Se ha escrito mucho sobre el cainismo español, con el foco puesto no pocas veces en sus manifestaciones más ariscas y primigenias, es decir, aquellas que encuentran en el medio rural el espacio idóneo para su desarrollo. En un primer vistazo, cabe pensar que poco puede aportarse, y sin embargo Enrique Llamas (Zamora, 1989) ha empleado esos mimbres para tejer una primera novela que merece elogio y atención. Los Caín (Alianza de Novelas) se centra en los avatares de un joven maestro que obtiene su primer destino docente, durante los últimos suspiros del franquismo, en un pueblo de la Castilla profunda. Miento: no son tanto sus avatares como los de Somino, el lugar en el que se ve enclaustrado durante nueve largos meses, y su atmósfera rebosante de rencores viejos e inquinas mal curadas.
Puede entenderse Los Caín como una novela negra. En realidad, yo pasé por sus páginas con la impresión de estar sumido en un relato de terror. Desde el primer capítulo, en el que el autor dibuja con talento y minuciosidad el clima general que recorrerá las páginas siguientes, hay algo inaplazable en su retrato pormenorizado y duro de un microcosmos que resiste al margen del mundo, alimentado por sus propias pulsiones fratricidas. Desde el principio se nos ofrecen algunas claves que con grata morosidad se irán desgranando según avanza la novela, con saltos en el tiempo y frecuentes cambios de perspectiva: hubo una niña, Esther, que apareció muerta en raras circunstancias; un hombre, Arcadio Cuervo, que también falleció una noche dejando tras de sí dos hijas huérfanas, los personajes más inquietantes de los muchos que pueblan esta narración; y hubo también, en los meses inmediatos a aquellos en los que arranca la acción, un extraño accidente de tráfico en el que resultó muerta una joven a la que pocos se atreven a referirse en voz alta. Pero también padece la comarca de Somino una rara epidemia que mata a sus ciervos, un enfrentamiento ancestral entre los vecinos del Llano y los del Teso y una reputación que lleva a que nadie quiera acercarse por allí más de lo imprescindible. Todos esos ingredientes se cocinan en la prosa de Llamas con un estilo exquisito que se vale de la artimaña de un narrador omnisciente que no lo es tanto, pero camufla sus lagunas con confesos recursos a la hipótesis, y que duda y rectifica allí donde las dobleces del pasado se antojan ininteligibles. La desértica España mesetaria perfila un territorio hostil donde nada está a salvo y lo que parece carecer de explicación resulta aún más temible en cuanto su flujos más oscuros logran conducirse por los cauces de la lógica. No son casuales ni azarosas las citas que abren la novela —el David Lynch de Twin Peaks, Miguel Delibes, Ana María Matute—, porque de todos esos registros se ha nutrido un narrador cuya pista habrá que ir siguiendo.
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