Huso Editorial publica El Napoleón de Notting Hill, novela futurista de G.K. Chesterton (Reino Unido, 1874 – 1936) escrita en 1904 y cuya trama transcurre en Londres nada más y nada menos que en 1984. Opera prima de Chesterton, El Napoleón de Notting Hill utiliza la sátira política para levantar una profecía en la que, por supuesto, no falta el humor ácido e inteligente de un autor clásico.

El Napoleón de Notting Hill cuenta un levantamiento de armas en el barrio londinenese para declararse independiente de Inglaterra en 1984. G. K. Chesterton, escritor y periodista británico de inicios del siglo XX, es autor de una obra versátil en lo que se refiere a su ubicación genérica: ensayo, narración, biografía, poesía, periodismo y libro de viajes. La trama de El Napoleón de Notting Hill la protagonizan dos personajes contrapuestos y complementarios que libran, cada uno a su manera, una batalla contra la inercia de una época que ha perdido la fe en las revoluciones. Comenta su traductor, José Adrián Vitier, que “quizá El Napoleón de Notting Hill habrá sido, será en alguna época, o en nuestro tiempo, una novela al gusto de las mayorías. En su día exaltó, y hoy y siempre exaltará, al máximo, a quienes tengan hambre y sed de utopía. Bajo el manto regio de la imaginación de Chesterton se ocultan los fundamentos de un humanismo y un romanticismo radicales”.
El Napoleón de Notting Hill rejuvenece en esta nueva edición de Huso Editorial en colaboración con La Isla Infinita.
Extracto
Muy pocas palabras hacen falta para explicar por qué Londres, de aquí a cien años, será muy parecido a como es hoy, o mejor dicho, ya que debo hablar desde un pasado profético, por qué el Londres del comienzo de mi historia era muy parecido al de aquellos días envidiables en que yo aún vivía.
La razón para ello podemos resumirla en una oración. La gente había perdido absolutamente la fe en las revoluciones. Todas las revoluciones son doctrinales —tanto la francesa como la que introdujo el cristianismo. Y el sentido común nos dirá que no es posible alterar todas las cosas, costumbres y convenciones existentes, a menos que uno crea en algo externo a ellas, algo positivo y divino. Ahora bien, Inglaterra, durante este siglo, perdió toda fe en ello. Creía en una cosa llamada Evolución. Y decía: « Todas las transformaciones teóricas han terminado en sangre y hastío. Si hemos de cambiar, cambiemos de forma lenta y segura, como los animales. Las únicas revoluciones exitosas son las de la Naturaleza. No ha habido ninguna reacción conservadora a favor de las colas».
Y algunas cosas sí que cambiaron. Las cosas a las que no se daba mucha importancia se perdieron de vista. Las cosas que no solían ocurrir con frecuencia dejaron de ocurrir del todo. Así, por ejemplo, la fuerza física concreta que controlaba el país, los soldados y la policía, se fue haciendo cada vez más pequeña, hasta casi desaparecer. La gente unida hubiera podido barrer en diez minutos a los escasos policías; si no lo hacían era porque no creían que aquello fuera a reportarles el menor beneficio. Habían perdido la fe en las revoluciones.
La democracia había muerto; pues a nadie le molestaba que la clase gobernante gobernara. Inglaterra era ahora prácticamente un despotismo, mas no un despotismo hereditario. El cargo de Rey era asignado a un funcionario cualquiera. A nadie le importaba cómo ni a quién. Era sólo una especie de secretario universal.
De esta forma en Londres todas las cosas marchaban muy tranquilamente. Esa confianza vaga y algo deprimida en que las cosas ocurrirán tal como han ocurrido siempre, que es un estado mental al que tienden los londinenses, se había convertido en axioma. Realmente no había razón alguna para hacer otra cosa que lo que se había hecho el día anterior.
No había por tanto razón alguna para que los tres jóvenes que siempre caminaban juntos hasta el Ministerio, no hiciesen juntos el mismo trayecto en esta mañana particularmente invernal y nublada. En aquella época todo se había vuelto mecánico, y muy especialmente los empleados del gobierno. Todos los empleados acudían a sus puestos regularmente. Tres de estos empleados siempre caminaban juntos por la ciudad. Todo el vecindario los conocía: dos de ellos eran altos y el tercero bajito. Y esta mañana el empleado bajito se retrasó unos segundos cuando los otros dos pasaron frente a su puerta: él podía haberlos alcanzado con tres zancadas, o podía fácilmente haberlos llamado. Pero no lo hizo.
