«En gran medida, las mujeres siguen sin tener la habitación propia en la que escribir que reclamaba Virginia Woolf»
A juicio de Isabel Carrera sigue siendo válida, casi un siglo después, la famosa reivindicación de Virginia Woolf de Una habitación propia para que las mujeres, entre otras cosas, leyeran y escribieran. Es indudable que se ha avanzado mucho en el proceloso camino de la igualdad entre sexos, admite, pero las losas que pesan sobre la capacidad creativa de las mujeres y el reconocimiento social de las escritoras siguen siendo muchas y pesadas: desde la abrumadora masculinidad de la crítica, los jurados y las tertulias hasta el hecho de que muchas mujeres no reciban apoyo de sus maridos, y deban escribir en los escasos ratos libres que les dejan las tareas domésticas. Carrera es doctora en Filología Inglesa y directora del Máster de Género de la Universidad de Oviedo. Ha dedicado su carrera académica a estudiar las literaturas periféricas del mundo anglosajón, y en especial la caribeña, la canadiense, la australiana y la neozelandesa. También la africana, que vive un momento fértil impulsada por figuras como Chimamanda Ngozi Adichie, NoViolet Bulawayo o Inua Ellams. Explica Isabel Carrera, criada en Toronto y cuya formación se desarrolló en Glasgow —donde estudió el Lowlands scots, la lengua germánica del sur de Escocia— que estas letras distintas y distantes le interesan porque, aunque conocen y respetan el canon occidental, lo renuevan constantemente con interesantísimas miradas locales. De todo esto se hablará en esta entrevista que se celebra en su despacho del campus del Milán, de cuyas paredes pende, entre otras cosas, una gran ampersand (el signo «&») que bien podría condensarla: tanto las literaturas periféricas que Carrera estudia como la durmiente potencia y la silenciada vigencia creativa de las mujeres podrían caer dentro de una gigantesca y negada conjunción copulativa.
Pregunta.- ¿Por qué la literatura inglesa? ¿Qué caminos le llevaron a escoger este campo intelectual concreto?
Respuesta.- Yo viví en Canadá algunos años cuando era pequeña, porque tengo familia emigrante allá, de generaciones atrás. Y mi primera escuela fue en Canadá. De pequeña, ya hablaba inglés. Y cuando volví a España, me daba una vergüenza terrible hablarlo, si me hubieran dicho a los diez años que acabaría dedicándome a algo que tuviera que ver con el inglés, no lo hubiera creído. Pero seguía leyéndolo, y me gustaba mucho. Cuando llegó el momento de escoger qué estudiar, dudé entre la Historia, que también me gusta mucho, y la Filología Inglesa. Y me decanté por esta última, pero, por ejemplo, me interesó mucho la sociolingüística, que entonces se llamaba dialectología, porque me permitía conectar con la gente, con lo social… En general, mi idea siempre ha sido ésa, buscar una conexión con la sociedad que la literatura también posibilita.
P.- Después de terminar la carrera vivió unos años en Escocia, ¿no es cierto?
R.- Estuve tres años de lectora en la Universidad de Glasgow, sí. Y allí me empecé a interesar mucho por la literatura escocesa, pero no sólo por la escrita en inglés, sino también por la escrita en scots, una lengua germánica hablada también en el sur de Escocia (en el norte se habla gaélico) y que tenía ciertos paralelismos con el asturiano, porque algunos la consideraban un mero dialecto del inglés, pero otros luchaban por una oficialidad o semioficialidad. Hice mi tesina sobre eso.
P.- ¿Cuánto da de sí la literatura en scots? ¿Hay obras de altura, o nada más que piezas costumbristas o folclóricas, como tantas veces sucede con las lenguas minoritarias y sujetas a procesos de diglosia?
R.- No, no, hay de todo. Yo, de hecho, en algún momento pensé en hacer un estudio comparado entre el scots y el asturiano, pero encontré la dificultad de que, en aquel momento, había mucha más literatura en scots. Glasgow, a pesar de ser una ciudad industrial, tenía una vida cultural muy fértil, y se escribía mucho. Y sí, hay de todo. Su poeta más internacional es Robert Burns, y es verdad que se lo ve como folclórico y que en su momento existió esa idea de que el scots sólo valía para hacer poemas humorísticos, pero también tienen a gente como Jackie Kay, una escritora maravillosa de Glasgow que, además de un gran sentido del humor, tiene una historia muy curiosa. Ella fue adoptada en los sesenta por una familia comunista de Bishopsbriggs, un suburbio de Glasgow, pero era hija biológica de un nigeriano y de una chica del norte de Escocia que la tuvo que dar en adopción porque en aquel momento eran impensables esos mestizajes. Incluso en Glasgow chocaba, porque allí hay mucho menos multiculturalismo que en Londres. Empieza a haberlo ahora, igual que en Edimburgo, pero el proceso ha sido mucho más lento. El caso es que ella utiliza mucho todo eso en sus poemas. El que la hizo famosa, The adoption papers, que publicó en 1991, consiste en tres voces que se van intercambiando: la de su madre adoptiva, la de su madre biológica y la suya. Las madres hablan en un Glaswegian scots muy cerrado y la hija en uno menos fuerte, pero ella utiliza el scots de una manera totalmente natural. Yo siempre he querido traducir ese poema, que es muy largo y narrativo, pero es difícil, porque cuesta encontrar una manera de trasladar al español esa dialectalidad tan característica. Creo que ahora lo está haciendo alguien en Madrid, y me alegra mucho, porque Kay no es muy conocida en España todavía, y la verdad es que merece serlo.
P.- En general, a lo largo de su carrera, le han interesado las literaturas anglosajonas que no son ni la británica, ni la estadounidense.
R.- Es algo que en parte debo a mi infancia canadiense. En las titulaciones de Filología Inglesa, cuando yo estudiaba, sólo se nos enseñaba eso mismo: la literatura británica y la estadounidense. Ni siquiera llegábamos a lo contemporáneo, porque era una forma muy tradicional de enseñar la que había. Pero a mí sí me gustaba mucho lo contemporáneo y sí me gustaban esas otras literaturas. Me gusta mucho la literatura británica, y de hecho últimamente estoy trabajando mucho sobre libros ambientados en Londres, pero no la veo de forma aislada y no me interesa sólo ésa. He trabajado sobre todo lo que se llama literaturas poscoloniales: Canadá, Caribe, Australia y algo Nueva Zelanda, y especialmente literatura escrita por mujeres. Y me interesan mucho las interacciones, las intersecciones, que de hecho es el nombre del grupo de trabajo que dirijo aquí en Oviedo: Intersecciones. Nada existe nunca de manera independiente: hay siempre múltiples factores que se imbrican e interaccionan, y yo, cuando estudio a autoras, no las miro sólo desde la perspectiva feminista, aunque la utilice siempre, sino que atiendo también a otras cosas, porque la subjetividad de una persona es una cosa muy compleja.
P.- Se suele señalar que ése es uno de los grandes aportes del feminismo y de los estudios de Género: haber abierto el camino, en tanto que nueva perspectiva de las cosas, a otras nuevas perspectivas de las cosas. La idea es que la opresión que las mujeres sufren las hizo sensibles —las feministas, al menos— a otras opresiones aunque no las sufrieran directamente.
R.- Sí, sí. Y ya desde muy temprano. En el siglo XIX, por ejemplo, apareció de manera incipiente un feminismo negro que señalaba que, aunque las mujeres ya habían empezado a organizarse y a exigir derechos, en ese movimiento inicial predominaban aquellas mujeres blancas que tenían una educación, un tiempo libre y un estatus social que les permitían movilizarse, pero no se integraban ni atendían los problemas de las mujeres negras. Hay un famoso discurso de mediados del siglo XIX de Sojourner Truth, una abolicionista afroamericana, que se conoce como Ain’t I a woman? porque en él Truth iba repitiendo constantemente esa pregunta: «¿No soy yo una mujer?». A partir de aquello fueron apareciendo y empezando a hablar muchas otras mujeres que decían que sus problemas no eran exactamente los que movilizaban al feminismo al uso. Por ejemplo, cuando las mujeres blancas pedíamos aborto libre y gratuito, las mujeres negras en Estados Unidos y muchas africanas pedían que se persiguiesen y se detuviesen ciertas políticas racistas de esterilización forzada que muchas veces se llevaban a cabo sin el conocimiento de las mujeres afectadas.
P.- Unas querían poder no ser madres y otras poder serlo.
R.- Claro. Desde un punto de vista abstracto, el feminismo lucha contra una estructura patriarcal que hace que prime lo masculino sobre lo femenino, pero a la hora de llevar esa lucha a la práctica, te encuentras con una casuística muy variopinta. En el caso que comentaba del aborto, se podía decir que todas luchábamos por el control sobre nuestra propia maternidad, pero más allá de eso, no es lo mismo un movimiento que pide el aborto que otro que pide que se detengan las esterilizaciones forzadas. Pero sí, volviendo a tu pregunta inicial, el feminismo abrió el camino a otras luchas, y es un movimiento mucho más integrador que otros. Siempre que aparece una perspectiva nueva hay debates duros, no es que no los haya: no hay más que ver lo vivo que está siendo el desatado en torno a la maternidad subrogada, o lo que ha venido siéndolo el del velo islámico. Pero se resuelven rápido, porque cuando uno conoce lo que es ser discriminado por algo, se vuelve mucho más sensible a las discriminaciones de otros. Sucedió con la problemática racista y ahora mismo, por ejemplo, sucede con la cuestión de la discapacidad. Yo, después de venir de Glasgow, era la única que hablaba de estas cosas aquí, pero ya no es así: ahora hay muchas más personas que lo entienden.
