¿Qué es y para qué sirve la filosofía?

En un mundo lleno de sombras, donde la razón de la fuerza se impone cotidianamente, cada vez es más perentoria la necesidad de reflexiones globales que puedan orientar prácticas transformadoras en las que la batalla racional devele, conozca, denuncie y luche, sin idealismos pero sin conformismos, contra las imposturas del orden político internacional, los narcotizantes morales y políticos y las supersticiones de todo tipo.

¿Qué es y para qué sirve la filosofía?

/por la Sociedad Asturiana de Filosofía/

¿Podemos en realidad conocer el Universo? Dios santo, no perderse en Chinatown ya es bastante difícil. Sin embargo, el asunto es el siguiente: ¿habrá algo allá fuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer tanto ruido? Por último, no cabe duda de que la característica de la realidad es que carece de esencia. Esto no quiere decir que no tenga esencia, sino simplemente que carece de ella (la realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña). Por lo tanto, el dictum cartesiano «pienso, luego existo» podría expresarse mejor por: «¡Eh, allí va Edna con el saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o una idea, debemos dudar de ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades que posee en su estado finito, que están en, o son realmente, la misma cosa, o de la cosa misma, o de algo, o de nada. Si eso está claro podemos dejar por el momento la epistemología.

Woody Allen: Cómo acabar de una vez por todas con la cultura.

 

Pero, ¿quién habla ya de filosofía?

En unos tiempos en los que el pensamiento capaz de elaborar interpretaciones rigurosas de la realidad, capaz de orientar transformaciones fructíferas de la misma, es muy escaso, asistimos, perplejos, a una gran paradoja: los medios de comunicación social se pueblan de pensadores (o personajes en el papel de pensadores) que reparten por los informativos rosas o amarillos, las tertulias eruditas o frívolas, los reality-shows casposos o aventureros, sus opiniones y sentencias. ¿Se trata de una suerte (o desgracia) de filosofía de urgencia para suplantar la filosofía necesaria, en su inevitable parsimonia?

Por otra parte, toda persona que se precie, desde el cocinero al entrenador de fútbol, desde la presentadora de un programa televisivo hasta la ministra de cualquier ramo, utiliza el término filosofía para designar al oscuro conjunto de principios que parecen orientar la práctica de su actividad social («mi filosofía de la restauración es…», «mi filosofía del juego es…», «la filosofía del programa es…»). Y una nueva paradoja nos acecha al comprobar que, tras la irrupción social de un término de prestigio, la verdadera filosofía, en sus aspectos académicos y en sus manifestaciones prácticas, va siendo arrinconado como algo pasado de moda, problemático y hasta molesto para una sociedad que parece querer vivir deprisa sin cuestionarse demasiado su propia forma de ser y actuar. ¿Se trata de una suerte (o desgracia) de desplazamiento semántico desde campos de significación vinculados a un proceso social de legitimación crítica de la realidad hacia otros que derivan en simple legitimación acrítica como simple adorno o maquillaje?

En fin, en la era del pensamiento único y la fragmentación posmoderna de la realidad, la filosofía sigue estando en la calle, pero con su nombre (tantas veces tomado en vano) más unido a la «ceremonia mediática de la confusión» que nos ofusca que a una interpretación racional del mundo que pueda orientar nuestras vidas y nuestra historia.

¿Qué es filosofía? ¿Y tú me lo preguntas?

Parafraseando a Gustavo Adolfo Bécquer, podríamos decir: «¿Qué es filosofía? —dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul—. ¿Qué es filosofía? ¿Y tú me lo preguntas? Filosofía… eres tú». Y es que el punto de arranque de la filosofía es siempre el sujeto y el escalofrío que inevitablemente le recorre ante el mundo que le rodea. Y la construcción filosófica implica deseo (deseo de verdad) y cruce de miradas (diálogo y contraste).

Así lo decía Heráclito de Éfeso al principio del siglo V a. n. e.:

De esta razón, que existe siempre, resultan desconocedores los hombres, tanto antes de oírla, como tras haberla oído a lo primero, pues, aunque todo transcurre conforme a esta razón, se asemejan a inexpertos teniendo como tienen experiencia de dichos y hechos; de éstos que yo voy describiendo, descomponiendo cada uno según su naturaleza y explicando cómo se halla. [A los] hombres les pasa inadvertido cuanto hacen despiertos, igual que se olvidan de cuanto hacen dormidos.

