Crónica

El mundial fue ficción (III)

"El Mundial fue ficción" (2014) de Federico Bianchini.

/ por Federico Bianchini /

No podemos sufir siempre

Bianchini fue al estadio Arena Corinthians para conseguir una entrada. Como no tenía los mil quinientos dólares que se pedían en la reventa, viajó en subte hasta el Fan Fest de Anhangabau: el partido había empezado y, por la cantidad de gente, la policía había clausurado el ingreso. Terminó en un bar de mala muerte con dos cordobeses que querían pegarle a un brasilero que se reía a los gritos cuando le pegaban a Messi.

—Si lo hacemos, se lo gritamos en la cara —me dice el cordobés, desde la otra mesa. — Pero vamos los tres porque es grandote.

Yo le digo que sí, qué le voy a decir, y me doy vuelta y en la esquina de la barra veo al patovica brasilero que desde hace media hora no para de gritar cada vez que Suiza agarra la pelota, cada vez que le pegan a Messi. Cada vez, él grita. Y cada vez, se oye el susurro del cordobés que ya no lo soporta:

—Brasilero culiado.

No sé el nombre del cordobés, no lo sabré nunca porque acá en San Pablo, en Brasil durante el Mundial, uno habla con otro que tiene una remera de los mismos colores como si hubiera ido al mismo colegio, aunque no tenga idea la edad, de qué trabaja, si está de acuerdo con la baja de la edad de imputabilidad.

Estamos en una especie de bar que de afuera parece una verdulería porque tiene bananas, naranjas y frutas colgadas del techo. Una especie de bar que cuando uno entra parece un kiosco porque tiene heladeras con gaseosas y una tarima con golosinas y un hombre detrás de la tarina. Una especie de bar porque atrás hay una barra con taburetes y cinco mesas y un televisor 32 pulgadas marca Buster, que en la esquina derecha tiene una publicidad de cerveza, un papel naranja con la foto de una rubia que sonríe: en algún momento del segundo tiempo me preguntaré por qué estoy viendo el partido en un televisor de marca Buster.

Es una pregunta estúpida, hasta hoy no conocía la marca Buster, pero alrededor de los treinta y cinco del segundo, más o menos, me la voy a hacer. La respuesta no es breve. Empieza el domingo a la tarde en el gimnasio Do Ibirapuera entrevistando revendedores, viendo cuál es el precio de las entradas, sintiendo el temor de quienes creen que van a pagar por un ticket falso. Sigue el lunes, durante todo el día, contactando periodistas brasileros amigos, con la gente de Mídia Ninja hablando con revendedores: por ticket, dos mil reales (unos mil dólares). Era mucho. Incluso, en un momento, se me ocurrió pedirle al corresponsal francés de Le Monde Diplomatique que me prestara su credencial. Se la pedí pero el journaliste, amable, me dijo que tenía que hacer una nota para su medio. Me aconsejó ir un rato antes a la cancha, el Arena Corinthians. Seguí el consejo. Tomé el metro línea Vermelha, bajé en Itaquera, me mezclé con la horda fanática. Una entrada por mil quinientos dólares. Seguí caminando, mirando al piso cada vez que venía un policía hasta llegar a un lugar en donde me di cuenta de que, sin tickets, estar ahí no tenía sentido.

Pensé que podría hacer una nota sobre cómo se vivía el partido en el Fan Fest de Anhangabau. Según lo que me habían contado, un lugar donde la FIFA pone una gran pantalla y vende cerveza y comida y hay fiesta. No lo supe. Apenas llegué a la primera puerta me encontré con varios compatriotas. Un policía impertérrito les decía que fueran por la otra entrada. Fuimos por la otra entrada y un policía tan impertérrito como el anterior (o aún más) dijo que volviéramos a la primera. Concluí, me iba a perder todo el partido dando vueltas de un lado al otro. Sobre todo porque detrás de los policías impertérritos había muchos más, con cascos, escudos y palos.

Así, seguí a uno con la remera de la selección (no supe si estaba de acuerdo con la baja de la edad de imputabilidad) hasta el bar del principio. Me senté en la barra, pedí un jugo y lo fui tomando despacio. Cuando se me terminó, (Argentina seguía sin jugar a nada) estaba incómodo en el taburete, así que me senté en la mesa de los cordobeses. El patovica brasilero ocupó mi lugar.