Ingleses periféricos
P.- A nivel personal, ¿qué autores y autoras anglosajones le han marcado más a lo largo de su vida? ¿Qué escritores y escritoras tienen un hueco especial en su santoral personal?
R.- Hay una a la que le tengo especial cariño, que es Margaret Atwood.
P.- Es la autora de El cuento de la criada, tan de moda ahora gracias a la exitosa serie que la ha adaptado, ¿no?
R.- Ahora es muy conocida, sí, pero cuando yo empecé a enseñar sus obras en clase no lo era en España. Estaba traducida al castellano, pero no se la leía apenas. Empezó a leérsela más después de que le dieran el Premio Príncipe de Asturias en 2008. El Nobel se le resiste: la proponen año tras año, y todo el mundo pensaba que iba a ser el primer Nobel canadiense, pero hace poco se lo dieron a Alice Munro, por lo que será difícil que se lo den a Atwood.
P.- Es difícil que se lo den a dos mujeres canadienses en muy poco tiempo, sí.
R.- Y es una pena, porque a Munro es otra escritora magnífica, pero, francamente, no tiene la profundidad ni la capacidad de dominar todos los géneros que tiene Margaret Atwood. Atwood tiene novelas y ensayos verdaderamente magníficos, pero a mí casi me gustan más sus poemas y sus relatos breves. Y además tiene una dimensión política muy interesante y muy bien trabajada. En ningún momento puedes coger un libro suyo y decir, como a veces se dice de lo que tiene una carga social o política, que es un panfleto. Nada en ella lo es, porque su conciencia política es muy compleja.
P.- La mezcla de feminismo y ecologismo que desprende El cuento de la criada es muy interesante.
R.- A Atwood el tema ambiental siempre le ha preocupado mucho, y además de novelas tiene ensayos magníficos sobre ello y también sobre literatura, sobre Canadá, sobre cuestiones económicas… Es un nivel impresionante el suyo, y es que además su maestría literaria es enorme. Todo lo que hace tiene niveles de lectura muy complejos. Ella, en su día, estudió en Toronto con Marshall Macluhan y Northrop Frye, que era un crítico que hacía estudios comparados de mitos del mundo; y Atwood suele decir que le influyó mucho eso y también su infancia, que fue muy particular. Su padre era entomólogo, y la familia se pasaba a veces varios meses en los bosques canadienses, por lo que Atwood pasó toda su infancia mitad en entornos urbanos, mitad en la zona salvaje de Canadá, donde leía muchísimo y sobre todo los cuentos de los hermanos Grimm, que le regalaron cuando era pequeña y que como sabes son tremendos. Esa influencia es muy evidente en su obra, donde es muy frecuente la estructura del cuento, que además tiene mucho éxito, porque aunque el lector no esté atento a esas cuestiones estructurales que interesan a los amantes de la literatura, la parte narrativa no deja de engancharle. Ahora, como dices, está teniendo un éxito enorme con dos adaptaciones de obras suyas: El cuento de la criada, que yo todavía no he visto pero me han pasado trozos y parece espectacular, y Alias Grace, que es la historia de una mujer que trabajaba como criada y a la que acusan de asesinar a sus jefes y otro relato muy complejo, porque es la narración que ella hace desde la cárcel y nunca sabes si te está contando la verdad o no. En fin, yo me alegro mucho por Atwood. No es que no tenga reconocimiento: es una autora muy, muy reconocida en el mundo anglófono, pero por alguna razón no acababa de serlo tanto como merecía. Ella, por cierto, dice que no escribe ciencia-ficción, sino que lo que hace es simplemente futurista.

P.- Esa sensación tenía yo viendo la serie de El cuento de la criada (el libro no lo he leído): esto parece inimaginable, una distopía imposible, pero puede pasar. Un poco lo que sucede también con la serie Black mirror.
R.- Sí, y es curioso, porque ése es un libro relativamente antiguo que sin embargo, en su momento, allá por los años ochenta, no se relacionó con el presente de una forma tan clara como ahora. El momento Trump también ha influido en eso, claro.
P.- ¿Qué más autores y autoras le interesan?
R.- Pues mira, otro que siempre me gustó mucho es Kazuo Ishiguro, a quien no esperaba que le dieran el Nobel, porque no sabía ni que lo habían propuesto alguna vez. Me alegré mucho por él. Pero bueno, en general, a mí me interesan los autores y autoras periféricos; gente que no es central y que en consecuencia escribe conociendo el canon occidental, pero incorporando a él perspectivas y experiencias diferentes. Por ejemplo, a mí me impresionó mucho en su momento empezar a leer a algunas novelistas neozelandesas, como Patricia Grace, que es de origen maorí y plasma en sus novelas la concepción del tiempo maorí, que no es lineal, ni circular, sino con forma de espiral. Y es una concepción muy sugerente, porque la concepción circular significa todo esto de que la historia se repite y nos hace perder de vista las diferencias que siempre hay entre cualesquiera procesos históricos por más similares que nos parezcan, y la lineal es esa idea según la cual todo lo que es progreso está bien, que es algo que todas estas culturas nos afean, porque a veces el progreso significa matar las cosas más humanas y más interesantes. La espiral significa que a veces se vuelve sobre lo anterior, pero que lo que se ha avanzado nunca se pierde del todo.
P.- Creo haber leído alguna vez que los maoríes no tienen cuatro, sino dieciséis puntos cardinales, y que eso les hace orientarse muchísimo mejor que nosotros.
R.- Pues es probable, porque los maoríes estaban eminentemente orientados al mar, por lo que necesitaban mucha mayor precisión que nosotros. Eso es algo que los diferencia de los aborígenes australianos, que eran eminentemente terrestres y se explicaban a sí mismos fundamentalmente en relación a la tierra. Los mitos maoríes, en cambio, siempre tienen que ver con animales como la ballena; y los maoríes tenían conocimientos sobre las ballenas que en su momento parecían fantasía cuando aparecían reflejados en la literatura, pero que la ciencia demostró después que eran correctos: por ejemplo, el hecho de que las ballenas se comunican entre sí, igual que los delfines. Esa orientación al mar también la hay en el Caribe, pero allí es muy distinta, porque los antepasados de los actuales habitantes del Caribe llegaron al Caribe en barcos esclavistas.
P.- El mar de los caribeños no es un espacio de libertad, sino todo lo contrario.
R.- Claro. Y la literatura caribeña, al menos la de la primera generación de escritores tras las independencias de todos esos países (gente como Derek Walcott), eso también lo reflejó en su literatura. Era una generación a la que en el colegio se le había impartido una historia que no incluía la esclavitud, que ni siquiera sabía que era descendiente de esclavos, y se preocupó mucho, cuando empezó a escribir, de rescatar esa memoria que se les había robado. Sucedía un poco lo que en la escuela franquista con la República y la guerra civil, que era también una historia hurtada a la que uno sólo accedía si se la contaban en casa, y que después hubo cierta obsesión por contar. El caso es que hoy ha cambiado un poco el panorama en ese sentido. No es que el tema de la esclavitud haya desaparecido de la literatura caribeña o que haya pasando a negársele su importancia, ni mucho menos, pero el mar ha pasado a verse de otro modo y ahora, por ejemplo, se habla mucho del Atlántico negro, un concepto acuñado a principios de los años noventa por un crítico inglés, pero de origen guyanés, llamado Paul Gilroy, y que alude a las conexiones e intercambios culturales y de todo tipo que ha habido siempre entre el Caribe, África y las diásporas negras de toda la zona atlántica. El símbolo más potente vuelve a ser el barco, que aunque fuera el que llevaba los esclavos de un lado al otro del océano, también es un símbolo de esas conexiones y por lo tanto de la solidaridad entre todos esos grupos que tienen un pasado común pero carecen de una verdadera patria debido al desarraigo que provocó la esclavitud. Volviendo a tu pregunta, sí, a mí me interesa de este mundo, sobre todo, cómo renuevan las estructuras literarias. Por ejemplo, toda esta vuelta a la oralidad que está habiendo en la poesía tiene su origen en la poesía caribeña, que a su vez bebía de la oralidad africana. ¿Sabes lo que es la dub poetry?
P.- No. Cuénteme.
