Cuatro miradas sobre Zuckerman, el alter-ego de Philip Roth
/ Varios autores /
El Cuaderno invoca a Nathan Zuckerman, una ambigua y apasionante entidad literaria para la que el título de “personaje más célebre de su autor” resulta, como mínimo, simple. Nacido en una ficción de un escritor ficticio Mi vida como hombre en 1974, Zuckerman ha crecido, deseado, escrito, triunfado, fracasado y enfermado en una vida extrañamente acompasada con la del propio Roth. “Vida paralela” sería también un término demasiado escueto (e inexacto) para una simbiosis en la que abundan las contaminaciones mutuas, los enmascaramientos y las confusiones, voluntarias o no, entre realidad y ficción, a lo largo de un vodevil metaliterario en el que Z. es protagonista, agonista o simple invitado de una maraña de novelas: La visita al maestro, Zuckerman desencadenado, La lección de anatomía, La orgía de Praga, La mancha humana, La contravida, Pastoral americana...
Si los rigores de la realidad nos han dejado el pasado martes sin Philip Roth , las licencias de la ficción permiten que, al menos, Zuckerman esté entre nosotros.

Los papeles póstumos de Nathan Zuckerman
/ por Xandru Fernández /
La Fundación Kilgore Trout para escritores sin identidad ha anunciado su intención de publicar en fechas próximas los llamados papeles póstumos del escritor Nathan Zuckerman. Se trata de una colección de manuscritos cuyo propietario, el también escritor Peter Tarnopol, ha calificado de «rarezas, libros incompletos, proyectos literarios que Zuckerman no completó o no quiso (o no pudo) publicar». Nada más difundirse la noticia, el (cómo no) también escritor Philip Roth, amigo y legatario de Zuckerman, ha declarado: «Menos mal que pidió ser incinerado. De lo contrario estaría revolviéndose en su tumba». Y ha añadido: «Tarnopol es una rata. Deberían ajustarle la medicación o acabar con él de una vez».
La Fundación Kilgore Trout ha difundido el título y el contenido de algunos de estos «papeles póstumos», aunque sin aclarar de qué modo Tarnopol se habría hecho con ellos y qué sistema o intuición se ha seguido para atribuírselos a Zuckerman sin atisbo de duda. Son los siguientes:
Un año de éstos, en Islamabad. Quizá el proyecto más polémico de Zuckerman, si hubiese llegado a ver la luz. A lo largo de doscientas cincuenta páginas, la mayor parte de ellas ilegibles, el manuscrito juega con la hipótesis de que el Estado de Israel exterminara a todos sus vecinos árabes y, tras una cruenta guerra expansionista, se anexionara también Irán, Afganistán y Pakistán. «Aquella nueva potencia mundial se parecía mucho a una bola de estiércol que fagocitara cuanta mierda se encontrara a su paso.» El manuscrito se interrumpe en mitad de un anodino discurso ficticio de Benjamin Netanyahu. «Mejor no dar ideas», reza debajo del último párrafo.
Svejk en Corea. A pesar del título, no se trata de una continuación de las aventuras del famoso personaje creado por Jaroslav Hasek. Es de suponer que Zuckerman echara cuentas y calculase que, aun habiendo sobrevivido a dos guerras mundiales, la biología nunca habría permitido al soldado Svejk llegar tan lejos en sus andanzas. Tarnopol ha descrito la obra como «un delicioso juego metaliterario, en el cual no es el personaje sino su espíritu quien se ve trasplantado a la guerra de Corea». También ha trascendido que el protagonista de Svejk en Corea responde al nombre de Marcus Messner. Philip Roth se ha mostrado muy escéptico al respecto: «Tarnopol sabe perfectamente que así es como se llama el protagonista de mi novela Indignación», ha comentado, visiblemente (audiblemente) indignado; a continuación ha farfullado algo sobre unos abogados y ha insistido en el tema de la medicación.
