/ por Hilario J. Rodríguez /

Esta historia no empieza donde debería, pero tampoco acaba donde se supone. La exposición, el nudo y el desenlace no siguen necesariamente su orden natural. Podría decirse que es una historia en grado de tentativa, no por carecer de los elementos de una trama sino por no permitirles seguir la secuencia causa/efecto, quizás porque sigue una autopista de varios carriles en cada sentido, adelantándose narrativamente en algunos momentos y siendo adelantada en otros, como si su movimiento siempre fuera relativo. Da volantazos inesperados sólo porque una línea recta no le haría justicia. Comienza en algún lugar del mundo y acaba donde acaba todo: en un diálogo entre imágenes distantes con la mediación de una persona que las escucha e intenta entenderlas aunque no siempre lo consiga. Las acerca por si el tiempo, un tiempo concreto, aquí y ahora, puede proporcionarles lo que otros momentos, sus momentos, fueron incapaces de darles. No es simplemente una búsqueda de sentido sino un intento para devolver la mente y el corazón a su sitio, cada uno donde le corresponde, aceptando el riesgo de convertirme en un doctor Frankenstein de pacotilla y creando un monstruo en lugar de un relato, mientras mis palabras siguen la hoja de ruta de mis ideas.

Todo comienza en Bootle, una ciudad portuaria situada muy cerca de Liverpool. Su historia, como es de esperar, no podría resultar más insinuante. Fue una aldea hasta mediados del siglo XIX, pero la llegada del tren y la creación de un puerto atrajeron a miles de irlandeses con hambre atrasada, conformes con vivir hacinados en las afueras mientras en el centro se construían preciosos chalecitos, teatros y restaurantes, para convertir el paisaje en la postal perfecta: gente bañándose en sus playas, enamorados cogidos de la mano mientras aireaban modelitos franceses por el paseo marítimo, tabernas donde los marinos destilaban con whisky sus viejas historias… Ya me entendéis. A veces el tiempo tiene esa clase de felices ocurrencias, haciendo su alquimia como es debido. El contraplano de la felicidad, sin embargo, siempre es una especie de cortocircuito, que a Bootle le llegó durante la Segunda Guerra Mundial, al convertirse en un blanco para los aviones de la Luftwaffe alemana, que alcanzó al noventa por ciento de sus construcciones. Todas las noches se apagaban las luces y así la ciudad quedaba a oscuras, perdiéndose entre sombras de las cuales ya nunca regresó.

El 12 de febrero de 1993, Denise Bulger fue al centro comercial The Strand, a comprar en la carnicería de costumbre. Con ella iba su hijo James, de dos años, que intentaba zafarse de su mano e irse a descubrir el mundo él solo, animado por el griterío en aquella pajarera, la música zombi del ambiente y algunas de esas atracciones reclamando una atención constante, donde los niños conducen motos sin carné o montan en un caballito Disney. Bastaron unos segundos, mientras ella buscaba el monedero en el laberinto de su bolso, para perder de vista a su hijo. Años después seguía culpándose por haber mirado en la dirección equivocada. De haber visto bien, hacia el este y no hacia el oeste, hacia el norte y no hacia el sur, James aún estaría a su lado, hecho un hombrecito, seguramente con novia.
Tres días más tarde, un grupo de muchachos lo encontraron sobre las vías del tren, muy cerca de la comisaría. Su cuerpo lo habían partido en dos las ruedas de una locomotora cuyo maquinista debía de estar atento a cualquier cosa menos al paisaje, porque -como se supo luego- ninguno de cuantos habían pasado por allí vio nada. Tampoco la policía ni los vecinos de Denise que se organizaron en grupos de búsqueda, tras haber peinado zonas del este y del oeste, del norte y del sur, pero sin llegar al punto ciego donde les esperaba el cadáver. James era chiquito y escurridizo a la mirada, al igual que los jarroncitos con los que decoramos nuestras casas y nuestras vidas, olvidándonos de sus presencias pocos días después de haberlos comprado. Quienes dieron con él, lo hicieron de manera accidental, como suele sucedernos a todos, que una y otra vez erramos el camino y sólo lo encontramos -si tenemos suerte- cuando ya nos damos por perdidos.