Por una razón que no será comprendida hasta que todas las almas sean juzgadas (si es que son juzgadas alguna vez; esa idea era catalogada por entonces de adoración fetichista), el empleado bajito no avanzó al encuentro de sus dos compañeros, sino que caminó lentamente detrás de ellos. Era un día gris, sus trajes eran grises, todo era gris; pero llevado por un extraño impulso, anduvo calle tras calle, barrio tras barrio, contemplando las espaldas de los dos hombres, quienes habrían girado en redondo si sólo los hubiera llamado. Ahora bien, hay una ley escrita en el más oscuro de los Libros de la Vida, y es ésta: si miras una cosa novecientas noventa y nueve veces no corres peligro alguno; pero si la miras por milésima vez, correrás el riesgo aterrador de verla por primera vez.
Así pues, este pequeño funcionario del Gobierno miraba los faldones de los altos funcionarios del Gobierno, y calle tras calle, esquina tras esquina, no vio más que faldones, faldones, y otra vez faldones. Entonces, sin que él supiese en absoluto por qué, algo le sucedió a sus ojos.
Dos dragones negros caminaban de espaldas frente a él. Dos dragones negros lo miraban con ojos infernales. Los dragones caminaban de espaldas, es cierto, pero no obstante mantenían los ojos clavados en él. Los ojos que él veía eran, en realidad, sólo los botones traseros de las levitas; si lo miraban de ese modo era tal vez porque anidaba en ellos la memoria de su insignificancia.
La raja entre los faldones era el perfil de la nariz del monstruo: cada vez que el viento invernal los hacía ondear, los dragones se relamían. Fue sólo una fantasía momentánea, pero se incrustaría para siempre en el alma del pequeño empleado. Nunca pudo volver a pensar en hombres con levita sino como dragones caminando de espaldas. Más tarde explicaría, con mucho tacto y amabilidad, a sus dos amigos funcionarios, que (si bien sentía por ellos un inefable aprecio) no podía dejar de considerar seriamente sus caras como una especie de colas. Colas apuestas, admitió, colas elevadas en el aire. Pero a cualquier amigo verdadero que desease ver sus caras, les dijo, deberían permitirle que les diese la vuelta respetuosamente, a fin de poder verlos por detrás. De este modo vería a los dos dragones negros de ojos ciegos.
Pero cuando los dos dragones negros saltaron por primera vez entre la niebla sobre el pequeño empleado, tuvieron sencillamente el efecto que tienen todos los milagros: alteraron el universo. El empleado descubrió un hecho conocido por todos los románticos: que las aventuras suceden en los días grises, no en los días soleados. Cuando la cuerda de la monotonía alcanza su máxima tensión, estalla engendrando una canción. Apenas se había fijado antes en el clima, pero bajo la siniestra mirada de aquellos cuatro ojos inertes, miró en torno y reparó en la extraña inercia del día.
Hacía una mañana fría y opaca, sin neblina, pero con esa penumbra de nube o nieve que lo baña todo en un crepúsculo verdoso o cobrizo. En días como ésos , la luz no parece venir del cielo sino ser una fosforescencia adherida a las cosas mismas. El peso del cielo y de las nubes es como el peso de las aguas, y los hombres se mueven como peces, sintiéndose en el lecho de un mar. Todo cuanto hay en una calle de Londres viene a completar esta fantasía: los mismos coches y cabriolés semejan criaturas pelágicas con ojos de fuego. En un inicio lo había sobresaltado toparse con dos dragones. Ahora se hallaba entre dragones abisales, dueños de las profundidades del mar.
Los dos jóvenes que caminaban delante, al igual que el bajito, iban bien vestidos. El diseño de sus levitas y sus sombreros de seda tenía esa exuberante sobriedad que hace que el horrendo petimetre moderno sea un ejercicio predilecto de los dibujantes de su época ; ese elemento que Mr. Max Beerbohm1 ha expresado admirablemente al hablar de ciertas« congruencias de la tela oscura y la rígida perfección del lino».
Caminaban a paso de caracol relamido, y hablaban entre pausas inacabables, esbozando una oración aproximadamente cada seis farolas.
Avanzaban despacio de farola en farola, con semblantes tan inmutables que podría decirse, fantasiosamente, que las farolas pasaban lentamente junto a ellos, como en un sueño. Entonces el pequeño corrió súbitamente hacia ellos y les dijo:
—Quiero cortarme el cabello. ¿ Sabéis de alguna tiendecita donde pelen bien? Estoy cansado de ir al barbero y que me vuelva a crecer.
