Cuentinos tristes
Chéjov y Adela
/por Juana Mari San Millán/
El horno de Adela Serrano no estaba para bollos a su edad: la regla, quebrada de un tiempo acá; los glóbulos rojos, por los suelos, ferropénicos; la tiroides, desbocada de nacimiento; la vista, necesitada de impertinentes o lupas o anteojos —con manija o con patillas— en las distancias cortas; la tripa, abultada sin visos embarazosos; las piernas, varicosas a cachos; frunces notorios en las comisuras de labios y párpados; la piel, descolorida, salteada de costras; el pompis, en forma convexa; las tetas, en modo avión de vuelo en picado; la mirada, sin chispa; la mata de pelo, marchita; las yemas de los dedos, insensibles a caricias y rastrojos. Lo peor, con todo, no era el irremediable deterioro valetudinario.
Tiempo ha que se lo advirtió Antón Chéjov, un misógino irredento a quien leía —masoca ella a su pesar— de vez en cuando: «En la naturaleza, una repugnante oruga se transforma en una mariposa encantadora; en cambio, entre los hombres ocurre lo contrario: una encantadora mariposa se transforma en una oruga repugnante».
En el caso de Adela Serrano se juntaba el hambre con las ganas de comer: a la decadencia física se unía el fastidioso hartazgo de vivir en la misma ciudad provinciana del norte de la península ibérica desde hacía cincuenta y pico de años. Esto era lo peor. Las gentes de aquella villa marinera nunca le reconocieron la donación generosa de su ingenuidad infantil, la entrega altruista de sus pasiones juveniles, el sacrificio inútil de parir hijos, el esfuerzo continuado de labores duplicadas en pro de la comunidad, la pérdida injuriosa de la fama. Adela Serrano se había descubierto, al cabo, incomprendida, ninguneada, rechazada. La ciudad se le mostraba inhóspita, enriscada entre murallas de tedio y odio. Lo peor de lo peor, como se apuntó, era que se sentía harta y dolida: más que hartita del paisaje y dolidísima con el paisanaje. Una urbanita asqueada de todas todas.
Se lo restregaba por los morros en cada relato Chéjov, un desvergonzado, un fresco moscovita de finales del siglo XIX que presumía de ser más listo que los ratones coloraos: «El mundo no perece por los bandidos y los incendios, sino por el odio, la hostilidad y todas estas pequeñas rencillas». Ítem más: «El amor, la amistad y el respeto no unen tanto a la gente como un odio común hacia alguna cosa».
Adela Serrano, al terminar de leer La dama del perrito y otros cuentos, compilación de obritas del mentado escritor ruso, tomó una decisión atolondrada, por no decir estúpida. Llevó el libro de marras, como si le quemara las manos y le sulfurara el temple, a una librería de viejo. Le ofrecieron 20 céntimos de euro. Le pareció más que suficiente.
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