Gracias al informe forense, se supo que estaba muerto mucho antes de que el tren le hubiese pasado por encima. Presentaba alrededor de 42 heridas, tantas que nadie se atrevió a asegurar cuál podría haberle causado la muerte. Lo habían apedreado, le habían golpeado en la cabeza con una barra de metal, lo habían pateado, tenía pequeños hematomas en la cara producidos por los puños de sus asesinos, e incluso habían abusado de él. El juez encargado del caso prohibió que se publicaran fotos en los medios de comunicación, pese al hambre de verdad de los periodistas, concentrados alrededor de la casa de Denise porque deseaban entrevistarla para que en el resto del país la gente pudiese ver su dolor y aprendiera la lección diaria. Todavía hoy el sumario del juicio sigue fuera del alcance de los buitres, convertido en uno de los top secrets más inaccesibles de la historia británica, a no ser que surja algún espía infalible en las páginas de una novela de John le Carré y entonces nos conformemos con una ficción que haga más tolerable el vacío visual creado en la realidad.
Una imagen tomada por una de las cámaras de vídeo vigilancia del centro comercial The Strand ayudó a la policía a trazar el primer perfil de un sospechoso, de entre doce y catorce años, según se creyó al observarlo de espaldas en el momento en que cogía de la mano a James. Luego 38 testigos confirmaron que no había sido un solo joven, habían sido dos quienes se lo habían llevado, arrastrándolo pese a sus lloros y protestas, y asegurando a quienes los paraban que el pequeño era su hermano o que acaban de encontrarlo e iban camino de la comisaría para que la policía se lo devolviese a sus padres. Aquellos dos jóvenes ni siquiera tenían doce o catorce años, ambos tenían diez. Se llamaban Jon Venables y Robert Thompson. Al principio lo negaron todo, pero muy pronto comenzaron a contradecirse, su seguridad se vino abajo, y su sangre fría fue calentándose hasta acusarse el uno al otro, dejando a sus respectivos padres mudos. Ya no eran hijos de alguien, eran nadie, nada, un agujero negro en los confines de la galaxia. Charles Manson a su lado habría empequeñecido, se habría vuelto un asesino menguante. Jon y Robert jugaban en otra liga. Dos chiquitines como ellos.
En sus traslados entre el correccional donde los ingresaron y el juzgado donde los sentenciaron a ocho años de prisión, las masas intentaban frenar el furgón para hacerles daño, para disipar la pesadilla de una sociedad que se niega a verse reflejada en monstruos perfectos nacidos en su seno. Cuando cumplieron su condena, la justicia británica les proporcionó una nueva identidad antes de llevarlos, en situación de libertad vigilada, a casas vacías en paradero desconocido, lejos uno del otro, a salvo de todos menos de ellos mismos. En los escasos comunicados oficiales que se han hecho sobre sus nuevas vidas, las autoridades, la policía y los psicólogos los llaman Kid A y Kid B, sin especificar nunca quién es quién.

Casos así, vistos desde fuera, deberían desvanecerse como un mal sueño del que somos capaces de despertarnos aunque al mismo tiempo sepamos que otros no tendrán tanta suerte y vivirán atrapados en ellos el resto de sus vidas. Éste, sin embargo, encalló en mi cerebro como un buque varado. Un año antes se habían descubierto los cadáveres de las niñas de Alcàsser y la persecución de uno de sus asesinos -a quien finalmente nunca se llegó atrapar y cuya pista más importante se pierde en las aguas del Mar de Irlanda, donde pudo haberse ahogado- me mantuvo en vilo, de una manera similar a alguien intentando cerrar un círculo de violencia, como los protagonistas de True Detective. Todos aquellos crímenes no estaban sucediendo por primera vez, pero por primera vez fui consciente de que sucedían. Los círculos ya existían de antes, era sólo que nunca se cerraban por completo o simplemente los veía desaparecer tragados por las aguas oscuras donde se habían formado después de que alguien hubiese lanzado una piedra. Pero el caso de Bootle lo cambió todo. Ahora estaba en el interior de un círculo, en aquellas aguas oscuras. Y en ellas un montón de niños asesinados y desaparecidos me hablaban de una manera diferente, o al fin era yo quien había aprendido su particular lenguaje, después de haberlo ignorado durante mucho tiempo. No eran sólo las víctimas, eran también sus asesinos. Sus susurros demostraban algo que ya sabemos: que el silencio en realidad no existe, que es una estrategia para no escuchar el fluir de nuestra sangre ni los latidos de nuestro corazón, demostrando así nuestra inocencia gracias a nuestra condición de ausentes.
