La lectura de las novelas de Marta Sanz (Madrid, 1967) es una buena forma de ir abriendo boca para la jornada reivindicativa del 08M. Ha sabido encauzar con inteligencia el compromiso social y la revindicación de los derechos de la mujer en su narrativa. Y hacer con todo ello literatura de la buena desde una inquebrantable honestidad intelectual.
Metáforas, máscaras y un secreto escalofrío
Notas sobre la novelística de Marta Sanz
/ por Vicente Duque /
Cámara oscura
En un principio, la narradora adopta una voz impostada. Un cierto sentido del recato impide que nadie la mire directamente a los ojos. Habla como detrás de una celosía, que tanto puede ser el cuerpo desnudo de una mujer adulta, el ojo exasperante de una cámara ante la que esa mujer muestra solo aquello que quiere mostrar o la máscara que se ciñe a las dimensiones y contorno de su rostro para ocultar sus verdaderas facciones. En Daniela Astor y la caja negra la pequeña Cata, Daniela Astor ─la niña que prefigura la adulta que ha de ser, la niña que pervive en los cincuenta años de la mujer que narra─, anota sus observaciones sobre “monstruas y centauras” sirviéndose de las palabras que caben en el espectro de la rima consonante de la palabra seducción: “pasión, persuasión, perdición, fascinación, depravación, violación, corrupción, ciencia ficción, redención…” El conjunto de vocablos terminados en –ón designa para la pequeña, que vive en un mundo paralelo y comienza a darse cuenta de que las palabras, como la realidades, mutan, todo el imaginario del que surgen las musas del destape, las actrices de la Transición, las hembras rotundamente deseables que, a día de hoy, todavía no sabemos si arañaron y ayudaron a disolver la espesa capa del tabú o contribuyeron a espesarla y fortalecerla alimentando el morbo.
Daniela Astor, hembra fantástica creada por la imaginación de Catalina Hernández Griñán, la niña de 12 años que come miga de pan para que le crezcan las tetas, se quiere émula de Blanca y Susana Estrada, Mónica Randall, Silvia Tortosa, Sandra Mozarowski, María José Cantudo, Bárbara Rey, Nadiuska, Marisol, de Amparo Muñoz, “su chica más guapa del mundo”, la que mejor encarnó, a su pesar ─valga aquí el tópico, la imagen manida, la metáfora trillada del “juguete roto”─ el drama de la mujer más hermosa de corazón más frágil. Porque es un común destino de fragilidad el que une a esas jóvenes que se desnudan ante la cámara o en el papel cuché. De ese destino parece darse cuenta la misma Catalina H. Griñán, que crece y va mudando de piel y en esa metamorfosis va dejando atrás su primer apellido, convertido en H muda.
Una Catalina de 50 años, una intelectual que reflexiona sobre sus ídolos de juventud, proyecta un falso documental que llevará por título La caja negra. La caja negra, el dispositivo de registro que en navegación almacena la actividad de los instrumentos y las conversaciones de los tripulantes: un depósito de memoria, sí, pero acaso para el lector avezado no sea difícil hallar en este título resonancias de la “cámara oscura” que el joven Marx consideró en su día como máquina productora de ideología; una cámara de imagen invertida en la que las representaciones de la mujer aparecerían como colocadas boca abajo, vale decir desnudas, sustituyendo el fundamento real, el ejercicio del poder de quien observa, de quien se sirve de la imagen para satisfacción de su deseo, por un imaginario poblado de fetiches, fantasmas, simulacros, de cuerpos exhibidos por efecto de una falsa emancipación. Dialéctica de permanente tensión entre la realidad de la mujer y las imágenes y máscaras que sirven a su representación: tal vez sea esta una de las paradojas que dan cuerpo a la novelística de Marta Sanz; una paradoja que en Daniela Astor y la caja negra se manifiesta como contrapunto cruel entre el glamour de la televisión y sus platós bárbaros y la brutalidad del aborto clandestino de Sonia Griñán. La contradicción crece en el recuerdo de las mujeres fantásticas, de las hembras desnudas y para siempre jóvenes de las portadas de Interviú en pugna con la confesión de una mujer que ha adquirido poder y fortaleza, pero que reconoce guardar a Daniela Astor, como un “híbrido de sentimiento y autoestima”, en algún lugar de su conciencia. Arrumbadas en la memoria, marginadas por el avance omnímodo de Materia e Historia, esas dos grandes palabras impelidas hacia la síntesis y la conjunción, la fantasmagoría, la sublimación y el narcisismo reclaman sus derechos, y como imagen o máscara que solventa y resume el contrasentido, el conflicto de lo vivido y lo imaginario, la cámara oscura proyecta la última imagen distorsionada de una Bette Davis con tirabuzones, vestida de organdí blanco, que finge ser una niña frente a la vida que sigue.
