Libro de los otros es un punto de encuentro entre su autor, el poeta y traductor Jordi Doce, y la poesía en lengua inglesa que ha ido conociendo y traduciendo al español desde los años noventa en adelante. Para el lector, supone una antología impagable de la mejor poesía inglesa, que abarca Inglaterra, Estados Unidos, Irlanda y Canadá, a lo largo del siglo XX. Una antología comentada que arranca desde la experiencia personal del autor en ese proceso de descubrimiento, unas veces casual y otras por referencias, pero siempre desde una óptica liberada de rigores académicos y decididamente autobiográfica.
El cuaderno ofrece a continuación una breve muestra de los más de noventa autores que comparten estancia en este magnífico hotel con amplias vistas a un blog llamado Perros en la playa.
Prefacio
/ Jordi Doce /
Siempre me ha gustado leer los créditos, esas sleeve notes que muchos discos –antes vinilos y hasta ayer mismo CDs– incluyen con los comentarios de los músicos o de algún crítico interesado. Muchas veces son hagiografías y textos publicitarios, pero otras, sobre todo en las compilaciones preparadas por los propios músicos, son apuntes, comentarios aislados que funcionan como contrapunto de los cortes del disco: cómo surgió el tema, qué lo sugirió, dónde fue grabado, qué instrumentos se utilizaron… Precisiones de pedante, tal vez, aunque muy entretenidas si se tiene curiosidad, como yo la tengo, por el contexto o las circunstancias en que nació o se desarrolló esa música.
A lo largo de los años he ido reuniendo un puñado de traducciones de poesía realizadas al calor de ciertas lecturas y descubrimientos entusiastas. La gran mayoría de ellas son de poetas de lengua inglesa a los que he ido leyendo en antologías, revistas y, cuando me ha sido posible, en sus libros originales. La idea de presentarlas con sus propios créditos o «notas de funda» se me ocurrió de forma natural, conforme el ritmo de publicación de mi blog Perros en la playa se iba animando. Percibí que los lectores agradecían las explicaciones, por breves o sumarias que fueran: apuntes de carácter histórico o biográfico, comentarios al paso que me sacaba literalmente de la «manga» –la otra acepción de la palabra «sleeve»– para iluminar un ángulo particular del poema o de su autor. Algunas se apoyaban en una anécdota iluminadora; otras se adherían más bien al contexto en el que cabía entender la obra. No descarto haber pecado a veces de exhibicionismo, pero si fue así quiero pensar que se debió a un exceso de entusiasmo. Lo que me movía –y me sigue moviendo– era compartir con el lector interesado los hitos que iba encontrando en mi camino, esas revelaciones que justifican toda lectura y nos obligan a hacer un alto. Muchas de estas páginas, de hecho, nacieron como anotaciones al margen: unos pocos versos escritos a lápiz, soluciones improvisadas que no tardaban en fraguar y tomar forma en el cuaderno o en la pantalla del ordenador.
Este volumen, pues, es algo así como mi propia caja o cofre de discos, un box set que compila las traducciones comentadas que aún hoy me parecen vigentes o que mi gusto –más ecléctico que confuso, espero– no desaprueba del todo. He actualizado y abreviado mis intervenciones, a veces de manera drástica: lo que da vida a una bitácora virtual puede muy bien sonar fatuo o pretencioso en la página. Creo en la utilidad de los comentarios, pero sé también que el posible valor de este libro reside justamente en los poemas que reúne y presenta. Espero no haber faltado a esta convicción en la práctica.
Dos nociones, en fin, han gravitado sobre la escritura de estas páginas: por un lado, el carácter de aprendizaje constante que ha supuesto para mí, como traductor y como anglista aficionado; por otro, la certeza de que la necesidad –la exigencia– de crear poemas de pleno derecho en nuestro idioma no hace sino devolvernos con más intensidad al llamado texto original, cuya fuerza crece en relación proporcional con su capacidad para generar nuevas versiones. La traducción –la lectura– no es un menoscabo de ningún aura, sino un seguro de vida.
Quiero terminar dando las gracias a los lectores de mi blog Perros en la playa, que integraron ese primer círculo de íntimos que da sentido a cualquier tarea (me gusta pensar que ellos también están incluidos en esos «otros» que dan título al libro). Y a Álvaro Díaz Huici, quien me oyó hablar hace muchos años de este libro cuando no era más que un proyecto fantasmal y que nunca dejó de preguntar por él. Del resultado nada puedo decir, obviamente, salvo que si algo comparten estas traducciones es el placer, la atención y la intensidad con que fueron hechas.
Simon Armitage
Del mismo libro, Zoom! (1989). Un poema de humor negro –la variante preferida en el condado de West Yorkshire– en el que la risa no anda muy lejos de la tragedia y que pertenece a esa veta de poesía narrativa y de comentario social que tanto gusta en Inglaterra. Como Larkin, sí, pero más irónico y malicioso, sin la melancolía y amargura del autor de Ventanas altas. Es verdad que la obra de Armitage se ha vuelto más compleja y ambiciosa con el curso de los años, pero a mí, como ya he dicho, no sé si por razones sentimentales, me siguen gustando más sus primeros libros, los que leí al llegar a Sheffield en otoño de 1992: tienen el descaro, la insolencia juvenil de quien acaba de llegar y no se resigna a pasar desapercibido.