Insistieron los clásicos: «Del asombro nace la filosofía». Y hasta los contemporáneos genios de la astrofísica, como Carl Sagan, lo siguen diciendo:

Bienvenidos al planeta Tierra: un lugar de cielos azules de nitrógeno, océanos de agua líquida, bosques frescos y prados suaves, un mundo donde se oye de modo evidente el murmullo de la vida. Este mundo es en la perspectiva cósmica, como ya he dicho, conmovedoramente bello y raro; pero además es de momento único. […] El único mundo donde sabemos con certeza que la materia del Cosmos se ha hecho viva y consciente.

Son, pues, las condiciones de ese asombro, de ese deseo de saber, de ese encuentro y contraste de miradas, las que hacen al ser humano filosofar; las que, en suma, hacen que toda persona sea, de algún modo, filósofa. Por eso repara: tú, tu curiosidad ante cuanto te rodea, tu afán por descubrir nuevas verdades, tu capacidad para mirar a través de las miradas de otros, tu prevención para no dejarte engañar… ¿No nace de ahí la filosofía?

¿De dónde viene todo esto?

Pero la filosofía no es mera cuestión de «lúcidas conciencias aisladas vueltas egoístamente sobre sí mismas», a pesar de que philo-sophía («amor a la sabidúría») indique una actividad individual. La filosofía acabará por constituirse y legitimarse, sobre todo, como tarea social. Por eso debemos concretar ahora cuáles son las condiciones históricas del surgimiento de la filosofía. Algunos pensadores idealistas, como Karl Jaspers (teoría del tiempo-eje), sostienen que en un amplio segmento temporal (siglo XII al V a. n. e.) y sobre un extenso territorio (Mediterráneo oriental y Asia) se dio una suerte de «caída de la humanidad en la reflexión» que se manifestaría en fenómenos como los filósofos chinos, los escribas egipcios, los profetas judíos o la tradición filosófica griega iniciada por Tales de Mileto. Sin embargo, tales hipótesis chocan con evidentes incongruencias: esas tradiciones tienen muy poco que ver entre sí como para agruparlas bajo una «única esencia». La supuesta unidad temporal es también muy endeble (algunas de esas tradiciones se encuentran separadas por varios siglos) y la localización geográfica deja fuera de la consideración de humanidad a millones de seres humanos que habitaban la Europa continental, África, América u Oceanía.

Desde la perspectiva del materialismo filosófico resultan más sólidas teorías como las de Benjamin Farrington, que ponen el énfasis en las específicas condiciones de la producción y distribución económica, así como en la organización social y cultural, que singularizan la sociedad griega de los siglos VI al IV a. n. e. desde un proceso de división social del trabajo en el que cobrará sentido y función la filosofía.

En efecto, los fenómenos de fusión entre culturas agrarias autóctonas (con rasgos básicamente neolíticos) y guerreras continentales (con incorporación de rasgos propios de la edad de los metales) acabará por desembocar, en la península helénica del siglo VII a. n. e., en una profunda crisis social y política con empobrecimiento relativo de la antigua aristocracia terrateniente. Ello derivará en un prceso migratorio que irá consolidando dos núcleos coloniales: la Jonia y la Magna Grecia. Allí precisamente, bajo la reproducción del modelo político de la polis, se producirá un importante auge económico. Esta sociedad cuenta ya con importantes incorporaciones culturales: imágenes compartidas del mundo ligadas a cosmogonías tan elaboradas como las de Homero o Hesíodo, desarrollos técnicos relevantes en agrimensura o navegación, construcciones científicas incipientes en matemáticas o astronomía, modos de expresión artística singulares como la tragedia, un modelo de organización política propio (la polis democrática), etcétera. En ella se produce un desarrollo económico y comercial que acabará provocando el cuestionamiento de las propias tradiciones en el contacto con otras sociedades y culturas (encuentro y contraste de miradas al fin), la curiosidad ante un mundo más abierto y libre (nuevo impulso hacia el saber) y la ocasión para dedicar tiempo a la reflexión por parte de nuevos sectores sociales liberados, total o parcialmente, del trabajo ligado a la satisfacción de las necesidades básicas, gracias, no cabe olvidarlo, a una estructura productiva esclavista.