R.- Es un estilo que tuvo su origen en Jamaica en los años setenta y que consistía en recitar versos —pero no improvisados, sino memorizados— sobre una base de música instrumental reggae, jazz, funk, rock… Tuvo mucho éxito y después se internacionalizó saltando a todas las diásporas caribeñas, que lo convirtieron en un vehículo de crítica social de la discriminación racial, el paro o la brutalidad policial, que era terrible y que sólo se ha reconocido recientemente. Aquí vino hace algunos años (lo trajo Pepe Colubi, que era muy aficionado y, por cierto, había sido alumno nuestro) Linton Kwesi Johnson, uno de los grandes exponentes del género. Él ya tiene más de sesenta años, pero parece que se hubiera bebido el elixir de la eterna juventud (risas). Y recita sus poemas con una voz muy suave, pero contando unas historias tremendas: todas esas cosas de parar a los negros por la calle sin ningún motivo y darles unas palizas de muerte. Pues bien, hoy ese tipo de performatividad poética ha saltado a otros lugares. Yo, por ejemplo, estuve hace poco en Londres en un recital de poetas nigerianos que viven en el Reino Unido que me pareció una maravilla. Nosotros trajimos aquí a uno de ellos en abril del año pasado: Inua Ellams, que es un tipo con una historia bastante alucinante. Él nació en Nigeria, pero la familia tuvo que exiliarse al Reino Unido cuando él tenía doce años debido a que su madre era cristiana y su padre musulmán, una mezcla que allí, ahora mismo, es explosiva. Había desaparecido un tío suyo en circunstancias misteriosas y ellos decidieron irse. Se establecieron en Londres, pero no les acababan de dar los papeles, y cuando empezaron a ver que los iban a expulsar se fueron a Dublín, donde se enteraron de que no les habían dado los papeles porque el sitio al que habían llevado los pasaportes y los certificados de nacimiento los estaba revendiendo. Después tuvieron también que irse de Irlanda, ¡porque empezaron a recibir amenazas de muerte del entorno del Sinn Féin!
P.- ¿Sí? ¿Por qué?
R.- Pues por lo mismo por lo que ahora se agrede a los refugiados y por lo mismo por lo que su familia había tenido que irse de Nigeria… El multiculturalismo y el mestizaje no sólo despiertan ira en esos países: también aquí. Europa también es un sitio muy terrible en muchos sentidos.
P.- ¿Adónde se fueron los Ellams entonces?
R.- A Londres otra vez, y ahora Ellams vive allí. Él organiza una vez al año una cosa que se llama Midnight Run y que consiste en dar un paseo nocturno por Londres con paradas en las que se hacen recitales de poesía, pequeñas representaciones teatrales, juegos de equipo… Como ves, es una persona totalmente integrada en la vida londinense. Ha llegado a ser recibido por la reina Isabel. Y sin embargo, sigue sin tener totalmente regulada su situación.
P.- En general, ¿qué se puede decir ahora mismo sobre las literaturas anglosajonas periféricas? ¿Qué está pasando por allá, a quiénes hay que seguir?
R.- Están pasando muchas cosas, y por suerte ahora empezamos a poder seguirlas también en España, porque se traduce mucho más de lo que se traducía. En general, lo más interesante de lo que está pasando es la emergencia de lo transnacional, las interconexiones que se están trabando entre escritores y escritoras de distintos países que se conocen entre sí, están al tanto de lo que hacen los demás y dialogan. Cada vez hay menos personas que nunca se mueven de su sitio, pero también hay menos personas que emigren y no vuelvan a sus países. Ahora lo que hay es mucha gente que está constantemente moviéndose de su país de origen al de adopción y viceversa, y eso hace que, aunque accedan a lo universal, nunca pierdan de vista lo local. De todas formas, hoy por hoy sigue siendo cierto que el éxito sólo te llega cuando publicas en Estados Unidos o el Reino Unido, y que lo que interesa en esos países está muy sujeto a modas. Ahora, por ejemplo, están de moda los autores africanos, y cualquier autor o autora africano que es publicado en Estados Unidos tiene garantizado el éxito, y no sólo de ventas, sino también en cuanto a estos tours universitarios que se hacen en Estados Unidos y que reportan muchísimo dinero a los escritores. Concretamente, ahora mismo hay unos cuantos autores nigerianos muy buenos. El caso más conocido es el de Chimamanda Ngozi Adichie, una autora de unos cuarenta años que nació en Nigeria y que se fue a estudiar comunicación y ciencias políticas a Estados Unidos cuando tenía diecinueve. Su primer libro famoso fue Medio sol amarillo, una novela que se desarrolla durante la guerra de Biafra. Y ella se hizo muy conocida en su día con una de las primeras charlas TED, que se tituló The danger of a single story.
P.- «El peligro de una sola historia». ¿A qué se refería?
R.- Ella contaba cómo cuando llegó a Estados Unidos, a ella, que era de clase media-alta, hija de profesores de Universidad, su compañera de piso le preguntaba cosas como si tenían neveras en África: esa idea de que en África todos son pobres. Pero también contaba cuánto le sorprendió a ella un día ir al pueblo de un sirviente que tenían en casa —lo cual ya indica el nivel socioeconómico de su familia— y descubrir que allí escribían unos textos preciosos: ella también estaba sujeta a la historia única y pensaba que aquella pobre gente no existía más que para ser sirvientes. Y después, en la charla, explicaba cómo eso de la historia única afecta a cómo escribe ella y a cómo la leen. En Occidente solemos acceder a esta clase de autores esperando hacer un viaje exótico o etnográfico, y eso a ellos, claro está, no les gusta: están cansados de que no se hable de literatura cuando se habla de sus obras, sino que se preste atención a otras cosas. Chimamanda Ngozi Adichie, después, hizo otra charla TED que se tituló «Todas deberíamos ser feministas» y que está muy bien, porque explica cómo en su caso confluyen, a la hora de marginarla, su condición de mujer y la de negra, que además es una condición que ella sólo se topó cuando se estableció en Estados Unidos, porque en Nigeria nunca se había visto como negra.
P.- Allá, donde la inmensa mayoría de la población es negra, la etiqueta no tiene sentido.
R.- Claro. De eso también habla en su última novela, que se titula Americanah, con hache al final, porque eso es lo que llaman en Nigeria a los que estuvieron en Estados Unidos y vuelven. Va sobre una joven nigeriana, Ifemelu, que va a Estados Unidos a estudiar en una universidad de Filadelfia y que no sólo se descubre a sí misma allí como negra, sino que descubre también, a través de unos familiares suyos que habían emigrado antes, que los negros tienen que hacerse a sí mismos ciertas adaptaciones para conseguir respetabilidad, trabajo, etcétera: por ejemplo, alisarse el pelo, que para una mujer negra es un proceso muy engorroso que comporta planchárselo con paciencia y echarse toda clase de químicos y productos. Ella tiene un blog y dice, entre otras cosas, que Barack Obama no hubiera ganado las elecciones si Michelle no se estirara el pelo, porque Estados Unidos ya estaba preparado para tener un presidente negro, pero no para una first lady con el pelo a lo afro. Fíjate, yo, cuando salió elegido Obama, estaba en Nueva Zelanda, y le dije a una compañera de allí: «Huy, ese pelo, tiene que ser que lo estira, ¿no?». Ella me dijo: «¡Pero bueno! ¿Cómo te fijas sólo en lo estético?». No me preocupaba lo estético: me resultaba llamativo que Michelle, que era un modelo magnífico y muy positivo en tantos aspectos, no hubiera sido capaz de no estirarse el pelo.
P.- Obama no es negro, sino mulato —su madre era blanca—, y Michelle, que es de tez más morena y, a diferencia de su marido, descendiente de esclavos, no fue capaz de naturalizar todos los rasgos de su negritud. Se ha avanzado mucho, pero el racismo continúa latente, y sigue siendo bastante inimaginable una pareja presidencial negra con todas las de la ley.
R.- Sí, en Estados Unidos, cuando estaban enfadados con Obama, decían que Obama en realidad no era negro. No sabían lo que venía detrás, y ahora se dan cuenta de que sí, de que Obama algo negro era. Pues bueno, Chimamanda Ngozi Adichie es muy interesante. Y el otro nigeriano de moda es Teju Cole, que escribió una novela titulada Ciudad abierta que también es muy interesante, porque va de un joven psiquiatra nigeriano que deambula por las calles de Manhattan y va reflexionando sobre literatura, arte, música, sus relaciones personales… Y mira, para que veas lo que comentaba de las modas. El año pasado, en abril, hicimos aquí un congreso titulado Performing the urban: embodiments, inventories, rhythms al que intentamos traer a Chimamanda Ngozi Adichie —pero no pudo venir— y al que también queríamos que viniera Teju Cole, porque Ciudad abierta encajaba muy bien con el tema. Yo hablé con su agente, le propuse que Cole diera una conferencia, el agente me dijo que genial y entonces le pregunté cuánto nos costaría traerlo. Le entendí seventeen hundred, o sea, mil setecientos euros, y le dije que me parecía razonable. De hecho, esperaba algo más. El caso es que había entendido mal: el agente me había dicho seventeen thousand.
P.- O sea, diecisiete mil euros. ¡Uf!