El chiste de la nevada
¿Te sabes el del tipo aquel de Heaton Mersey?
Mujer en casa, amante en Hyde, querida
en Newton-le-Willows y dos hijas encantadoras
en Werneth, en tercero de secundaria. Bueno,
pues como iba con retraso y tenía un buen coche
no hizo caso a los avisos de tráfico y trató de salvar
las últimas seis millas de ventisca en el páramo;
y en cosa de minutos, dicen, quedó atrapado.
Se entretuvo pensando en la vida y en cosas así;
sobre lo que hace el perro al morderse la cola
y sobre la serpiente que se comió a sí misma.
Y vio la nieve cubrir el parabrisas
y se sintió a gusto; y el whisky en la petaca
era cálido y suave, y aunque no tiene gracia
el chiste acaba más o menos así.
Lo hallaron inclinado sobre el volante
con la palabra VOLVO grabada del revés
en la frente helada. Y más tarde, en el pub,
empezaron a discutir alrededor de un ponche
sobre quién de ellos tenía más mérito.
¿El que confundió la antena con una rama de espino,
el que reconoció la silueta del coche
o el que dijo que oyó la bocina, quejándose
suavemente como un despertador bajo el edredón?
John Ashbery
Un poema de John Ashbery (1927) que leí en un número de The London Review of Books del año 2003, creo recordar. No sé si lo ha recogido en libro. En su tono de costumbre, entre oblicuo y desdeñoso, teñido de suave ironía, pero más accesible y con más gracia, o así me lo pareció entonces, de lo que es habitual en sus trabajos recientes. Tal vez contribuya a este efecto la disposición estrófica, que lo convierte casi en un soneto con estrambote. Me gustaron, sobre todo, los tres versos finales, que me parecen algo así como un resumen de su actitud vital.

La historia de amor
La vimos venir desde siempre,
luego ya estaba aquí, en línea
con el paseo de aquel día. Para entonces, éramos
nosotros los que habíamos desaparecido, en el túnel de un libro.
Despertando en la madrugada, nos unimos al flujo
de las noticias de mañana. ¿Por qué no? A
diferencia de algunos otros, no tenemos nada que pedir
o que tomar prestado. No somos sino piezas de sólida geometría:
cilindros o romboides. Cierta satisfacción
nos ha sido otorgada. Sí, claro, siempre volvemos
a por más… Es parte del aspecto «humano»
del desfile. Y existen regiones más oscuras
perfiladas, que habría que explorar alguna vez.
Por ahora nos basta con que el día se haya acabado.
Trajo su carga de frescura, la dejó caer
y se marchó. En cuanto a nosotros, seguimos aquí, ¿no es cierto?
John Burnside
El tono de esta poesía es siempre sereno, sutil, como si sólo hablando así, con voz queda, sin énfasis, consiguiera su autor difuminar las fronteras entre vigilia y sueño, lo real y lo imaginado, lo inmediato y lo trascendente. Hay en él una capacidad sorprendente para dialogar con el lado oscuro de la existencia sin incurrir en violencias o cultivar la espiral del solipsismo. Con el tiempo su escritura se ha ido haciendo más dilatada, también más narrativa y discursiva, pero de vez en cuando, como en este ejemplo reciente, regresa al tono de sus primeros libros, el poema breve que encierra, como un icono, una realidad extraña, enigmática, la persistencia de lo salvaje y lo brutal bajo los barnices agrietados de la civilización, esa «corriente oculta / de calidez y espanto» que fluye bajo los muros con que demarcamos el hogar.

Zorro blanco
Fue cuestión de suerte, imagino,
aunque me pareció otra cosa
cuando dejé la carretera
y me detuve en un arcén de nieve
para estirar las piernas
y el zorro blanco
llegó en silencio desde la distancia,
en ruta hacia el verano, hebras de rojo
y castaño en la piel
plateada, el hocico
indiferente, cuando atrajo mi atención
y me observó un minuto
–estudiando mi olor,
tanteándome–,
aunque sólo, pensé,
por cortesía,
sin rastro de sorpresa,
acostumbrado,
al contrario que yo,
a la ley de la tundra,
la lógica salvaje según la cual
donde nada parece suceder
todo el tiempo
lo que sucede es la oportunidad
de que algo suceda.
Anne Carson
Este poema de Hombres en sus horas libres es un poco emblemático del modo de hacer de Anne Carson (1950): prosaísmo, elipsis, cierta sequedad expositiva que acerca el poema al dominio del ensayo, uso de datos cuya reordenación se pretende de algún modo iluminadora, gusto por lo grotesco y lo peculiar… El verso final, con su breve advertencia bibliográfica, es típicamente anticlimático, y señala bien a las claras que la música de Carson es más conceptual que auditiva, más estructural que lingüística. La traducción de este libro fue un desafío precisamente porque no había donde agarrarse. El único principio vigente era el de economía, de síntesis, y a veces ni siquiera eso. Cualquier arreglo que entrañara recurrir a pautas musicales tradicionales debía evitarse.

