Todavía no hay, que se sepa, poesía ni literatura de altura sobre el cachopo, como sí la hay sobre la fabada (Paco Ignacio Taibo I escribió sobre ella un Breviario de la fabada en el que se hablaba, por ejemplo, de «la sencillez representada por un cerdo que se acuesta suavemente sobre unas fabes») o sobre los oricios, que Julio Camba describiera como «un extracto de mar, un hálito de borrasca, una esencia de tempestades». Tal vez eso verifique que tenía razón Carlos Maribona, crítico gastronómico de Abc, cuando afirmaba que el cachopo no forma parte de la tradición culinaria de Asturias. Lamentaba Maribona —y seguramente también haya que darle la razón— que el auge adquirido repentinamente por este manjar, ajeno a toda delicadeza o refinamiento, del cual se ha llegado a hacer eco hasta The Guardian («Cachopo: a gooey, meat feast from Asturias, Spain», titulaban un reportaje en noviembre de 2016), esté eclipsando, en tanto que parto estrella de los fogones de Asturias, no sólo a la venerable fabada, sino también a la mayor mancha quesera de Europa, a unos mariscos tan buenos como los gallegos o a vituallas menos conocidas fuera de la región pero igual de celebradas, como las patatas rellenas o el rollo de bonito. Coincide en ello el crítico con el más ilustre gastrónomo asturiano, Eduardo Méndez Riestra, que lamenta también la «psicosis colectiva con el cachopo» que ve expandirse cual voraz epidemia y de la que, dice, lo que más le aterroriza «es que haya trascendido fuera de las fronteras de Asturias. ¡Terrorífico! Que teniendo los platos que tenemos en nuestro acervo la gente se fije en el cachopo es una cosa delirante», clamaba en una entrevista el año pasado.
Lo cierto es que, merecidamente o no, el cachopo cabalga impávido entre estas voces ilustradas que quisieran descabalgarlo. Ya ha generado en torno a sí todos los pertrechos y desdobles de los platos insignes: guías y certámenes especializados, toda clase de variedades (cachopos, ya los hay de merluza y hasta veganos) y el mismo chovinismo celoso e irascible que rodea a la sidra, antes rodeaba a la fabada y en Valencia rodea a la paella. No fueron muy diferentes las reacciones de indignación que Ferran Adrià suscitó afirmando en una entrevista para La Voz de Asturias que «el cachopo no deja de ser una croqueta» que la zapatiesta desatada por el chef británico Jamie Oliver en tierras levantinas cuando publicó en su página web una receta de arroz con chorizo que tuvo la temeridad de llamar paella.
De todas formas, algo hace diferente al cachopo de la paella o de la fabada y quizás en ello resida un principio de explicación de este súbito encumbramiento al pódium identitario de los yantares astures. El cachopo admite la variabilidad en mucho mayor grado que esos platos amarrados a cánones férreos de los que no se puede escapar sin recibir acusaciones de sacrilegio. Cachopos, ya se ha dicho, los hay que reemplazan los bistecs de ternera, que uno creería preceptivos, por filetes de merluza, de pollo o de venado, grandes lascas de boletus o de lepiotas o rebanadas de calabacín; y nadie, que se sepa, se rasga las vestiduras. El último ganador del II Concurso del Mejor Cachopo con Ternera Asturiana, manufacturado por la ovetense Casa Chema, lleva yema de huevo cruda para conseguir un efecto coulant al cortarlo, trufa rallada, el jamón picado y un triple rebozo de harina de maíz blanco, pan rallado normal y pan rallado de castaña. Concurrieron a ese certamen, premiado con 1200 euros, otros cincuenta establecimientos de toda España. Otro miembro de la aristocracia del cachopo es el Cachopo Gloria de Nacho Manzano, uno de los chefs asturianos más afamados del momento, que lo hace de tamaño pequeño y carne de vaca inglesa adobada con salsa de ostras, de mostaza antigua, Perrins, brandy, nata doble, orégano fresco, ajo, Tabasco y pimienta negra. Lo rellena de una salsa casera elaborada con dos quesos asturianos —Pría y Vidiago— y lo acompaña con un sofrito de ajo, cebolla, champiñones y jamón. En la escena cachopo también se han venido manufacturando subproductos como el krochopo, un cachopo croquetizado que la sidrería Canteli ideó a raíz de la boutade de Ferran Adrià; una delirante pizza de cachopo perpetrada en Galicia por la cadena Galipizza e inventos como el cachopomatic, una máquina expendedora de cachopos que el carnicero Juan José Piñero instaló en 2016 en su establecimiento del barrio ovetense de Vallobín y cuyo éxito ha sido tal (llegó a vender trescientos cachopos en un mes) que le ha permitido abrir otra en la estación de autobuses de Oviedo y una más en la de ferrocarril de Atocha, en Madrid.