R.- Diecisiete mil quinientos, para ser exactos. ¡Era el mínimo de lo que Cole cobraba por conferencia! Eso se nos salía completamente de presupuesto, y yo, entonces, le dije al agente que de ninguna manera, que nosotros éramos una Universidad, no una institución privada, y que no podíamos permitírnoslo. Entonces él me explicó que lo que pagaba el círculo universitario de Estados Unidos era de ahí para arriba. Y el caso es que nosotros, hace un montón de años, habíamos hecho otro congreso del mismo tipo al que no nos había costado nada traer a varios autores africanos de la misma sociedad. Venían por cuatro duros. Mira, hay otra chica muy interesante, en este caso de Zimbabue, que se llama NoViolet Bulawayo. ¿Dónde vive? En Estados Unidos, igual que Zadie Smith, otra escritora magnífica, en este caso jamaicana, autora de Dientes blancos. Están todos allá y no, por ejemplo, en el Reino Unido, donde también podrían vivir bien, porque el circuito que realmente absorbe y paga bien a los autores es el estadounidense. En realidad, seguimos occidentalizando el canon, porque si no te publican las editoriales británicas o estadounidenses o no te llevan a una universidad de uno de esos dos países, es muy difícil que te lean. Ocurre incluso con autores australianos.
P.- ¿Sí?
R.- Sí, porque Australia es un sitio occidental, pero como a los escritores de allí no los llevan tanto a Estados Unidos, tienen menos repercusión. Peter Carey sonó algo durante algún tiempo, pero nada más. Y sin embargo sí que sonaban muchos escritores caribeños, porque cuando yo empezaba a interesarme por estas literaturas, la literatura de moda era la caribeña: Derek Walcott, que era de Santa Lucía; V. S. Naipaul, que es de Trinidad, aunque de origen indio, y también fue premio Nobel, etcétera. Ahora, como decía, toca África, pero esa África pasada por el tamiz estadounidense. Hace poco hubo una polémica muy interesante provocada por una autora ghanesa, Taiye Selasi, a la que se le ocurrió escribir en un medio digital dos páginas en las que acuñaba un término que describe muy bien lo que es esta generación de africanos que o bien estudiaron fuera, o bien ya nacieron en Estados Unidos o el Reino Unido pero son hijos de africanos: afropolitans, «afropolitas». La cosa creó un gran revuelo. También sucedió lo que te podrás imaginar: empezó incluso a comercializarse ropa afropolitan.

P.- ¿Por qué la polémica?
R.- Porque gente como Chimamanda Ngozi Adichie, que encajaría muy bien en la definición de Selasi, dice que ella no necesita ser afropolita; que es africana y punto, y que está contenta de serlo. Yo entiendo lo que dice Adichie, pero a mí me gusta mucho el término, porque combate el estereotipo del africano pobre e inculto. Esta gente tiene una cultura que a veces está muy por encima de la de muchas personas supuestamente cultas de acá, en gran parte porque les ocurrió lo que suele ocurrir a los hijos de emigrantes: que sus padres quieren que sus hijos estudien y se obstinan en que lo hagan. Por otro lado, el término refleja bien eso que yo comentaba antes de la capacidad de establecer un diálogo entre el canon y las miradas locales. Esta gente a veces adopta una escritura realista muy clásica y a veces rompe mucho las estructuras de la literatura. Y a mí también me gusta cuánto están enriqueciendo la lengua inglesa. El inglés caribeño, por ejemplo, es muy interesante, porque allí, a diferencia de en África, no hay lenguas locales debido a que los indígenas desaparecieron y a los esclavos se les prohibía que utilizaran sus lenguas maternas; y entonces lo que habla todo el mundo es inglés, pero un inglés enriquecido con aportes de todas las lenguas de la zona y de las africanas. Y los escritores caribeños suelen moverse con muchísima soltura entre el inglés estándar de sus países, otro inglés más dialectal y el creole, que es un poco el equivalente del scots en el Caribe: una lengua de matriz inglesa pero con rasgos gramaticales propios y un léxico muy variopinto procedente del francés, del español y de las lenguas africanas. A mí eso que se dice a veces de las lenguas ricas y esos debates sobre si es más rico el inglés o el español siempre me han molestado un poco, pero lo cierto es que ahora mismo el inglés es una lengua riquísima. Por otro lado, otra cosa que a mí me interesa es que es difícil que todos estos autores y autoras de los que te estoy hablando no tengan en cuenta asuntos sociales, aunque no siempre sea así. Sucede incluso con los autores australianos y canadienses, que aunque son países muy privilegiados tienen debates muy intensos sobre la multiculturalidad y la integración de sus aborígenes. Canadá fue uno de los primeros sitios que discutió a fondo el multiculturalismo y diría que el primero en recoger la multiculturalidad en su Constitución, en 1988.
P.- Todo aquel debate sobre las founding nations que pretendía desbritanizar el país y aplacar el independentismo quebequés reconociendo la ascendencia francesa del país, pero que hizo a los indígenas levantarse diciendo que si en Canadá había unas founding nations eran las suyas, ¿no es así?
R.- Sí, sí. Yo lo recuerdo bien. Era la época en la que yo empezaba a interesarme por la literatura canadiense y seguí aquel debate con mucho interés. Y sí, al momento de votar aquella modificación, que se conocía como Acuerdo del Lago Meech, un representante de la provincia de Manitoba, Elijah Harper, creo que el único indígena, levantó una pluma de águila para mostrar su oposición y empezó a destriparles la enmienda. Dijo: «Oigan, ¿cómo que las primeras naciones de este país son la británica y la francesa? Y nosotros, ¿dónde estamos?». Hubo que recalcularlo todo. Y el caso es que todos estos debates, al ser tan vivos, no preocupan sólo a los directamente afectados. Una de mis autoras canadienses preferidas, a la que hemos traído muchas veces, se llama Aritha von Herk y es descendiente de holandeses y más blanca imposible, pero sus novelas también reflejan estas cosas.
Aún sin habitación propia
P.- Ha dedicado buena parte de su trabajo a estudiar la novelística femenina. Basándose en sus estudios, ¿ha llegado a alguna conclusión sobre si hay algo que distinga colectivamente a las novelistas mujeres con respecto a los novelistas hombres?
R.- Tanto como una voz específica no, pero sí que hay una tendencia entre las escritoras, lógica por otro lado, a representar a las mujeres de una manera más rica, más diversa, menos reiterativa. Cuando uno mira la literatura masculina que se hizo hasta la fecha en que las mujeres escritoras empezaron a no ser figuras excepcionales, se encuentra a las mujeres casi exclusivamente representadas en tanto que madres y esposas, por más que incluso en esas épocas hubiera otras feminidades y mujeres que desempeñaran otros roles. E incluso cuando se representaba a mujeres que se salían del papel social que se les había asignado, esos personajes femeninos casi siempre se morían o se suicidaban al final. La mirada masculina no daba para más. Ahora las perspectivas son mucho más variadas. Cada vez hay más y mejores personajes femeninos, que es algo que se ve muy bien en el cine.
P.- El famoso test de Bechdel, según el cual apenas hay películas que cumplan tres requisitos: que aparezcan al menos dos personajes femeninos, que esas dos mujeres se hablen la una a la otra en algún momento y que esa conversación no trate de algo distinto a un hombre.
R.- Claro, claro. Hay películas enteras en las que prácticamente no salen mujeres, y muchas otras en las que las mujeres son personajes muy planos, algo que sucede incluso en películas hechas para mujeres: o todas se divorcian, o todas se van de compras, o… No hay apenas películas que representen verdaderamente la complejidad de las mujeres. Y en la literatura pasaba lo mismo. Eso está empezando a cambiar ahora y lo están cambiando sobre todo las escritoras, algunas de las cuales incluso van más allá y consiguen algo que yo considero importante: traspasar la barrera del género; dejar de distinguir de forma binaria lo masculino de lo femenino y de polarizar papeles, de tal forma que los hombres y las mujeres puedan ser distintos pero no necesariamente lo sean. Lo que yo creo que las mujeres aportan a la literatura es eso: una nueva perspectiva de las cosas que no tendrían por qué tener pero tienen, porque lo masculino y lo femenino siguen siendo esferas muy separadas. Sucede lo mismo con la raza: lo lógico y lo deseable sería que uno no escribiera distinto por ser negro, pero el caso es que suele ser así, porque la experiencia más o menos traumática de la negritud y de lo que significa en tanto que motivo de opresión, marginación, etcétera, te hace tener una perspectiva diferente de las cosas.
P.- Las razas no existen científicamente, pero sí que existe una vivencia de ese artificio que es la raza que acaba naturalizándolo. Los activistas antirracistas utilizan el adjetivo racializado/a para referirse a las personas no blancas. No tienen raza, pero sí que han sido objeto de un proceso de racialización que hace que la raza se viva aunque no se tenga.
R.- Claro, la raza existe porque existe el racismo. ¿Qué más le da a un negro al que le tiran piedras por la calle que le digas que no tiene que preocuparse por la raza, porque las razas no existen? Él te dirá: «Ya, ya, pero la gente que me tira las piedras cree que sí existen, y que no existan no hace que dejen de tirármelas», ¿entiendes? Pues bien, a un nivel quizá menos obvio, quizá más sutil, eso también ocurre con las mujeres. De manera a veces consciente y a veces inconsciente, a las mujeres se nos impone y se nos presupone una serie de papeles. Y eso nos otorga una perspectiva distinta de las cosas aunque no debiéramos tenerla.