Uno de los hombres altos lo miró, con aire de naturalista afligido.
—Pero vaya, si aquí hay un lugarcito —gritó el pequeño, con una suerte de alegría tonta, al ver la ventana de un elegante salón de belleza, abruptamente encendida en medio de la niebla crepuscular—. Sabéis, a menudo tropiezo con barberos cuando paseo por Londres. Almorzaré con ustedes en Cicconani’s. Me gustan con locura las barberías, ¿sabéis? Son mil veces mejores que esas carnicerías repugnantes —y desapareció al pasar junto a la entrada.
Con un monóculo atornillado en su ojo, el hombre llamado James se quedó mirando fijamente el espacio que antes ocupara el hombrecillo.
—¿Qué diablos te parece ese sujeto? —preguntó a su compañero, un joven pálido de nariz prominente. El joven pálido reflexionó a conciencia durante unos minutos, y luego dijo:
—Debe haberse golpeado la cabeza cuando niño, digo yo.
—No creo que sea eso —respondió el honorable James Barker—. A veces pienso que es una especie de artista, Lambert.
—¡Pamplinas! —exclamó lacónicamente Mr. Lambert.
—Confieso que no logro descifrarlo —prosiguió Barker, absorto—. Cada vez que abre la boca dice una sandez tan supina que llamarlo imbécil sería la descripción más tímida. Pero hay algo bastante curioso en él. ¿Sabes que tiene la más rara colección de lacas japonesas de Europa? ¿ Has visto alguna vez sus libros? Todos de poetas griegos y franceses medievales, y cosas así. ¿Has estado alguna vez en su apartamento? Es como estar dentro de una amatista. Y entre todo eso, se mueve y habla como… un alcornoque.
—Al diablo con todos los libros. Incluidos tus libros de cuentas—dijo el franco Mr. Lambert con amistosa simplicidad—.Tú eres el que entiende de esas cosas. ¿Qué piensas tú de él ?
—Él está más allá de mi comprensión —replicó Barker—. Pero si quieres mi opinión, te diré que es un hombre que gusta de eso que llaman nonsense —las bromas artísticas y ese tipo de cosas. Y creo seriamente que ha dicho tantas cosas sin sentido que se ha trastocado casi por completo, y no distingue la cordura de la locura. Ha dado la vuelta al mundo mental, por así decirlo, y ha encontrado el sitio donde Este y Oeste son lo mismo, y la idiotez extrema es tan válida como el sentido común. Pero yo no puedo explicar esos juegos psicológicos.
—No puedes explicármelos a mí —repuso Mr. Wilfrid Lambert, con franqueza.
Mientras subían por las largas calles hacia su restaurante, el cobrizo crepúsculo se fue aclarando lentamente hasta un amarillo pálido; y cuando llegaron, ya podían verse el uno al otro a la luz de un tolerable día invernal. El honorable James Barker, uno de los funcionarios más poderosos del gobierno inglés (por entonces un gobierno rígidamente oficialista), era un joven delgado y elegante, con un rostro noble e inexpresivo, y adustos ojos azules. Tenía una gran capacidad intelectual, esa capacidad que hace a un hombre ascender de trono en trono para luego morir cargado de honores sin haber divertido ni iluminado la mente de un solo individuo. Wilfrid Lambert, el joven cuya nariz parecía empobrecer el resto de su cara, tampoco había contribuido mucho al mejoramiento humano, pero tenía la honorable excusa de ser un idiota.
Lambert podía ser tachado de tonto; Barker, pese a todo su ingenio, pudiera ser considerado un necio. Pero tontería y necedad se perdían en la insignificancia al lado de los atroces y misteriosos tesoros de estupidez acumulados en el pequeño personaje que los esperaba a la entrada del restaurante Cicconani’s. Aquel hombrecito, cuyo nombre era Auberon Quin, se asemejaba simultáneamente a un bebé y a un búho. Su cabeza redonda, sus ojos redondos, parecían dibujados juguetonamente con compás por la naturaleza. Su cabello negro y lacio, y su levita ridículamente larga le daban la apariencia de un Noé infantil. Cuando entraba a una sala con desconocidos, estos lo confundían con un niño, y querían sentarlo sobre sus rodillas, hasta que hablaba, y entonces se daban cuenta de que un niño hubiera sido más inteligente.