El cachopo es más un significante vacío que un significado cerrado, y en ello se acompasa al espíritu del siglo mucho más que la fabada, a la que no cabe imaginarle de ningún modo un compango de setas o de marisco, ni el aditamento de unas patatas o un huevo cocido o un chorro de brandy. Hace honor en ello, el cachopo, a su propia etimología: cachopo, según el DRAE, es un «tronco seco y hueco de árbol», y cachopu, lo mismo en asturiano según el DALLA: «tueru (vieyu y güecu d’un árbol)». Hace ya unos lustros, el filólogo Ángel Pariente conectaba la palabra con las voces asturianas cachapu y gaxapu: la caja en la que el segador guarda la piedra de afilar. En la caja empanada del cachopo, cada cual guarda una piedra distinta y se afila el alma como quiere.

¿Cuál es el origen del cachopo? Según el ya citado Méndez Riestra, se sitúa en la segunda mitad de los años cuarenta, en el bar Pelayo de Oviedo —sito en la calle del mismo nombre y que era parada principal de las líneas de autobuses Llanera y Castromocho (Noreña)— y en manos de una cocinera mañosa: Olvido Álvarez (y no, como sostiene el gastrónomo José Manuel Vilabella, del jefe de cocina de la casa, Florentino Sánchez: he aquí uno de tantos ejemplos que la historia ofrece y el presente sigue ofreciendo de apropiación masculina de los logros femeninos). Querían en aquel chigre y en aquel decenio de hambres y carestías de toda clase representar una nota de color y distinción en la lúgubre oferta hostelera de la ciudad y lo hicieron adaptando a los ingredientes y el gusto locales varios platos europeos, y entre ellos cierto artefacto culinario que en Austria se llama Schnitzel y en Suiza Schweizerschnitzel y guarda parentesco estrecho con el cordon bleu francés: dos filetes finos de ternera entre los cuales se dispone una lámina de queso, tras lo cual se empana y fríe el conjunto, cumbrado en ocasiones por otra loncha de queso y habitualmente acompañado de una guarnición generosa de patatas fritas. Tal es la versión austríaca; la suiza añade al relleno una loncha de jamón. No otra cosa que esa estratigrafía empanada de ternera, queso y jamón es hoy el cachopo asturiano estándar, indistinguible su aspecto de las fotos que uno puede encontrar en Internet de sus hermanos alpinos; aunque en aquellos sus primeros tiempos, Álvarez añadía espárragos al relleno, pasaba el cachopo por la cazuela después de freírlo en sartén y lo guarnecía de una salsa de guisantes, champiñones y pimiento morrón, entre otras cosas.
El plato fue relanzado en los años sesenta por otra cocinera del Pelayo, Enedina Rodríguez, hermana del propietario del establecimiento y madre de Fernando Martín, un afamado chef asturiano, ya fallecido, que en 1986 obtendría la Estrella Michelin para su restaurante Trascorrales. La fama renovada que el cachopo adquirió hizo que se difundiera por toda la región. Cachopos de fuste comenzaron a ser buque insignia de mesones como Nueva Allandesa (Pola de Allande), La Gruta (Oviedo), Casa Pueyo (Trubia) o, sobre todo, tres establecimientos del entorno del cabo Peñas: La Figar, Casa Paquín y El Cruce. Con todo, ni en el Olimpo gastronómico astur pasó a haber un escaño para el cachopo, ni el cachopo tenía la menor ambición, en los años setenta, ochenta, noventa, dos mil, de ascender a tales alturas, cómodo en su condición de manduca simple y contundente para proletarios hambrientos y poco sibaritas. Así siguió siendo hasta fechas muy recientes. En su diccionario, Méndez Riestra señala 2013 como el año del boom, pero no atina a explicarlo, constatando tan sólo que ese auge lo debe el cachopo, más que nada, a «la comensalía más joven, deslumbrada por el producto».