P.- En los últimos veinte años, sólo una mujer ha ganado el Premio Nacional de Narrativa, y fue hace dos años, cuando lo ganó Cristina Fernández Cubas. Nadie lo ganaba desde 1995, cuando lo había hecho Carme Riera. El Cervantes lo han ganado cuatro mujeres y 37 hombres. El Nobel ha premiado a 13 mujeres y 100 hombres. ¿Por qué semejante desequilibrio? ¿Se debe más a una invisibilización explícita de las mujeres escritoras o a que, debido a una carencia de estímulos, ayudas y facilidades para que las mujeres escriban, hay muchas menos escritoras que escritores?
R.- Yo creo que esa disculpa ya no existe, porque ahora hay muchas y muy buenas mujeres escribiendo. Durante mucho tiempo no las hubo, es cierto, y eso puede explicar que los premios a toda una vida se den sobre todo a hombres. Pero para todo lo demás, esa excusa ya no vale. Cuando uno ve estos programas históricos que echan por televisión, tipo ése de ¿Dónde estabas entonces? que echan en LaSexta, resultan muy chocantes esas imágenes de los ochenta de cumbres de líderes políticos entre los que no hay una sola mujer, o con qué pasmo se comentaba que en Suecia había varias mujeres ministras. Y que eso resulte chocante revela que ahora las cosas han cambiado mucho. También lo han hecho en la literatura, y lo que explica esa ausencia de mujeres premiadas es que los jurados y el mundo de la crítica y de los círculos literarios siguen estando formados casi exclusivamente por hombres. Los hombres piensan en hombres, esto es así; para empezar porque todavía hay una generación que ni siquiera fue a colegios mixtos, y que sigue tirando de un montón de redes de sociabilidad que se establecieron en lugares donde sólo había hombres. En la política sí que hay cada vez más mujeres, porque era la petición principal, pero otros entornos siguen muy masculinizados. La Universidad, por ejemplo: creo que sólo vamos por la cuarta mujer rectora en España, y en Oviedo nunca hubo. Cada vez que hacemos algo en el Aula Magna, la gente que viene de fuera se queda sorprendida cuando se ve rodeada por nada más que grandes retratos de hombres. «¿Por qué no hay ninguna mujer?», te preguntan.
P.- Son los rectores.
R.- Claro, esos retratos son los retratos de los rectores, y hasta la fecha no ha habido una rectora. Pues bueno, como en la Universidad, en otros sitios. El machismo de la Real Academia Española, por ejemplo, es paradigmático. ¡Si hasta pasa al revés! A mí, como llevo un tiempo en estudios de género, y en ellos que casi exclusivamente trato con mujeres, sólo me vienen mujeres a la cabeza. Bueno, no sólo, pero sí sobre todo. Casi llego al punto de discriminar al revés. Eso que me pasa a mí, ¿cómo no va a pasarle a los hombres? Los Princesa de Asturias, por ejemplo, ya van premiando a alguna mujer más, pero antes era un horror. En Cooperación, por ejemplo, se tardó cerca de veinte años en premiar a una mujer, y cuando por fin se hizo no se premió a una, sino a siete todas juntas, que tuvieron que repartirse el premio: Rigoberta Menchú, Somaly Mam, Emma Bonino, Graça Machel… Aquello fue una falta de seriedad total. ¿Que hay siete mujeres de todo el mundo y de realidades muy distintas que merecen el premio? Pues se lo damos a todas juntas y listo: podemos pasarnos otros veinte años sin premiar a una sola mujer. Eso también ha pasado en Literatura. La primera vez que se premió a una mujer, Carmen Martín Gaite, se la premió junto con un hombre, José Ángel Valente. Se tardó trece años en dárselo a otra, Doris Lessing. Y la siguiente vez se le dio conjuntamente a Susan Sontag y Fatima Mernissi. A mí hubo un año que me llamó un miembro del jurado y me preguntó: «Oye, dime mujeres, que es que no se nos ocurre ninguna».
P.- El problema no es tanto de mala fe como de desconocimiento, ¿no es así?
R.- Claro. Es que no se les ocurren. De ahí la necesidad de políticas inclusivas, cuotas y demás. Si no se implementa esa clase de mecanismos, las mujeres no llegan, porque los hombres no son ni conscientes de su existencia. Hace poco me propuso la Consejería de la Cultura un curso sobre cine en el que no había ni una sola mujer. Y no ya directoras, que ya sabemos que hay pocas (pero si hay pocas, llama a alguna), sino ni siquiera actrices, pese a que sí se invitaba a varios actores.
P.- Hace poco se desató una pequeña polémica con un congreso sobre columnismo español en León al que se había invitado a doce hombres (Raúl del Pozo, Jorge Bustos, Manuel Vicent, etcétera), pero ni a una sola mujer, ello pese a que hay muchísimas columnistas muy brillantes y de todas las ideologías, desde Rosa Montero hasta Emilia Landaluce.
R.- El columnismo es otro mundo muy machista, con alguna excepción. A mí me gusta mucho comparar en este sentido a dos columnistas a los que leo mucho: Javier Marías y Manuel Rivas. De Marías me gusta mucho cómo escribe, y siempre me gustó, y tiene muy buenas ideas, y lo que escribe en El País suele estar muy bien, pero no pierde oportunidad de meter un paréntesis antifeminista en todo lo que escribe, y en general impertinencias y tonterías del tipo de: «Tengo muchas amigas mujeres, pero, ¡ay!, estas feminazis…», o: «¡Las feministas no dicen nada de lo de Boko Haram!». Oye, Javier Marías, ¿cómo te atreves a decir eso? ¿Te has parado a averiguar qué movilizaciones se han hecho? ¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo! ¿Cómo una persona con esa inteligencia y esa cultura puede estar así? También está obsesionado con el dichoso lenguaje sexista. En cambio, sobre eso mismo hizo hace poco Manuel Rivas una columna magnífica. Me apeteció hasta escribirle para agradecerle.
P.- En la medida en que las tareas del hogar siguen recayendo mucho más en las mujeres que en los hombres, ¿sigue valiendo en lo sustancial la famosa reivindicación de Una habitación propia que hacía Virginia Woolf? ¿Sigue faltándoles a las mujeres de hoy una habitación propia, literal o figurada, en la que sentarse a leer y a escribir libres de toda traba y de toda preocupación?
R.- En general, yo creo que sí. Una vez más, depende del sitio, de la clase social, del contexto histórico, etcétera; pero sí, la igualdad no se ha conseguido al cien por cien a prácticamente ningún nivel. Estamos mucho mejor que antes, claro, y ahora el reparto de tareas domésticas y la atención a los niños están mucho más igualados, pero continúa sucediendo que cuando una mujer destaca no siempre tenga una pareja que la apoye en las cuestiones domésticas, y eso le suponga un dilema sobre si aceptar determinadas responsabilidades o no. Y con el tema de escribir pasa lo mismo. Las mujeres solemos tener en la cabeza toda una serie de preocupaciones que pueden ser un impedimento para sentarse a escribir sin pensar en nada más, por más que se tengan el espacio y el dinero propios. Algunas cuentan que sólo pueden escribir a toda prisa cuando encuentran un rato mientras el niño duerme y ese tipo de cosas. La propia Virginia Woolf escribió que siempre tenía al ángel del hogar sentado sobre su hombro mirando lo que escribía, y que hasta que no mató a aquel ángel no pudo verdaderamente escribir.

P.- Últimamente se han puesto en boga dos de esos palabros ingleses capaces de condensar un concepto complejo mucho más eficazmente que las lenguas latinas, más dadas a la locución: manterrupting y mansplaining. El primero se refiere a la práctica, habitual en los hombres, de interrumpir a las mujeres cuando están hablando, y el segundo a la de hacerles largas explicaciones condescendientes dando por hecha su ignorancia sobre un tema dado. Las mujeres no suelen reaccionar a esas groserías y tienden a sufrirlas sin rechistar, porque lo cierto es que se enseña a los hombres a hablar hasta de lo que no saben y a las mujeres a callar hasta cuando tienen algo interesante que decir. Estereotipos como la mujer verdulera, la marimacho, la histérica, etcétera, emergen rápidamente para castigar a las mujeres que incumplen esa obligación de callar, de comederse. ¿Cuánto afecta eso a la dimensión y la prolijidad de la creación femenina? Escribir no deja de ser un gran acto de descomedimiento; de saltar al espacio público y proclamar: «Ésta es mi voz».
R.- Existe cierta autocensura, sí, y eso es un gran problema. Lo es en la literatura y en otros ámbitos: hay muy pocas bandas de rock femeninas, por ejemplo, y también es por eso. Hombre, se va mejorando, pero sí, sigue estando ahí detrás una determinada educación que opera de una manera muy sutil y muy insidiosa. Sigue sucediendo, por ejemplo, que se trate distinto a los niños y a las niñas. A la niña le dices: «¡Qué guapa!», y al niño le dices cosa del tipo: «¡Choca esos cinco!».