—Llevo bastante rato esperando —dijo Quin, gentilmente—. Es terriblemente gracioso verlos llegar por la calle al fin.
—¿Cómo? —preguntó Lambert, mirándolo sorprendido— Tú mismo nos dijiste que viniéramos aquí.
—Mi madre solía decir a la gente que fueran a lugares —dijo el sabio.
Estaban a punto de entrar, con aire resignado, al restaurante, cuando algo en la calle atrajo su atención. El día, aunque frío y blanco, era ahora muy claro, y al otro lado de la deslustrada acera, entre las monótonas terrazas grises, se movía algo muy distinto a cuanto podía verse en millas a la redonda — algo que tal vez no hubiera podido encontrarse en toda Inglaterra en aquel tiempo—: un hombre vestido con colores brillantes. Le pisaba los talones un pequeño gentío.
Era un hombre alto y majestuoso en uniforme militar verde con grandes rebordes plateados. De un hombro le colgaba una capa corta de piel verde, un tanto similar a la de un húsar, cuyo forro lanzaba intermitentes destellos de un carmesí leonado. En su pecho relucían medallas; llevaba la estrella con cinta roja de alguna orden extranjera; una larga espada recta de puño resplandeciente resonaba tras él por el pavimento. El desarrollo pacífico y utilitario de Europa por aquella época había relegado tales costumbres a los Museos. La única fuerza armada que quedaba, un pequeño pero bien organizado cuerpo de policía, solía vestir de manera opaca e higiénica. Pero incluso quienes aún recordaban a los últimos Guardias y Lanceros desaparecidos en 1912, debieron reconocer de un vistazo que aquel no era, ni nunca había sido, un uniforme inglés, convicción que venía a reafirmar el rostro amarillo y aquilino, como de un Dante esculpido en bronce, que emergía del cuello verde del uniforme, coronado de cabellos blancos: un rostro intenso y distinguido, pero no inglés.
Sería difícil expresar con palabras la magnificencia con que caminaba por el medio de la calle aquel caballero vestido de verde. Su sencillez y su arrogancia eran tan profundamente naturales que los transeúntes ordinarios se quedaban mirándolo; era algo que tenía poco que ver con sus gestos y expresiones conscientes. A juzgar por sus movimientos meramente temporales, este hombre parecía más bien preocupado e inquisitivo, pero inquisitivo con la curiosidad de un déspota, y preocupado con las responsabilidades de un dios. A sus espaldas lo seguían los ociosos y los atónitos; en parte por el asombro de su brillante uniforme, es decir, en parte por ese instinto que nos hace seguir a quien parece un loco, pero mucho más por el instinto que hace a todos los hombres seguir (y adorar) a cualquiera que decide comportarse como un Rey. Tenía en grado tan sublime aquella cualidad de realeza —a saber, la incapacidad de percatarse de la existencia de otros— que la gente lo seguía como se sigue a un Rey, para ver de qué o de quién se percatará primero. Y como hemos dicho, a pesar de este sereno esplendor, tenía constantemente el aire de estar buscando a alguien: aquella expresión inquisitiva.
Súbitamente, la expresión inquisitiva se desvaneció sin que nadie supiera porqué, y en su lugar apareció una expresión satisfecha. Entre la atención embelesada de la turba de curiosos, el magnífico caballero de verde se desvió de su trayectoria recta por el medio de la calle y caminó hasta una acera. Se detuvo frente a un gran anuncio de Mostaza de Colman, sobre una valla de madera. Sus espectadores casi contenían el aliento.
De un pequeño bolsillo de su uniforme sacó un cortaplumas, e hizo con él un corte en el papel extendido. Completando la operación con los dedos, arrancó una tira o jirón de papel, de color amarillo y contorno completamente irregular. Y entonces aquel egregio ser se dirigió por primera vez a sus curiosos adoradores: —¿Puede alguien prestarme un alfiler? —dijo, con agradable acento extranjero.
Mr. Lambert, quien casualmente era el que estaba más cerca, y solía llevar innumerables alfileres con el fin de prenderlos a otros tantos ojales, le ofreció uno, que fue recibido con desusadas pero señoriales reverencias, e hiperbólicas muestras de agradecimiento.
El caballero de verde, con un aire de absoluta complacencia, e incluso de vanidad, prendió con el alfiler el trozo de papel amarillo a la seda verde con encajes plateados de su pechera. Luego volvió a girar la vista en torno, escrutador e inconforme.