Audubon
Audubon perfeccionó un nuevo método para
dibujar pájaros que declaró suyo. Al pie de cada acuarela escribía «tomado del
natural» lo que significaba que abatía los pájaros
y se los llevaba a casa para disecarlos y pintarlos.
Dado que odiaba las formas inmutables
de la taxidermia tradicional
construía armaduras flexibles de madera y alambre
sobre las que disponía la piel y las plumas del
pájaro –o en ocasiones
pájaros totalmente destripados–
en poses animadas.
No sólo el armazón de alambre era nuevo, sino también la iluminación.
Los colores de Audubon se sumergen en tu retina
como un reflector
rastreando el cerebro de arriba abajo
hasta que apartas la mirada.
Y acabas apartándola.
No hay nada que ver.
Puedes pasarte el día mirando estas formas
verdaderas y no ver el pájaro. Audubon concibe la luz como una ausencia de
oscuridad, la verdad como una ausencia de desconocimiento.
Es lo contrario a un día apacible en Hokusai.
Imaginemos que Hokusai hubiera abatido y
rearmado 219 leones y luego hubiera prohibido a su propio pincel pintar la sombra
«Somos lo que logramos hacer de nosotros
mismos», Audubon declaró a su esposa durante su cortejo.
En los salones de París y Edimburgo
donde recaló para vender su nuevo estilo
este francés nacido en Haití
se hizo iluminar
como un noble rústico americano
desplegado en las poses esplendentes del Gran
Naturalista. Le amaban
por el «frenesí y el éxtasis»
de la genuina realidad americana, especialmente
en la segunda (y más barata) edición en octavo (Birds of America, 1844).
Leonard Cohen
Recuerdo mi sorpresa, hace veinte o veinticinco años, al ver que Leonard Cohen (1934-2016) cerraba con dos o tres poemas una vieja edición de The Penguin Book of Canadian Verse. Era una sorpresa relativa, desde luego. Como muchos, había leído la poesía y las letras de las canciones de Cohen, pero no era consciente de que a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, mucho antes de convertirse en la celebridad que es ahora, el futuro cantautor era un joven discípulo del gran Irving Layton y un poeta apreciado por su maestría formal y su don para la observación social y psicológica. Con los años su poesía fue relajándose, haciéndose más libre y anárquica, introduciendo notas de humor irónico y hasta de sarcasmo (así en «La canción del cornudo») y, en general, contaminándose de las lecciones aprendidas en su condición de cantautor.
Hice originalmente estas versiones a mediados de la década de 1990, cuando vivía en Sheffield, pero no he dejado de revisarlas cada vez que he tenido oportunidad. Se publicaron junto con otras versiones de Jaime Priede en un número especial de El Cuaderno dedicado a Cohen con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias. Creo que en ese mismo número se incluía un brevísimo texto («Field Commander Cohen») que escribí en homenaje a New Skin for the Old Ceremony, su disco de 1974, y que venía a ser, en prosa telegráfica y sincopada, mi lectura del mundo Cohen. No me resisto a incluirlo aquí, porque además, ¿dónde si no?
Era un disco lejano del comandante Cohen, nueva piel para la vieja ceremonia, quién por el fuego, quién junto al agua, con ángeles volando que hacían el amor bajo un ala improbable, pintada torpemente por la vieja censura. Era el disco del hotel Chelsea, era esto lo que querías, hay una guerra –como si hubiera olido, muerte de un mujeriego, su futura pendencia con el guerrero Spector–, y la voz condensada, arrastrándose sobre un fondo espartano de guitarras y banjos socarrones. Crecíamos extraños y la voz ayudaba, daba claves. Decía: no sabréis más que ahora, no hay descanso, tomad esta intemperie y haced algo con ella, lo que podáis. Sigue diciéndolo. ¿Y quién diré que llama?

Verano: Haikú
Silencio
y otro silencio aún más profundo
cuando los grillos
dudan
Carol Ann Duffy
La noticia, allá por abril de 2009, de que la poeta escocesa Carol Ann Duffy (1955) había sido nombrada Poeta Laureada me alegró, aunque conozco mal su obra reciente. Andrew Motion, su predecesor, es un buen poeta y un estupendo biógrafo –recuerdo con admiración su biografía de Keats–, pero el cargo lo convirtió en una estatua de sí mismo. No parece que la autora de The World’s Wife haya caído en ese error.
El cargo de Poet Laureate ya no es vitalicio (el último en morir con las botas puestas fue Ted Hughes) sino que tiene una duración de diez años. Ignoro si, además del sueldo –unos seis mil quinientos euros anuales–, el poeta sigue recibiendo una botella anual de oporto de las bodegas reales como ha sido costumbre desde 1668. Siguiendo los cambios que introdujo Hughes, el cargo no supone tanto la penosa obligación de escribir poemas conmemorativos cuanto trabajar como una especie de embajador honorífico de la poesía, más o menos como hace su homólogo en Estados Unidos.