Theatrum mundi
De igual modo que en la cámara oscura de Daniela Astor se reflejan las hembras deseables, al cabo fantasmas del deseo de otros, el abigarrado fresco humano de Farándula, el conjunto de actores y actrices cuyas vidas fluyen y se intersecan en unas páginas de escritura ávida, jocosa, enumerativa, constituyen un auténtico baile de máscaras, al modo de una tira cómica de caricaturas, a un tiempo patéticas e hilarantes. A estos personajes vacíos solo les confiere entidad el apego a una fama doméstica, la inclinación al entusiasmo perecedero y tantas veces caprichoso de unos pocos admiradores y, sobre todo, la adhesión vehemente al común espanto ante ese infierno sin solemnidades de la cotidianeidad: una decadencia inevitable, una vejez solitaria y mísera en una silla de ruedas junto a un gnomo decorativo de alguna residencia, una muerte lenta e inútilmente postergada. Al leer estas páginas es inevitable evocar el pandemonio de criaturas que se mueve en los cuadros de George Grosz o, por mencionar su correlato en la esfera de lo literario, recordar al Valle Inclán dramaturgo de la estética del esperpento, sus técnicas de degradación del personaje a manos de un demiurgo inclemente que maneja los hilos levantado en el aire. Así, el epíteto cómico ─Daniel Valls es “el rojo de Clicquot”, “rojipela escarlata”, “Marqués de Lenin”; Julita Luján, “trol, de jardín”; Ana Urrutia, la “espesa” Ana Urrutia, “torera de salón”; el portero, un “solícito hurón”; Charlotte Saint-Clair, una “bróker filántropa”; Lorenzo de Lucas, “el émulo de George Sanders”─ acentúa los aspectos más risibles de unos personajes objeto de la sátira , de unos simples peleles impulsados por el aire caprichoso de una muy provinciana ─el universo entero del espectáculo es una provincia─ feria de las vanidades. Sin embargo, a diferencia de Grosz, a diferencia de Valle, existe en Marta Sanz una mirada piadosa hacia esas caricaturas, acaso tan frágiles como las musas del destape idolatradas por Daniela Astor; como estas, de alguna manera condenadas a fingir, a representar sus caracteres para enmascarar un único temor al olvido y a la muerte. No en vano para un actor ─como para cada uno de nosotros, que por cada uno de estos personajes se siente interpelado─ “a partir de cierta edad todo son flashbacks”.

Un ramalazo barroco, vanitas vanitatis, permea las imágenes difuminadas de Robin Williams ahorcado con su propio cinturón, de Philip Seymour Hoffman en la ambulancia, muerto por sobredosis, o de la bellísima Romy Shneider fulminada por una combinación mortífera de alcohol y barbitúricos… Estrellas fugaces disueltas en el éter, llamas breves, pobres actores ─nunca la metáfora de un Macbeth derrotado por el hado ha sido menos retórica─ que en escena se arrebatan y contonean y nunca más se les oye. Diríamos que esas muertes entristecen, pero también reconfortan a la mayoría de almas de vidas mediocres; al fin y al cabo ─el látigo de la narradora es implacable: nadie, y menos el lector, queda a salvo de una sátira que incomoda─ “el ubi sunt es una molécula más de un ADN mezquino, negro y miserable que nos concede un punto de vergonzosa felicidad ante la desgracia ajena”. ¿Qué somos sino esa máscara, ese pobre actor de Shakespeare que apenas finge un instante para luego desaparecer en el silencio? ¿Qué, sino un gran teatro del mundo, farándula, espectáculo de pequeñas almas hipócritas impulsadas por el miedo que bullen y transitan y se consumen en los exiguos márgenes de la representación? Y es que, en efecto, “el ser humano es su máscara” resuelve Marta Sanz, escritora barroca, en el último capítulo de su Lección de anatomía, y nadie mejor que el actor, aquel que funde máscara y existencia, para encarnar a la criatura que, en una prosa azogada, que hiere porque refleja nuestro auténtico rostro, es capaz de reconocerse como si se mirase en un espejo.