Es pues allí y en ese momento donde Tales de Mileto (640-652 a. n. e.) comienza el tránsito que acabará por conocerse como paso del mito al logos. Éste supone la progresiva sustitución de las viejas interpretaciones de la realidad, que utilizan la imaginación para elaborar explicaciones fantásticas de un mundo sometido a la voluntad arbitraria de fuerzas sobrenaturales, por explicaciones racionales que buscan en las causas naturales la determinación de las leyes necesarias que caracterizan el origen y proceso de la realidad en su conjunto.

Ese logos irá asumiendo un triple sentido como palabra (lenguaje), razón humana y orden de la realidad. Y los primeros filósofos (o protofilósofos, pues serán en realidad los que preparen el camino para la verdadera institucionalización de la filosofía en el siglo IV a. n. e.) pondrán las bases precisas para afrontar el reto de expresar en un lenguaje adecuado (en el que palabras como arjé, physis, cosmos, nomos, areté, etcétera incorporarán nuevos sentidos) para el uso de la razón humana en la comprensión y explicación del orden de la realidad.

Esa tarea, en fin, comenzará desde el asombro ante la naturaleza, en un enfoque cosmológico preocupado por encontrar el primer principio a partir del cual se constituye el orden del mundo, para acabar descubriendo la subjetividad, en un enfoque antropológico que considerará que todo conocimiento de la realidad debe partir y considerar inexcusablemente las condiciones del ser humano que habita en la polis. El punto de llegada de este tránsito podemos representarlo históricamente en la condena y muerte de Sócrates de Atenas (469-399 a. n. e.), pero de algún modo va a ser algo que afectará a toda esta tradición de amor al saber, de filosofía, que se prolonga hasta el presente.

‘La muerte de Sócrates’, de Jacques-Louis David.

¿A quién se le ocurrió ponerse a filosofar?

Como hemos tratado de describir, el filosofar no se debe a ninguna ocurrencia más o menos brillante de un genio (o de un pesado). Se trata de una actividad, de una práctica social y hasta de una forma de vida que resultan del proceso de división social del trabajo en un grado concreto de complejidad de las sociedades humanas.

Este modo de entender la filosofía, construido desde Tales hasta Sócrates, se institucionalizará con el discípulo más preclaro de éste, Platón de Atenas (427-347 a. n. e.), y sobre todo con la fundación en el año 387 a. n. e. de la Academia, la primera escuela de filosofía. De ella tomará Immanuel Kant (1724-1804) el nombre de filosofía académica para designar a la producida por los filósofos profesionales dentro de la tradición instaurada precisamente por Platón, oponiéndola a la filosofía mundala que recoge el sentido, ya apuntado, en el que todo ser humano es filósofo (incluidos Woody Allen y tú).

¿En qué consiste, pues, filosofar? Platón, por boca de su personaje Diotima, lo expresa de manera plástica y precisa:

—[…] Pues he aquí lo que sucede: ninguno de los dioses filosofa ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco filosofa todo aquél que sea sabio. Pero, a su vez, los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así, el que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar.

—Entonces, ¿quiénes son los que filosofan, Diotima —le dije yo—, si no son los sabios ni los ignorantes?

—Claro es ya incluso para un niño —respondió— que son los intermedios entre los unos y los otros, entre los cuales estará también el Amor. Pues es la sabiduría una de las cosas más bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el Amor sea filósofo y, por ser filósofo, algo intermedio entre el sabio y el ignorante.

Recogiendo la propia etimología de la palabra filosofía (πηιλο [«amante, amigo»] y σοπηια [«sabiduría»]) se contempla a la persona dedicada a la filosofía como aquélla que, sabiendo que no es sabia, siente el deseo determinante de serlo.

Quien filosofa no es, pues, sabio: si lo fuera, no necesitaría ya filosofar. Pero tampoco es ignorante, ya que al menos sabe que no es sabio (el ignorante, por el contrario, lo es porque cree saber lo que en realidad ignora). Recordamos el «sólo sé que no sé nada» de Sócrates como disposición inicial en el afán de saber y frente a la erudición de los sabios oficiales de entnces: los sofistas (sophistés). Platón, el discípulo de Sócrates, sintetizó la tarea del filósofo como el ejercicio de develamiento de sombras que debe remontarnos desde las apariencias que constituyen la información que nos transmiten los sentidos a la verdad racionalmente construida (lo que implica una epistemología, una ontología, una lógica). De esta manera, la filosofía comporta en el orden práctico la reorganización de la sociedad acorde con esa verdad, y por tanto exige una ética, una política, un conocimiento crítico de las costumbres como moral.