Duffy ha mostrado el mismo interés por la poesía europea y extranjera que la mayoría de sus contemporáneos, es decir: ninguno. Pero es una escritora capaz de proyectar su sensibilidad hacia las zonas de sombra y de silencio de nuestro mundo, de tender puentes con los márgenes y la diferencia, como demuestra en este hermoso poema de su segundo libro, Selling Manhattan (1987).

Extranjero
Imagina vivir veinte años en una extraña, lúgubre
ciudad. Hay algunas viviendas miserables en la zona oriental
y una de ellas es tuya. En el rellano, escuchas
el eco de tu acento extranjero doblar las escaleras.
Piensas en un idioma propio y hablas en el de ellos.
Luego escribes a casa. La voz en tu cabeza
recita cada frase en un habla nativa;
detrás está el sonido de tu madre al cantar,
hace ya tantos años, y entonces te preguntas
por qué lloran tus ojos, y cuál es la palabra para esto.
Tomas el autobús. Trabajas. Duermes. Imagina que
has visto, pintado con spray rojo en un muro de ladrillo,
el nombre que te dieron. Un nombre para el odio.
Rojo como la sangre. Nieva en las calles, bajo las luces de neón,
como si este lugar se cayera a pedazos ante tus ojos.
Y en el delicatesen, a veces, las monedas
que sostienes no logran traducirse. Sin habla,
porque no estás en casa, señalas a la fruta. Imagina
que uno de vosotros dice Yo no saber qué quieren
decir ellos. Es como que sólo duermen y sueñan. Imagínalo.
Jorie Graham
Jorie Graham (1950) abrió con este impresionante poema su libro Never (2002), uno de los suyos que más prefiero. Un poema en el que están, de un modo u otro, Eliot, Elizabeth Bishop y toda la tradición anglosajona de la poesía de la naturaleza. Fue objeto de una conferencia a dos voces que di con el crítico y traductor Julián Jiménez Heffernan en Córdoba en el verano de 2005. Tradujimos el poema por separado, luego nos reunimos para intercambiar impresiones y finalmente entonamos un dueto algo desordenado del que sólo recuerdo bien la referencia de Julián a las célebres líneas de «La estatua del jardín botánico» de Radio Futura: «Con mi pensamiento sigo el movimiento / de los peces en el agua». No es mal comienzo para entrar en estos versos.

Plegaria
Tras el pretil del muelle observo las pequeñas
carpas, son miles, arre- molinándose, tropel de músculos minúsculos, pero
también, sin medios para crear una corriente, haciendo de su
unísono (girando, re-
plegándose entrando y saliendo al unísono de su unísono),
haciendo de sí misma una corriente visual que no pueden mecer ni
transportar en sus diminutas fracciones las vueltas y revueltas del
agua, los ciclos con que las estelas de los barcos llegan por fin al
muelle, allí donde golpean una resistencia más honda, agua que
parece romper contra sí misma (tiene esas capas), una corriente real
aunque en su mayor parte invisible que envía a lo visible (las carpas) un
movimiento
enflechado que impone cambio… esto es la libertad. Esta es la fuerza de la fe. Nadie
consiguelo que quiere. Nunca vuelves a ser el mismo. El
anheloes ser puro. Lo que obtienes es ser cambiado. Cada
vez con más fuerza, al hilo de minutos fulgurantes en los que el infinito
se enhebra a sí mismo, también el olvido, por supuesto, las réplicas de algo
que sucedió en el mar. Aquí, manos llenas de arena, dejando
que se escurra al viento, echo un vistazo al pasar y digo ten, esto
es lo que he salvado, deprisa, tómalo. ¿Y si me pongo
a escuchar ahora? Escucha, no estaba diciendo nada. Fue sólo
algo que hice. No pude escoger las palabras. Soy libre para irme.
libre para irme. Por supuesto, no puedo regresar. No a esto. Nunca.
Es un fantasma posado en mis labios. Aquí: nunca.
Edwin Muir
Edwin Muir (1887-1959) es uno de esos rara avis cuya grandeza casi nadie discute, y que sin embargo siempre ocupan un lugar algo marginal en los recuentos académicos y las antologías. Esa marginalidad es inicialmente de orden biográfico: Muir nació en Deerness, un pequeño pueblo de las Orcadas, el archipiélago situado justo encima de la costa norte de Escocia (suena mejor en inglés: The Orkneys). Si ya es un lugar remoto ahora, imagínense a finales del siglo diecinueve: Muir, que vivió allí hasta los catorce años, lo recordaría siempre como un paraíso, el Edén del que fue expulsado cuando su padre perdió la granja y hubo de trasladarse con toda su familia a Glasgow para buscar trabajo. Como recordaba en una nota de diario escrita a finales de los años treinta:
«Nací antes de la Revolución Industrial, y tengo ahora doscientos años. Pero me he saltado tres cuartas partes de ese lapso de tiempo. En realidad nací en 1737, y hasta mis catorce años no sufrí ningún percance temporal. Entonces, en 1751, me trasladé de las Orcadas a Glasgow. Cuando llegué descubrí que no era 1751, sino 1901, y que en un viaje de dos días había consumido en realidad ciento cincuenta años. Pero yo seguía en 1751, y ahí permanecí mucho tiempo. Toda mi vida ha sido un intento de salvar esa grieta.»