—¿Necesita algo más, señor? —preguntó Lambert, con esa absurda cortesía británica ante una situación embarazosa.
—Rojo —dijo el extranjero, distraídamente—, rojo.
—¿Perdón?
—También yo le pido perdón, señor —dijo el extranjero, inclinándose—. Me preguntaba si alguno de ustedes llevaría encima algo rojo.
—¿Algo rojo encima…? Bueno, en realidad… no, no creo… yo solía tener un pañuelo rojo, pero…
—Barker —preguntó Auberon Quin, de repente—, ¿ y tu cacatúa roja? ¿ Dónde está tu cacatúa roja?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Barker, desesperado—. ¿Qué cacatúa? ¡Nunca me has visto con una cacatúa!
—Lo sé —dijo Auberon, algo apaciguado—. ¿Dónde habrá estado todo este tiempo?
Barker le dio la espalda, no sin resentimiento.
—Lo siento, señor —respondió con amable parquedad—, parece que ninguno de nosotros tiene nada rojo que prestarle. Pero para qué, si puedo preguntar…
—Gracias, señor, no importa. Yo mismo puedo proporcionármelo, ya que no hay otra cosa.
Y, tras un instante de reflexión, con el cortaplumas que empuñaba se hizo un corte en la palma de la mano izquierda. La sangre brotó en un chorro continuo sobre el empedrado. El extranjero sacó un pañuelo y desgarró un trozo con los dientes. El jirón quedó inmediatamente bañado en escarlata.
—Ya que es tan generoso, señor —dijo—, ¿tendrá otro alfiler?
Lambert, con ojos saltones como los de una rana, le extendió un alfiler.
El extranjero prendió el jirón rojo al lado del papel amarillo, y acto seguido se quitó el sombrero.
—Se los agradezco, caballeros —dijo; y envolviendo su mano ensangrentada en el resto del pañuelo, siguió su camino con abrumadora majestad.
Mientras los demás se reponían de su desconcierto, el pequeño Mr. Auberon Quin corrió tras el extranjero y lo detuvo, sombrero en mano. Para gran asombro de todos lo interpeló en el más puro español:
—Señor, perdone nuestra hospitalidad acaso indiscreta hacia quien me parece un distinguido pero solitario huésped de Londres. ¿Nos haría el honor, a mí y a mis amigos, con quienes conversó hace un instante, de almorzar con nosotros en el restaurante de aquí al lado?
El hombre del uniforme verde se transfiguró de placer ante el sonido de su lengua materna, y aceptó la invitación con una profusión de reverencias, de esas que tan a menudo demuestran, en el caso de las razas meridionales, cuán falsa es la noción de que el ceremonial nada tiene que ver con el sentimiento.
—Señor —dijo—, vuestro idioma es el mío. Pero ni todo mi amor por mi pueblo me induciría a negar que el vuestro tiene en usted al anfitrión más caballeroso. Diré que la lengua es española pero el corazón inglés.
Y entró con los otros en Cicconani’s.
Barker, con intensa cortesía, pero devorado por la curiosidad, dijo una vez servido el pescado y el jerez:
— Ahora tal vez… ¿sería brusco de mi parte preguntar por qué hizo lo que hizo?
—¿Hacer qué, señor? —preguntó el invitado, cuyo perfecto inglés tenía un dejo centroamericano.
—Bueno —dijo el inglés, un tanto apocado—, arrancarse un jirón del pañuelo y… er… cortarse la mano… y…
—Para explicarlo, señor —respondió el otro, con cierto orgullo triste—, bastaría con decirle quién soy. Soy Juan del Fuego, Presidente de Nicaragua.
El modo en que el Presidente de Nicaragua se recostó para beber su jerez demostraba que, para él, esta explicación aclaraba todos los hechos observados y aún bastante más. Pero el semblante de Barker seguía un tanto conturbado.
—Y el papel amarillo —comenzó a decir Barker, con angustiosa simpatía— y el paño rojo…
—El papel amarillo y el paño rojo —dijo Del Fuego, con indescriptible magnificencia— son los colores de la bandera de Nicaragua.
—Pero Nicaragua —comenzó Barker, con gran vacilación—, Nicaragua ya no es un…
—Nicaragua ha sido conquistada como Atenas. Nicaragua ha sido anexada como Jerusalén — exclamó el anciano, con súbita vehemencia—. Los yanquis y los alemanes y las potencias modernas la han pisoteado con sus brutales pezuñas. Pero Nicaragua no ha muerto. Nicaragua es una idea.