Verdad y filosofía parecen, pues, términos inseparables, por mucho que los grandes representantes del actual pensamiento posmoderno (Lyotard, Derrida, Deleuze, Baudrillard, Kristeva o Vattimo) se empeñen con frecuencia en convertir la crítica a los excesos de pretensión moderna, por su afán de proyectar realizaciones sociales de una verdad unitaria (Ilustración, marxismo o positivismo) en simple disolución que deriva en el todo vale. Y es que, en definitiva, si todo vale, ¿para qué filosofar?

¿Contra qué piensan quienes filosofan?

La filosofía nace, entre otras determinaciones, por la necesidad de sustituir el mito por explicaciones racionales de la realidad capaces de orientar prácticas sociales coherentes con su época. Ahora bien, no es el mito el único saber propio de las culturas cuyos mecanismos de transmisión cultural son básicamente orales (culturas bárbaras) que resulta atacado por la filosofía: también la magia o las religiones, en cuanto suponen intervenciones supraterrenas en el mundo y propician rituales de sumisión y dominio irracionales, son cuestionadas por la reflexión filosófica. De hecho, fue frecuente que los primeros filósofos fuesen tildados de ateos en su intento de sustituir los viejos dioses del panteón griego por elementos naturales, y el propio Sócrates fue acusado en su juicio de impiedad.

Por otra parte, las técnicas podrían pensarse como máxima expresión del saber, puesto que permitían construir artificios útiles para la vida e ir dominando la naturaleza. Sin embargo, su racionalidad es limitada e instrumental. Las técnicas no son más que una parte del saber, un saber práctico de mucho valor, uno de cuyos méritos será que preceden siempre a las ciencias. La crítica filosófica debe enfrentarse también con el saber técnico, consciente de su valor y de sus limitaciones.

En el umbral en el que las ciencias comienzan su desarrollo, materializadas en los saberes matemáticos de Tales o de Pitágoras, y más tarde en la geometría de Euclides, este saber racional nuevo, posible gracias a la existencia de las técnicas que le habían preparado el camino, sirve de modelo a los que, como Platón (que ve perfectamente claro su valor y pone en el friso de su Academia «no entre aquí quien no sepa geometría»), pretenden extender ese nuevo modo de razonar aplicándolo ahora a todo tipo de saber y no sólo a aquéllos que la ciencia había alcanzado a circunscribir (aritmética, geometría, astronomía y armonía para el Platón del Libro VII de La República). El intento por construir ese nuevo modo de pensar (racional y crítico) cristalizará, en el interior de la teoría de las ideas de Platón, en lo que a partir de entonces llamaremos filosofía (filosofía académica). Pero la filosofía, al compartir con la ciencia los rasgos genéricos como conocimientos racionales y críticos, constituye a su vez un nuevo método distinto del de las ciencias. Las estructuras propias de las culturas bárbaras deberán ceder parte de su poder y retroceder al contacto de estos nuevos métodos de conocimiento racional, de modo que las culturas civilizadas navegarán con viento a favor. Pero, ¿se ha acabado la tarea crítica de la filosofía tras ese impulso de génesis que desaloja o resitúa otros saberes? ¿Qué más hubo de seguir triturando la filosofía?

Donde el mito, la magia y la religión, procedentes de los tiempos bárbaros (que habían cumplido allí su función), replegaban sus posturas acríticas, la filosofía apuntaba ahora su empresa crítica hacia nuevos irracionalismos; tarea siempre recomenzada porque, donde el mito y la magia empiezan a disolverse, aparecen para llenar su lugar las ideologías, las pseudofilosofías y mágicas pseudociencias, y allí donde la religión se mezcla con los saberes crítico-racionales brota la teología.

