Creación

Mo Yan: ‘La langosta roja’

Extracto de 'El clan de los herbívoros' (Kailas, 2018), del escritor chino Mo Yan, Premio Nobel 2012.

La langosta roja

[Extracto de El clan de los herbívoros (Kailas, 2018), de Mo Yan, Premio Nobel de Literatura en 2012. Traducción directa del original a cargo de Blas Piñero]

Cincuenta años atrás, el Noveno abuelo tenía treinta y seis años, y su hermano mayor, el Cuarto abuelo —el cuarto laoye—, cuarenta años. El Cuarto hermano era médico, pero de la medicina china. Hoy día, a los noventa años, tiene todavía una vida próspera y llena de salud. Es la única persona que queda viva que pudo ver con sus propios ojos la plaga de langostas de Gaomi. Ese día fue el octavo día de la cuarta luna según el calendario lunar —el mes en el que se entra en el verano, el mes que empieza a ser más cálido, cuando florecen los ciruelos, los jinjoleros, y aparecen las serpientes—, y el Cuarto abuelo —el cuarto laoye de mi clan— iba a ver, temprano por la mañana, a un enfermo de malaria. El abuelo, que iba montado en un asno de pelo gris, vestía una chaqueta fina de algodón y llevaba en la cabeza un gorrito de piel con la forma de un melón, sobre el cual había la típica borla lanosa de color rojo. También llevaba unos pantalones de algodón fi nos y calzaba unas zapatillas de tela. El Cuarto abuelo se iba a servir de doce agujas de plata para «coser» al enfermo de malaria. El enfermo tenía entre las dos cejas una peca que había crecido. Los pacientes que recibían al Cuarto abuelo le ofrecían habitualmente fideos largos para comer y licor de sorgo para beber, pescado asado, peras avinagradas y gambones en salsa blanca con cebolleta verde. Tras saciarse con tanta comida y bebida, después de tratar al enfermo, el Cuarto abuelo montó en su borrico y, mareado desde que salía el sol, se trasladó hacia su casa e intentó pasar el día como pudo. El borrico solía tomar los caminos estrechos y sinuosos que habían sido trazados en los campos, donde hacía tiempo que no llovía. La tierra del camino era dura por la sequía persistente y no era fácil para un animal avanzar cómodamente sobre ella. El Cuarto abuelo se dirigía al norte por el oeste de los cinco mil mu de las marismas enlodadas y brillantes, ya sin apenas agua, con su fango enrojecido y la superficie plana. Veía cómo caminaban con mucha dificultad las garzas sobre el barro y ello provocaba cierta angustia en el abuelo. El otoño del año pasado, las marismas estaban llenas de juncos, cañas y hierbas secas, pero todo ello verdeaba y alcanzaban, al menos, medio chi de alto. Los pájaros blancos como la nieve sobrevolaban el área y parecían bolas de algodón.

Y fue cuando el Cuarto abuelo quería defecar junto a las marismas que descubrió ante sus ojos una langosta en la tierra. El borrico se negó a seguir caminando y todavía no era el mediodía. El aire se había calentado sobremanera y una luz blanca flotaba sobre la tierra negra y seca. Tanto las cosechas como los hierbajos estaban ya medio muertos. El Cuarto abuelo vio que las espigas estaban tan delgadas que parecían los pelos de las cabezas de los muertos. La tierra negra de la superficie crujía cuando se la pisaba y se troceaba. Parecía que la tierra desprendía humo en vez de polvo cuando se la pisaba, ya que olía a algo muy parecido. No había nadie, ni cerca ni lejos. El Cuarto abuelo se levantó la bata, se desató el cinturón y se agachó para cagar.