James Ellroy sabe algo sobre todo esto porque fue ganando su fama con historias de mujeres desaparecidas o asesinadas y detectives compulsivos. Los cuerpos de ellas, ausentes o mutilados horriblemente, manchan las páginas de sus novelas, descuartizando el lenguaje a la manera de Louis-Ferdinand Céline o de Jackson Pollock mientras efectuaba un dripping sobre uno cualquiera de sus lienzos. Sus frases son jadeantes pero continuas. Van telegrafiando en directo no la descripción del crimen sino su disección, el relato cuando ya no hay relato y sólo quedan algunas de sus piezas. El detective entonces comienza a unirlas, desobedeciendo a sus jefes y saltándose la ley como y cuando le da la gana, porque sabe que no hay otra alternativa si quiere acortar la distancia con el asesino. Para atraparlo necesita, de algún modo, ser él. O casi. Da igual que él asesino se hunda en las aguas oscuras, porque el detective se sumergirá también. Irá tras él hasta donde sea necesario, le importa tan poco matar como morir. Al fin y al cabo, uno de los dos, asesino y detective, tiene que dejar de ser para devolverle el equilibrio a las cosas.
En Mis rincones oscuros esta narrativa alcanza su apoteosis. Ya no hay ficción. La víctima es la propia madre de Ellroy, a quien asesinaron en 1958, y el detective es el propio Ellroy, dispuesto a encontrar al culpable en 1996. Un adulto emprende un viaje hacia la semilla, en busca del niño que odiaba a su madre, un niño que luego fue cuanto podamos imaginar: un alcohólico, un bully, un racista, un machista y un drogadicto, quizás incluso algo más que no alcanza a confesarnos aunque, si prestamos atención, podemos intuirlo: el asesino y el detective son la misma persona. Los dos hemisferios del mismo cerebro. Uno produce caos y otro intenta producir sentido. Uno actúa y el otro escribe. Y el libro es un campo de batalla donde finalmente el asesino que todos llevamos dentro muere y donde, por una misteriosa alquimia, la víctima emite un tenue mensaje desde el Más Allá, como si las páginas tuvieran aquellas propiedades mágicas que les adjudicaba W. G. Sebald en Los anillos de Saturno y en ellas «algo que ha desaparecido en el agua hace tiempo todavía permanece visible». En el caso de Ellroy, no sólo es su madre la que emerge entre las frases de Mis rincones oscuros, también es el niño que había sido algún día y a quien él mismo había hecho desaparecer.

El caso de Bootle me persiguió hasta Estados Unidos en los diferentes momentos en que he vivido aquí, entre 1997 y 1998 en Los Ángeles, entre 2000 y 2002 en Chicago, entre 2004 y 2005 en Nueva York, e incluso ahora mismo en Virginia Occidental, adonde llegué en 2014 y donde es casi imposible mirar al tablón de anuncios en un supermercado sin ver un cartel anunciando una desaparición y ofreciendo una recompensa por cualquier pista.
Jeremy Collins, Andrew Halter, Yael Mayer, Earnestine Hollis, Jason Smith, Cynthia Taylor, Michael Cortes, Jessica Carroll… «Have you seen me?» (¿Me has visto?), me pregunta cada uno de esos nombres. Nombres escritos bajo una fotografía, seguidos de la fecha de nacimiento, el color del pelo y los ojos, el peso o la altura. Cada uno de ellos se ha convertido en un espacio vacío para sus familias y en un enigma para quienes, como yo, veíamos su rostro en un cartón de leche o en la propaganda que la compañía Shopwise metía hasta hace poco en los buzones de todo el país, y cuyo eco visual se propaga en las fotocopias que mucha gente cuelga ahora mismo en estaciones de servicio, centros comerciales o cines, fotocopias en cuyo espacio superior puedes ver el retrato de alguien en el momento de su desaparición, al lado de otro actualizado gracias a un programa informático que sugiere sus posibles rasgos muchos años después, porque sus familiares o amigos no se dan por vencidos y siguen buscándolo, pese a la lluvia, el crepúsculo o la velocidad de los jardines.

Las agencias especializadas en personas desaparecidas dicen que a veces es posible encontrarlas, siempre y cuando se acuda a solicitar sus servicios enseguida. Aun así, lo primero que les dice la policía a los familiares de un desaparecido es que deben estar preparados para lo peor. Pero lo peor nunca es la muerte, lo peor es la incertidumbre, carecer de información, esperar en silencio pendiente del teléfono, hasta que todo el mundo parece perder interés en un caso, incluso las agencias de investigadores privados, que después de unos meses prefieren renunciar a toda búsqueda infructuosa. Y en adelante mucha gente se acuesta sin haber apagado sus televisores, dejándolos parpadear con la pantalla en blanco durante la noche entera. También las bombillas fundidas permanecen enroscadas en sus casquillos semanas, a menudo años, sin que nadie las cambie.