—Una idea brillante —propuso tímidamente Auberon Quin.
—Sí —dijo el extranjero, arrebatándole la palabra—. Tenéis razón, generoso inglés. Una idea brillante,3 un pensamiento quemante. Señor, me preguntabais porqué, en mi deseo de ver los colores de mi país, eché mano al papel y a la sangre. ¿ No podéis comprender la antigua santidad de los colores? La Iglesia tiene sus colores simbólicos. Y pensad en lo que los colores significan para nosotros —pensad en la situación de alguien como yo, alguien que no puede ver sino esos dos colores, nada salvo rojo y amarillo. Para mí todas las formas son iguales, y todas las cosas comunes o nobles se combinan en igual democracia. Dondequiera haya un campo de caléndulas y la capa roja de una anciana, allí está Nicaragua. Dondequiera haya un campo de amapolas y un arenal amarillo, allí está Nicaragua. Dondequiera que haya un limón y un crepúsculo rojo, allí está mi patria. Dondequiera que veo un buzón rojo y un crepúsculo amarillo, mi corazón se exalta. Sangre y un poco de mostaza pudieran ser mi heráldica. Lodo amarillo y rojo en la misma cuneta es mejor para mí que estrellas blancas.
—Y si hubiera vino amarillo y vino tinto en el mismo almuerzo, no podría limitarse usted al jerez —dijo Quin, con el mismo entusiasmo—. Déjeme pedir un poco de borgoña, y completar, por así decirlo, una suerte de heráldica nicaragüense en su interior.
Barker jugueteaba con su cuchillo y evidentemente se proponía decir algo, con el intenso nerviosismo del inglés amistoso.
—Debo entender, pues —dijo por fin, carraspeando—, que usted, ejem, fue el Presidente de Nicaragua en el momento de su… pues…, hay, por supuesto, que reconocerlo… su muy heroica resistencia a… ejem…
El ex Presidente de Nicaragua negó con un gesto de la mano.
—Puede usted hablarme sin titubeos —dijo—. Sé perfectamente que el mundo de hoy prefiere estar contra Nicaragua y contra mí. No consideraré una merma de su evidente cortesía si dice lo que piensa sobre los infortunios que han dejado mi república en ruinas.
Barker pareció inmensamente aliviado y complacido.
—Es usted muy generoso, Presidente —dijo pronunciando el título con cierta vacilación—, y voy a aprovechar su generosidad para manifestarle las dudas que, he de confesárselo, tenemos los modernos ante hechos como…, como…, como la independencia de Nicaragua.
—De modo que vuestras simpatías están —dijo Del Fuego, muy serenamente—, con la gran nación que…
—Con perdón, con perdón, Presidente —dijo Barker, con vehemencia—; mis simpatías no están con ninguna nación. Creo que usted malinterpreta la mentalidad moderna. Nosotros no desaprobamos la pasión y la extravagancia de comunidades como la suya sólo para volvernos extravagantes a una escala mayor. No condenamos a Nicaragua, porque creemos que Inglaterra debería de ser más nicaragüense. No estamos en contra de las pequeñas nacionalidades, pues deseamos que las grandes nacionalidades tengan toda esa pequeñez, esa uniformidad de miras, ese espíritu hiperbólico. Si yo difiero con el mayor respeto de vuestro entusiasmo nicaragüense, no es porque una nación o diez naciones estuvieran contra usted; sino porque la civilización estaba contra usted. Nosotros los modernos creemos en una gran civilización cosmopolita, una civilización que incluya todos los talentos de todos los pueblos absorbidos…
—Perdone el señor —dijo el Presidente—. ¿Puedo preguntarle cómo atrapa el señor, en circunstancias normales, un caballo salvaje?
—Jamás atrapo caballos salvajes —replicó Barker con dignidad.