—No podemos sufrir siempre —dice el cordobés y se oyen atrás las risas del otro que, parece, se olvidó rápido de los penales contra Chile.

Y así, de a poco, uno burlándose, el otro engranando, la bronca entre los dos crece. En un momento se me ocurre que más allá de cualquier contemplación futbolística, si Suiza llega a hacer un gol esto se pudre en serio. Pero no. A los 117, Di María y el gol que hace que me olvide del patovica brasilero, de los dos cordobeses, del bar de mala muerte y del televisor Buster en el que estoy viendo el partido, aunque cuando me doy vuelta en medio de la euforia veo al patova brasilero tapándose los ojos con la mano, intentando detener la saliva del cordobés que desenfrenado le grita el gol a unos diez centímetros de la cara.

Nos abrazamos, los cordobeses y yo, saltamos abrazados y el brasilero dice algo. Se ríe divertido aunque cuando volvemos a mirar ya no está en su taburete. Unos minutos más tarde, quizás por lo de Brasil decime qué se siente, o los golpes desencajados en las mesas, viene un policía de pechera amarillo flúo y uniforme gris impertérrito. Pero no hay problema porque nosotros ya estamos, tranquilos, disfrutando la victoria como un caramelo ácido, de esos que tardan un rato largo en disolverse adentro de la boca.

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De cómo el mago Forlozzi pudo colarse en el Mundial

El mago mendocino Juan Cruz Forlizzi viajó a Brasil con tres amigos: llenaron una combi de comida y con $ 18 mil pesos se lanzaron a la aventura. En Porto Alegre, después de pasar el primer control de seguridad, vendió su entrada por 500 dólares. Luego de dar vueltas y vueltas por el Mineirao, se pudo colar. En San Pablo, contra Suiza, trató de hacer lo mismo: tan mal no le fue.

Lo había hecho. En Belo Horizonte lo había hecho aunque, claro, no era lo mismo: allá al menos tenía la entrada que uno de los tres había comprado por internet antes de viajar.

Estaba un poco borracho, como ahora: Juan Cruz Forlizzi se agarra con dificultad del caño de la línea vermelha de San Pablo antes de que el metro frene de golpe y el cuerpo estirado y lánguido, un metro ochenta y siete, sesenta y ocho kilos, ocupe brusco un espacio hasta recién vacío: la piel desplaza partículas de aire con fuerza, Forlizzi está a punto de caerse hacia atrás. Una mujer, junto a él, dirá en un portugués suave: cuidado, se correrá hacia la izquierda. Pero no cae Forlizzi. Llega a tomarse del pasamanos metálico justo en el momento en que el metro paulista, frecuencia inédita cada quince segundos, se detiene del todo provocando, en los pasajeros que habitan el tren, una modificación de la velocidad corporal que hace que varios estén a punto de seguir viaje hacia el piso.

—Pasame —le dice a su amigo, haciendo referencia al envase, botella de litro y medio de Coca Cola cortada a la mitad, los bordes hacia adentro, relleno de hielos sin geometrías que flotan en un líquido oscuro, alcohólico y herbal, el fernet.

Tomará Forlizzi un trago largo y reflexivo: cerrará los ojos, aparentando placer, mientras la nuez se mueve arriba abajo, acompasada, producto del pasaje de líquido desde la realidad hacia el cuerpo.

—No lo podía creer. Te juro, no lo podía creer.

Con la lengua, Forlizzi limpia el resto brillante y húmedo que le queda entre la nariz y el labio. Pasa el envase cortado al cronista que, en principio, niega con la cabeza aunque después acepta, un poco por respeto al entrevistado y otro porque siente la boca seca, quizás por lo fluido de la charla.

A un costado, dos amigos de Forlizzi, Topo Zárate y Berna Calabrese, hablan con una brasilera, le preguntan si conoce Argentina, le cuentan que salieron de Mendoza en combi, ¿Voce entiende “combi”?, una combi amarilla y negra, repleta de comida. Aunque a la brasilera parece no importarle: que en el costado tiene un fixture, para ir llenando a medida que los goles se suceden.