La vida en Glasgow fue una catástrofe. En pocos años perdió a sus padres y a sus dos hermanos, y Muir encadenó una serie de trabajos humildes y deprimentes de los que emergió a base de esfuerzo y voluntad, y con una fe renovada en el arte y en su propia vocación literaria. En 1919 se casó con Willa Anderson («Mi matrimonio fue lo mejor que me pudo pasar en la vida»), y juntos se ganaron la vida traduciendo a numerosos autores de lengua alemana. Suyas, por ejemplo, fueron las primeras traducciones de Kafka al inglés, que siguen contando con el favor de muchos lectores.
Durante años llevaron una existencia itinerante, y justo después de la Segunda guerra Muir fue director del British Council en Praga y luego en Roma. En 1955 llegó a dar las conferencias de la Cátedra Norton de poesía en la Universidad de Harvard. El niño de las Orcadas había llegado lejos… Uno de sus mejores y más atentos lectores fue T.S. Eliot, que en 1965 preparó una antología de su obra poética.
Muir escribió tres novelas, varios estudios y ensayos, y una autobiografía que sigue reeditándose y debe leerse como una reescritura del mito clásico de la caída y posterior redención terrenal del ser humano. Él mismo creyó en esa «fábula», quizá porque toda su juventud fue un largo remar contracorriente en condiciones sociales y laborales adversas. A veces me lo imagino en esos años de Glasgow como un trasunto escocés del infortunado Leonard Bast de Howard’s End.
«The Horses» es la quintaesencia del estilo Muir: una poesía sobria y sencilla en apariencia pero cruzada de misterio, de sombras alegóricas y símbolos arquetípicos (fue un jungiano convencido). Algunos de sus poemas retoman en inglés el mundo alienado y paradójico de Kafka, sus imágenes de laberintos, interrogaciones eternas y sin motivo, callejas eliotianas que se suceden como «un debate tedioso / de intensión insidiosa», ciudades en ruinas… Pero «Los caballos», que es claramente un poema post-apocalíptico – escrito bajo la espada de Damocles de la bomba atómica–, mira también hacia el Edén de su infancia. La imagen de los caballos que vuelven misteriosamente al final del verano son su modo de celebrar el vínculo con el mundo natural, de religarse a él y recordarnos de dónde venimos, pero creo que al hacerlo él mismo se sentía volver a la granja de Deerness para reencontrarse con su padre y honrar su memoria. Él ya había sufrido un apocalipsis en vida: si no era posible volver a ese mundo, al menos podía celebrarlo en forma de imágenes, hacer del poema un talismán sanador.

Los caballos
Al final de la tarde, apenas un año después
de la guerra de siete días que hizo dormir al
mundo, los extraños caballos regresaron.
Por entonces ya habíamos sellado nuestro pacto
con el silencio, pero aquellos primeros días todo estaba tan quieto
que el sonido de nuestra propia respiración nos asustaba.
Al segundo día
las radios se estropearon; movíamos el dial; ningún
sonido. Al tercer día un barco de guerra pasó ante nosotros
en dirección norte, sembrado de cadáveres en cubierta. Al sexto día
un avión cayó al mar sobre nosotros. A partir de
ese instante, nada. Las radios mudas;
y ahí siguen, en un rincón de nuestras cocinas,
y siguen encendidas, tal vez, en un millón de
habitaciones de todo el mundo. Pero ahora, si rompieran a
hablar, si de pronto les diera por hablar,
si al dar las doce una voz nos hablara,
no le haríamos caso, dejaríamos fuera
ese mundo maligno que devoró a sus hijos
de un bocado. No habría vuelta atrás.
A veces pensamos en las naciones que duermen,
arropadas ciegamente en un dolor impenetrable,
y la extrañeza de esta idea nos confunde.
Los tractores descansan en los campos; cuando se
pone el sol parecen acecharnos y esperar como monstruos
marinos. Están bien donde están, cubriéndose de
herrumbre: «Que acaben de pudrirse, nos servirán de abono».
Hacemos que los bueyes tiren de los viejos arados,
los mismos que juntaban polvo. Hemos vuelto
para ensanchar la tierra de nuestros padres.
Entonces esa noche
al final del verano los extraños caballos regresaron.
Oímos un lejano retumbar en el camino,
un traqueteo cada vez más violento; se detuvo,
luego empezó de nuevo y al doblar el recodo se transformó en un clamor
vacío. Cuando vimos las cabezas
como una gran ola salvaje tuvimos miedo.