Como el arte no es ajeno a las cosas del mundo, también en él se puede seguir la pista de muchos asesinatos y desapariciones. El crimen, de hecho, ha permitido vender muchos ejemplares de las novelas de James Ellroy, a un precio más moderado que las celebridades muertas con las que Andy Warhol amasó buena parte de su fortuna al serializarlas. Morir de forma inesperada e inverosímil, un hábito en el que todos caemos tarde o temprano, les proporciona tantos argumentos a los investigadores como a los poetas. Pero ser asesinado o suicidarte es casi una forma de santificación. Todo sea por el arte en general y por las imágenes en particular. Gracias a ellas nos volvemos inmortales aunque sólo sea durante quince minutos, mientras se fabrican nuevas imágenes con nuevos muertos. Millones desaparecen a cambio de una que cotiza cantidades desproporcionadas en las subastas de Sotheby’s o Christie’s. Es como en las batallas donde la gloria se la llevan los generales y los estrategas que observan -desde una posición de ventaja- la sangre de sus soldados derramándose por el campo de batalla.
Durante siglos el arte consistió mayormente en alguien susurrándonos en el oído que Jesucristo, Enrique VIII o Elvis Presley murieron por nosotros porque nosotros no somos capaces más que de morir por nosotros mismos. Eso explica que sus imágenes hayan permanecido y las nuestras se hayan borrado. También explica las revoluciones, las independencias y las vanguardias; los asaltos, robos y falsificaciones de obras de arte; el anonimato, la clandestinidad y el terrorismo.
Nadie quiere ponerle cara a Thomas Pynchon o Elena Ferrante para descubrir si han envejecido mal, tan sólo porque así se venderían muchos más libros suyos y hasta se podrían estampar sus rostros en camisetas, ampliando el negocio. Quizás sea ese el motivo por el que ahora valoramos tanto a los invisibles, a los resistentes, a los escurridizos o a los proscritos.
Yo.

[i] La imagen es anónima y fue tomada por una de las cámaras de vídeo vigilancia del centro comercial The Strand el 12 de febrero de 1993.
En 2012, al mismo tiempo que los retratos que Andy Warhol hizo de Mao Tse-Tung eran retirados de una antológica dedicada al artista norteamericano en China, en Irán las autoridades culturales aceptaron que se colgasen temporalmente en las paredes del Museo de Arte Contemporáneo de Teherán. Una puerta se cerró mientras otra se abría misteriosamente. No resulta difícil imaginar a las autoridades chinas negándose a incluir pinceladas pop en su historia reciente, pero sí resulta difícil imaginar a las autoridades iraníes ablandándose ante los caprichos estéticos del arte occidental. Todo esto -claro- activó al detective frustrado que hay en mí. Con los chinos me detuve poco porque sus razones para rechazar los Maos de Warhol eran casi tan triviales como las propias obras; los iraníes, sin embargo, me llevaron al subsuelo de su historia, donde experimenté la felicidad de quienes durante unos segundos -y tras introducir una moneda en la ranura de la máquina de la verdad- son capaces de ver algo en medio de las sombras que nos rodean. Se encendió una luz cuando supe que en realidad varios Maos de Warhol llevaban más de 30 años ocultos en los sótanos del Museo de Arte Contemporáneo de Teherán, entre obras de David Hockney, Roy Lichtenstein, Victor Vasarely, Richard Hamilton y Jasper Johns, también ocultas junto a muchas más, de Edvard Munch, René Magritte, Francis Bacon y una legión de grandes pintores del siglo XX. Los censores nacionales las habían desterrado allí por anti islámicas, pornográficas, mariconas o algún otro motivo parecido a los que de vez en cuando se nos ocurren a nosotros al ver que una niña enseña las bragas en un cuadro de Balthus. Cualquier excusa vale. Vale hoy y deja de valer treinta años después, lo que equivale a decir que seguramente no valga nada.