Esa alusión al carácter generacional de la eclosión cachopera no es más que un apunte apresurado, pero ofrece un cabo del que tirar si se quiere ensayar una explicación más extensa. En efecto, es mucho más en ágapes de amigos millennial que en banquetes familiares donde el cachopo ejerce su imperio novedoso. Invita más concretamente a la reflexión el hecho de que en estos tiempos de pandillas diaspóricas (todas lo son en mayor o menor grado), arrojadas a un exilio múltiple por la crisis y que sólo se reúnen al completo en Navidad, cuando ese precariado emigrante regresa a lugares deprimidos como Asturias para pasar las fiestas, el cachopo se convierte en esos reencuentros en un remedo de lo que es el pavo en Acción de Gracias: el plato estrella y, si nos ponemos metafísicos, un tótem o un menhir o una balsa en torno a o sobre la cual reagrupar lo desperdigado. Se pide, en esas cenas, un cachopo para cada dos (el tamaño estándar de los cachopos lo permite y además lo hace muy barato, lo cual no es baladí para esta generación que ya vive peor que sus padres) y se parten a la mitad cual hostias consagradas ciclópeas. Y esa forma de reparto ofrece mejor metáfora de esta nueva clase de cuadrillas puzleadas y centrífugas que la distribución de garcilladas de alimentos magmáticos como la fabada, que permiten que la garcilla que de la olla salió a la olla vuelva y la fabada parezca exactamente la misma que salió de la cocina, sin marcas que delaten el prorrateo. Estos grupos de amigos que se separan nunca vuelven a unirse del todo. Como los indianos o los emigrantes a Bélgica o a Suiza de éxodos pasados, algunos de los que se fueron acaban volviendo, pero la mayoría echa raíces en esas nuevas patrias y ya no regresa jamás. Feuerbach decía que el hombre es lo que come. Del mismo modo, Marx, coetáneo suyo, que edificó casi todo su pensamiento sobre el divertimento adolescente de invertir los axiomas del sentido común de su época y rebatió así varias de las tesis del propio Feuerbach, podría haberle dado también la vuelta a ésa: en realidad, el hombre no es lo que come; come lo que es.
Que el cachopo sea también una forma de aprovechar filetes malos, rancios o a punto de caducar (no se hacen cachopos de Angus ni de Kobe, como no se hace calimocho de vino Vega Sicilia) puede engarzarse igualmente a esta última idea. Se come un disfraz en esas cenas que son disfraz ellas mismas, pues se convocan como fiesta y no como el drama que son en realidad: la confirmación de que se habita un mundo que condena a sus habitantes a crecer desgajados de sus seres queridos. «La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse en un mundo determinado e incanjeable: en éste de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida», sostenía Ortega y Gasset. El mundo fatal que hoy pesa sobre nosotros como una losa es uno en el que abuelos no ven crecer a sus nietos y nietos crecen privados de la cotidianidad necesaria, nutricia, de una abuela (y de su comida: ¿a quién su memoria más entrañable no le huele a los pucheros de la suya?).
No parece, en principio, sorprendente que el auge del cachopo haya sido repentino: así insurgen los cambios y las novedades para esta generación que ha hecho de la broma viral una forma de vida. Un cachopo no será una croqueta, pero sí que tiene algo de coña o de sarcasmo emplatados. Incluso en la estirada Austria, el nombre escogido para la cosa, Schnitzel, constituye ya en sí un chiste: es el diminutivo de Schniz, «loncha», o sea, algo así como «lonchita». A un cachopo no se lo puede tomar en serio, y en eso conecta muy bien con el carácter guasón y la sorna asturianos. Basto, enorme, obsceno, demasía de demasías, todo en él es alérgico a la retórica meliflua del sumiller. A excepción posible de cachopos finolis como el de Casa Chema, en un cachopo no hay trazas, matices ni retrogustos. Se come lo que se ve cuando se come un cachopo, y en esa transparencia se adivina otra explicación posible de su éxito. El cachopo es el 15-M de la comida: no en vano se puso de moda poco después. Vindica a los de abajo, impugna a los de arriba, ejerce, sí, la hoy tan reclamada transparencia y es presidencialista, observación esta última que seguramente sea meterse en camisa de once varas o —hablando en plata— una paja mental, pero que vamos a tratar de exponer.