Habíamos vendido los caballos en época de
nuestros padrespara comprar tractores nuevos. Y nos eran
extraños como corceles fabulosos en antiguos escudos
o ilustraciones de un libro de caballerías.
No nos atrevíamos a acercarnos. Sin embargo
esperaron, testarudos y tímidos, como si tiempo atrás
hubieran recibido la orden de encontrarnos
y revivir el lazo arcaico que dábamos por perdido.
En un primer momento no pensamos siquiera
que aquellos seres se dejaran domar o utilizar.
Había en la manada media docena de potrillos
paridos entre ruinas, en terreno salvaje,
y aun así frescos como si hubieran emergido de un
edén propio. Desde entonces arrastran los arados y llevan
nuestras cargas, pero esa libre servidumbre nos sigue traspasando
el corazón. Nuestra vida ha cambiado; en su llegada está nuestro comienzo.
Naomi Replansky
A sus casi 98 años, Naomi Replansky (Brooklyn, 1918) es seguramente la decana de las escritoras norteamericanas y uno de los secretos mejor guardados de la poesía en lengua inglesa. Un secreto a voces, porque la publicación de sus Collected Poems (2012) despertó una ola de reconocimientos públicos y de elogios de escritores tan diversos como David Ignatow, Grace Paley o Ursula K. Le Guin (que suceden a los que le dedicó en su día George Oppen). Es verdad que su primer libro, Ring Song (1952), fue finalista del National Book Award, pero hubo que esperar nada menos que 36 años, hasta 1988, para leer una segunda entrega de su trabajo. Una razón es que, como explica ella misma, «escribo lentamente». Otra forma de decirlo es que estamos ante una perfeccionista de manual, empeñada en pulir sus poemas hasta la extenuación.
Pero hay otros motivos: como muchos escritores de su generación, Replansky coqueteó con el activismo político y en concreto el sindicalismo obrero, de orientación comunista, que alcanzó su apogeo en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Pasó los años cincuenta del siglo pasado haciendo trabajo social en Los Ángeles, donde se relacionó con los grupos más «sospechosos» de la poesía angelina: allí la furia del macartismo y la caza de brujas cayó sobre ella y la convirtió, al menos por un tiempo, en una paria. Terminó haciendo un poco de todo, ganándose la vida en trabajos ásperos, no muy avenidos con la escritura y la vida contemplativa. Con todo, desde hace años vive plácidamente en Manhattan con su compañera, la escritora Eva Kollisch.
Con decir que sus influencias predilectas son Blake, Dickinson, Brecht y la poesía tradicional japonesa nos hacemos una buena idea de su estilo: una poesía lírica, casi cantábile a veces, de arte menor y rigurosa formalmente, breve y lapidaria. Abundan los cuartetos rimados, los poemas que cortejan el ritmo y el tono de la canción, como en su admirado Brecht, los epigramas, etc. Y muchos tienen algo de fábula truncada, como si fueran poemas infantiles para adultos, oscuros y perversos.
Todo esto hace muy difícil traducirla. He elegido este poema en concreto porque es de los menos formalistas de su producción, y porque su sentido del humor viaja con facilidad a nuestro idioma. Sin mencionar que no hay poeta, me parece, que no haya querido plantearle al capataz universal de la poesía un pliego de quejas semejante.

Quejas elevadas a la encargada,
musa de la poesía lírica,
por el sindicato internacional
de los poetas líricos
- Nunca nos dices qué debemos hacer,
pero sentimos tu repugnante desagrado
si no está hecho,
y bien hecho.
- No nos pagas por hora
ni por semana, ni por año.
Podríamos bregar toda una vida
sin el premio de tu sonrisa,
pero hay que ver cómo bendices
al que un día vertiginoso
sacó una pieza de la nada.
- Careces de instrumentos de precisión
que midan el valor de nuestras producciones.
(Tus inspectores cambian sin cesar
y algunos te profesan poco afecto).
- Nos encierras en nuestro idioma
hasta cuando sentimos el frío de la patria.
Cuanto más justas son nuestras palabras,
más radiantes su música y encanto,
más arduo es para ellas
conservar su atractivo
cuando intentan cruzar una frontera.
- Promueves a los jóvenes de entre nosotros.
¿Qué más pueden hacer los veteranos?
¿Aprender otro oficio? Si hasta esperas
que esos viejos decrépitos compitan
con la versión más joven de sí mismos.
Exigimos una pensión que dé Seguridad estética
y un pequeño subsidio de Sabiduría
para sobrellevar los males del invierno.
- Debemos mantener la productividad
aun cuando no hay demanda.
Nuestras piezas atestan el mercado.
Nadie nos presta oído.
¿Debemos achacarlo a nuestra incompetencia?
- Tenemos quejas. Nos quejamos.
Pero nunca nos pondremos en huelga.
Tememos por el cierre de tu fábrica
como tenemos nuestra muerte.
Hace tiempo, cuando nos diste empleo,
pensamos que sería de por vida.