Hacía algo más de treinta años, en Irán tuvo lugar una revolución islámica, coincidiendo con el regreso del ayatolá Jomeini. Al sah Mohammad Reza Pahleví no le quedó más remedio que huir con su familia, tras cuatro décadas sentado en un trono donde lo habían colocado Gran Bretaña y la Unión Soviética, y de donde habían apartado a su padre por haber apoyado a Alemania al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Que se sepa, Reza Pahlevi nunca mostró demasiado interés por el arte, quizás porque en sus ratos libres, cuando nadie atentaba o conspiraba contra él, sus ojos se desviaban más hacia las chicas guapas y con minifalda. Fue su tercera mujer, Farah Diba, quien aprovechó sus compras en el extranjero para irse haciendo poco a poco con la mejor colección de arte contemporáneo que se conoce fuera de las fronteras de Occidente. Le apasionaban los museos tanto como las pasarelas de moda, eso -según los expertos- explica su gusto ecléctico, capaz de apreciar un paisaje de Camille Pissarro y unas ensortijadas espirales de Cy Twonbly, sin establecer jerarquías. Warhol, no obstante, era una de sus debilidades. Además de comprarle unos cuantos Maos, le encargó un retrato suyo que no se conserva porque se pisoteó, golpeó, apuñaló y quemó finalmente durante la revolución islámica.
[ii] Las dos imágenes son del fotógrafo Abelardo Morell, nacido en Cuba en 1948 y nacionalizado estadounidense en 1962. Desde que vi por primera vez su obra en una galería de Stuttgart donde le dedicaron una retrospectiva a finales de los 90 del siglo pasado, sentí una extraña atracción hacia ella, más allá de que me gustase o no. Para empezar, me atrajo que documentase el mundo desde el interior de un cuarto, a la manera de un aventurero cautivo capaz de evadirse de su celda con sólo cerrar los ojos y dejar volar su imaginación. Él mismo afirma que en su infancia, antes de huir de la revolución castrista con sus padres, apenas salía de casa porque prefería fantasear pasando las páginas de un ejemplar del National Geographic, tumbado en la cama en lugar de salir a la calle para jugar con los amigos. Siguió haciendo lo mismo en Boulder Flats, una pequeña localidad de Wyoming adonde se fueron a vivir sus padres a poco de llegar a Estados Unidos. Allí no entendía a nadie en la escuela y tampoco en su vecindario, de modo que siguió explorando a través de las páginas de revistas y periódicos, asomándose de vez en cuando a la ventana, oculto tras las cortinas.
Casi sin darse cuenta, se volvió un fantasma. Podía verlo todo pero la gente no podía verlo a él. Gracias a ese extrañamiento fue dando forma a un universo insólito, primero convirtiendo habitaciones en cámaras oscuras: sellando sus ventanas y puertas con plástico negro, abriendo un pequeño orificio y dejando que la realidad exterior se proyectase invertida sobre el interior, para fotografiar el resultado con exposiciones que a menudo duraban horas, mientras una tenue luz iba cincelando a través del diafragma de su cámara formas imperceptibles al ojo humano. Imagino su entusiasmo, convencido de estar visualizando sus sentimientos en torno a su mundo y en torno al mundo, uno de abajo arriba y otro de arriba abajo, superpuestos de un modo armónico pese a ir en direcciones distintas.
Según él, no es posible ir a ningún sitio sin sentir nostalgia por lo que se deja atrás. Nostalgia, inseguridad, miedo, confusión… Hay muchas palabras posibles, supongo. A él, sin embargo, le gusta la palabra nostalgia, traducida como quería Don Draper en la primera temporada de Mad Men al decir que es «el dolor de una antigua herida».
En el documental Shadow of the House (2006, Allie Humenuk), Morell acepta regresar a Cuba, casi cincuenta años después de haber abandonado la isla, y caminando por las calles de La Habana le confiesa a la cámara que no necesita guías para llegar solo al edificio donde él y sus padres habían vivido hacía ya media vida. Frente a su fachada, se para a observarla durante unos minutos -que en tiempo cinematográfico cortan el aliento- y luego llama a una puerta en el segundo piso, le explica a la mujer que le abre que él había nacido allí, y ella le deja entrar. Entonces -sin pedir ayuda ni permiso- se adentra por un pasillo, se para ante una puerta y, antes de abrirla, dice: «éste es el lugar del crimen».
[iii] La imagen fue tomada por David Seymur en un refugio antiaéreo de Menorca en 1938, durante la Guerra Civil española. El fotógrafo polaco, que ayudó a crear la Agencia Magnum, murió ametrallado por soldados egipcios en 1956, mientras cubría la crisis de Suez.