La ideología viene a llenar el lugar que lentamente van dejando los mitos como expresión de cosmovisiones falseadas en función de los intereses de poder de una clase o grupo social, y por ello choca frontalmente con el anhelo universalizador de la filosofía. Otro tanto ocurre con las pseudociencias y pseudofilosofías, que pretenden reeditar a la magia en una suerte de esoterismo camuflado tras máscaras de aparente racionalidad, o con la teología, que en su evolución monoteísta (religiones con libro sagrado) busca con frecuencia en los conceptos límite de la ontología (la idea de Bien platónica, el primer motor inmóvil aristotélico, la natura naturans spinoziana…) una legitimación forzada de la divinidad que entronice de nuevo las religiones, adornadas ahora de racionales maquillajes.

¿Cómo puede la filosofía, que rechaza lo que no sea verdadero saber, admitir al lado de las Ideas —las armas con que cuenta— el saber de astrólogos o adivinadores y los dogmas de las iglesias? ¿No debe plantearse las frecuentemente oscuras relaciones entre la sociedad política y las iglesias? ¿Puede y debe, en nombre del saber racional, denunciar los usos interesados del poder político? ¿Puede y debe mostrar las imposturas y ambigüedades de las democracias formales realmente existentes? ¿No ha de comprender y criticar la cada día más compleja dialéctica entre desarrollo tecnológico y cambio social? Y en suma, ¿puede y debe la filosofía conformarse con la descripción del ser, de lo que es, sin arriesgarse en la indagación de las formas más justas, más bellas, más buenas, del deber ser?

Mosaico pompeyano que representa a Platón rodeado por sus estudiantes en la Academia.

En suma, ¿de qué va todo esto?

Se trata ahora, llegados a este punto, de buscar algunos rasgos y criterios que nos permitan delimitar un poco más el espacio del filosofar.

Y es que la filosofía no es, no puede ser en todo caso, un saber directo, inmediato, sobre toda la realidad, aunque sí sobre todas las realidades. Por eso precisa —como ya hemos apuntado al hablar de su origen— el desarrollo de una pléyade de saberes previos que le sirvan de mediadores en su intento de aprehender la verdad. Se constituye así como un saber de segundo grado, porque habrá de partir de los saberes de primer grado (conocimientos directos de parcelas limitadas de la realidad: ciencias, tecnologías, artes, etcétera), ya sean falsos saberes, como la magia, para rechazarlos, ya verdaderos saberes, como las ciencias, para entrar en una dialéctica singular y mutuamente constructiva con ellas.

Esa característica constitutiva de la filosofía como deseo, atracción e impulso por el saber la obliga, más allá de la complacencia en una producción sistemática de verdades al estilo de las ciencias, a dirigir sus miras a la actividad, a la praxis. Pero se trata, en todo caso, de una praxis crítica, nunca de un activismo vacío y carente de todo criterio. Además, como saber general va más allá, con profundidad y en extensión, de los objetivos que se plantean los saberes particulares (como las ciencias), pues se ocupa de las propias condiciones de posibilidad del conocimiento científico y del conocimiento con pretensión de totalidad que desborda los campos científicos: ¿qué es la materia? ¿Qué es la vida? ¿Qué es la conciencia? ¿Qué es el ser humano?

Mientras que la ciencia trabaja con conceptos aplicados a campos o categorías de la realidad circunscritos (geometría, física, química, biología…), la filosofía trabaja con ideas (espacio, tiempo, vida, evolución…) que son el resultado de relaciones materiales que atraviesan las categorías en las que se organiza la realidad, y que por tanto las desbordan. Mientras que las categorías científicas se resuelven en las verdades sintéticas de las ciencias, la filosofía construye entramados de ideas (la vieja symploké platónica) cuya virtud se halla en la capacidad que tengan de ponerse a prueba al ser aplicadas en la interpretación de los fenómenos frente a otras teorías (otras filosofías, también, con las que polemiza), demostrando su consistencia, validez y capacidad reconstructiva. La filosofía (la verdadera filosofía) rechaza el dogmatismo que se atrinchera en doctrinas que no somete suficientemente a crítica, es decir, a una selección y criba completa. La filosofía se aleja por igual de dos extremos peligrosos a la hora de aprehender el mundo: el que adopta las simplificaciones holistas («todo está relacionado con todo en la realidad») y el del nihilismo («nada está relacionado con nada»). Y es que no hay verdadera filosofía sin dialéctica; sin una reflexión sobre las inconmensurabilidades y contradicciones que caracterizan los fenómenos cotidianos que permita abstraer esas ideas capaces de reorganizarlos. Porque la realidad —que hay que concebir dinámica, no estática— no es armónica necesariamente: es también contradictoria (amor y odio), y de esas contradicciones tiene que dar cuenta la filosofía.