Una de las reclamaciones principales del 15-M era la democracia directa, sustanciada en prácticas concretas como las primarias o los referendos. Se ha ido cumplimentando poco a poco y es el horizonte hacia el que todos los partidos políticos caminan, sea con mayor o menor entusiasmo. Y se presenta como un incuestionable avance democrático, pero se alzan algunas voces, poco escuchadas y sin embargo certeras, que advierten de que en esto no es oro todo lo que reluce; que esos nuevos formatos de inspiración norteamericana pueden ser, y de hecho acaban siendo, un fuego de artificio que enmascare no un avance, sino un retroceso autoritario. A las primarias concurren candidatos que pueden ser numerosos, pero que representan programas cerrados; y a los referendos ni siquiera les es dado alegar excusas cuantitativas, pues siempre reducen la complejidad insobornable de lo real a sólo dos opciones mutuamente excluyentes. The winner takes all, el derrotado lo es totalmente aunque lo sea por un puñado de votos y no ha lugar a las transacciones ideológicas, al juego de equilibrios y articulación de corrientes y tendencias, que sí funcionaban antes. Bien: algo así sucede con la fabada y con el cachopo. Cachopos los hay de toda clase y de lo más ocurrente y alocado, pero fabadas sólo una, pero al mismo tiempo, la fabada es infinita detrás de esa aparente unicidad asfixiante como no lo es el cachopo de ninguna manera. Los cánones son pétreos en lo que respecta a los ingredientes, pero permiten toda la libertad del mundo por lo demás. Jugando con proporciones, tiempos, temperaturas, variedades distintas de la misma materia prima y algunas triquiñuelas de abuela (machacar, verbigracia, algunas fabes durante la cocción para hacer adquirir al caldo una suculenta viscosidad). Sobre esos inmutables cimientos que son los ingredientes (equivalentes a lo que en un partido son o deberían ser los principios), pueden germinar resultados muy diferentes (lo que en un partido son los programas) y una fabada saberle asombrosamente distinta de otra incluso al paladar menos avezado. El cachopo es, en cambio, marxista de la rama de Groucho o de la de Deng Xiaoping, es decir: tengo estos principios; si no le gustan, tengo otros. Deng decía que da igual gato negro o gato blanco, lo importante es que cace ratones, y un buen cachopista podría parafrasearlo y afirmar que da lo mismo cachopo de ternera que de setas: lo importante es que quite el hambre. Por otro lado, y al mismo tiempo, seguramente nadie notara la diferencia si se le pusiera delante un Schweizerschnitzel y se le asegurara que se trata de un auténtico cachopo asturiano. Pero ésta es una era de orwellianas paradojas. También en la política sucede que el mismo significante agrupa hoy realidades muy distintas y, en cambio, realidades casi clónicas se nombran con vocablos diferentes.