Siempre me ha parecido que los asesinatos más impunes se cometen en las páginas de algunos libros. No me refiero a novelas negras en cuyo centro hay un enigma que alguien intenta descifrar, me refiero a esas monografías sobre artistas a quienes la verborrea especializada convierte en seres deformes, antes de ensañarse con sus obras, sobre las que sobrevuelan como aviones de la Luftwaffe barriendo durante sus bombardeos la elocuencia del color o la luz y convirtiendo frescos, lienzos o grabados en universos desoladores, sin la compañía de un árbol bajo el que poder cobijarse en días de tormenta. Lanzan su metralla asesina contra toda forma de belleza, pretendiendo decodificarla al mismo tiempo que la transforman en un amasijo ininteligible, donde la filosofía y casi cualquier disciplina es sólo una tumba para el lenguaje, con frases sin sentido avanzando como zombis en un discurso que, en lugar de ampliar la historia del arte, sólo firma un acta de defunción. Es la literatura del apocalipsis. Pienso así no porque me tome muy en serio a esos sabios sino porque ellos sí se toman en serio a sí mismos, gracias a la complicidad de las universidades, los museos, las galerías, las revistas especializadas y las subastas, que convierten el mundo en un flujo de discursos demasiado elevados para nosotros, formas demasiado sutiles para nuestra escasa capacidad de percepción y cantidades de dinero demasiado grandes para nuestros bolsillos. Gastan ese tipo de dialéctica, ante la que únicamente podemos limitarnos a leer, escuchar y observar con impotencia y resignación.
Muchos artistas mueren a manos de mad doctors en ceremonias rituales, entre páginas de largos y prolijos estudios. Primero matan su lado humano, luego sepultan sus obras bajo cantidades ingentes de palabras, y por último se aseguran de que no queden testigos. Sus instintos asesinos no se disipan nunca. Cuando ya parecen haber acabado su tarea, vienen a por nosotros, los espectadores. Intentan paralizarnos con el rayo mortal de su sabiduría, desde una cumbre del Himalaya adonde jamás seremos capaces de subir, interpretando signos como chamanes, pero no con el fin de salvarnos o protegernos como hacían los antiguos brujos que advertían a sus tribus de inminentes peligros, tan sólo para recordarnos que no podemos hablar con los muertos, ni siquiera con nuestros propios muertos, porque les pertenecen. Además de asesinos salvajes, son los propietarios del cadáver.
[iv] Las dos imágenes son obra del pintor Emilio González Sáinz.
Como se sabe, Mark Rothko nació en Drinsk (Rusia) en 1903. Su padre emigró a Portland (Oregon) cuando él tenía seis años, en busca de empleo y con el propósito de ganar el suficiente dinero para que su familia pudiera seguirle, cosa que sucedió casi un lustro después. Por aquella época Mark todavía se llamaba Marc y Rothko todavía se apellidaba Rothkowitz, la transformación final no se produjo hasta 1940, tras una década pintando, intentando alcanzar algo que una y otra vez aparecía en su mente pero no en sus cuadros. Según John Berger, «hasta entonces la historia del arte había sido un juego entre lo visible y el mundo visible», que Rothko convirtió en una «espera de la luz y el color mientras nada ha cobrado forma todavía», como si describiese el momento anterior al Big Bang. Podría decirse, consiguientemente, que su obra no trata sobre la apropiación que hace la realidad de la luz y el color sino de la luz y el color como elementos creadores, no como creaciones; como potencia y no como producto.
En 1954 Rothko ya era muy conocido y su obra bastante valorada, tanto que atrajo la atención de los dueños de las destilerías Seagram, poco antes de inaugurar un edificio en Park Avenue (Nueva York), entre las calles 52 y 53. Querían trasladar allí su oficina central, levantarla con los materiales más nobles y a partir de la inspiración de arquitectos como Mies van der Rohe. También querían abrir un lujoso restaurante en la planta baja, con piscinas y una decoración exuberante que dejase bien claro su poder. A Rothko le ofrecieron una cantidad escandalosa por pintar varios lienzos de gran formato, con los que tenían previsto cubrir las paredes de dos salones reservados a los clientes más ricos. Él en principio aceptó, aunque eligiese algunos de los colores más oscuros de su paleta, esperando asesinar con ellos el apetito de quienes fueran a comer entre sus cuadros. Se cuenta que a punto de acabar el encargo, fue un día a comer al restaurante y se sentó cerca de un lienzo enorme de Jackson Pollock, y que al día siguiente devolvió el dinero que le habían adelantado por su trabajo, diciendo que no estaba dispuesto a convertirse en cómplice de algo así.
