Columnistas Retorno a Montauban

Aprender de la historia

Manuel Artime analiza las diferencias entre izquierda y derecha a la hora de relacionarse con la historia reciente.

 Si no les suena la expresión Godwin’s Law, seguro que les es familiar eso de que toda discusión política desemboca a la larga con una invocación del nazismo. De esta forma creemos poder impugnar definitivamente toda la argumentación de nuestro adversario (“lo que planteas lleva a Auschwitz”). Si el tal Godwin pensase en trasladar su hipótesis al caso español, se encontraría de entrada con una particular variante de la misma, más que al nazismo aquí las discrepancias desembocan en la invocación de la Guerra Civil. Pero además, y esto es lo realmente particular, vería que esa invocación no sirve para zanjar el debate, más bien todo lo contrario, servirá para alargarlo indefinidamente. Y es que entre nosotros no aparece ese consenso mínimo sobre la experiencia totalitaria, ya no digamos, sobre las causas y consecuencias de la misma.

Estas desavenencias sobre el significado de nuestro pasado suelen ser motivo de lamentación y siempre habrá quien las asocie a una incapacidad para superarlo, para aprender de la historia. En este caso, si la he traído a colación, más que para evocar desazón, es para recordar algo que —creo— a menudo pasamos por alto (especialmente desde la joven izquierda). Lo primero, que el pasado nunca podemos darlo del todo por superado, por amortizado, siempre hay rastros pendientes, que deben ser objeto de reflexión. Lo segundo, que en esa reflexión y debate histórico se resuelven en buena parte la construcción de identidades políticas y los posicionamientos del presente. Detrás de todo discurso político hay siempre una interpretación de la historia, una determinada lectura de los acontecimientos, un relato —que gustamos decir ahora—. En la medida en que este relato no se hace explícito en las discusiones, podemos entender que no es objeto de disputa, que es comúnmente aceptado. Cuando aflora, es porque alguna demanda histórica no ha encontrado reconocimiento, porque late una aspiración de legitimidad que no ha sido posible visibilizar bajo la vieja narrativa. En España —sostengo— desde la emergencia del debate de la “memoria histórica” hasta hoy, o desde los primeros indicios de desafección política hasta la crisis actual, nos encontramos precisamente en esta clase de tesitura. Ante una eclosión de un pasado irresuelto, ante un impulso por evaluar el camino andado, por revisar los itinerarios que nos han conducido al presente. Me temo, por tanto, contra los que reclaman tal cosa, que no vamos a poder delegar el consenso histórico en manos de especialistas, pues no es un asunto de interés estrictamente académico. Está en juego, nada menos, que el sentido que hemos de dar a nuestra democracia, las aspiraciones históricas en que ésta se reconoce, las expectativas a que debe hacer justicia.

La derecha no tiene una relación demasiado problemática con el pasado. Se distingue por la sublimación de un determinado sendero histórico, el que nos conduce hasta el presente, por elevar al rango de texto sagrado el relato de los vencedores. De este modo consigue su propósito, la delimitación de la agenda política, obturar la mirada hacia las demandas insatisfechas. Luego, la historia —es importante subrayarlo— no proporciona sólo fuerza emocional, una carga nostálgica para los proyectos políticos, sirve para prefigurar sus aspiraciones y sus límites. Las iniciativas reaccionarias en lo cultural o nacional nos invitan a sentirnos orgullosos del camino escogido (“nuestros mejores 40 años” —es la consigna actual—). La despolitización social —de nuevo hoy podemos verlo— viene de la mano de una positivación del pasado, se trata de ocultar que las cosas pudieron ser de otro modo y que perviven rastros de injusticia que conectan pasado y presente.

A la izquierda le corresponde una manera diferente de relacionarse con el pasado, conflictual e inexorablemente ambigua. En condiciones de normalidad política, cuando domina un cierto consenso hacia la historia, tiende a considerar a ésta como un lastre, un conjunto de referencias amortizadas o de las que sólo sacan partido los conservadores (de ahí su difícil relación con el debate nacionalista). Suele optar entonces por adoptar consignas intemporales, orientarse a un futuro utópico, rendir culto a la novedad absoluta. Lo hemos visto recientemente con los dichosos “significantes vacíos” (casta, arriba y abajo, trama, vieja y nueva política,…), que resultaron un modo de desprenderse de la herencia apolillada de otras izquierdas y enfatizar el carácter renovador de los emergentes. Esta confianza “adanista” se vio inmediatamente respaldada por cinco millones de votos, por lo que no parecería una estrategia equivocada. Sin embargo, el optimismo se ha venido atenuando en los últimos tiempos, pudiera pensarse que la propuesta tenía un techo en su recorrido. Las crisis ofrecen, por un lado, una rápida recompensa para quien es capaz de presentarse como renovador, quien puede evitar fotografiarse junto a un pasado desgastado. Pero al mismo tiempo, esta novedad puede envejecer más fácilmente, resultar efímera, si no encuentra un rumbo histórico que la haga reconocible, sin vincularse a una continuidad de demandas que configuren un relato. De lo contrario, cualquier oportunista puede desactivar esas expectativas de cambio, rellenar con paja los significantes vacíos, apropiarse de lo nuevo, como creo que ha sucedido.

Hoy la izquierda española, descolocada en el debate nacionalista, desorientada ante la ausencia de relato propio, se encuentra —me atrevo a decir— ante una oportunidad histórica. La oportunidad de aprender que no puede construirse al margen de una narrativa temporal, que no puede prescindir del pasado, de seguir aprendiendo, extrayendo de aquél su sentido. Encontrar nueva orientación, tarea ardua, pasará por reconocerse en un proyecto histórico, por rescatar esperanzas insatisfechas susceptibles de llegar a ser, no bastará con certificar el naufragio del presente. Que el pasado no representa sólo un lastre, sino una fuente de comprensión irrenunciable, es algo que creo empieza a hacerse visible en la crisis actual, donde retornan ecos de la democracia que quiso ser (ya en la Transición, el antifranquismo o la II República) y no pudo. El relato de la izquierda, la reconstrucción de una cultura nacional-popular, democratizante, pasa por recuperar un tipo de narrativa resistencial, que haga acopio de esperanzas caídas en el olvido y cuya rememoración tiene hoy capacidad de iluminarnos. La memoria de los que lucharon contra el franquismo ofrece un bagaje valiosísimo a este respecto; y principalmente, rico, plural, con múltiples sendas democratizadoras, frente a los apologetas de lo establecido. La alternativa es dejar que sea el Estado u otros poderes, el que cultiva su propia mitología, en ausencia de sujetos históricos, sin demandas ni ambiciones populares a las que rendir cuentas. El precio de renunciar a la historia para la izquierda, por construir su propio relato, es demasiado caro. Va más allá de las repercusiones electorales que puedan sufrir un partido u otro. Las pagaremos todos. Ya hemos empezado a hacerlo.


 

 

 

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