P.- A ella se le alaba la belleza y a él la gracia, la chispa, la inteligencia…
R.- Claro, y lo que acaba sucediendo es que si en una clase o una reunión hay un hombre, puedes estar seguro de que intervendrá incluso aunque no sepa menos o esté peor informado que todos los que están a su alrededor. Una mujer se cortará mucho más. ¡O la cortarán! A mí me ha pasado muchas veces en distintas reuniones, incluso desempeñando cargos importantes, que me pusiera a hablar de mi tema después de que todo el mundo hubiera escuchado atenta e interesadamente a sucesivos hombres hablando de los suyos y los hombres se pusieran a hablar entre sí. Y no porque mi tema abundara sobre los anteriores, no: el tema siempre era un tema nuevo y distinto, pero los hombres allí presentes estaban acostumbrados a considerar importantes sólo las intervenciones masculinas y a que los hombres ocuparan el espacio y fueran protagonistas y las mujeres no. Yo esto, posteriormente, se lo comenté a alguna de aquella gente y me lo negaban. Pero era así: me lo hacían constantemente. Y luego hay otra cosa que pasa en la Universidad y que se ve muy bien en la política: hay ciertos temas que nunca llevan las mujeres. Ciertos vicerrectorados siempre son masculinos: Investigación, por ejemplo.
P.- En política cuesta mucho, por ejemplo, imaginarse una ministra de Economía. Las mujeres van a Bienestar Social, a Cultura…
R.- Sí, sí. Hombre, ahora hay ministras de Defensa, pero yo creo que las meten ahí porque tampoco deben de tomar unas decisiones muy importantes. Las ponen un poco de decoración, con perdón, y la vía de llegada al poder no debe ser ésa. Pasa lo mismo con tantas mujeres que llegaron al poder después de que asesinaran o apartaran al marido o al padre. Después pueden hacerlo bien, como lo hizo la pobre Benazir Bhutto, a la que también acabaron matando, o rematadamente mal, pero eso da igual, porque siempre se las seguirá juzgando en base a que eran la mujer de o la hija de. Hay autocensura, pero lo que hay desde luego es censura. Volviendo a la literatura, lo comentábamos antes: los círculos literarios son machistas, y la crítica es machista.
P.- En relación con esto, otro concepto que se ha instalado con fuerza en el discurso feminista actual (aunque el término inglés correspondiente data de los setenta) es el de sororidad, que señala la desconfianza y el enfrentamiento entre mujeres que el patriarcado fomenta y frente a ello reivindica todo lo contrario: una camaradería natural que sí es típica de los hombres. Esa poca sororidad en contraste con la mucha fraternidad, ¿cuánto ha afectado también a la creación literaria femenina? Hasta donde yo sé, figuras como la tertulia o la generación, que tanto han fertilizado la historia de la literatura, no son habituales entre las escritoras mujeres, que trabajan mucho más aisladas.
R.- Empieza a haber tertulias femeninas en algunos sitios, y en lugares como el Reino Unido las hay desde hace tiempo. Yo, de cuando vivía allá, recuerdo que había muchos clubes de lectura y de escritura y toda una generación de escritoras británicas que después no siempre acabaron teniendo continuidad en sus carreras literarias, pero que se juntaban y charlaban y creaban redes de colaboración tal como lo hacen los hombres. Y había también iniciativas interesantes como la editorial Virago, que publicaba sólo a mujeres y recuperó cantidad de textos que estaban ya descatalogados. Ahora la ha comprado una gran editorial, Hachette; y a mí, aunque lo entendí, porque las editoriales pequeñas van desapareciendo, me dio mucha pena. Era una editorial muy independiente y muy feminista. Fue Virago, por ejemplo, quien publicó lo primero que yo leí de Margaret Atwood, a quien ya habían publicado en Canadá pero cuyas obras no circulaban tanto por aquí y, a diferencia de ahora, con Amazon y demás, era difícil pedirlas. Y Virago estaba asociada a otra editorial india similar gracias a la cual yo pude leer mis primeras obras de mujeres indias. Todo eso viralizó mucho la literatura escrita por mujeres, y ahora en Inglaterra sigue habiendo varias editoriales de ese tipo. A unas les va mejor y a otras peor, pero van tirando. Y de alguna manera son resultado de tertulias; de mujeres que se juntan y se dicen: «Oye, tenemos que publicarnos nosotras mismas, porque si no no nos publican». Claro, el problema es que en España estas cosas existen menos. Aquí ese tipo de cosas sigue siendo muy infrecuente.
P.- Uno de los problemas de este tipo de iniciativas es el rechazo que suscitan ciertas etiquetas inevitables: literatura femenina, literatura para mujeres, etcétera. Se sigue rebajando la categoría de la literatura escrita por mujeres añadiéndole apellidos que nunca se yuxtaponen a la literatura escrita por hombres. La literatura escrita por hombres es literatura y punto.
R.- Eso pasa, sí. Nos pasa a nosotras: organizamos un seminario sobre escritoras, llamamos a tal o cual autora y nos dice que no, que ella no quiere entrar en guetos. Y yo lo entiendo, pero es muy triste, porque cuando se hace algo a lo que sólo se invita a escritores, esos hombres nunca sienten que acudir sea meterse en un gueto. Pasa en muchos ámbitos. Yo el otro día me alegré mucho porque escuché a un locutor referirse a la selección española de balonmano masculino. Normalmente, el balonmano masculino es el balonmano a secas y sólo se adjetiva el balonmano femenino, que además a nadie le importa. Cuando la etiqueta no es ya femenina, sino feminista, el rechazo es mucho mayor. Hay muchas mujeres que no quieren que se las asocie al feminismo, y también lo entiendo, porque asociarse al feminismo tiene unas consecuencias y suscita un rechazo que no suscitan otros movimientos. Que un africano esté en un movimiento antirracista no suele traer consecuencias, porque se ve como algo normal, natural; pero que una mujer se asocie al feminismo puede ser muy castigado. Lo contaba Chimamanda Ngozi Adichie en aquella conferencia sobre feminismo: en su entorno familiar y de amistades nunca se cuestiona que ella hable de cuestiones raciales, pero sí se le cuestiona que hable de cuestiones feministas, y ella —dice— no lo entiende, porque para ella la racial y la feminista son dos reivindicaciones muy parecidas y muy relacionadas. También sucede que a una mujer escritora nunca deje de preguntársele si escribe como mujer, mientras que a un escritor negro nunca se le pregunta, a nadie se le ocurre, si escribe como negro.
P.- Le preguntaba antes por las tertulias literarias, y el caso es que, pese a todo, podemos imaginarnos una tertulia femenina, pero a mí al menos me cuesta mucho figurarme una tertulia verdaderamente mixta. La imagen de varias personas sentadas alrededor de la mesa de un café discutiendo sobre arte o literatura se me hace eminentemente viril.
R.- Es difícil, sí. Por un lado, a las mujeres no las quieren allí, aunque no lo verbalicen así; por otro, esos círculos suelen formarse a partir de redes de afinidad que tienen mucho que ver con eso que saben tan bien quienes mandan a sus hijos a colegios privados para que conozcan a quienes deben conocer; por otro, muchas mujeres simplemente no tienen tiempo para tertulias, porque tienen otras cosas que hacer; y por otro, se trata con frecuencia de ambientes muy sexistas y en los que se habla de arte y literatura, pero también de otras cosas. Si sabes lo que te vas a encontrar como mujer en un determinado círculo literario es a un montón de señores hablando sobre mujeres de forma sexista o intentando ligar con las becarias, es normal que no te apetezca ir incluso aunque no te veten.
P.- Volviendo al pudor femenino, lo comentaba el otro día con Rosa María Cid: como entrevistador, tengo detectado una cosa muy curiosa. Siempre que le propongo una entrevista a un hombre acepta sin mayor problema, pero casi siempre que se la propongo a una mujer, me encuentro no exactamente un rechazo explícito, pero sí una fuerte reticencia y dudas del tipo: «Yo no soy nadie», «Qué te voy a contar yo», etcétera.
R.- Nos cuesta, es cierto. Pasa aquí en la Universidad cuando le propones un cargo a alguien: muchas mujeres te dirán «yo no sirvo», pero ningún hombre te dice que no sirve.
P.- Y eso pese a que a lo mejor, efectivamente, no sirve.
R.- Claro. Como mucho, te dicen: «No, mira, es que yo ahora quiero escribir un libro y no quiero descentrarme». Cuestionarse su propia valía, jamás. A las mujeres nos cuesta mucho más. Mira, hace poco coincidí en una mesa redonda que se organizó en el Club de Prensa de Oviedo con Covadonga Pevida, una ingeniera química del CSIC. El título de la sesión era La ciencia sí es cosa de chicas, y se trataba de que cada cual contara su experiencia personal: también estaba Carolina Martínez Moreno, catedrática de derecho privado y de la empresa, y Teresa Valdés-Solís, otra ingeniera química. Lo presentaba la geóloga Ángeles Gómez Borrero. Pues bien, antes de mí habló Covadonga Pevida, y cuando terminó le comenté que me había gustado mucho su intervención, porque su campo es muy distinto del mío y me había resultado muy interesante conocer esa otra realidad. Ella me contestó: «Bueno, pero yo no soy importante». ¿Te lo puedes creer? Vale, no es una Premio Nobel de Química, pero hombre, no por eso lo que hace no es importante. Y es que un hombre jamás te diría eso en la misma circunstancia, igual que no te diría otra cosa que a mí me decían hace unos años algunas antiguas alumnas de estudios de género como parte de un proyecto europeo para comprobar qué empleo habían conseguido. Había algunas con buenos puestos, pero siempre te decían: «Tuve mucha suerte». No, mujer, no tuviste suerte: salió una plaza y tú tenías la preparación suficiente para conseguirla.