Con motivo del lanzamiento de su disco Kid A, Thom Yorke, el líder de Radiohead, dijo que odiaba las etiquetas que se pone a bandas como la suya porque suelen pesar demasiado. Según él, sus canciones pueden entenderse de cualquier manera pero no como cualquier cosa. No son rock, tampoco música electrónica. Para explicarse, se refiere a los cuadros de Mark Rothko, que no le parece que se deban entender o clasificar porque entonces ya no se disfrutan. «En la Tate Gallery de Londres hay una sala dedicada a su obra, donde los niños al entrar gritan de alegría y se asombran ante esos majestuosos colores, seguidos de cerca y desapasionadamente por sus padres, cuyo único comentario siempre es que Rothko se suicidó.»
[v] Las imágenes, de izquierda a derecha, son del pintor danés Vilhelm Hammershoi y del pintor alemán Caspar David Friedrich.
Hace dos años me sorprendí a mí mismo viajando a Panamá con un libro autobiográfico de Mary Ann Clark Bremer pese a su brevedad, sólo porque en él se hablaba sobre un viaje en barco desde aquella ciudad, aunque -como descubrí luego- sólo se la mencionase de pasada en sus primeras páginas. Lo leí antes de llegar a mi destino, durante una escala en Atlanta con un retraso de varias horas antes de abordar mi siguiente avión. Allí las tiendas ya habían cerrado al aterrizar, únicamente un restaurante mantenía las luces encendidas. Como nadie parecía haber sido apremiado por la megafonía, no vi periódicos ni revistas abandonados en las mesas o sillas cercanas, de modo que continué la lectura a partir de donde la había interrumpido en Charleston, poco antes de mi primer vuelo, en el que preferí entretenerme hojeando el catálogo de venta de American Airlines. Quiero decir con todo esto que el libro era interesante pero, al abandonar Panamá tan rápido, me resultó premonitorio, un mal augurio para mi viaje, y preferí cerrarlo. No lo habría acabado de haber podido comprar otra cosa: la última novela de Stephen King, cualquier best seller de título sugerente en una mesa de novedades…
Lo había pedido a regañadientes a través de Amazon. Si digo «a regañadientes» es porque era una traducción al castellano y no la versión inglesa, además de por los gastos de envío desde España, a falta de ejemplares en depósito en las librerías estadounidenses. Casi treinta dólares por cien páginas escasas me pareció un precio desorbitado. El precio, sin embargo, no me impidió abandonarlo sobre la mesilla de mi habitación en mi último hotel panameño, doce horas antes de irme a Costa Rica en un autobús nocturno. Dejé mi mochila en la recepción por la mañana y al anochecer regresé apresurado, con apenas tiempo para dar las gracias a la recepcionista y sin darme cuenta de que seguramente ella misma había metido el libro en la mochila, pensando que lo olvidaba y no que lo dejaba allí de forma voluntaria, para librarme de peso innecesario. Tardé en descubrirlo entre mis camisetas y calzoncillos, casi a la vez que di por perdidas una navaja multiusos y dos pulseras de plata que le había comprado a los indios emberás durante mi estancia en Panamá. Fue en Estelí (Nicaragua), al vaciar la mochila para hacer la colada la noche antes de salir hacia Honduras. Habría dejado el libro en el lavandería si no hubiese vuelto a curiosear por sus páginas, mientras el tambor de la lavadora giraba y giraba, en uno de esos programas a prueba de balas contra la suciedad viajera. Al día siguiente, no obstante, intenté deshacerme de él ofreciéndoselo a un chileno que se sentó a mi lado en un autobús y que no paraba de hablar, y a quien ya no vi al abrir los ojos, cerca de Tegucigalpa. El libro estaba en su asiento, sin señales de que lo hubiese abierto. Tantas coincidencias, no sé si de forma supersticiosa o por hacerme cargo de algo que nadie más parecía querer, me decidieron a conservarlo.