Después de estar cagando un buen rato, todo el mundo de ese cun lo supo. El Cuarto abuelo creía que agacharse para cagar entre las hierbas era un auténtico placer y era algo que no podía olvidar. Siempre que cogía el borrico y se iba a los prados, le entraban ganas de cagar y se paraba en ellos. Al Cuarto abuelo también le gustaba criar pájaros. Él no criaba tordos, pero se dedicaba a las alondras. Esos pájaros no cantaban, por supuesto, como los tordos. El Cuarto abuelo cogía siempre que podía su mierda y la convertía en alimento para los pájaros. Cuando defecaba, cerraba los ojos e inclinaba ligeramente la cabeza para oír el rugido suave del viento sobre las espigas. Escuchaba también el vapor que desprendía la tierra y calentaba su trasero. El Cuarto abuelo elegía unos días especiales en una estación determinada para ir a cagar al campo y ello tenía necesariamente una explicación. El hombre conocía los asuntos del yin y el yang y los cinco xing o troncos celestiales, como en los principios que rigen el frío y el calor. Sabía que en primavera era el principio masculino del yang que predominaba y el femenino del yin disminuía. El sol brilla con intensidad, pero no hiere, y por eso cagar en los campos es bueno en esa estación, ya que sirve de abono. En los días de verano, el calor crea una humedad en el ambiente que atrae moscas y otros insectos y eso no es bueno para la salud. Los días de otoño en Gaomi, al contrario, ayudan a revigorizarse y son los más sanos del año. El viento dorado sopla sobre las aguas de los estanques y también era, en un principio, una buena estación para ir a cagar al campo. Pero la situación de las marismas al sur de Dongbei en Gaomi, el gran río al norte, los prados de hierba al este y la vertiente en el oeste hacen de ese lugar algo único, y cuando llegan las lluvias del otoño, se forman torrentes de agua y numerosas inundaciones. En diez días de lluvia constante, las aguas del río se desbordan, y tanto las marismas como los campos de hierba, como el área de la tierra hundida, se ven inundados por agua que llega a alcanzar un chi de altura. El pobre Cuarto abuelo solo puede cagar sobre una inmensa charca y ello no le resulta agradable. En invierno, el viento sopla demasiado frío y cortante, el agua se hiela y el viento te corta la carne como lo haría un cuchillo. Solo un idiota iría a cagar al campo en esas condiciones.

Las alondras suelen volar en círculos y es así que se ponen a cantar. Su canto y su vuelo pueden llegar a ser tan bellos que, a quienes lo presencian, se les hace un nudo en los intestinos. Si es un día de primavera y sopla además el viento y llueve, el canto de las alondras hace que los hombres comprendan (y sientan) lo que es el amor cruel y destructor. El Cuarto abuelo se deleitaba con el canto de las alondras. En su cabeza pasaban olas de lluvia roja y blanca que se levantaban en secreto y caían deshaciéndose en mil espumarajos. Se abrían, rojas algunas, blancas otras, o de puro oro, y todas ellas frescas, como recién venidas al mundo, las flores de loto. Y olas de nieve silenciosas que chocan en la cabeza, olas perfumadas, como quien llega a la condición de un Buda… Cada vez que el Cuarto abuelo me contaba que iba al campo para cagar, me daba a entender que ese momento era maravilloso, y yo lo asociaba con la experiencia de los monjes ascetas de la India o los monjes budistas en China. No solo ponía el corazón en ello, sino que ponía el alma entera. Había algo de divino y sagrado cuando el Cuarto abuelo se ponía a cagar. Todo ello es estático y todo ello se mueve al mismo tiempo. Y todo ello sirve para superar la forma previa que nos encierra para esclavizarnos y así superar el mundo de las apariencias. Todo ello para alcanzar la más alta sabiduría y la iluminación de un Buda.

