Arte

Homenaje a Alejandro Mieres

El pasado martes falleció a causa de un ictus el pintor Alejandro Mieres a los 90 años de edad.

[Fotografía de portada: © José Ferrero]

El pintor Alejandro Mieres, nacido en Astudillo, Palencia, en 1927 y afincado en Gijón (Asturias) desde 1960, fallecía el pasado martes a consecuencia de un ictus que sufrió a finales de la semana pasada. Mieres ha sido un referente del arte plástico contemporáneo español con una trayectoria iniciada en las vanguardias, concretamente en un expresionismo que supo fusionar con todo aquello que a lo largo de su dilatada trayectoria iba dando forma s su peculiar mirada de artista. La obra de Mieres es fruto de una inquietud incesante que provoca impacto ante cada uno de sus trabajos, sorpresa ante el tratamiento de la materia o la invocación a la naturaleza.

Su obra está presente en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, el de Arte Abstracto Español de Cuenca, el MACBA de Barcelona, el de Bellas Artes de Asturias, los de Arte Moderno de Bilbao y Granada, el Jovellanos de Gijón, el de Bochum en Alemania y el de Arte Contemporáneo de Vilafamés. 

También merece la pena destacar su labor docente y divulgativa, en la que ha primado siempre el esfuerzo por romper barreras entre la llamada cultura de élite y la no menos llamada cultura popular. Militante socialista, ha entendido el compromiso político como una moral que afecta a todas las facetas de una vida.

Este modesto homenaje incluye la reproducción de un texto de Juan Carlos Gea y el poema que le dedicó su íntimo amigo Antonio Gamoneda en exclusiva para El Cuaderno.


 

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Alejandro Mieres: Fukushima, 2011, óleo sobre talla de madera, 138 x 155 cm

Alejandro Mieres: tierra contra fuego

/ Juan Carlos Gea /

Mi primera impresión de Alejandro Mieres fue la de un hombre derrotado. Se movía estupefacto, cabreado, entre la desesperación, la incredulidad y el abatimiento por las ahumadas habitaciones de su estudio de la calle Pedro Duro, recién asolado por un incendio. Yo no le conocía a él, ni conocía su obra. Llevaba poco tiempo viviendo en Gijón y no había empezado a escribir sobre arte en el periódico. De hecho, me enviaron al lugar del siniestro más como redactor de sucesos que como redactor de cultura. Y eso fue lo que me encontré: un suceso en su acepción periodística: infortunio a una escala que merecía convertirse en noticia. No solo un simple incendio doméstico. El incendio en casa de alguien especial; unas llamas que habían consumido algo fuera de lo habitual. Un hombre que, por segunda vez en su vida, acababa de perder, devorada por el fuego, una porción sustancial de aquello que había hecho con sus propias manos, y una pérdida también para otros que deberían haber seguido disfrutando de aquellas cosas que ahora eran sustancia carbonizada, ceniza y humo. Pero no eran los espectadores malogrados lo que me conmovía. En el caso de un artista, este tipo de desgracias no solo se contabilizan en términos de horas de trabajo, dinero o materiales arruinados. Supongo que todo el tiempo yo tenía, además, en la cabeza a uno de mis pintores favoritos, el desdichado Arshile Gorky; el incendio del granero donde guardaba aquella obra final de su carrera que tanto le había costado definir; su suicidio algún tiempo después tras el accidente. De todos modos, no me hacía falta la sombra de Gorky para compadecerme e incluso temer en cierto modo por aquel hombre que acababa de conocer. El desánimo y la cólera que exhalaba mientras deambulaba por las habitaciones tiznadas y húmedas no me hacía inverosímil ese temor.

Monoxido de Carbono
Alejandro Mieres Monóxido de Carbono, 1973, 110 cm › Museo Barjola (Gijón)