Un secreto escalofrío
En su prólogo a Lección de anatomía ya advertía Rafael Chirbes de la importancia que el cuerpo ─“un cuerpo fisiológico, despojado del cansino vestuario retórico con que lo bombardean desde todos los bandos”─ adquiere en la novelística de Marta Sanz. Tal vez sea en Cicatriz donde ese cuerpo fisiológico cobra su mayor protagonismo, hasta el punto, diríamos con palabra recurrente por lo apropiada y efectiva, de encarnar una poética, una teoría de la escritura que es indiferente que preceda o suceda al acto mismo de escribir: los lapsos temporales son irrelevantes toda vez que dolor y escritura, sensibilidad y prosa se manifiestan con simultaneidad. Se escribe al tiempo que se manifiesta y se sufre el dolor: “Escribo de lo que me duele”. El cuerpo de la niña real que crecía y que mutaba a mujer fantástica, víctima desnuda en las aras del hieratismo ideológico, de la uniformidad del canon y la ortodoxia de la belleza, deviene nuevamente cuerpo auténtico y sensitivo cuyas fibras orgánicas, cuyas líneas escritas, están entreveradas con el dolor, cuya narradora, como un nuevo Mr. Valdemar, se empeña en conjurar un daño para el que es casi imposible encontrar un nombre: “Fibromialgia, endometriosis, celiaquía, lupus, costocondritis”… La enfermedad, de naturaleza casi perteneciente a la nebulosa de lo mágico, impone una escritura franca, de nueva y verdadera desnudez: “por primera vez en mi vida escribo para purgarme y le tengo fe a la posibilidad catártica de la escritura”. El dolor creciente precipita una escritura de duelo adelantado, una suerte de protocolo de anticipación que nos proteja del caos, un sarinagara. Sarinagara, un “sin embargo”, según la expresión japonesa tomada de un haiku de Kobayashi Issa que, a su vez, da título a una novela de duelo de Philippe Forest: un luto previo que la narradora guarda ─y no es difícil compartir como lector un secreto escalofrío al leer estas palabras─ “antes de que nada verdaderamente malo me haya ocurrido”.
Una enfermedad tan indefinible como el horla de Maupassant urge una escritura medicinal, un pharmakon que es remedio y veneno porque apacigua el dolor anticipándolo, porque atenúa la pérdida presintiéndola, porque doma la desdicha evocándola. En la escritura que es conjuro del dolor y en la larga enumeración de voces que intentan definirlo ─ “Nudo, corbata, pajarita, calambre, ausencia, hueco invertido, cucharada de aire, vacío de hacer al vacío, blanco metafísico, succión, opresión, mordisco de roedor […]”─ no hay ya lugar para la impostura, ni siquiera para los juegos del lenguaje y los espectros de conceptos de rima consonante, ni mentiras, ni proyecciones e inversiones ideológicas, ni metáforas ingeniosas, ni celosías que velen el rostro de una narradora o su mirada distante; solo una máscara apenas deformada por el temblor y el apagado estremecimiento, un actor, una actriz que finge porque no existe otro papel en esta representación sincera exenta de hipocresías; una mujer prefigurada en los sueños de una niña que, en esa máscara y en la escritura que la describe, ha sabido construir al fin su verdadera imagen.
Las citas y referencias del presente artículo han sido tomadas de las novelas de Marta Sanz La lección de anatomía (Barcelona, Anagrama, 2014), Daniela Astor y la caja negra (Barcelona, Anagrama, 2015), Farándula (Barcelona, Anagrama, 2015) y Clavícula (Barcelona, Anagrama, 2017).
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