1995
W. G. Sebald
En Across the Land and the Water: Selected Poems 1964-2001 (Penguin, 2012), amplia selección de los poemas de W.G. Sebald (1944-2001) que ha editado y traducido con buen criterio el escritor escocés Iain Galbraith, se incluye un apéndice con dos poemas que Sebald escribió originalmente en inglés a mediados de la década de 1990: «I Remember» y «October Heat Wave». Comparece en ellos una respiración y una estructura versal análogas a las de su poesía en alemán, pero aligeradas por una relación algo más distante o mediada con la palabra. Se mantiene su ironía compasiva, la tensión con que lee en el paisaje los signos de la historia y el presente, pero pierde fuerza su ardor etimológico, ese afán por crear nudos de ambigüedad y alusión que distingue a los poemas que escribió en su lengua materna. Más directos, más puramente evocativos, estos dos poemas «ingleses» de Sebald tienen mucho de entrada de diario o de cuaderno de viaje y ofrecen otra versión de la perspectiva de observador, de testigo en segundo plano, que suele adoptar en su prosa: nacidos de la perplejidad, del extrañamiento, nos ofrecen, curiosamente, la veta quizá más doméstica y cercana de su obra.

Recuerdo
que un día
un año después
de la caída del
imperio soviético
compartí un camarote
en el ferry
de Hoek
van Holland con
un camionero
de Wolverhampton.
Él & otros
veinte debían
llevar camiones
obsoletos
a Rusia pero
aparte de eso
no tenía ni idea
de adónde se
dirigían. El capataz
estaba al mando &
en cualquier caso era
una aventura
dinero fácil & ya sabes
dijo el conductor
fumándose un Golden
Holborn en la litera
de arriba antes
de dormirse.
Aún puedo oírle
roncando mansamente
toda la noche,
verle por la mañana
bajar la
escalerilla: grandes
calzones negros,
enfundarse la
sudadera, la gorra
de béisbol, ponerse
los vaqueros & las deportivas,
cerrar la cremallera
de su bolsa de plástico,
restregarse la cara
sin afeitar con ambas
manos, listo
para el viaje.
Me daré una
ducha en Rusia
me dijo. Yo
le deseé
buena suerte. Él
respondió un gusto
conocerte Max.
Dorothea Tanning
El 31 de enero de 2012, un día antes que Wisława Szymborska, falleció en Nueva York la artista y escritora norteamericana Dorothea Tanning. Tenía 101 años y acababa de publicar en Graywolf Press su segundo poemario, Coming to That. Un libro de un buen hacer y una vitalidad excepcionales en alguien de su edad. No en vano, cuando publicó su primer poemario, A Table of Content, en 2004 (¡a los noventa y cuatro años!), ella se autodefinió con humor como «la más vieja de los nuevos poetas emergentes».
Tanning, nacida en 1910 en un pueblo de Illinois, conoció a Max Ernst en 1942, en Nueva York, y juntos vivieron en Estados Unidos y en Francia hasta la muerte del pintor alemán en abril de 1976. Aunque Tanning se había hecho ya una reputación como ilustradora y pintora de vanguardia durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial, las tres décadas y media que pasó con Ernst fueron decisivas. A la muerte de Ernst, cerró su estudio en la Provenza y volvió a Estados Unidos, donde siguió pintando y se convirtió en una de las grandes damas de la escena artística neoyorquina. Allí, animada en gran medida por su amistad con James Merrill, comenzó a escribir poemas. Una escritura llena de plasticidad, teñida de humor y una perspicacia poco frecuente para capturar atmósferas, luces y sombras, los infinitos matices de las relaciones humanas, el diálogo entre viejos y jóvenes… Una poesía, también, llena de inventiva formal pero siempre accesible, capaz de hacer brillar sin raros esguinces las escamas de esos peces escurridizos que son las palabras.
Un ejemplo perfecto es este «Woman Waving to Trees»: tiene la mezcla perfecta de levedad (humorística), precisión y trascendencia que caracteriza toda su obra. Un modelo, otro más, de cómo se puede hacer gran poesía, profunda, iluminadora, a partir de una anécdota en apariencia trivial.

Mujer saludando a los árboles
Lo normal es que nadie
se dé cuenta al principio.
Me ha dado por maravillarme
de los árboles del parque.
Algo puedo deciros:
son hermosos
y lo saben.
También están exhaustos,
cientos de años
atascados en el mismo lugar:
hermosos paralíticos.
Cuando estoy a sus pies
sienten que los observo,
miran cómo agito mi necia
mano, y envidian la alegría
de ser un blanco móvil.
Los ociosos que pueblan los bancos
empiezan a fijarse.
«Hay gente para todo…»,
se oye decir.
Muchos tienen los ojos
perdidos en el suelo,
como si de verdad no hubiera nada
que mirar, hasta que
ahí va esa mujer
saludando a las ramas
de estos viejos árboles. Alzad
la frente, amigos, mirad arriba,
puede que veáis más
de lo que nunca os pareció posible,
justo ahí donde algo
la saluda tal vez para decirle
que ha visto lo maravilloso.
