patriarcado y la cultura de la violación y enseñe a ver a los violadores no como enfermos aislados, sino como hijos sanos de un sistema social en el que todo conspira para que los hombres desprecien y utilicen a las mujeres, hasta fomentar entre ellas la asistencia a cursos de técnicas de autodefensa, como algunas aplicaciones básicas del krav maga israelí.
También, sí, enviar más trabajadores sociales y psicólogos a las cárceles. Ninguna de las soluciones que han ido proponiéndose, casi siempre en términos dilemáticos, excluye a las demás. Una prisión permanente revisable excepcional, contemplada para casos muy concretos de crímenes especialmente atroces y con riesgo de reincidencia, no importa si estadísticamente irrelevantes, ni siquiera impide una reducción general de las penas por lo demás. Es cierto que España es uno de los países más seguros del mundo, como claman los sostenedores de estos discursos anticarcelarios, aunque uno se pregunta si, cuando Bernardo Montoya molestaba a Laura Luelmo los días anteriores a secuestrarla, ésta se tranquilizaba a sí misma diciéndose que no podía pasarle nada, porque España es uno de los países más seguros del mundo.
El Estado, en suma, debe esforzarse por fabricar hombres capaces de domar y controlar sus instintos más oscuros y mujeres bravías que la vida no arredre y no acepten servidumbres ni la obligación de complacer a los varones a su alrededor ni la debilidad victoriana como virtud, pero bien entendido que nada de ello extirpará jamás del todo la semilla del mal, y que la sociedad debe proveerse de mecanismos de alerta y prevención. No son mala cosa —no tienen por qué serlo— los registros públicos de delincuentes sexuales que existen en Estados Unidos, ni lo es tampoco la castración química que también contempla allá la legislación de siete estados.
Podría hacer todo esto, la izquierda, sin abdicar de ni uno solo de sus principios fundamentales, al menos de los que la sustentaban antes de que el equívoco vendaval del sesenta y ocho y la creciente contaminación cultural neoliberal lo pusieran todo patas arriba. Y que lo hiciera sería muy de celebrar como símbolo de que, medio siglo después de aquello, se ha hecho un balance crítico que, celebrando las indudables conquistas que hay que agradecer a aquel «doble aldabonazo» que señaló por igual —decía Manuel Sacristán— los males del capitalismo y los del comunismo soviético, arroje también luz sobre sus sombras, de las cuales no es la menor haberse dejado seducir en demasía por los cantos de sirena del buenismo y de un libertarismo memo de inspiración norteamericana y que recela por principio de todo sacrificio individual al interés general. Hay que hacer el amor y hacerlo como y con quien a uno le plazca mientras sea consentido, pero a veces también hay que hacer el odio, que no deja de ser una forma de amor cuando su objeto es la injusticia, el miedo o la explotación. Le chant des jeunes gardes, el viejo himno de la juventud comunista francesa, cantaba entre otras cosas la siguiente: «Nous vengerons nos mères que des brigands ont exploitées»; y la versión española llamaba a no dar paz ni cuartel al burgués insaciable y cruel. Después del sesenta y ocho, la izquierda que no daba paz a los malos fue desplazada por otra que hace de la paz una suerte de tótem o de panacea homeopática, pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: el Mal —porque, insistimos, existe el bien y existe el mal— no es más débil en 2018 de lo que lo era en 1967, sino seguramente todo lo contrario. Urge alcanzar una suerte de síntesis hegeliana; de término medio entre la izquierda de la que el Che Guevara quería que fuera «una fría máquina de matar» (porque tampoco es eso) y este nuevo babor relativista para quien todo tiene disculpa y que hoy se muestra dispuesto a ofrecer compasión y caridad al violador de la escalera, pero no a los padres de Marta del Castillo. Una izquierda que meta claveles en las bocas de sus fusiles, pero lleve fusiles pese a todo; que quiera la paz y prepare la guerra en consecuencia.
Esto lo dice Xandru Fernández: ni un solo día, ni uno solo, sin odiar Mayo del 68.
Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, Neville, Crítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.
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