Dice Forlizzi que un mecánico les modificó el tanque para que cada cien kilómetros en vez de doce litros gastara ocho. Durante varios meses, juntaron plata, vendieron imanes que, ahora, Forlizzi busca en su bolsillo. Luego de sacar un pilón, le pregunta al cronista si el de Diego y Messi, abrazados, o el de la hinchada argentina, cuál quiere, el que más le guste: a los amigos se regala. Así, con ayudas, dice, llegaron a los $ 20.000 pero a los cien kilómetros de haber salido se les rompió la caja de cambio: volvieron. Un mecánico conocido les cobró $ 1.800 por un trabajo que debería haber costado mucho más y pudieron seguir.

—Pasé el primer control mostrando el ticket. Ahí vi que había gente que quería comprar entradas. ¿La verdad? Si hubiera sido ahora no lo vendo ni a palos, pero necesitábamos plata: me ofrecieron quinientos dólares, como mil reales. Valía la pena.

Después del partido, desde Belo Horizonte no fueron a Porto Alegre donde jugaba la selección sino que siguieron hacia Buzios, mar y playa. Llegaron luego al sambódromo de San Pablo, donde se encontraron con argentinos en carpa, argentinos con motor home, argentinos en auto, argentinos por todos lados y baños, seguridad privada, wifi, que sorprendieron a Forlizzi que antes de venir, pensaba, aquí todo sería incómodo.

Aparecerá, entre Forlizzi y el cronista, la mano extendida del Topo Zárate, que sin hablar, en un gesto claro y vehemente, pide el envase, quiere tomar un poco de fernet.

—Seguí adelante hacia el segundo control pero no me dejaron entrar. Terminé viendo el primer tiempo con unos enfermeros en la carpa médica.

Detrás de la remera del Atlético Mineiro de Forlizzi, por la ventana del vagón de metro línea Vermelha, se desliza San Pablo. Edificios colosales, puentes y espacios vacíos hasta recién que, ahora, lejos de nosotros, algunos de sus 20 millones de moradores ocupan por un instante.

—En el entretiempo salí a caminar. Había perdido a mis amigos, vi una rampa por donde entraban los voluntarios y me quedé por ahí, haciéndome el distraído.

El metro se detiene, las puertas se abren, varios pasajeros bajan y Berna Calabrese, el tercero de los tres, pregunta en voz alta, no queda claro si a sus compañeros o a sí mismo, si no es ésta la estación donde deben bajar. Forlizzi interrumpe el diálogo con el cronista, responde que esa estación los deja en la entrada Este y que él, en un principio no expone los motivos aunque después dirá que por la ubicación que tiene Mendoza en el territorio argentino, prefiere la puerta Oeste. Comenta: tiene fe de que por ahí -a pesar de no tener tickets ni plata para comprarlos- van a poder entrar.

Las puertas se cierran. Ya queda poco fernet y la bolsa de hielo, que desde el principio del viaje el Topo Zárate lleva entre sus piernas, disminuye su volumen, mientras un hilo de agua crece en proporción y humedece el suelo del metro, dibujando entre los pies de los pasajeros el cauce de un río tan diminuto como caprichoso.

—Hubo un momento en que los voluntarios entraron. Así que me mandé, pero en vez de subir la rampa bajé por una especie de sótano. Ahí me encontré con un tipo que me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que estaba perdido y me puso una mano en el hombro. Pensé que me iba a sacar del estadio, pero me señaló una escalera.

El metro se detiene de golpe y Forlizzi, tal vez concentrado en la disposición de las palabras que entretejen la historia, vuelve a estar a punto de ir al piso, aunque esta vez Calabrese lo detiene, le agarra el brazo, lo ayuda a recuperar el equilibrio.

—No lo podía creer —dice y parece sorprenderse a sí mismo al completar:

—Tenemos que bajar acá.

En los alrededores del estadio, no comerá Forlizzi los bocaditos, negros con grana, que un brasileño de un programa de televisión ofrece, gratis, “só para argentinos”. No será tan virgen el compatriota. No después del bidón de Branco, Valdo y los demás. La venganza aún no ha sido cumplida.