P.- Es un poco eso que llaman síndrome del impostor: la idea de que uno no se merece el puesto que desempeña.
R.- Sí, sí. No es exclusivo de las mujeres, pero yo creo que en las mujeres se da en mucho mayor grado. Hay mujeres que, teniendo unos currículos impresionantes, no se presentan a una cátedra y hay hombres que diez años antes de que se la merezcan se frustran porque sienten que ya deberían tenerla.
P.- ¿Qué se puede hacer desde la Administración para fomentar la igualdad en el campo de la creación cultural?
R.- Es complicado… Hombre, en primer lugar, poner mujeres en la toma de decisiones. Por otro lado, yo creo que toda la formación que se dé en materia de género, de sexismo, de violencia machista, etcétera, es poca; y en particular, que el tema de la violencia es muy importante y hay que tratarlo mejor y darle más fondo. No podemos quedarnos en la violencia física, que es sólo la versión extrema de una opresión que tiene raíces muy profundas. Yo lo siento mucho, pero, a un nivel diferente, lo que hace Javier Marías, y en general generar desconfianza y descrédito hacia lo que dicen las feministas cuando hablan de cosas muy importantes, también es violencia contra las mujeres. En ciertos países la palabra de la mujer vale legalmente la mitad que la de los hombres: está legislado así. Y nos horroriza, pero es que aquí, en la práctica, sucede lo mismo en muchos casos. Ahí está, por ejemplo, el tema de La Manada, que a ver cómo y cuándo se resuelve. ¿Cómo es posible que, con toda la información que hay, se siga tomando en serio la posibilidad de que aquello fuera consentido?
P.- Se queda uno anonadado con las barbaridades que se han dicho en torno a ese caso, sí.
R.- Sí, sí. En cuanto a la cuestión artística, la vía es implementar acciones positivas de toda clase: desde convocatorias específicas para mujeres hasta jurados mixtos en los que haya evaluadores y evaluadoras. Pero cuesta mucho trabajo. Fíjate, ahora ya se sabe que los síntomas del infarto son diferentes en mujeres y en hombres, pero costó un montón convencer a la academia de que era necesario hacer los estudios que condujeron a esa conclusión. Y eso es una cuestión médica, científica: si pasamos al arte, que supuestamente no tiene sexo, imagínate. También es importante procurar que haya expertos o expertas en género allí donde se hable de género. Una cosa que a mí me irrita mucho, pero que sucede con frecuencia, es que, con toda la buena intención del mundo, se invite a mesas sobre cuestiones de género simplemente a mujeres, no a mujeres expertas en género. Y entonces pasan cosas como que una científica a la que han invitado así empiece por decir que ella nunca sufrió discriminación. Claro que no has sufrido discriminación, porque tú eres una excepción de éxito dentro del sistema patriarcal, y si nunca te has parado a pensar en estas cuestiones o a mirar datos y estadísticas, puedes llegar a pensar que el sistema no está mal, porque te ha permitido triunfar a ti. No: igual que si quieres hablar de química llamas a un químico, si quieres hablar de género tienes que llamar a gente que sepa de género. Si quieres simplemente que varias mujeres cuenten sus experiencias personales, sean las que sean, pues sí, invita a esa científica, pero si quieres hablar de género, no. Es como si me llaman a mí: yo tengo alguna idea sobre violencia de género, pero no se me ocurriría aceptar una invitación a hablar sobre violencia de género en una mesa redonda, porque puedo meter la pata. A quien hay que llamar es a gente como Yolanda Fontanil, que fue compañera nuestra y tiene varios proyectos sobre el tema, o a alguna de las mujeres que trabajan con ella en casas de acogida y demás, o a quienes diseñan las políticas que se llevan a cabo en materia de violencia de género. O a hombres como Miguel Lorente, un médico forense que fue delegado del Gobierno para la Violencia de Género con el PSOE y que escribió aquel libro tan increíble titulado Mi marido me pega lo normal.
P.- La cuestión es que sea alguien que sepa de lo que habla, no uno de estos todólogos propios de las tertulias televisivas.
R.- Claro, claro. Fíjate, Lorente cuenta que sus amigos y colegas (abogados, jueces, etcétera), aunque sea muy en broma y con cariño, lo llaman el traidor. «Ahí viene el traidor», y tal. Él sabe mucho de todo esto, y siempre cuenta que él, como forense, tomó conciencia de lo que era la violencia de género un día que, hablando con una mujer, ésta le dijo eso mismo: «Mi marido me pega lo normal». El shock fue tal que le hizo investigar a fondo y escribir ese libro. Ahora lleva la unidad de igualdad de Granada. Pues bueno, sí: personas que conozcan el tema. Yo no valdría; a mí no se me debe pedir que dé más que apoyo, ánimo y la razón a cualquier mujer maltratada.
Flâneurs y contra-flâneuses
P.- Publicó en 2014 un libro titulado Generating the hybrid city: women writers create urban space. Su tesis es compleja; ¿podría explicarla sucintamente?
R.- Es una cosa un poco complicada, sí. El tema surgió cuando detecté que ahora hay mucha literatura que trata el espacio urbano y lo conecté con algo que se estudia ahora en geografía: lo que las geógrafas feministas llaman geografía del miedo y que tiene que ver con cómo en las ciudades se diseñan y se construyen determinados espacios sin pensar en las mujeres: por ejemplo, túneles mal iluminados para cruzar por debajo de una calle y en los que por la noche pueden refugiarse los violadores. Eso, mezclado con toda una educación que las mujeres recibimos desde pequeñas y que nos insiste en que debemos tener cuidado por la noche, hace que las mujeres vivamos la ciudad de una manera distinta a como la vive un hombre, incluso cuando no hay peligro. Yo me puse a buscar literatura que reflejara eso y me encontré muchos ejemplos. Hay, por ejemplo, muchas novelas de escritoras latinas de Estados Unidos que reflejan cómo hay determinadas partes de sus barrios por las que las mujeres protagonistas no pueden pasar.
P.- Me estoy acordando de un capítulo de no recuerdo qué serie que iba sobre precisamente esto: oponía a un hombre y a una mujer volviendo a la misma calle desde el mismo bar. El hombre tardaba menos, porque atajaba por un parque, mientras que la mujer debía hacer un gran rodeo para evitar pasar por él.
R.- Eso es. Hay una codificación de sexo —y también de raza— que es parte de la ciudad. Y en la literatura hay reflejos muy interesantes de ello. Te voy a poner un ejemplo muy literario: hay una figura muy antigua y muy estudiada en la literatura que es la del famoso flâneur francés, creado originalmente por Baudelaire y que consiste en un hombre que vaga por la calle, se sume en la multitud, se invisibiliza en ella y está atento, sin que nadie se lo impida, a todas las vicisitudes e impresiones que le salen al paso. Yo escribí un artículo sobre esto: esa figura es y sólo puede ser eminentemente masculina y eminentemente blanca, porque una mujer nunca es invisible, igual que nunca lo es un hombre racializado. Pues bien, hay muchas novelas que recogen de algún modo esta reflexión. Hay, por ejemplo, una autora canadiense que a mí me gusta mucho, Dionne Brand, que tiene una novela muy buena, What we all long for, que es un retrato de Toronto a través de cuatro jóvenes de distintas procedencias: Tuyen, una artista lesbiana hija de vietnamitas; Carla, una chica de origen italiano cuya madre se suicidó y que trabaja repartiendo paquetes en una bicicleta, lo cual la hace recorrer toda la ciudad; Oku, un poeta de padres jamaicanos, y Jackie, una mujer negra pero de antepasados canadienses, descendiente de los esclavos que escapaban a Canadá desde Estados Unidos en siglos pasados, que regenta una tienda de ropa y sólo tiene citas con hombres blancos. Es una novela muy interesante y que refleja muy bien un Toronto que, por un lado, es enormemente multicultural, pero por otro todavía conserva numerosos restos de racismo que se notan en muchas cosas. Te cuenta, por ejemplo, cómo Oku, el jamaicano, vuelve a casa de noche y la policía lo para sin ningún motivo y lo registra, pero no le encuentra nada, y cómo él ya sabe que eso le va a pasar antes de que suceda, de tan acostumbrado como está.
P.- El antiflâneur. Qué interesante.
R.- Sí, sí. Y con las mujeres lo mismo, claro. Hay otra novela muy buena, en este caso británica, Small island, cuya autora es Andrea Levy, una escritora hija de jamaicanos que emigraron al Reino Unido después de la guerra y que cuenta cómo ella, cuando era pequeña, descubrió que debía bajarse de la acera si pasaba una persona blanca, y que no daba crédito pero una amiga suya blanca le dijo que mejor lo hacía, porque si no se iba a buscar problemas.