Tortolitos. Es éste el único manuscrito que no tiene que ver ni de lejos con la recreación histórica, la reflexión política o la ficción metaliteraria. Aparentemente, se trata de una nouvelle semipornográfica protagonizada por dos mujeres y un erizo. El narrador es el erizo. No ha trascendido ningún detalle sobre las sugerentes posturas que menciona la Fundación Kilgore Trout en su nota de prensa.
La decadencia de la casa rural inglesa. Tarnopol dice haber dudado mucho antes de atribuir a Zuckerman estas doce páginas: «Al principio pensé que se trataba de un nuevo libro de su suegra, la señora Freshfield, conocida especialista en arquitectura georgiana, pero fui incapaz de imaginar para qué demonios las habría copiado Nathan. Reparé, no obstante, en ciertos detalles escabrosos de las páginas cinco y seis que suenan inequívocamente a Zuckerman. Posiblemente proyectaba algo así como una Pastoral británica y se le fue la mano con la documentación. A veces pasa».
Decadencia y ruina. Media docena de páginas claramente relacionadas con La decadencia de la casa rural inglesa, pero de tono eminentemente satírico. En la primera página figura un esbozo general de la obra, que debería incluir: a) Las tribulaciones de un añoso profesor universitario judeoamericano que se traslada a la campiña inglesa para escribir una monografía sobre Wordsworth. b) Los lances amorosos entre el profesor y una guardesa dickensiana llamada Miss Hedgehog. c) La inesperada visita de un entomólogo ruso que resulta ser Jesucristo y revela su intención de liderar un pogromo cósmico. d) El progresivo abandono, por parte de Jesucristo, de sus planes antisemitas, a medida que se va acostumbrando a la muelle y delicuescente vida rural inglesa. Las cinco páginas restantes las ocupa una agreste reflexión del profesor analizando el impacto que la materialización de Jesucristo ha significado para su inequívoca identidad judía y para sus convicciones ateas. «Después de casi seis décadas abjurando de la fe de mis antepasados, sometido a la presión de la sinagoga y de mi sinagogal familia, resulta que, cuando por fin tengo una revelación, se trata de una revelación cristiana. No es que el universo no tenga sentido, es que tiene mal gusto».
La edición se completa con un prólogo y un epílogo firmados por Tarnopol. Está prevista una tirada de seiscientos ejemplares, que harán las delicias de los especialistas en Zuckerman y de otras nueve o diez personas sin oficio conocido. Se espera que Los papeles póstumos de Nathan Zuckerman llegue a las librerías a finales de año, si es que los abogados de Philip Roth no lo impiden antes. «En modo alguno pienso permitirlo —ha dicho—; si es preciso, soy capaz de recurrir al Mossad.»

Ficción, imitación, ventriloquía
(Entrevista breve a N. Z. para el relato Homecoming Parade: Oviedo)
/ por Javier García Rodríguez /
Para Javier Aparicio y Javier Rubiera, unos y trinos
Jersey Shore (EEUU)
P…
R.- ¿Conoces ese programa de televisión? Quién me lo iba a decir, ese reality show con sus chonis ceñidas de tetas impostoras y con ínfulas de prettywoman de saldo, y con sus guidos rizados, maromos de músculo extremo y bronceado perenne, carne de cañón todos ellos, todas ellas, cuyo brillante futuro los hace merecedores de una aparición como cuerpos ensangrentados en un capítulo de Los Soprano o de CSI. Pero cuando yo vivía en Newark, allá en Nueva Jersey, aquello era el paraíso perdido, el paraíso recobrado (el paraíso de Philip Milton), y yo era el niño de azúcar, y después fui el otro, el extranjero de sí mismo. Ese Dave Wallace ha escrito que somos los Grandes Narcisistas Masculinos, que sufrimos porque está produciéndose la muerte de la novela tal como la conocemos, que, al fin y al cabo, cuando muere un solipsista todo se va con él. Los Grandes Narcisistas Masculinos, dice: Norman, E. L., Saul, Bernard, Gore, Don, John, Philip, el viejo Tarnopol, yo mismo. Que hemos vivido intrínsecamente ensimismados, que hemos celebrado ese ensimismamiento con nuestra repugnante falta de conciencia crítica y la de nuestros personajes.