El Cuarto abuelo se había agachado en los campos de cebada para poder cagar a gusto. Pero, en realidad, no solo quería cagar, sino que quería ensimismarse en los más altos y nobles pensamientos. El caos primordial había penetrado en forma circular en el cuerpo del Cuarto abuelo y sus ojos giraban extraviados como los de alguien que ha perdido la cabeza: veía los objetos que tenía delante, pero no los veía. Al depositar el cagarro, vio que se había posado sobre el fango rojo oscuro pero muy vivo de la superficie seca de la tierra. Había quedado erecto e inmóvil como una estatua entre el cielo y la tierra. Más a lo lejos, entre el pasto plateado chino que había crecido en las marismas, las alas de un par de francolines que merodeaban por el lugar parecían estar enganchadas a cuerpos que apenas pesaban, y esas aves levantaban de esa manera el vuelo. Las motas blancas las embellecían, y los trazos negros y amarillos destacaban en el cielo. Una luz rojiza y cálida los envolvía y convertía los florines en dos fantasmas, con la forma de dos seres disecados circulando en el aire y emitiendo sonidos. Cada francolín realizaba el vuelo del deseo del amor, un vuelo ondulante y nervioso, y por eso emitían esos trinos. No podía olvidar a su hermano mayor, a su querido hermano mayor… Antes de que el Cuarto abuelo descubriera la langosta roja cuando esta salía de la tierra…, escuchando los francolines en el cielo y viendo la mierda erecta e inmóvil sobre el fango rojo…, ¿en qué podía pensar? Pues pensó en el cun del paso de Liusha (el hogar de los tordos que había en Beijing). La joven inteligente y viva que estaba apoyada en el portal de la entrada —o que daba, mejor dicho, unos pasos y volvía a apoyarse en el portal— llevaba una pajita en la boca. Su cara era del color de una estrellita de agua o ninfa, y sus dos ojos eran como estrellas en una noche nublada de primavera, tan brillantes como dos gemas preciosas, igual de ambiguas y feroces que unos rayos de luz. Ello estaba en los recuerdos del Cuarto abuelo: ella siempre vestía con un pañuelo rojo cinabrio —el color rojo de la Revolución—. Durante la Revolución Cultural, en la pared de mi casa había un cuadro que se había hecho muy popular en las casas chinas. Sobre el cuadro había una joven con un pañuelo rojo cinabrio, como los farolillos rojos que colgaban de las calles. Con los ojos bien abiertos y rasgados, y unas mejillas aterciopeladas como melocotones maduros, y el pecho derecho…, o izquierdo, muy puntiagudo. El Cuarto abuelo, con el cayado lleno de nudos y ampollas en la mano, dio media vuelta y se fue a mi casa para beber té. La luz amarillenta que daba la lámpara de queroseno iluminaba de lleno los muros negros y sucios de mi casa y llenaba de luz la habitación. Al otro lado de la ventana sonaba la música taciturna y triste del otoño. Los gatos se habían posado sobre las tejas escalonadas de la casa y maullaban de tal manera que parecían pájaros agonizando. Se les oía caminar por encima, con sus pasos ligeros, pero perfectamente audibles. En Dongbei, Gaomi, no crecía originalmente nada de bambú, pero fue el Noveno abuelo quien plantó, vete a saber por qué, algunas cañas de bambú en Dongbei y luego en el patio de mi casa, en cuyo lado norte está el pozo de agua, en el oeste las tinajas con todo tipo de cosas dentro, en el este los nidos y en el sur las ventanas de mi casa. El viento del otoño sacudía las hojas que colgaban de los troncos del bambú y los pájaros que ahí se posaban y cantaban, incluso anidaban, salían asustados y se los veía además con los granos amarillos en el pico posándose en las ventanas y jugueteando en las sombras que proyectaban sobre el suelo las cañas de bambú. El Cuarto abuelo le dio un sorbo al té, clavaba la mirada en la pared, le temblaban los dedos de la mano, se mordía los labios, fruncía el ceño y entornaba los ojos. Su rostro mostraba así un sufrimiento contenido, como cuando vas a estornudar. Nosotros nos moríamos de miedo y creíamos que al Cuarto abuelo le había poseído un demonio. El Noveno abuelo —el noveno laoye de mi clan— se puso de pie para beber su té adoptando la actitud y la pose de un gallo peleón. Le dio unas palmaditas al Cuarto abuelo para cambiarle la cara grotesca que ponía. El Noveno abuelo se puso detrás del Cuarto abuelo y clavó sus ojos en él, indignado y decepcionado. Le dio al Cuarto abuelo una colleja sonora en la nuca y se puso a reír a carcajadas: Mi querido Cuarto hermano —le dijo—, ¡te has hecho viejo, pero sigues siendo un diablo! Todavía tenemos cuerda para rato… Y el Noveno abuelo se explicó. El Cuarto abuelo vio el cuadro que estaba colgado en la pared y lo bajó. Al hacerlo, se acordó de su juventud, cuando él también vestía con ropas rojas. Ella parecía todavía más inteligente que la mujer del cuadro.

El Cuarto abuelo se sacó los mocos de la nariz y dijo, indignado: Viejo Jiu, eres un inconsciente. Si pudiera, ¡te cortaría en trozos, diablo!…


El clan de los herbívoros

Mo Yan
Traducción de Blas Piñero Martínez
Kailas Editorial, 2018
624 páginas
21,76 €

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