Tom Waits
Descubrí a Tom Waits (1949) ya tarde, con el disco Rain Dogs (1985), que sigue siendo uno de mis favoritos. De hecho, revisando hace poco Mule Variations (2004), me pareció como si Waits hubiera querido corregir desde otro ángulo las mejores canciones de Rain Dogs: curiosa sensación, la de escuchar el mismo disco con distintas canciones.
De Rain Dogs me gusta todo, hasta la memorable foto de Anders Petersen que ilustra la portada (tomada en un café de Hamburgo a finales de los años sesenta). Pero hay un corte del disco, «9th & Hennepin», que no ha perdido una migaja de su poder hipnótico: un poema que Waits desgrana sobre un fondo de música inquietante, repetitiva, como de película de miedo, tocada por un grupo de contrabajo, piano, marimba, sierra musical y clarinete. Una película en miniatura, una fotografía que va mostrando a cámara lenta cada uno de sus fascinantes y sórdidos detalles, un poema perdido de Bukowski y una estampa digna de Kerouac… «9th & Hennepin» es todo eso y mucho más. Emoción en estado puro. Y una de esas razones que, a los diecisiete años, nos hacen pensar que la poesía puede ser otra cosa, más cercana y también más insólita.

La 9 con Hennepin
Bueno, es el cruce de la 9 con Hennepin
Todos los donuts tienen nombres de prostitutas
Y el cielo lleva la marca de los dientes de la luna
Como una carpa extendida a lo largo
Y los paraguas rotos como pájaros muertos
Y el vapor escapa de la parrilla
Como si toda la jodida ciudad fuera a saltar por los
Y los ladrillos están surcados por tatuajes de
Y todos se comportan como perros
Y los caballos bajan por la Calle del Violín
Y Dutch está muerto de cansancio
Y todas las habitaciones huelen a gasoil
Y uno recoge los sueños de los que han dormido
aquí Y estoy perdido en la ventana, y me escondo en el
descansillo Y cuelgo de la cortina, y duermo en tu sombrero…
Y nadie trae nada pequeño a un bar por aquí
Todos empezaron con malas instrucciones
Y la chica de la caja tiene una lágrima tatuada
Uno por cada año que él lleva fuera, dijo
Tan guapa y ya echada a perder, ah
No le pasa nada que no arreglen cien dólares
Tiene esa tristeza cortante que sólo empeora
Con el estruendo metálico del Southern Pacific
Y el reloj suena como un grifo mal cerrado
Hasta que estás lleno de ginebra y quinina y ruina
azul Y te confiesas de soslayo al primero que escucha…
Y lo he visto todo, lo he visto todo
Por las ventanas amarillas del tren nocturno…
William Carlos Williams
¿Quién no conoce estas dos miniaturas de Williams? Son tal vez los poemas más célebres y traducidos de su autor, un ejemplo depurado de su estilo inicial… y algo así como su divisa. El primero basa toda su potencia, no sólo en la sencillez y colorido de la imagen protagonista, sino en esa omisión del primer verso, ese hueco abierto en su mismo arranque. Omisión que un viejo profesor mío resumió en una pregunta retórica: ¿Qué es lo que «tanto depende» de esa carretilla roja?
Dice la leyenda que el segundo fue una nota –un post-it de la época– que el poeta improvisó para su mujer antes de emprender una de sus rondas de médico de cabecera. Pocas veces una petición de disculpas ha dado tanto juego lírico.

La carretilla roja
tanto depende
de una
carretilla
roja
laqueada de
gotas de lluvia
junto a las gallinas
blancas
Esto es sólo para decirte
Me he comido
las ciruelas
que había en
la nevera
y que
seguramente
guardabas
para el desayuno
Perdóname
estaban deliciosas
tan dulces
y tan frías
Libro de los otros
Jordi Doce
Trea Ediciones, 2018
432 páginas; 25,00 €
Jordi Doce (Gijón, 1967) es autor de los libros de poemas Lección de permanencia (2000), Otras lunas (2002) y Gran angular (2005), entre otros, así como de la antología Nada se pierde. Poemas escogidos (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015). Posteriormente ha visto la luz el poemario No estábamos allí (Pre-Textos, 2016).
En prosa ha publicado los libros de notas y aforismos Hormigas blancas (2005) y Perros en la playa (2011), los ensayos Imán y desafío (IV Premio de Ensayo Casa de América, 2005), La ciudad consciente (2010), Las formas disconformes. Lecturas de poesía hispánica (2013) y Zona de divagar (2014), el libro de artículos Curvas de nivel (2005) y el libro de entrevistas Don de lenguas (2015).
Como traductor, ha preparado ediciones de la poesía de Paul Auster, William Blake, T.S. Eliot, W.H. Auden, Charles Tomlinson, Ted Hughes, Charles Simic, Anne Carson y John Burnside, entre otros, y de la prosa de Thomas de Quincey y John Ruskin. Asimismo, es miembro del consejo de redacción de la revista El Cuaderno.
Fue lector de español en la Universidad de Oxford (1997-2000), y actualmente reside y trabaja en Madrid como editor, traductor y profesor de talleres de escritura creativa.
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