P…
R.- Pero si lo que yo quería era ser poeta. Quería formar parte de la Universidad de los Poetas de Auden, aprender lenguas ignotas, cultivar una huerta o un jardín, cuidar de una mascota, aprender de memoria miles de poemas antiguos, hacer desaparecer los libros de crítica literaria, escribir parodias. Pero el único poema que he publicado en mi vida, mientras estudiaba en Chicago, se tituló Triple F y comenzaba «Faith, Fuck, Fake» (lo tradujo al español con precisión y agudeza una joven profesora de la Funlies University, Kobi Parris, con el título de Triple J: «Judaísmo, Jodienda, Juego»). Así ha sido siempre para mí: la fe rechazada pero presente (la tradición, su insoportable peso), el sexo como primer motor nunca inmóvil («la deliciosa imbecilidad de la lujuria», creo que así llegué a calificarlo en alguna ocasión) y la ficción como juego («un mapa para traviesas conjeturas», como lo definió el profesor Kepesh en un artículo que apareció en Cahiers du Montréal).
P…
R.- Ahora que he llegado a esta ciudad de España a recoger el premio, tendré que pasarme por esa sombrerería clásica donde, según se cuenta, ya Woody y Paul compraron sus viseras de pana marrón en ocasiones similares. He estado a punto de no conseguirlo. Casi me quedo en las afueras, al margen. Primero Manhattan para intelectuales deconstruidos, después Brooklyn para viajados hombres de mundo, y por último Nueva Jersey para realities cutres, mafiosos de Bada Bing y escritores fantasmas. En muchas ocasiones he pensado que debí haberme quedado en Iowa. En el condado de Johnson, en Iowa City, en la Universidad de Iowa, donde me hice personaje, donde me paseé por Coralville, por Hills, por Lone Tree, por North Liberty, por Oxford, por Shueyville, por Solon, por Swisher, por Tiffin, por University Heights. Siempre lamenté que Iowa City no perteneciera al Story County, pero pertenece al Johnson County. Me lo dijo muchas veces el viejo Lonoff, no te lamentes nunca, sal a buscar, trata siempre de ser otro: Hamilton, Madison, Hardin, Marshall, Jasper, Polk, Boone. Noventa y nueve nombres para abordar el escepticismo.
P…
R.- Ahora está ese chico, Franzen. Buen escritor. Orillado a la trama, a la voz monolítica y empeñado en explicar el mundo. El mundo. A mí me aburre, pero tiene mérito ser portada de Times. Yo prefiero al otro. Valiente para morir. Lo tenía todo, el cabrón. Pero eligió la contravida. Incapaz de desdoblarse, me temo. Harold, mi querido amigo, habla de Jonathan como salvaguarda de las esencias narrativas de la Gran Novela Americana. ¿Sabe usted que uno de los libros de Wallace se titula The Broom of the System? Seguro que estaba pensando en Harold. Debería haberlo titulado The Bloom of the System.
P…
R.- Ésa es una fama infundada, se lo aseguro. Me he acostado con muchas mujeres, es verdad. Y recuerde que he estado casado con una Miss América. Pero no es cierto aquello que dicen de que he pensado más con el pene que con el cerebro. Ahora las mujeres están «rutinizadas», según dicen los programas del corazón. Para mí nunca han sido una rutina. Yo, a pesar de mi edad, sigo mirando el mundo, la existencia, los días y sus placeres en términos de cómo ellas me han hecho feliz en la cama, en términos de las muchas horas dedicadas a dejar que la vida fuera sólo vicio, abandono, sudor y, en ocasiones, por qué no, algo de violencia controlada. Ayer mismo, al llegar al aeropuerto, vi en una pared una manguera cuya información decía «En caso de incendio. (Modo de empleo en boca de incendio equipada-BIE 21). Sacar la devanadera. Extender la manguera necesaria. Colocar la válvula hacia la izquierda. Abrir la lanza y rociar sobre las llamas». Y yo, inconscientemente, he visto esos verbos, esos sustantivos, como si aún fuera un veinteañero y estuviera a punto de acostarme con una compañera de estudios en la estrecha habitación de mi fraternidad o en uno de los cuartos de ensayo del Music Building. Pero tampoco se crea. Al lado de la manguera había un cartel con información sobre evacuaciones encabezado con «Plan de catástrofes. Teléfono interior de emergencias».