Me interesé un poco más por Mary Ann Clarke Bremer mientras escribía Un astronauta perfecto, un libro que trata sobre la primera parte de aquel viaje a Centroamérica. Quería documentarme para saber qué la había llevado a Panamá, también para descubrir por qué se había ido de allí poco después de llegar, como si estuviese huyendo de algo. Al no encontrar nada en internet, mandé varios correos electrónicos a la editorial Periférica, donde habían traducido y publicado algunas de sus obras, cuyos títulos originales no conseguí encontrar en ningún otro idioma y tampoco en ninguna editorial del mundo. Pese a no obtener respuesta, no me di por vencido. Decidí investigar a través de sus traductores: Laura Salas Rodríguez y Hugo Bachelli. Localicé a la primera gracias al pdf de su currículum vitae, que está colgado en la red con todos sus trabajos editoriales pero donde no aparece Una biblioteca de verano, traducido por ella según indican los créditos del libro, aunque esto último no he podido confirmarlo porque jamás ha respondido a ninguno de mis mensajes. De Hugo Bachelli, sin embargo, encontré varias referencias haciendo una búsqueda con Google, todas ellas proporcionando la misma información y reproduciendo la misma fotografía, de una manera similar a lo que sucede con Mary Ann Clarke Bremer. No me costó descubrir que Bachelli no nació en Italia en 1944, ni en ninguna otra parte ni en ningún otro momento. Es sólo una invención, como la autora a quien supuestamente ha traducido y que nunca existió. La identidad de ambos es una máscara, detrás de la cual se oculta el escenario de un asesinato y sus víctimas: la literatura y todos aquellos que le dan vida mientras sus vidas reales, por motivos íntimos y de difícil acceso para los demás, van borrándose, encubriendo un crimen perfecto.
[vi] Las imágenes son anónimas y muestran dos ejemplos de la campaña que Shopwise patrocinó para ayudar a recuperar a personas desaparecidas.
Existen 67 fotografías de Howard Phillips Lovecraft, solo o acompañado, y ninguna parece haber sido tomada por su voluntad. En todas es demasiado pequeño como para creer que hubiese podido ser él quien decidiera retratarse o, ya con la edad suficiente, parece cumplir estoicamente un deber, con un rictus serio y una postura casi siempre rígida e inexpresiva, como para creerle deseoso de que su imagen fuese capturada aunque a veces pose junto a su madre, su mujer, su gato o alguna de sus amistades.
Su semi invisibilidad recuerda mucho a la de los cultivadores del anonimato visual: Chris Marker, Maurice Blanchot, J. D. Salinger o Thomas Pynchon, objetivos inalcanzables incluso para los más encarnizados paparazzis. Todos ellos desaparecen ante nuestros ojos pero no nos abandonan. Primero inventan un espacio desde donde observan el mundo, su mecanismo de confusas interconexiones, redes de poder, tramas conspiratorias u horrores cósmicos; y luego construyen artefactos de imágenes o palabras capaces de controlar nuestros sentidos, haciéndonos ver cualquier cosa que se les antoje.
La obra de Lovecraft es ante todo visual, de ahí la influencia que ha tenido en pintores, ilustradores, dibujantes de cómic o cineastas, por no hablar de las exposiciones en museos de todo el mundo sobre su peculiar universo literario o a partir de él, hoy en día no sólo circunscrito a artistas en el sentido clásico sino también a artistas conceptuales, tal como puso de relieve hace poco la exposición Dreamlands en el Whitney Museum de Nueva York, donde lo que se perseguía no era ilustrar su mundo de criaturas terribles sino partir del carácter experimental de sus procesos creativos, para producir nuevas formas. Una de las obras que más me interesaron fue la de Dominique Gonzalez-Foerster, una vídeo instalación con 30 pantallas dispuestas en hileras superpuestas unas encimas de otras, de 10, 8, 6, 4 y 2 televisores en los que se registraban los diferentes momentos de la jornada de un hombre, entre que duerme y se va a dormir, regalando 24 horas de su vida a un muerto a quien previamente ha seleccionado y cuyos actos intentará reproducir de la manera más fiel posible, tras una ardua investigación, para provocar con ello la falsa ilusión de revertir la muerte haciendo que la vida no la acepte en ningún momento, convirtiendo a los seres humanos en el mismo ser humano siempre, sin fronteras de sexo, raza o de cualquier otro tipo. El fallecido a quien se daba vida en la instalación era Lovecraft, claro, y todos aquellos con quienes se encontraba a lo largo del día también lo eran: su mujer, sus hijos, sus vecinos, el vendedor de periódicos, los transeúntes, y sus compañeros de trabajo, porque todos ellos, inmortales, vivían en una ciudad Lovecraft, en un país Lovecraft, en un continente Lovecraft, en un mundo Lovecraft y en un universo Lovecraft, más allá del tiempo y de los terrores que engendra en aquellos que no creen en los poderes mágicos de la imaginación, con la que nada ha podido, nada podrá.
[vii] Las cuatro imágenes, de izquierda a derecha, muestran a Alfred Jarry, Franz Kafka, James Joyce y Charles Baudelaire dormidos. Se trata de alteraciones de otras imágenes que coleccionó a lo largo de su vida Félicien Marbœuf, el más grande de los escritores que jamás escribieron nada.
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