Un voluminoso libro recién publicado por Acantilado relata en profundidad el siniestro proyecto del Gran Salto Adelante, lanzado por Mao Zedong en China en 1958.
Sabido es: en 1958, Mao Zedong lanzó en la República Popular China un mastodóntico proyecto de modernización acelerada del país que dio en llamar Gran Salto Adelante, consistió en la creación de comunas populares, la prohibición de la agricultura privada y el emprendimiento de grandes proyectos industriales y de obras públicas y puso a cientos de millones de chinos a trabajar hasta los límites fisiológicos del estajanovismo, obligándolos incluso a fabricar lingotes de acero en pequeñas forjas improvisadas en cada una de sus casas. Conocido es también el resultado: la mayor hambruna que hayan conocido los siglos, con al menos cuarenta y dos millones de muertos debidos a la represión, pero sobre todo a la más que deficiente planificación del proyecto, que provocó el absurdo de que copiosas cosechas se pudrieran en los silos mientras los campesinos fallecían por decenas y el hambre los llevaba a traspasar todos los umbrales de la indignidad humana, llegando a darse casos de desenterramiento de cuerpos de niños muertos para devorarlos.
De todo ello da cuenta un libro publicado el año pasado por la editorial Acantilado: La gran hambruna en la China de Mao, escrito por el historiador holandés Frank Dikötter, catedrático de Humanidades en la Universidad de Hong Kong, y documentado a partir de una minuciosa investigación archivística. Uno de sus capítulos se titula «Maneras de morir», y aunque Dikötter procura escribir con la frialdad del científico, o más bien del inventariador, y expurgando del texto toda tentación de regodeo morboso, es inevitable que el Horror con hache mayúscula atraviese toda muralla de desapasionamiento interpuesta ante él y acabe impregnando las páginas de su hedor a cadaverina. Imposible desapasionarse cuando se descubre que Wu Jingxi, un labriego de Shandong, vendió a su hijo de nueve años a un desconocido a cambio de cinco yuanes que le permitieron pagarse un cuenco de arroz y dos kilos de cacahuetes, y su esposa lloró tanto que se le inflamaron los ojos y se quedó ciega; o que la malnutrición hacía habitual que las mujeres sufrieran prolapsos uterinos espontáneos. No puede uno no turbarse cuando conoce que en una cocina del distrito de Pengxian se encontraron cuatro tinajas llenas de orina y excrementos humanos cuyo contenido rezumaba y empapaba el suelo; o que Chen Zhilin, vicesecretario de una de las comunas de Shizhu, llevó hasta el punto de enterrar vivas a varias personas sus castigos contra los intentos de los campesinos de salir a buscar raíces y hierbas silvestres y la sustracción de cazos y sartenes de la cantina para cocinar a hurtadillas. No pueden no sentirse escalofríos cuando se lee que el deseo de los cuadros locales y regionales de complacer a la cúpula del Partido los llevaba a prometer cosechas absolutamente irreales y a exprimir después a los campesinos para conseguirlas; que si las cosechas prometidas no se conseguían se hinchaban las estadísticas que las comunas presentaban al Gobierno y que las cuotas hinchadas comportaban que las entregas de cereales al Estado fueran también demasiado altas, con lo cual la hambruna volvía a hacer siniestra aparición. O que las presas construidas durante el Gran Salto Adelante eran tan defectuosas (carecían de aliviaderos y se construían con materiales de mala calidad y sin tener en cuenta la geología local) que era muy frecuente que reventaran, constituyendo auténticas bombas de relojería: sólo en el año 1960 estallaron 235, hacia 1980 se habían hundido 2976 sólo en la región de Henan y las de Banqiao y Shimantan, construidas en 1957-1959 como parte de la campaña «Embridad al río Huai», se vinieron abajo durante un tifón en agosto de 1975 provocando la muerte por ahogamiento de en torno a 230.000 personas.
Todo ello aparece en el libro de Dikötter. Pero en él también se recoge otro asunto que pudiera parecer menor al lado de todos estos terrores con víctimas humanas, pero que da más certero testimonio, captura mejor la esencia, de qué fue y qué significó la que seguramente sea la página más negra del ya de por sí muy negro siglo XX, con permiso del Holodomor ucraniano, del Holocausto nazi y de los genocidios congolés, ruandés y camboyano. Ya en 1958, Mao decretó la extinción de lo que llamaba las Cuatro Plagas, cuatro especies animales que consideraba que obstaculizaban el camino de la revolución: los ratones, las moscas, los mosquitos y, sobre todo, los gorriones, señalados por devorar el grano almacenado.