P…
R.- No, no hay metáfora en esa frase.
El misterioso caso del autor Roth y Mr. Zuckerman
/ por Milo J. Krmpotic /
Cuenta Wikipedia, en la que seguiremos confiando dada su consideración de Philip Roth como «fuente no creíble» a la hora de hablar de la obra de Philip Roth, que, plantado por vez primera ante Las Meninas, Théophile Gautier exclamó: «¿Dónde está el cuadro?». En el juego de lienzos y espejos enfrentados, en efecto, las interpretaciones se tornan infinitas. Porque, sin ir más lejos, ¿quién protagoniza el opus magnum de Velázquez? ¿Un Felipe IV de tamaño casi anecdótico? ¿Las infantas que le prestan título? ¿El pintor que se autorretrata mientras retrata? ¿O acaso José Nieto, el aposentador de la reina, que ni entra ni deja de salir de la obra pero a todas luces se adueña de su punto de fuga? Las pistas jamás conducen a una explicación clara y lineal. De modo paralelo, a la hora de considerar las nueve novelas y apostillas varias que componen el ciclo de Zuckerman, caso de tomar al personaje como eje de dicha serie (elección aparentemente lógica pero a la vez frágil, habida cuenta de la ausencia de certezas y la diversidad de asideros), remedaremos al poeta parnasiano al preguntarnos en voz alta: «¿Dónde está la novela?» (para añadir, un par de segundos más tarde, ya en territorios cercanos al murmullo: «¿Y dónde la vida?»).
Nathan Zuckerman nació como álter ego de un álter ego, Peter Tarnopol, en Mi vida como hombre. Y, entre La visita al maestro y Sale el espectro (The Ghost Writer y Exit Ghost: la simetría de los títulos originales, aunque torcida, ha de resultar ligeramente reveladora), se erigió en protagonista de una tetralogía e incluso se aupó a la cabecera de alguno de sus componentes (Zuckerman desencadenado), vivió y murió y retornó a la vida, buscó a continuación la periferia del relato para ejercer de oyente/cronista de las desdichas de conocidos y vecinos en la Trilogía americana… y, entre una cosa y otra, reprodujo no pocos pasos dados por su autor, se prestó a encarnar sus fantasías, amparó centenares de análisis y teorías sobre la frontera invisible que separa (como si fuera posible, así en Roth como en tantos otros) la realidad de la ficción, la biografía de la narrativa.
La pregunta verdaderamente pertinente, desde luego, es ésta: ¿por qué, como si la experiencia literaria no resultara suficiente, nos prestamos a una actividad extra que apenas permite distinguir entre el humano cotilleo y la búsqueda académica? Toda vez expuesta, eso sí, nos sustraeremos a su incomodidad e insistiremos en nuestro empeño. Si Roth conoció la fama y el escándalo con El lamento de Portnoy, a Zuckerman le pasó tres cuartos de lo mismo por culpa de su Carnovsky (siendo ambos confundidos con sus respectivos héroes: ¿cuánto hay, pues, de Philip en Carnovsky, Zuckerman mediante?). Si el joven Roth se arrimó a Bernard Malamud, un veinteañero Zuckerman hizo lo propio con E. I. Lonoff (en quien se han encontrado, de paso, rasgos de otros mitos del panteón literario judeonorteamericano, como Henry Roth o Saul Bellow). Si Roth…, bueno, ya me entienden. Así que, en consecuencia, si Zuckerman se vuelve impotente por culpa del cáncer de próstata, ¿debemos entender que Roth padeció el mal segundo y vive torturado por el primero? Y si Zuckerman no acude a la cita con Jamie Logan a sabiendas de que será incapaz de cumplir fálicamente, ¿hemos de suponerle a Roth semejante rechazo de la intimidad femenina? ¿O, por el contrario, tal y como ha hecho algún estudioso ahí fuera, dada la condición de casada de la mujer, interpretaremos que hubo coito en la vida real y que ese capítulo de Sale el espectro tiene por objeto liberarla ante la eternidad de la etiqueta de adúltera?