Tampoco trata Forlizzi con los revendedores que piden mil quinientos dólares por una entrada y aseguran que si uno la consigue más barata es porque es “falsa”: sigue de largo hacia el primer control. No ve al hombre esposado, la mirada baja, tratando de no aparecer en el cuadro del fotógrafo, a los dos policías grises impertérritos que con cortesía simulada lo acompañan vaya uno a saber dónde.

Camina, sus amigos atrás, los ojos al piso, como despreocupado, cuando uno de los voluntarios de control lo cruza. Le pregunta si tiene ticket y él explica que en realidad se acaba de perder y está tratando de llamar a sus compañeros, no sabe dónde están y es un problema porque habían quedado en ver el partido todos juntos, ¿voce me entiende?

No se detendrá Forlizzi aunque lo saquen una vez y otra vez y otra. Dará la vuelta al estadio y volverá a hacer el recorrido porque los magos saben que lo único importante es la ilusión y Forlizzi vive de la magia.

Insiste, Forlizzi insiste y algo consigue. Porque uno de los amigos se acerca a la puerta del VIP de la cerveza que auspicia el Mundial y en la confusión consigue un precinto y después sólo es astucia. Entra uno y luego se lo pasa al otro, que se lo pasa al tercero y los tres ven el segundo tiempo, tomando cerveza gratis, comiendo panchos, sanguches, golosinas, como locos una vez que Messi se la dé a Di María, que Angelito la cruce de zurda, cara interna, que todo explote y ya nada nos importe un carajo.

EE1

 Vos no sos un belga

El cronista viajó en micro de San Pablo a Brasilia. En la ruta, vio varios autos volcados y un hombre muerto sin un brazo. Para tratar de sacarse esa imagen siniestra de la cabeza, compró una entrada en la reventa y vio el partido en un clima de tensión entre argentinos y brasileños que, muchos temen, puede explotar si ambos equipos llegan a la final.

Como en toda ficción, en ésta también hay sucesos, pistas, que hacen que el narrador se alerte. Diga: no, no puede ser, estoy dentro de un relato.

Recorro en un micro amarillo, rojo y negro los mil kilómetros que separan San Pablo y Brasilia. Veo en el aparato de números rojos, que está sobre la puerta, la temperatura y los kilómetros por hora hasta que en un momento lo apagan: supongo, para que no empiece a sonar la chicharra por el exceso de velocidad.

Como en toda ficción, en un mismo plano narrativo se mezclan las pistas, los sucesos que alertan al narrador y la historia propiamente dicha: en este caso el mundial. Pero (creáme lector) ver, cuatro horas antes del partido, un micro igual a éste donde escribo (aunque vacío) incrustado en la banquina en una posición más vertical que horizontal hace que la verosimilitud de la euforia, el nerviosismo y los goles se disuelva de repente.

Sobre todo si sobre el pavimento, acostado boca abajo, hay un hombre de bermuda y remera gris que, quieto, no parece sentir dolor a pesar de que el cuerpo y su brazo derecho estén separados por más de un metro.

Brilla tan blanco el hueso del hombro.

Y sin embargo.

Pienso: ¿Llevaba casco? Es curioso, no recuerdo haberle visto el casco pero por un momento lo dudo, como si necesitara esa ficción: no viajaba el hombre dentro de un micro igual al que yo viajo, había sido atropellado en su moto. Pero no había moto. Tampoco, ningún casco. Iba en micro, como voy yo, como vamos tantos. Hacia el mundial.

A la media hora, al borde de la ruta, entre árboles, helechos, plantas de distintos verdes, un camión con acoplado, las ruedas hacia nosotros, como si se hubiera caído.

Y sin embargo. Un rato más tarde, al despertar de un sueño de varias horas, mientras se despereza, un argentino sentado cerca de mi asiento, sonreirá:

—¿Qué hora es? ¿Cuánto falta para el partido?

***
—¿Ya compraste entrada? —me pregunta el viejo, remera suplente de Argentina y gorro mexicano.

No respondo, pero él sigue.

—No te apures —dice en voz baja—. Me dijeron que cerca de la cancha las están vendiendo a doscientos cincuenta, trescientos dólares.

Pero en el bolsillo del pantalón yo tengo la entrada 120747395 a nombre de Diego Rodríguez. La acabo de comprar por quinientos dólares.