Ya he dicho que no conocía entonces a Mieres, y lo repito, porque eso me habrá de valer como excusa por haber incurrido en aquella fúnebre impresión. No podía saber de su vitalidad, de su energía y su resistencia, su terquedad y esa cualidad a la vez hipersensible, batalladora y correosa que se refleja en su rostro. Ni podía saber que su pintura es de esas que busca ser algo más que la maña de una representación; de esas que buscan tener la misma consistencia que cualquier otro objeto del mundo, robusto, tangible, exento. La pintura de Mieres no tiene la consistencia del paisaje pintado sino la de la tierra misma. La plasticidad de lo sólido, una vibración óptica que toca los ojos y que hace que los ojos toquen, sustentada en la rugosidad, los surcos, la sustancia granulosa, acanalada, ondulada y hecha ritmo físico. No podía comprender que en un talante como el de Mieres y en un trabajo que es el de agrimensor, cartógrafo, constructor de territorios -en una pintura que se considera ante todo una especie forma sintética de la naturaleza: la poesía en la paradoja- cada incendio es una roza que fertiliza el suelo y que pone en marcha de nuevo el ciclo de la creación. Una incitación a la batalla. A empezar de nuevo con la rotura, la siembra, la canalización, el plantío y la edificación: eso que es siempre la obra de Mieres.

En ello siguió, ha seguido y sigue, si no domando óleo, sí moviendo los fluidos de la tinta o concibiendo territorios pintados en su cabeza incombustible. No hay incendio que acabe con eso. Salvo, claro, la conflagración que a todos nos espera, nuestro futuro compartido de fuego y cenizas. Lo cual no puede ser, para un ser tan antimelancólico como Alejandro Mieres, ninguna excusa para la inacción.

Nacimiento de Venus 107x80
Alejandro Mieres Nacimiento, 107 x 80 cm







Mieres

 / Antonio Gamoneda /

[En ocasión de haber intentado alcanzar lo inalcanzable: la ayuda de
William Shakespeare. Algún rastro quedará del vano esfuerzo.]

 

Alejandro vio luz en el temblor de la tormenta; luz quebrándose en las venas del relámpago. Vio la germinación de los límites y la fertilidad de los ángulos. Vio la rasante de los vencejos y la mansedumbre de los centenales. Era la infancia.
                                                                          Vino a Gijón, vino de Astudillo. Vino Alejandro
con su mirada agraria. Trajo un ramo de sueños.
Fue un día al mar y lo pensó pacífico.

  Y el mar abrió los abismos del vértigo.
                                                                Y el vértigo era semejante a un abismo. No. El vértigo era ciertamente un abismo; un cesar incesante. En su hondura hervían transparentes triángulos.
                                                                                                                                         Alejandro rehusó el abismo y levantó la belleza de la geometría profunda. Vio la exactitud de la belleza profunda y pintó su rítmica, y la rítmica era la sucesión serena de todas las formas.
                                                                                                                                       Alejandro pintó la serenidad de la tierra y el polígono de la noche. Obró con sus manos la liberación azul de los rectángulos y llevó el rojo a sus límites.
                                                                        Así, silenciosa y sola, fue la obra pictórica. Más tarde, Alejandro vivió un pensamiento. El pensamiento entendía de justicia y de fraternidad, y de poner serenidad en la tierra, y Alejandro supo que el pensamiento fraterno era también pensamiento pictórico.
He aquí, pues, la geometría y el pensamiento terrestres. Ved la ciudad, los jardines, el monte; ved los pastos y los huertos tranquilos; vedlos latir en un solo tiempo. Ved también que los acantilados están siendo duramente batidos. Dura y triste es la piedra de los acantilados.
                                 Pero silencio. Estoy recordando.
Recuerdo un día. Yo asistí al vértigo. Quizá a un vértigo inverso. ¿Recuerdas, Alejandro?
                                                                                  ¿Recuerdas el rojo en su cumbre, la gran luna ebria, y Cecilia; los ojos de Cecilia?
                                                                    ¿Fue ocasión o causa del instante, de la pura ebriedad lunar, aquella feliz incandescencia?
                                                No me contestes; no quiero saberlo. Deja, por favor, Alejandro, este misterio a mi pobre cabeza visionaria. Gracias.
                                                                                                Salud, Alejandro.
                                                                                                               Pero silencio. Debo brindar.
               Brindo por el polígono de la noche, por el verde pacífico, por el satélite rojo y por la liberación de los rectángulos. Brindo por el pensamiento de la fraternidad. Y por los ojos de Cecilia. Y por tus ojos.
                                                      Salud, Alejandro, amigo mío.
                                                                                                            Acuérdate de la soledad de la circunferencia, acuérdate de mi soledad cismontana.
                                                                           Te espero en el Alto de la Madera. Llévame un rectángulo.
Llévame también un mendrugo. Un mendrugo sagrado de aquel pan tuyo; de la gran hogaza de la fraternidad, precisamente. No te olvides. No tardes.

Arrastre 138x115
Alejandro Mieres Arrastre, 138 x 115 cm

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