De nuevo, ¿dónde está el cuadro? Los anglosajones utilizan una expresión que nos viene como anillo al dedo, «to look at the big picture». Esto es, «observar el cuadro en su totalidad». O, como diríamos aquí, no dejar que los árboles nos impidan ver el bosque. Como con Las Meninas, en Roth las intuiciones (que no respuestas) nos asaltan desde el conjunto. Véase, en La contravida, al hermano de Nathan, Henry, un odontólogo que engaña a su mujer con una asistente y que le culpa de la muerte de su padre. Véase, en Pastoral americana, al hermano de Seymour el Sueco Levov, Lou, cirujano que ha desposado a varias de sus asistentes y que le culpa de la caída de su hija en el terrorismo. Véase incluso, en La mancha humana, a Coleman Sink, que no necesita de hermanos para culparse de la muerte de su mujer… Las pequeñas pistas denotan las grandes obsesiones. Lo que aquí se camufla, allí brota con mayor intensidad. ¿Novela o vida, ficción o realidad? La respuesta, y que nos perdone Nathan Zuckerman, no podría resultar más sencilla: Philip Roth.
El lamento de Zuckerman
/ por Miguel Rojo /
He de comenzar diciendo que, como casi todo el mundo sabe, Portnoy soy yo, Zuckerman. ¿Recuerdan lo del autobús? ¿Aquello de que me saqué la polla del pantalón y me la menee en el autobús 107 cuando regresaba de Nueva York? Pues ése era yo. Aunque en realidad el autobús era el número 3, que tenía una parada en la calle de La Argañosa de Oviedo. En fin, por entonces no era más que un granujiento adolescente pajillero que sólo tenía una cosa en la cabeza: tirarse a quien fuera sin importar edad, credo o religión. Sólo mucho más tarde se me ocurrió escribir sobre esa etapa de mi vida y para ello me inventé a un tipo que se llamara Portnoy. También al doctor Spielvolgel. Los nombres extranjeros siempre ayudan. Si hubiera dicho que Miguel se había sacado la polla en el autobús número 3 que lo llevaba al instituto Alfonso II…, pues nadie, absolutamente nadie, me habría tomado en serio. Pero si te llamas Portnoy y lo haces en un autobús que regresa de Nueva York, todo resulta posible. Como lo del sicólogo Spielvolgel. Doctor Spielvolgel, escúcheme, por favor, soy el típico hijo de un chiste de judíos. Aquello fue un buen golpe de marketing: mezclar en un mismo libro sexo y judíos. Tenía que funcionar. Miren a Woody Allen, que lleva años haciendo pésimas películas y, sin embargo, pasará a la historia del cine por sus jodidas y judías paranoias sexuales. Así es. Y funcionó, claro. ¡Vaya si funcionó! De golpe me convertí en un tipo multimillonario y famoso. Aunque, a veces, ocurre lo que ocurre, como ahora cuando voy en el autobús sin sacarme la polla y el tío que está a mi lado le pregunta a la señora del abrigo, eh, no sabe quién es éste, y me señala con la cabeza, es Zuckerman, el autor de El lamento de Portnoy y aquí lo ven, multimillonario y subido en autobús cuando podía ir cómodamente sentado en una gran limusina blanca. La mujer se limita a encogerse de hombros y a mirarme con una sonrisa de disculpa tan dulce y carnosa que me la imagino como una enorme Bonellia viridis atrapándome con sus manitas regordetas para introducirme en su vagina y llevarme siempre dentro… (¡¡Doctor Spielvolgel!!). Ah, ése es el libro que está leyendo nuestra madre. Al oír que había un millonario a bordo, dos chicas de idéntico uniforme gris —dos tiernas y delicadas muchachitas, dos hermanitas sin duda alguna muy bien criadas, camino de un colegio de monjas del centro— se volvieron a mirar. No tenéis otra cosa mejor que hacer que escuchar las conversaciones de los mayores, les suelto enfurecido. Lo