—Precisamente —dijo el otro—; y hasta ahí llega vuestra absorción de talentos. Ese es mi reparo a vuestro cosmopolitismo. Cuando dice que quiere unificar a todos los pueblos, lo que en realidad quiere decir es que pretende que todos ellos aprendan los trucos de un solo pueblo: el suyo. Si el beduino no sabe leer, hay que enviar un maestro o misionero inglés para enseñarle, pero nadie dice nunca: « Este maestro no sabe montar en camello; paguémosle a un beduino para que le enseñe». Usted dice que su civilización incluirá todos los talentos. ¿ Los incluirá realmente? ¿ Quiere usted decir que en el momento en que un esquimal aprenda a votar para el Consejo Provincial, usted habrá aprendido a arponear una morsa? Recurro al ejemplo que le puse. En Nicaragua teníamos un modo de atrapar caballos salvajes, enlazando sus patas delanteras, que supuestamente era el mejor en Sudamérica. Si usted pretende incluir todos los talentos, pues adelante, hágalo. Si no, permítame decir lo que siempre he dicho, que el mundo quedó disminuido cuando -Nicaragua fue civilizada.
—Algo se perdió, tal vez —replicó Barker—, pero algo que era tan sólo una destreza bárbara. No creo poder tallar el pedernal tan bien como un hombre primitivo, pero sé que la civilización es capaz de hacer estos cuchillos que son mejores, y yo confío en la civilización.
—No es usted el único —respondió el nicaragüense—. Muchos hombres inteligentes como usted han confiado en la civilización. Muchos babilonios inteligentes, muchos egipcios inteligentes, muchos hombres inteligentes del ocaso de Roma. Dígame, en un mundo atestado de los fracasos de las civilizaciones, ¿qué tiene la suya de especialmente inmortal?
—Creo que usted no comprende nuestra civilización, Presidente —respondió Barker—. Usted razona como si Inglaterra fuera todavía una isla pobre y belicosa. Lleva usted mucho tiempo fuera de Europa. Han ocurrido muchas cosas.
—¿Y cuál sería en su opinión el resumen de esas cosas? —preguntó el otro.
—El resumen de esas cosas es que nos hemos liberado de las supersticiones —respondió Barker, con gran vivacidad—, y no sólo de aquellas que con mayor frecuencia y entusiasmo reciben ese nombre. La superstición de las grandes nacionalidades es mala, pero la superstición de las pequeñas nacionalidades es peor. La superstición de reverenciar a nuestro propio país es mala, pero la superstición de reverenciar la patria de otros es peor. Así ocurre en todas partes, y en cientos de formas. La superstición de la monarquía es mala, y la superstición de la aristocracia es mala, pero la superstición de la democracia es la peor de todas.
El viejo caballero abrió los ojos un tanto sorprendido.
—¿Ya no sois, entonces, una democracia en Inglaterra? —dijo.
Barker se echó a reír.
—La situación invita a la paradoja —dijo—. Somos, en cierto sentido, la más pura democracia. Nos hemos convertido en un despotismo. ¿ No ha notado cuán continuamente en la historia la democracia se convierte en despotismo? La gente lo llama la decadencia de la democracia. Es simplemente su consumación. ¿Por qué molestarnos en numerar, registrar y conceder el derecho al voto a los innumerables John Robinson que hay, cuando podemos elegir a un solo John Robinson con el mismo intelecto o falta de intelecto que los demás, y dar por terminada la cuestión? Los viejos republicanos idealistas solían fundar la democracia en la idea de que todos los hombres eran igualmente inteligentes. Créame, la sana y perdurable democracia se funda en el hecho de que todos los hombres son igualmente idiotas. ¿Por qué no elegir a uno cualquiera entre ellos? Todo lo que deseamos por gobierno es un hombre que no sea un criminal ni un loco, que pueda examinar rápidamente algunas peticiones y firmar algunas proclamas. ¡Cuánto tiempo hemos perdido discutiendo sobre la Cámara de los Lores!, los Tories4 diciendo que había que preservarla por su inteligencia, y los radicales diciendo que había que destruirla por su estupidez, y nadie se percató jamás de que había que preservarla por su estupidez, porque ese aleatorio puñado de hombres ordinarios, puestos allí por el accidente de su linaje, era una gran protesta democrática contra la Cámara Baja, contra la eterna insolencia de la aristocracia del talento. Ahora hemos implantado en Inglaterra eso que todos los sistemas han buscado a tientas: un monótono despotismo popular sin ilusiones. Queremos a un solo hombre al frente de nuestro Estado, no porque sea brillante o virtuoso, sino porque es uno solo, y no una multitud parlanchina. Para evitar el posible azar de enfermedades hereditarias y ese tipo de cosas, hemos abandonado la monarquía hereditaria. El Rey de Inglaterra es electo, lo mismo que un jurado, mediante una lista rotatoria. En todo lo demás, el sistema es discretamente despótico, y no hemos notado que se levante el menor murmullo de disensión.
