La cueva magdaleniense de El Pindal, en Pimiango (Asturias), alberga algunas de las representaciones más sorprendentes del arte parietal paleolítico europeo.
En todas las cuevas que contienen arte parietal paleolítico hay una figura icónica, una representación concreta que se vuelve emblemática por lo especialmente lograda o lo sorprendente. La de Altamira es un famoso bisonte que hizo a Picasso decir que, después de aquello, el arte era sólo decadencia. La de Tito Bustillo es una espléndida cabeza de caballo. Y la de la cueva de El Pindal es la que se conoce como elefante enamorado: un dibujo esquemático, facturado de un solo trazo, de lo que en realidad no podía ser un paquidermo contemporáneo, sino un mamut; y en su centro, una mancha roja y lobulada, exactamente igual que la que nosotros dibujaríamos si se nos pidiese que pintáramos un corazón.
Imposible no dejar volar la imaginación por más que los guías de esta cueva que fue la primera descubierta en Asturias con arte rupestre, allá por 1908, traten de aplacarla apuntando que lo más probable es que el mamut y el corazón fuesen dos dibujos distintos que se superpusieron y no una composición que los relacionara. El elefante/mamut, al que no sólo le brilla el corazón como al reno Rudolph la nariz, sino que parece, pese al trazo único, cabizbajo y alicaído, la larga trompa como derramada en el suelo, pide a gritos una fábula que lo explique. Una fábula que beba de los estudios del profesor Joshua Plotnik, donde se prueba que los elefantes no sólo se enamoran, sino que incluso llegan a morir de tristeza, y que permita al elefante pindalino amar a una elefanta, cazada y muerta quizás por el mismo pintor que, movido por un remordimiento animalista avant la lettre, se hubiera resarcido de él a través del arte.
Lo cierto es que el mamut es una representación muy inhabitual en el arte paleolítico francocantábrico, más aficionado a los bisontes, los caballos y los cérvidos. Esa rareza también invita al noble arte de la especulación libérrima y a ignorar nuevamente a la desapasionada Academia, que enfría el entusiasmo al recordarnos que lo que sabemos del arte paleolítico, la muestra de él que nos ofrecen las cuevas que conocemos, no la seleccionó el paso de los milenios a partir de un criterio de excelencia y representatividad, sino azares climáticos y geológicos que tal vez obraron la casualidad de borrar todos los mamuts, dejando en cambio intactos todos los bisontes. Sea como sea, se da la circunstancia de que El Pindal contiene otra figura inusual: un pez detallista y logrado que, para más inri, no parece inerte, ni muerto, sino nadando. Nos diríamos ante un pintor, o un grupo de pintores, de una sensibilidad especial, capaces de detectar ese hálito de divinidad que inspira el arte en otros animales diferentes a los habituales, y en el inexpresivo pez tanto como en el mucho más humanizable mamut. Está muy desacreditada ya la vieja teoría de que los hombres prehistóricos pintaban aquellos animales que deseaban cazar, a modo de rogativa a sus dioses. Sabemos que comían animales que no pintaban y pintaban animales que sabemos que no comían, por lo que sus motivaciones debían de tener bastante más en común de lo que imaginamos con las de cualquier artista contemporáneo, y que no debían de ser ajenos a la pulsión de arrebatar el carácter efímero y regalar la posteridad a determinado chispazo de belleza.
El visitante que se acerca a El Pindal suele fijarse, más que nada, en estas representaciones animales (que también incluyen bisontes, caballos, dos ciervos e incluso unas astas aisladas), pero no suele reparar en las numerosas figuras simbólicas que la galería también contiene: puntos, bastoncillos, figuras claviformes y laciformes e incluso triángulos. Una de estas composiciones resulta especialmente curiosa: se trata de un haz de seis líneas verticales paralelas, con protuberancias que recuerdan vagamente a un grupo de seres humanos desfilando. ¿Desfilando por qué razón hace entre trece y dieciocho mil años, hacia qué lugar del mundo magdaleniense? Tal vez hacia la caza, y las protuberancias serían armas; o hacia el templo, y las protuberancias serían ofrendas sacrificiales, con lo que volvería a quedar desacreditada la teoría del ruego propiciatorio, ya que ninguna falta haría rogarle al dios que propiciara la creación de un grupo de caza o de feligreses, porque eso ya lo hacían los humanos motu proprio. Por ello, tal vez lo que motivara esa representación fuera, nuevamente, el deseo de plasmación de una hermosura fugaz, que en este caso sería la de un grupo de humanos marchando al unísono en pos de un objetivo común. La hermosura protomilitarista del orden, la de la derrota del individualismo y de la anarquía.
Y luego están los puntos, a veces reunidos en grupos y a veces solitarios. Puntos rojos que uno no puede sino relacionar con el punto azul que la sonda Voyager fotografió hace algunos lustros mientras abandonaba el Sistema Solar, como un Orfeo que se diera la vuelta para contemplar a Eurídice por última vez. Ese punto azul era la Tierra. Algo empezó con aquellos puntos rojos de El Pindal y de otras cuevas que dio en terminarse con lo que representaba aquel punto azul. Algo que puede ser el camino que va del descubrimiento de nuestra grandeza —la de un animal distinto y con conciencia de sí, manifestada en el arte— al de nuestra pequeñez: la de ser nada más que una milmillonésima parte de un ya diminuto y pálido punto azul en medio de un firmamento insondable.

La Voyager, que fue lanzada al espacio con un mensaje para los alienígenas que pudieran topársela y, entre otras cosas, con una muestra selectiva de la historia del arte humano, bien podría haber incluido en ella al elefante enamorado de El Pindal, porque Pimiango (Ribadedeva), la parroquia del oriente de Asturias, ya casi lindante con Cantabria, en la que se halla enclavada la cueva, no podría sino interesar a cualquier grupo de extraterrestres que quisiera venir a conocer las excelencias de este planeta. Pimiango es un paraje anfractuoso y extraño que, colgado de cantiles vertiginosos y de formas caprichosas sobre el Cantábrico, pero a escasa distancia de los majestuosos Picos de Europa, las condensa todas de algún modo: la cueva ya glosada; la «belleza bravía» del entorno natural —decía Eduardo Hernández-Pacheco—; una casa-palacio nobiliaria del siglo XII; el melancólico faro de San Emeterio, y las ruinas de un pequeño monasterio cisterciense, el de Tina, que harían las delicias de cualquier pintor romántico, pues se yerguen entre malezas en el claro de un bosque exuberante y numinoso. El lugar, al que se accede por una corta senda que parte de una ermita más moderna al lado de la cueva del Pindal, tiene su origen en el siglo VII y VIII y fue en primer lugar un cenobio eremítico, erguido en la época en que un cristianismo apocalíptico abogaba por abandonar el siglo y retirarse a los parajes más aislados posible para consagrarse plenamente a la vida espiritual.

Cuando se visitan las ruinas y se conoce ese origen como retiro ascético, emerge una duda razonable: ¿sería ese el caso de los pintores de El Pindal? ¿Encontrarían ellos también en aquella cueva un lugar donde cultivar con tranquilidad, lejos de todo y de todos, una espiritualidad novísima y distinta, que viese humanidad y dignidad en los elefantes tal como los primeros cristianos la veían en las prostitutas y los esclavos? Chissà.
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