sé, lo sé… Pierdo los nervios y, si no me controlo, acabaré transformado en un Zuckerman desencadenado, cuando yo lo único que quería era dar un tranquilo paseo en autobús por mi antigua ciudad. A mí los judíos no me caen bien, que conste en acta, ellos mataron a nuestro señor Jesucristo, pero, señor Zuckerman o como se llame, hay algo mucho más importante que la religión y es el respeto a los padres, y eso usted no lo ha hecho en su libro, ¡sinvergüenza!, los trapos sucios se lavan en casa. Es el hombre que está sentado justo detrás de mí el que habla. Un gusano. Fue lo que pensé al mirarlo, que un gusano de esos que andan entre la carne putrefacta iba a salir de alguno de los numerosos cráteres de sebo que salpicaban su cara. Aquello era suficiente. El ambiente se empezaba a caldear y no me extrañaría que alguien me agrediera. Últimamente he recibido más de una amenaza. El último mensaje anunciaba mi próxima muerte «por pintar a los judíos en un ambiente de peep-show de total perversión, por pintar a los judíos cometiendo actos de adulterio, exhibicionismo, masturbación, sodomía, fetichismo y proxenetismo». Así que cuando veo a aquella mujer acercarse por el pasillo y meter la mano en el bolso que lleva en bandolera pienso que va a sacar una pistola, una de esas armas de cachas nacaradas diseñadas para dedos pequeños. Me viene a la mente el gesto de Lee Harvey Oswald cuando se lo cargaron en Dallas, porque ésa debe de ser la jeta que estoy poniendo cuando la mujer saca…,¡uff!, un díptico de papel y me lo entrega. Está escrito en asturiano. Sin dejar de sonreír como una mantis ante su presa, me dice que es una vergüenza que escriba en la «llingua castrona del imperiu», y que si Jovellanos había redactado unas entrañables cartas a su hermana Xosefa en bable, por qué no quería hacer yo algo parecido y, además, en lugar de hablar tanto de los judíos podía hacerlo de los vaqueiros de alzada, que también habían sido perseguidos y estigmatizados como pueblo. Sí, claro, lo pensaré, respondo sin atreverme a llevarle la contraria. Entre todos me han jodido el paseo. Me levanto sonriente tratando de no ser grosero y espero al último momento, justo antes de que se cierren las puertas, para saltar fuera del autobús. Pero mis largas piernas se enredan una con otra y acabo de bruces en el suelo; por fortuna nadie se acerca a ayudarme. Mientras me alejo cojeando por la acera, me acuerdo de I. E. Lonoff. Estaba empezando mi carrera como escritor cuando realicé aquella Visita al maestro, un hombre dedicado en exclusiva al extenuante, exaltado y trascendente cumplimiento de la vocación de escritor, y pensé que así era como yo quería vivir en el futuro. Y ahora me doy cuenta de que el futuro me está sobrepasando si no lo ha hecho ya definitivamente. Mientras esquivo las miradas curiosas de la gente con la que me cruzo, temiendo cualquier desagradable percance, soy consciente de que tengo que hacer algo —YA— con mi vida. Al pasar por delante del Teatro Campoamor, donde mi nombre figura en grandes letras como ganador de los Premios Príncipe de Asturias, empieza a fraguarse en mi cabeza, muy lentamente, la posibilidad. Si he logrado que mis ficciones sean tan reales que la gente se empeña en hacerme responsable de todo lo que en ellas sucede, por qué no crear un autor de ficción que escriba mis novelas, las novelas de Zuckerman, y sea él quien sufra las consecuencias… ¡Mmmm! Tengo que pensar en esto seriamente. Lo primero será buscarle un buen nombre, un nombre eufónico, en inglés por supuesto, algo como… ¿Philip Roth?
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