—¿Realmente queréis decir —preguntó el Presidente, incrédulo—, que escogéis a cualquier hombre común que aparezca y lo nombráis dictador… confiando en el azar de una lista alfabética?
—¿Y por qué no? —exclamó Barker— ¿Acaso la mitad de las naciones no han confiado en el azar de los primogénitos de los primogénitos, y acaso no les ha ido tolerablemente bien a la mitad de ellas? Tener un sistema perfecto es imposible; tener algún sistema es indispensable. Todas las monarquías hereditarias eran fruto del azar: lo mismo ocurre con las monarquías alfabéticas. Si usted logra encontrar un profundo sentido filosófico que distinga a los Estuardo de los Hannover, yo, a mi vez, le prometo encontrar un profundo sentido filosófico en el contraste de la oscura tragedia de los A y el sólido triunfo de los B.
—¿Y corréis ese riesgo? —preguntó el otro— ¿ Aunque el hombre pueda resultar un tirano o un cínico o un criminal?
—Nos arriesgamos —respondió Barker, con perfecta placidez—. Pongamos que sea un tirano… aun así será un freno para otros cien tiranos. Pongamos que sea un cínico… le convendrá gobernar bien. Pongamos que sea un criminal… sacándolo de la pobreza y entregándole el poder, ponemos freno a su criminalidad. En resumen, al optar por el despotismo hemos puesto un freno total a un delincuente y un freno parcial a todos los demás.
El anciano caballero nicaragüense se inclinó con una rara expresión en los ojos.
—Mi iglesia, señor —dijo—, me ha enseñado a respetar la fe. No deseo hablar irrespetuosamente de la suya, por fantástica que me parezca. ¿ Pero de verdad estáis diciendo que confiáis en que el hombre ordinario, el primero que aparezca, será un buen dictador?
—Así es —dijo Barker, simplemente—. Puede que no sea un buen hombre. Pero será un buen dictador. Pues, enfrentado a la rutina del ejercicio del gobierno, procurará impartir justicia de buena fe. ¿No es eso lo que esperamos de un jurado cualquiera?
El viejo Presidente sonrió.
—No creo tener una objeción específica contra su excelente sistema de gobierno—dijo—. Mi única objeción es enteramente personal. Ante la pregunta de si querría pertenecer a él , yo pediría primero, como alternativa, que me dejaran ser un sapo en una cuneta. No se puede argüir con la elección del alma.
—Del alma no pretendo decir nada —dijo Barker, frunciendo las cejas—, pero hablando del interés público…
Mr. Auberon Quin se puso de pie súbitamente.
—Si me disculpan, caballeros —dijo—, saldré a tomar el aire un momento.
—Lo siento mucho, Auberon —dijo Lambert, afablemente—; ¿te sientes mal?
—No mal exactamente —dijo Auberon, ponderadamente—. En todo caso, bien; extraña y voluptuosamente bien. Pero quisiera reflexionar un poco sobre las hermosas palabras que acaban de ser pronunciadas. « Hablando,» sí, esa fue la frase, « hablando del interés público». Uno no puede extraer la miel de estas cosas sin estar solo un rato.
—¿Creéis que esté realmente chiflado? —preguntó Lambert.
El viejo Presidente lo siguió con una mirada extrañamente alerta, y dijo:
—Creo que es un hombre a quien no le importa otra cosa que las bromas. Es un hombre peligroso. Lambert se echó a reír en el momento en que se llevaba unos macarrones a la boca.
—¡Peligroso! —dijo— Usted no conoce al pequeño Quin, señor.
—Todo hombre —dijo el anciano sin moverse— a quien sólo le importa una cosa es peligroso. Yo mismo fui peligroso una vez.
Y con una agradable sonrisa terminó su café y se levantó, haciendo una profunda reverencia, y desapareció en la niebla, que se había vuelto otra vez densa y lúgubre. Tres días después oyeron decir que había muerto tranquilamente en su alojamiento en Soho.
***
Hundido en otro punto del oscuro mar de niebla, un pequeño personaje tiritaba y temblaba con lo que podría parecer a primera vista terror o fiebre palúdica. En realidad se estremecía a causa de otra extraña enfermedad: una risa solitaria. Se repetía una y otra vez con sonoro acento: « Pero, hablando del interés público…”
El Napoleón de Notting Hill
Gilbert Keith Chesterton
—
Traducción de José Adrián Vitier
Editorial Huso, 2018
206 páginas; 16,00 €
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