Nos hallamos de este modo ante un plano teórico (el viejo regressus platónico o camino que llevaba de los fenómenos sensibles a las ideas) que responda al «¿cómo podemos conocer?» (epistemología) y al «¿qué es el conocimiento científico?» (gnoseología) y, por otra parte, al «¿qué es la realidad?» (ontología). Y nos encontramos también ante un plano práctico (el progressus que remite desde las ideas a los fenómenos que han de ser reconstruidos) que responda al «¿qué podemos hacer individual y socialmente?» (ética y política).

Se trata, pues, de la filosofía que es la legisladora de la razón como tendencia hacia la totalización del saber humano, y no mera acumulación o yuxtaposición, pues el todo, es también aquí, mayor que la suma de las partes. No se trata de un saber enciclopédico o mera erudición (lo que siempre es una encomiable empresa), sino de una integración sistemática de los saberes en cada época histórica y de un contraste crítico con otras posibles sistematizaciones. A la filosofía le es consustancial la pluralidad de filosofías como lucha entre distintos reordenamientos de la realidad, de los cuales unos resultarán ser más potentes que otros. Dos son, en este sentido, los dos grandes enfoques desde los que cabe situarse ante la interpretación de la realidad (implantados ya desde la ruptura teórica de Aristóteles con Platón, la salida de aquél de la Academia y la fundación de su propia escuela filosófica en 335 a. n. e.: el Liceo): la perspectiva espiritualista o idealista (que entiende la realidad como determinación de la conciencia o de las ideas abstractas) y la materialista (que la entiende como determinación de los propios elementos materiales que la configuran).

Y yo, ¿por qué tengo que filosofar?

Siempre y en todo caso, acabaré teniendo que plantearme asuntos como el modelo ideal de organización escolar o social, la pertinencia de mi forma de vida, la moralidad de las personas que se relacionan en distintos ámbitos conmigo, o mis actitudes ante tantos fenómenos de la realidad cotidiana (una guerra, un personaje público, un programa de televisión, etcétera).

Si quiero dotar de racionalidad mis actos; si pretendo no lanzarme a un activismo nihilista que, afirmando la imposibilidad de sostener cualquier criterio de actuación, termine por hacer cualquier cosa en todo momento por muchas contradicciones que implique; si creo que, al establecer una cierta coherencia entre mi modo de pensar y de hacer, no soy un imbécil moral, no tengo más remedio que filosofar (aunque sólo sea en el ámbito mundano). Y es que pensar no significa sólo «ordenar mis ideas», sino sobre todo «ordenar el mundo donde vivo». Sólo si no me interesa el mundo o no me interso a mí mismo, si soy un individuo flotante para el que las fuerzas componentes del sentido de la vida se han anulado entre sí, podrá resultarme indiferente la filosofía. En efecto, cuando la vida anula su sentido, la filosofía no tiene ningún interés.

No estamos hablando de convertirse en un profesional de la filosofía, no, sino de reflexionar sobre las consecuencias prácticas de nuestros usos lingüísticos. ¿No estamos emitiendo juicios morales cuando decimos de un colega que «es o no es muy legal»? ¿Cuántas veces sentimos que nuestra vida no tiene sentido por un examen catastrófico o un desaire amoroso? ¿Por qué intuimos en tantas ocasiones que quizás debiéramos hacer algo ante un problema social o personal y no sabemos qué postura tomar o simplemente nos vence la apatía? Todavía más, si como parte de esa ciudadanía de a pie pienso que estoy expuesto al engaño, a la manipulación, ¿puede no interesarme la filosofía como medicina y como herramienta autodefensiva?

En suma, si en el mundo, en general, en el que vivo me arriesgo a no encontrar una forma de inmersión crítica, social e histórica, puedo acabar siendo realmente un individuo flotante a la deriva.

Y es que ese mundo que nos rodea, desde el microcontexto más cotidiano al macrocontexto más global, pasando por el mesocontexto institucional (familia, barrio, escuela, nación…), nos lanza continuos retos que exigen cierta pericia en el ejercicio de la racionalidad.