Merece la pena citar al completo el relato de Dikötter sobre este asunto:
[…] Mao estaba fascinado por el poder de las masas para imponerse a la naturaleza y en 1958 hizo un llamamiento para la eliminación de ratas, moscas, mosquitos y gorriones. Se actuó contra los gorriones porque se comían las semillas y privaban a los seres humanos del fruto de su trabajo. Todo el país se movilizó en guerra abierta contra estas aves, en lo que fue uno de los episodios más estrafalarios y dañinos para la ecología de todo el Gran Salto Adelante. La gente percutía tambores, entrechocaba cazos y tocaba el gong para conseguir que los gorriones no dejaran de volar, hasta que por fin estaban tan exhaustos que caían del cielo. Se reventaban los huevos y se mataba a los polluelos. También se les abatía en pleno vuelo. La sincronización fue esencial: todo el país tenía que marchar a un mismo paso en la batalla contra el enemigo para que los gorriones no tuvieran dónde escapar. Los habitantes de las ciudades subieron a los tejados, mientras que en el campo los granjeros se dispersaban por las colinas y trepaban a los árboles de los bosques, todos al mismo tiempo, para asegurarse una victoria completa.
El experto soviético Mijaíl Klochko asistió al inicio de la campaña en Beijing. Se despertó a primera hora de la mañana con los chillidos espeluznantes de una mujer que corría de un lado a otro por el tejado de un edificio cercano a su hotel. Empezó a sonar un tambor. La mujer agitaba frenéticamente una sábana grande atada a un palo de bambú. Durante tres días, el hotel entero, desde los botones y las asistentas hasta los intérpretes oficiales, se movilizó para la campaña contra los gorriones. Los niños acudían con hondas y arrojaban piedras contra toda criatura alada.
Hubo accidentes, porque la gente se caía de los tejados, los postes y las escaleras. En Nanjing, Li Haodong trepó al tejado de una escuela para destruir un nido de gorriones, pero perdió pie y cayó desde tres pisos de altura. El cuadro local He Delin salió a la azotea a agitar furiosamente una sábana para asustar a las aves, pero tropezó, se cayó y se partió la espalda. Se distribuyeron armas para disparar contra los gorriones, lo que también provocó accidentes. En Nanjing llegaron a gastarse 330 kilos de pólvora en un día, hecho que nos da una idea de las dimensiones de la campaña. Pero la verdadera víctima fue el medio ambiente, porque se emplearon armas de fuego contra todo tipo de criaturas aladas. Los daños se exacerbaron por el uso indiscriminado de venenos de granja. En Nanjing, los cebos envenenados mataron a lobos, conejos, serpientes, corderos, pollos, patos, perros y palomas, a veces en grandes cantidades.
Esto sigue contando el historiador holandés:
El más afectado resultó ser el humilde gorrión. No contamos con estadísticas fiables, porque los números formaban parte de una campaña que combinaba las obvias exageraciones con una apariencia de precisión que rayaba en la pedantería, y que arrojó cifras tan surrealistas como la propia campaña. Así, Shanghái proclamó en tono triunfal que había eliminado 48.695,49 kilos de moscas, 940.486 ratas, 1213,05 kilos de cucarachas y 1.367.440 gorriones en una de sus periódicas guerras contra las plagas animales (uno se pregunta cuántas personas criaban moscas o cucarachas en secreto para después obtener una medalla de honor al matarlas). Es probable que los gorriones llegaran al borde de su extinción, y fueron muy pocos los que se vieron en el país durante los años siguientes. En abril de 1960 los dirigentes del país se dieron cuenta de que estas aves también comían insectos, y por ello las eliminaron de la lista de plagas animales, y las sustituyeron por las chinches.