Y sin embargo. Porque el hueso del hombro brilla blanco.

A veces, quinientos dólares sirven para sumergirse en la ficción.

***

Estamos detrás del arco donde ataja Romero y por esas cosas de la tecnología el celular de este cronista ignoto se quedará sin batería minutos antes de que comience el partido. En cuestiones técnicas, los belgas están claramente adelantados: dos filas más adelante, una pareja se hace una selfie con una cámara go pro atada a un bastoncito de metal. Pero no hay mucho tiempo para esos detalles porque entra la selección Argentina y muchos brasileros silban: no se entiende tal animadversión, alguien grita que es miedo.

En las tribunas, manchas celestes y blancas por todas partes. Muchas amarillas, también. Las rojas no son remeras belgas sino butacas vacías. El equipo europeo casi no tiene hinchada (algunos pocos disfrazados y pintorescos) de no ser por los brasileros que cantan furiosos y despiertan la reacción argentina.

En un claro desafío a la prosodia, el estadio entero corea: “Ooooooooooooooh, vos, no soos un belga, brasileeeeeero, chupaverga”.

Estoy por preguntarle al flaco de al lado cuánto falta, pero la FIFA se encarga de eso porque en la pantalla un contador dice que en sólo treinta y cuatro minutos y quince segundos empezará el partido. La FIFA está hasta en los menores detalles: en la música de moda que pasan fuerte antes de que comience el encuentro, en los cuatro jardineros que cortarán el césped apenas termine el partido y, parece, en que todos tengan su entrada: según la policía brasileña uno de los altos miembros de la organización es quien dirige la reventa.

Y sin embargo.

A los ocho, el Pipa, con ese giro de goleador: adentro. No abrazo al brasilero de la izquierda, ni a la brasilera de la derecha, pero sí, baranda metálica de por medio, al que tengo adelante, Pablo Madero, argentino sin más referencias que, se supone, me mandará por mail las fotos que sacó desde donde estábamos.

Cantamos, gritamos, alguno llorará, no importa, nada importa porque esto es la ficción. La suspensión voluntaria de la incredulidad, como dice Coleridge, como dijo Borges. Aunque un rato después, real, se lesionará Di María. Alguien dirá que es Messi y que el mundial se nos termina, pero no. Pobre Angelito. El primer tiempo se va rápido.

En el segundo, lo más notable que sucederá hasta el caño de Higuaín y el travesaño, algunas jugadas (varias) de los belgas (que harán que nos agarremos la cabeza e insultemos con bronca) será el desplazamiento del círculo de sol desde el centro de la cancha hacia el arco de Romero: tomará una forma ovalada y particular que sorprenderá al cronista.

El clima de camaradería con los hermanos brasileros se irá descuartizando de a poco, a medida que los minutos se sucedan. Habrá cargadas, insultos, alguien tirará cerveza y seis o siete policías escoltarán, de forma coercitivamente respetuosa, a un compatriota hasta el piso de abajo. Tres agentes, se quedarán en el sector, mirando las caras de los que alientan. En especial, la de un brasilero, anteojos, reloj oneroso que hace saludos con la manito abierta (haciendo referencia a aquello del “pentacampeão”) y al que varios argentinos querrán deflorar de maneras creativas.

En Bélgica, entrará Divock Origi y los brasileros aplaudirán y vitorearán como si lo conocieran. El que está a mi lado, lo juro, gritará: “¡Aleluya!” (?).

Para no perder la costumbre, hasta el final sufriremos. Pero, luego, en la puerta 428, un grupo de unos trescientos argentinos durante veinte minutos sin parar, cantarán aquello de “Brasil decime qué se siente” con la particularidad de que cada vez, como si fuera la primera, al llegar a la parte de “A Messi lo vas a ver, la Copa nos va a traer” el ritmo caerá, algunos balbucearán incluso, esa parte no la tienen tan clara, pero luego, el primer verso se gritará renovado, con ínfulas y saltos, como si ésta vez, en serio, fuera la última. Luego, vendrá el himno argentino que totalmente desencajado, este
ignoto también gritará furioso, porque antes que cronista este ignoto es argentino.


 

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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