Debemos prepararnos, es decir, debemos conocer y comprender para transformar. La filosofía, que no busca adeptos interesados (aunque se organice en corrientes y escuelas), sino que es un ejercicio racional de salud mental y cívica y que prepara para comprender el mundo de una manera y no de otras (y, en esa medida, también para cambiarlo) contribuye sin duda, como un excelente mapa, al mejor reconocimiento del terreno que pisamos. Y es que como bien decía el viejo Lucio Anneo Séneca (4 a. n. e.-65 d. n. e.) —aunque lo aplicase a sus intrigas políticas—, «no existe viento favorable para quien no sabe dónde va».

‘La muerte de Séneca’, de Jacques-Louis David.

¿No nos bastan las ciencias?

La ciencia se articula como producción sistemática de verdades limitadas a campos específicos previamente roturados por técnicas. A su vez, la aplicación de las ciencias a la transformación instrumental del medio comportará el desarrollo de las tecnologías.

En las modernas sociedades económicamente desarrolladas, estos saberes se coordinan en sistemas nacionales de ciencia y tecnología que están orientados desde intereses frecuentemente ajenos al avance del conocimiento y el bienestar social (mayor beneficio económico de los poderosos, logro de poder político, prestigio social, etcétera). Este mismo hecho hace que los tradicionales criterios epistemológicos para distinguir la ciencia de la filosofía (definición de campo, alcance de sus verdades, metodología, etcétera), ya apuntados anteriormente, se vean hoy desbordados por criterios sociológicos: en su propio quehacer, el científico y el tecnólogo han de estar atentos al espíritu crítico filosófico, convirtiéndose en aventajados filósofos mundanos. No cabe, sin embargo, mezclar distraídamente la labor de las ciencias y la de la filosofía, como hacen quienes definen esta última como «ciencia de la realidad, de la esencia de las cosas o del ser humano». Lo que verdaderamente sucede es que las ciencias quedan desbordadas por problemas prácticos de los que ha de ocuparse la filosofía y, por ende, ésta ha de relevar a aquéllas en los problemas teóricos ante los que su instrumental categorial (términos, relaciones, operaciones) resulta insuficiente, remitiéndonos a ese otro, más genera y transversal, que son las ideas.

Será propio, pues, de una actitud filosófica estar vigilante, también, con los usos sociales que se legitiman en nombre de la ciencia. Aquí, evidentemente, los problemas son de muy diversa índole: la ciencia, tras los desmanes del siglo XX (la proliferación armamentística y el uso de armamento nuclear y biológico desde la segunda guerra mundial, los impactos medioambientales de la industria y las crisis ecológicas, etcétera), ha perdido su inocencia y está lejos de poder arrogarse, comprometida como se halla con los intereses de las grandes multinacionales y el poder financiero mundial, cualquier pretensión de neutralidad. Pero también la filosofía ha de ser crítica hasta el extremo, es decir, autocrítica, porque puede con frecuencia traicionar su propia esencia lanzada hacia un academicismo cientista, olvidado del mundo tras los muros de su particular torre de marfil, o convertirse en mera legitimación social, en una suerte de burocratización del pensamiento.

La falaz hipótesis positivista del árbol de las ciencias, según la cual del tronco originario de la filosofía se van abriendo las ramas de las ciencias hasta que aquélla llega a desaparecer en éstas, resulta falsa por motivos históricos. Hay rastros de ciencias previos a la aparición de la filosofía y en todo caso los primeros filósofos, como Tales de Mileto o Pitágoras de Samos, inauguran a la vez y en mutua conexión las tradiciones de la ciencia y de la filosofía occidentales. La filosofía, saber de segundo grado, necesita de una ciencia desarrollada como el más eminente de los saberes de primer grado y necesita del resto de los saberes para someterlos a la criba oportuna que la racionalidad humana, según cada momento histórico y cada situación social, sea capaz de acometer para reconstruirse. Para colmo, la falaz metáfora arbórea del saber acaba derivando en una paradoja de inversión: cuando el viejo tronco filosófico parece pretender hacerse humilde rama para no ser talado, ¿dónde habrá de sustentarse el prolífico ramaje de las ciencias (y de la filosofía) ya sin tronco alguno?