Del cachopo también hay quien señala sorprendido, y es cierto, que su consumo ha prendido con fuerza especial entre los hipsters, una subcultura juvenil contemporánea tan popular y nombrada en todas partes como difícil de describir cabalmente debido al carácter cambiante y variopinto de sus modas, aficiones y atavíos, pero cuyo denominador común a lo largo de los años parece consistir en un individualismo manifestado en una búsqueda incansable de formas de epatar y de escapar de lo mainstream, término igualmente difuso pero que viene a designar, dependiendo del contexto, lo mayoritario, lo comercial o lo establecido. Autores como Víctor Lenore se han ocupado de demostrar (Lenore lo hizo en su magnífico Indies, hipsters y gafapastas: crónica de una dominación cultural, publicado en Capitán Swing) que detrás de la fachada contracultural y rebelde de este grupo, cuyo imaginario bebe del de los mods o los beatniks de otros tiempos, se esconde una identificación estrecha y profunda con los valores impuestos por el capitalismo contemporáneo. Cita Lenore un breve ensayo de 1956, El negro blanco, de Norman Mailer, que describía a los hipsters de su época como gente concentrada en «la búsqueda de un orgasmo más apocalíptico que el anterior» que había decidido «divorciarse de la sociedad, existir sin raíces, emprender un viaje sin mapa hacia los imperativos rebeldes del yo». Y sigue siendo así la cosa hipster. En general, su rebeldía parece vacua y superficial. Llevados por ese espíritu contrarista, expresado por lo general de un modo sutilmente ostentoso (si es que tal oxímoron es posible), los hipsters, por ejemplo, comían sushi cuando nadie lo hacía y el sushi era una extravagancia o una curiosidad, pero ahora que el sushi se ha universalizado se rebelan contra la rebeldía, por así decir (y uno se acuerda de la revolución dentro de la revolución con que algunos teóricos marxistas aplaudían las huelgas que acabaron con el comunismo polaco pero abrieron el Este al capitalismo salvaje), y comen cachopo y beben sidra del mismo modo que se reúnen para hacer calceta (las knitting parties son uno de los últimos gritos hipsters; e incluso hay ya cafeterías lanares en las que se teje mientras se toma un café) o invitan a Raphael a sus festivales de música indie, en los que han convertido en himno el mítico Puede ser mi gran noche, que hasta hace no mucho era visto como epítome de lo rancio.
«La barba, las bicis, el gintonic, el vermut, los bares de viejos, correr, el café, las magdalenas, la ironía, ver series de televisión, las camisas de flores… y ahora el cachopo. El virus de lo hipster invade productos actitudes y hábitos por doquier. ¿Qué diablos hemos hecho nosotros para merecer esto?», se preguntaba Paloma Rando ya en 2015 en Vanity Fair. Lo que hemos hecho nos lo explicó el fallecido Zygmunt Bauman: una modernidad líquida que ha dinamitado, o está en proceso de hacerlo, todos los asideros identitarios y todas las permanencias; que todo lo hace moda y en la cual no hay más tradición que la ausencia de tradición. Muy probablemente, la moda del cachopo pasará como pasó la de las cupcakes, otro de esos booms subitáneos que abarrotó las calles de nuestras ciudades, hace ya algunos años, de pastelerías especializadas que han ido cerrando en su gran mayoría. Sic transit gloria mundi. Como el Ozymandias de Shelley —un poema de 1818, cumbre del tempus fugit, inspirado en Egipto por una estatua de Ramsés el Grande—, el cachopo seguirá proclamándose «rey de reyes» y bramando «¡contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!» semisumergido en las arenas del olvido mientras un nuevo emperador del condumio trendy se yergue sobre el mundo, tal vez las mondas de patata que los españoles famélicos comían en la posguerra civil, servidas ahora como almuerzo de lujo en los restaurantes más exclusivos. Pasó con el pan de escanda, los tortos de maíz y el salmón, todos ellos alimentos de pobres en otro tiempo.
Será de celebrar ese abandono del estólido mundo de las modas, pero no porque el cachopo desaparezca del mapa. No se trata de eso, ni mucho menos. Se trata de regresar a un cachopo sensato que sea lo que es y no lo que no es: ni forma de vida, ni refalfiu gafapasta, ni condumio barato para jóvenes sin blanca. Que siga sirviéndose, sin más pretensiones que estar bueno, en lugares como el Romy, una sidrería del barrio gijonés de La Calzada que no aparece en ninguna guía de musts hosteleros de Asturias, pero donde se come de cine y cuya cocinera, Graciela, factura un cachopo espléndido envuelto en finas tiras de jamón serrano, así como unos callos y un marisco de espatarrar. Y en general, que la gastronomía se desprenda de confetis y faramallas para volver a regirse nada más que por aquello que Pablo de Tarso decía a los corintios: «Manducemos et bibamus, cras enim moriemur». O sea: comamos y bebamos, que mañana vendrá la muerte.
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