La fraternidad de clase y la narración política mediterránea: Para morir iguales, de Rafael Reig
/ por José Manuel Querol Sanz / Universidad Carlos III de Madrid
Dice Rafael Reig que el pasado nos alcanza, que, a partir de cierta edad, uno no sabe qué pasado le espera, y quizás sólo sea que lo llevamos con nosotros allá donde vayamos, que no podemos desprendernos de él, y que la infancia, sintiéndola como un tiempo ajeno, lo cierto es que nos define más de lo que podemos pensar.
Para morir iguales, la última novela (hasta la fecha) que nos ha regalado Reig tiene la ventaja incuestionable que tienen todas sus narraciones: no son documentos generacionales, pero son de los poquísimos documentos literarios útiles para describir una época de este país, un tiempo vestido de revolución gatopardiana en el que todo cambió para que nada cambiase, ni siquiera, en esencia, los que lo vivimos.
En ella habita la educación sentimental, la política, o quizás fuera más acertado decir la educación político-sentimental de una biografía novelesca en la que la orfandad se muestra argumentalmente como modelo narrativo de un realismo, a veces sucio, a veces mágico, y siempre muy personal, que retrata a toda una generación de españoles marcados por la debilidad del acontecimiento histórico, acometido en sordina, de nuestra Transición, y que, sin embargo, a pesar de las divertidas apariciones de la curiosa advocación de la Virgen, que mantiene charlas con Pedrito Ochoa, o de las escenas de regusto pasoliniano describiendo las orgías de las monjas de la Sagrada Familia, no pierde el hilo galdosiano que reúne a Reig con nuestro gran documentalista de la Historia de España, ofreciéndonos, como lo haría otro grande, Fellini, un modelo alucinado, y hasta barroco, mediterráneo, y por tanto tragicómico, irónico, tierno por momentos, mordaz y ético de los capítulos de nuestra Historia patria de los que él es testigo.
Pasolini y Fellini, Galdós, los tres habitan, creo que conscientemente, en la trayectoria novelística de Reig, y muchos otros más, tratados como trata él a todas sus lecturas, a todos sus estímulos, con la voracidad de un caníbal, que se alimenta de ellos para provocar en los lectores las mismas ansias y dudas que él tiene. Pero, y como aquellos tres, Reig se convierte en un psicotrópico que amplifica la realidad, haciendo evidente lo que a veces un manto de falsa piedad quiere ocultar de la miseria que se guarda en toda biografía humana.
Es posible que Reig manifieste rencor, que sus personajes se ejerciten en la venganza, pero también que sus actos sean la afirmación de la vida, de la supervivencia, a la que une narrativamente otro modelo mediterráneo más, la tíje, ese destino terrible que manifiesta en el fondo el título de Para morir iguales, la fatalidad a la que sólo se puede oponer la amistad, la lealtad. No hay mejor canto a la amistad que aquella que la enfrenta argumentalmente con la fatalidad cotidiana, y la que muestra que, incluso entre los pecadores, hay fraternidad.
El mundo de la libertad recién estrenada de nuestra Transición aparece engañoso, falto de su compensación política, la igualdad; uno puede ser existencialista, atractivo, o un ortopédico, como se definen Pedrito y su amigo, Escurín, el de los ojos de italiana. La taxonomía sexual de las alumnas de los colegios religiosos (provocadoramente nostálgica para los coetáneos de Reig) susurra por debajo la evidencia también de la clasificación social del país en los setenta, como lo hace el cambio de fortuna y ascenso económico del protagonista (remedo estructural de nuestro Lázaro de Tormes reubicado en la modernidad) que acaba por manifestar una lucha de clases transversal incluso presente entre los huérfanos de la Safa mediante la pugna por las pobres posesiones infantiles.
Quizás por todo ello, y por la propia construcción simbólica del huérfano en la tradición literaria hispánica, sea clave la fraternidad como tabla de salvación para Pedrito Ochoa, en una peripecia que lo devuelve al final al útero del colegio con los suyos, aunque ahora se haya reconvertido en un teatro postmoderno que quiere olvidar la tristeza y la pobreza de nuestro país (nos hemos olvidado de muchas cosas, y el pasado, como dice el autor, acabará fatalmente por alcanzarnos, porque no conseguimos, o no quisimos, cambiar en el fondo nada). La manga riega, la sencillez de la risa infantil que muestra la conciencia de clase de los parias de la tierra.
El rencor trae la venganza personal, la venganza de clase también, ejercitada a través de un cuadro de costumbres donde se pone en solfa la postmodernidad “existencialista”, como la llama el personaje, de los seres atractivos: el retrato de Francis Bacon (nunca he leído descripción iconoclasta mejor sobre él), de la madre de Carlón (y del padre), frente a la descripción popular, de nuevo galdosiana, del ambiente de la Plaza de la Reverencia, en Pueblo Nuevo, del triángulo de Chamberí, de la rive gauche que, como siempre en España, ocupa el lado derecho de la ciudad, acumulando rabia en su cruel descripción del destino amargo de toda una generación, explicado a través de Mercedes y su toxicomanía, en definitiva, glosando el engaño al que se somete siempre a España de manera inevitable, como inevitable es la ingenuidad optimista y arribista de Pardeza, con su confianza variable, desde la democracia de Suárez al socialismo no socialista de Felipe González, siempre en la modernidad para intentar no naufragar y volver a ser sólo un chico del hospicio.
Quizás esto sea el realismo mediterráneo, de pobreza endémica, de ilusiones ópticas, de arrebatos pasionales, de “sinvergüenzas honrados”, que son sinvergüenzas por nacer a orillas del río Tormes o tener la mala suerte de que sus padres sean atracadores de bancos (el acto político perfecto), de solidaridad valleinclanesca que sin embargo, guarda un punto de decencia que no se puede manchar con nada, un grito iracundo, que diría Javier Krahe, que sólo pueden proferir los que naufragan en este mar donde los dioses pueden llegar a tener el cuerpo de Marisol y llegan a las costas como Ulises, pensando qué hombres habitarán la costa, siempre expectantes, con la navaja en mano si es posible o con el engaño y las argucias que permiten sobrevivir en esta tierra que, como decía Ritzos, sólo contiene sol, luz.
Por esto creo firmemente que Para morir iguales es la manifestación de un realismo mediterráneo honrado, no legendario, y sobre todo ético, sin concesión alguna al modelo heroico épico (ni el Cid se libró de la sospecha mediterránea) que merece ser leída y disfrutada con la cautela de hacerlo siempre con la mirada más allá de la peripecia narrativa para entender, pero, sobre todo, para comprender, más que eso que nos dijeron que nos devolvía, desde la orfandad de nuestra dictadura a la “atractiva” Europa: la realidad de un mundo y unas biografías que habitan ya las sombras del pasado pero que, inevitablemente, nos alcanzan.
Para morir iguales
Rafael Reig
Tusquets, 2018
352 páginas; 19,00 €
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