¿Hasta dónde filosofía?

Cuando la filosofía, en fin, traspasa los límites de su esencia se torna caricatura de sí misma.

Si pretende tornarse saber inmediato (sin la mediación de saberes de primer grado) sobre toda realidad, se tornará en metafísica carente de todo vínculo con el mundo concreto y los seres humanos históricos.

Si en la misma perspectiva niega la realidad misma o la posibilidad de conocerla o la capacidad para expresar ese conocimiento, derivará en un nihilismo que, afirmando la nada, la ausencia total de criterios, considerará que todo está permitido, que todo vale.

Si renuncia a toda posibilidad de alcanzar certezas, manteniéndose en la duda inherente al inseguro conocimiento procedente de la percepción sensorial, quedará condenada al escepticismo con su carga de apatía.

Si afirma como única verdad posible la de las ciencias (como en la metáfora arbórea analizada poco antes), tomará la forma de un positivismo incapaz de garantizar la racionalidad de las cosmovisiones o de las prácticas sociales.

En cualquiera de los cuatro casos, escasa ayuda recibiremos en esa nuestra necesidad de filosofar, anteriormente planteada. Y es que, cuando la filosofía se sale de sí misma, pierde todo sentido. Y, ¿es preferible el silencio?

¿Para qué filosofía aquí y ahora?

En un mundo lleno de sombras (sombras que ya los ilustrados quisieron despejar con sus luces, sombras crecidas en las brumas provocadas por esas mismas luces), donde la razón de la fuerza se impone cotidianamente, resulta cada día más perentoria la necesidad de reflexiones globales que puedan orientar prácticas transformadoras en las que la batalla racional devele, conozca, denuncie y luche, sin idealismos pero sin conformismos, contra las imposturas del orden político internacional (¿cómo soportar el hecho de que un 80% de los seres humanos del presente malvivan condenados a la miseria, mientras el 20% restante se instala en la abundancia y en sus enfermedades de lujo?), contra los narcotizantes morales y políticos (¿cómo permanecer impasible ante esa ceremonia de la confusión con la que a todas horas nos salpican los medios entrelazando el patetismo del espectáculo de la miseria con la banalidad de los más sórdidos personajes construidos a golpe de patraña?), contra las supersticiones de todo tipo (¿cómo seguir dando crédito a quienes ponen las condiciones para que miles de personas depositen sus esperanzas en echadores de cartas, adivinadores y horóscopos?)…

¿Cómo recuperar, en todo caso, la lucidez necesaria para contribuir a la construcción de las resistencias y disidencias éticas y políticas ante un desorden global que desde tiempos inmemoriales no somos capaces de gobernar? ¿Cómo cooperar, en fin, como miembros del género humano, en el pergeño de proyectos de mundos mejores?

En efecto, a cada segundo que pasa se hace más urgente la potenciación de una filosofía de guardia más allá de los opinadores profesionales de los medios de masas, capaz de renovar el ansia de verdad en estos tiempos confusos para afilar las armas de la razón en su lucha desigual contra la razón de las armas en sus diversas manifestaciones: desde la violencia sexista a las guerras injustas, desde la corrupción y la mentira política a la exclusión económica y social, desde la explotación laboral a la especulación financiera.

Y es que, si somos incapaces de tomar distancia para adquirir la perspectiva suficiente que nos permita interpretar la realidad en su conjunto, nos encontraremos irremisiblemente sometidos al miedo provocado por el caótico flujo de acontecimientos que, sin interrupciones, nos envuelve. Ciertamente, no hay nada tan paralizante como el miedo.


La Sociedad Asturiana de Filosofía fue fundada a finales de 1976 por un grupo de intelectuales de la región con el objeto de potenciar la cultura filosófica y la tradición intelectual asturiana mediante la organización de actos, cursos, elaboración de publicaciones. A lo largo de sus años de existencia ha organizado varias Semanas de Historia de la Filosofía, congresos, actos en memoria de filósofos fallecidos y cursos de perfeccionamiento orientados a profesores de filosofía de bachillerato. El texto que aquí se recoge es la introducción a un libro de texto de bachillerato cuya coordinación editorial corrió a cargo de Román García y que fue publicado en 2004 por la editorial Eikasia. El texto fue elaborado por el Grupo Metaxy.

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