P.- Ella tampoco era invisible.
R.- Claro. Las mujeres tenemos una relación mucho más física con la ciudad; interaccionamos con la ciudad, y la ciudad interacciona con nosotros, de una manera mucho más corpórea. En inglés, a eso se le llama embodiment. Vivimos en la era de lo digital y lo virtual, sí, pero tú sigues teniendo un cuerpo que pones en la calle. Por otro lado, yo he me encontrado a muchas narradoras femeninas que reivindican de alguna manera a la contra-flâneuse; a la mujer que no sólo no puede ser invisible, sino que no quiere serlo: por ejemplo, la propia Tuyen, la vietnamita de What we all long for, que recorre la ciudad haciendo fotos y preguntando cosas a la gente con la que se va cruzando.
Incomprendido género
P.- Es directora del máster de género de la Universidad de Oviedo. ¿En qué consiste? Haga un poco de publicidad.
R.- Pues mira, ahora tenemos dos versiones: por un lado una de un año, que es el máster local, digamos, y por otro el Erasmus Mundus, que dura dos y en el segundo año las alumnas y alumnos tienen que irse un semestre o un año, según elijan, a otra universidad entre las de Granada, Bolonia, la Central Europea de Budapest, Hull, Lodz, Utrecht y Rutgers. Si se van un semestre, vuelven el segundo y hacen el trabajo de fin de máster aquí; y si se van todo el año, lo hacen allí. Consiguen una doble titulación. En el caso de nuestro máster, tiene una parte general, transversal, en la que se imparte historia del pensamiento feminista, historia de las mujeres, mujeres y ciencia, teoría feminista y metodologías de investigación feminista; y luego tiene una serie de materias optativas. La idea era que, dentro de los pocos créditos que nos dejan, las alumnas se especializaran todo lo posible, y dentro de ese bloque de asignaturas optativas hay tres más humanísticas y tres de ciencias sociales. Las de ciencias sociales son las siguientes: «Igualdad de oportunidades en el trabajo, el empleo y la ciudadanía», «Violencia contra las mujeres: análisis psicológico y social» y «Género y educación». Y las humanísticas son: «Literatura, identidad nacional y género», «Género, teoría y prácticas cinematográficas» y «Diversidad cultural, diásporas y globalización». Todas ellas las pensamos sobre la base de que los másteres nacionales que había cuando diseñamos este plan estaban muy centrados en España; en la política nacional. Nosotras procuramos dar una visión más internacional.
P.- Suena bien.
R.- Se trata de que las alumnas (y alumnos, que alguno hay), acaben teniendo la profesión que acaben teniendo, salgan de aquí con una formación general muy sólida. A mí hay una cosa que me preocupa y es que ahora se pone todo el foco en la violencia de género, pero cuando uno mira atrás ve que hay temas importantes que se fueron abandonando: las violaciones, por ejemplo, que es algo de lo que las consecuencias de dejarlo atrás se están viendo ahora en la inconsciencia de muchas jóvenes con respecto a determinados peligros; e incluso en la de ellos con respecto a no saber cuándo una relación sexual es consentida y cuándo no. Muchos lo saben perfectamente, claro, pero yo creo que hay algunos que no lo saben, porque han recibido —que es otra cosa preocupante que sucede ahora— su aprendizaje sexual a través de la pornografía, que es el último sitio en el que debieran recibirlo. Nuestra idea, ya digo, es una formación integral que se preocupe de todo: de lo nuevo, de lo viejo y de lo que pueda estar por venir. Debates como éste de la pornografía o el del control a través de los teléfonos móviles, hace cuarenta años eran inimaginables.
P.- Nadie hubiera creído que un novio pudiera llegar a controlar a su novia a través del teléfono.
R.- Claro. Y nuestro objetivo es profesionalizar a la gente, y de ahí asignaturas como la de la violencia y la de políticas de igualdad, pero también que la base teórica que demos sea lo más versátil posible de cara a futuros nuevos debates. La explosión de los másteres de género vino en la época de Zapatero, que los potenció mucho (y esto hay que decirlo así: estas cosas se las debemos al PSOE, no al PP), pero muchos de los que se crearon entonces eran muy específicos: los había desde especializados en violencia de género hasta en cuestiones legales, médicas… Estaban pensados con vistas a una figura que se iba a potenciar, que era la de los agentes de igualdad, que existen en países como el Reino Unido e incluso en muchísimas empresas pero aquí todavía no se han conseguido implantar. El problema es que esas preocupaciones desaparecieron con la crisis.
P.- De ahí la necesidad de no hiperespecializar a la gente: nunca se sabe cuándo y cómo va a cambiar el clima político y social.
R.- Claro.
P.- Tienen alumnas de todo el mundo, ¿no es así? Eso tiene que ser muy enriquecedor.
R.- Sí, sí. De Sierra Leona, de Eslovenia, de Nepal… Los diálogos que a veces se hacen son interesantísimos. Y nos vienen muy bien para centrarnos. Nos hemos visto en la situación de debatir las distintas teorizaciones que existen sobre el género (si hay que superar la concepción binaria de los géneros, si hay géneros fluidos, etcétera) y que alguna alumna africana, asiática o americana levantara la mano y dijera: oigan, es que en mi país las mujeres son analfabetas, o se les amputa el clítoris, o el aborto está prohibido, o se hacen esterilizaciones forzosas, y a mí esto de los géneros no binarios me suena a chino. Es un poco como lo que comentábamos antes de la raza: no habrá razas, pero hay racismo. En este caso, sí, seguramente no debiéramos definir la sexualidad a partir de la genitalidad, pero el que a ti te ataca o te viola en una esquina, te ataca o te viola sin preguntarte cómo te defines. Te ve como mujer y punto. Y la prioridad tiene que ser acabar con eso. En fin, es muy gratificante este máster, por más que la Administración nos dé muchísimo la lata en muchos aspectos y que siga habiendo mucha incomprensión.
P.- Eldiario.es publicó hace unos días un reportaje sobre la ausencia de reconocimiento, en España, de los estudios de género como área específica de investigación, algo que penaliza a las investigadoras y profesoras en su promoción profesional. Las investigadoras sobre cuestiones como la brecha salarial o la violencia de género tienen que adscribir sus trabajos a otras áreas de conocimiento y ser evaluadas por personas que no son especialistas. E imagino que esa precariedad desincentivará considerablemente a futuras investigadoras brillantes a especializarse en ese campo.
R.- Sí, sí. Eso existe, y existe también que nosotros no podamos sacar una plaza para una profesora especializada en género y que dé clase sólo en el máster, que es algo que sería muy interesante. Todavía hay mucha incomprensión, ya digo. Y la hay en muchos sitios. Por ejemplo, en su momento las historiadoras no querían que estos estudios se reconociesen como área específica, porque decían que convertirían el género en un gueto. También se da el caso de que determinada gente plantee un proyecto para estudiar a las mujeres y te diga que lo va a hacer sin perspectiva de género, porque no hace falta saber de género para estudiar a las mujeres, lo cual es absurdo. Si no las estudias como mujeres, vale, pero si las vas a estudiar precisamente en tanto que mujeres, ¿cómo puedes hacerlo sin perspectiva de género? ¿Cómo puedes hacer algo que no se permitiría en cualquier otro campo, que es estudiar un tema sin demostrar que conoces todo lo que se ha hecho y dicho sobre él, aunque estés en desacuerdo con todo ello? Por otro lado, en su momento se dijo que se iba a incorporar una asignatura de género a todas las titulaciones, pero eso ha quedado en papel mojado. Hay titulaciones que sí la han incorporado y otras que no.
P.- ¿Cómo explicaría la importancia de los estudios de género a alguien que a priori no crea en ella?
R.- Le diría que los estudios de género dan la oportunidad de llegar a la raíz de la desigualdad y que la desigualdad no es una cosa ni simple, ni opinable, y que no basta una ley para acabar con ella. Es una estructura complejísima y que hay que conocer bien. A todos nos parece siempre desolador que haya mujeres que vuelvan con sus maltratadores, pero para evitar que eso suceda hay que tener muchísimo conocimiento de muchísimas cosas que lo explican. Fíjate, hace poco me contó un colega que estaba muy preocupado, porque a la hija de un amigo suyo, su novio le hace poner la cámara del ordenador o del teléfono mientras come y mientras duerme, y no logran convencerla de que su novio es un maltratador no ya en potencia, sino con todas las de la ley; y que están viendo que si acaba con él será maltratada directamente, pero no saben ya que hacer, porque ella se niega a dejarle. Son problemáticas muy complejas las que hay, y los estudios de género son los que permiten abordarlas en toda su complejidad. También podría dar un argumento que quizás venda más en este mundo y en estos tiempos, que es que hay muchos estudios que demuestran que en las empresas, cuanto más variado es el grupo que toma las decisiones, más se vende y mejor se va. Es decir, incluso desde un punto de vista capitalista estos estudios son interesantes e importantes.
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