Sin embargo, esta última medida llegó demasiado tarde: las plagas de insectos se dispararon a partir de 1958 y destruyeron buena parte de las cosechas. El principal desastre tenía lugar antes de las cosechas, porque nubes de langostas oscurecían el cielo, cubrían los campos bajo un agitado manto y devoraban los cultivos. En verano de 1961 aprovecharon la sequía en Hubei e infestaron 13.000 hectáreas sólo en la región de Xiaogan. Devastaron más de 50.000 hectáreas en la región de Jingzhou. Un 15% del arroz producido en la provincia fue víctima de los voraces insectos. La devastación no tenía límites: en la región de Yichang se perdió más de la mitad del algodón. En otoño de 1960, un 60% de los campos en torno a Nanjing —uno de los lugares donde la campaña contra los gorriones había sido especialmente feroz— padecieron las devastaciones provocadas por los insectos y hubo que hacer frente a una grave escasez de verduras. Toda suerte de especies dañinas medraban: en la provincia de Zhejiang, los pirálidos, las chicharritas, los gusanos rosados de los algodoneros y las arañas rojas, entre otras plagas, destruyeron entre 500.000 y 750.000 toneladas de cereales —aproximadamente el 10% de la cosecha— en 1960. No podían tomarse medidas preventivas por falta de insecticida: los productos químicos se habían malgastado en el asalto contra la naturaleza de 1958-1959, y en 1960 la escasez de todo tipo de productos afectó también a los insecticidas, precisamente cuando éstos eran más necesarios.
Del comunismo, tal como fue aplicado en varios países del mundo a lo largo del siglo XX, pueden alabarse varias y muy buenas cosas. El socialismo vistió, dio de comer y proveyó de educación y sanidad a centenares de millones de personas, lideró la concesión de derechos a las mujeres y derrotó al fascismo. Pero hay un reverso tenebroso de la bandera de la hoz y el martillo que ninguna rutilante conquista social disculpa obviar y que en ninguna historia que pueda contarse queda mejor condensado que en el proyecto de Mao de exterminar a todos los gorriones de China (y aun a los de Corea, como propuso a Kim Il-Sung, que llegó a pensárselo pero reculó al comprobar a qué catástrofe había conducido el proyecto en el país vecino). Todo está ahí, todos los errores del socialismo real concurrieron a desatar aquel desastre múltiple: la planificación llevada a extremos delirantes, el desprecio de toda ética humanista y ecológica entendida como cortapisa contrarrevolucionaria, el optimismo de la voluntad no equilibrado con el pesimismo de la razón que Gramsci también llamaba a tener, el sacrificio despreocupado de toda libertad individual en favor de la acción colectiva decretada por el Partido y, sobre todo, el desdén altanero y suicida —con origen en la Ilustración, que también tuvo su reverso tenebroso, y compartido con el capitalismo— hacia la naturaleza, concebida no como un delicado sistema de equilibrios biológicos, sino como una gigantesca máquina defectuosa al servicio del ser humano y que el hombre nuevo estaba llamado a reparar, ya fuera a puñetazos. No es demasiado peor el gulag que haber desecado el mar de Aral y el lago de Kara-Bogaz o posibilitado el desastre nuclear de Chernóbil o el infierno medioambiental de la ciudad de Norilsk, donde la esperanza de vida sigue siendo diez años menor que en el resto de Rusia y no hay asomo alguno de vida a varias decenas de kilómetros a la redonda porque las quinientas toneladas de óxidos de cobre y níquel y los dos millones de toneladas de dióxido de azufre que sus industrias expulsan impiden que nada prenda. En China, «Durante el día luchamos contra el sol, durante la noche combatimos contra las estrellas» y «En un día de lluvia vemos un día brillante, la noche se convierte en día» eran dos de los lemas con que se obligaba a los campesinos a trabajar.
Son de agradecer libros como el de Dikötter, que deberían ser lectura obligada para cualquier militante de la izquierda alternativa o revolucionaria, pero no para sacarlo de ella y conducirlo a posiciones reaccionarias, conservadoras, neoliberales o siquiera socialdemócratas, sino a fin de acicatearlo a labrar un nuevo discurso de emancipación —urgente en un sistema capitalista no menos voraz ni menos sanguinario ni menos destructivo que los peores socialismos— que, manteniendo y rescatando todo cuanto de bueno hubo en experiencias pasadas de aplicación de las ideas marxistas, expurgue de sí cuanto de infame también tuvieron.
«La revolución no es un guateque», decía Mao y es la cita que abre el libro. Tal vez sí debería serlo.
La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962)
Frank Dikötter
Traducción de Joan Josep Mussarra
616 páginas 30,00 €
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