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Sonría, le estoy controlando

La broma, escribe Francisco Abad Alegría, no es necesariamente humorística; puede ser un modo de imponer el propio poder a los demás. No se puede tomar a broma la broma, más que en un contexto estrictamente humorístico.

Sonría, le estoy controlando

/por Francisco Abad Alegría/

Gran control, pequeño control (aparentemente)

Recientemente, se ha publicado un trabajo bien documentado —aunque discutible en algunos corolarios— sobre la quiebra de la democracia a través de mecanismos inicialmente democráticos, convenientemente desquiciados de sus goznes teleológicamente democráticos, valga la triple redundancia: Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. En síntesis, la tesis de ese trabajo es que las democracias no se pueden sustentar únicamente en normas escritas, por minuciosas y certeras que éstas sean, sino que requieren de un implícito acuerdo ético universal que impida la manipulación de las reglas del juego que benefician a la sociedad con armoniosa y fructífera convivencia. La transgresión de tal acuerdo suele hacerse por tres caminos, según los autores: controlar las fuentes libres de información mediante grupos de poder mediático que impiden al ciudadano conocer al menos lo esencial de realidad; actuar de modo que el adversario político se transforme abiertamente en enemigo, empleando todos los medios posibles para incapacitarlo y mostrarlo como dañino para la sociedad, y cambiar las reglas del juego sobre la marcha, a veces en aspectos aparentemente menores, de modo que quien ocupa el poder en un determinado momento pueda inclinar la balanza a su favor para mantenerse en él o crear las condiciones para hacerlo en el futuro.

Las grandes operaciones de poder —porque de poder hablamos— se articulan sobre bases bien conocidas desde antiguo, que incluyen la demagogia, la fuerza pura y dura, el sabotaje, la mentira sistemática, el control de la información y todo lo que antes se ha mencionado, por resumir. De tales influjos resulta difícil librarse, porque el poder es un instinto humano ajeno al bien común o la mejora de la libertad y felicidad de las personas (en el relato bíblico del Paraíso, la tentación satánica no es riqueza, inmortalidad o sabiduría, sino poder ser dioses, como Dios [Gen 3, 5]).

Pero hay un poder que atenaza y controla a las personas en la vida cotidiana sin grandes gestos y condiciona decisivamente nuestra libertad, el más preciado condimento de la existencia humana. Y ese poder es una Hidra de mil cabezas pequeñas pero mortíferas; está inserto en la trama del tejido de lo ordinario y así pasa desapercibido, sin alertar la  conciencia de su existencia, y por eso es tan eficaz y difícil de neutralizar.  Lo esencial de tal realidad es que modifica con normas no escritas, como el ostensible gran poder,  lo que se asume como establecido para la convivencia cotidiana. Es la forma tramposa de socavar valores y conductas asumidos e implantados (los papeles de las edades, la protección del débil, la autoridad moral aceptada, la veracidad, etcétera) retorciendo su esencia por medios unas veces transmitidos por mera inercia educacional o a menudo estudiadamente intencionados, caso a caso pero en toda la sociedad.

Del conjunto de sutiles poderes cotidianos que nos atenazan, condicionan e impiden un pleno desarrollo personal o nos hacen esclavos de personas o estructuras sociales-familiares, uno resulta especialmente peligroso, porque carece de apariencia amenazadora y, por el contrario, entra a saco en las vidas con  gesto tranquilo, a menudo agradable, no pocas veces risueño: el poder de la broma, la chanza, el humorismo y la alabanza. Tiene tantas espinas venenosas como pueda inventar la turbia naturaleza humana y por eso resulta difícil definirlo con una sola palabra; es la apariencia benevolente de uno de los más eficaces métodos de control sobre la vida ajena.

Poder de la broma

La broma no es necesariamente humorística; puede ser un modo de imponer el propio poder a los demás. No se puede tomar a broma la broma, más que en un contexto estrictamente humorístico. Define el Diccionario de la Real Academia el humorismo como «un modo  de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas». La visión humorística de la vida es un don, pero también un continuo ejercicio de aprendizaje, que deforma levemente la realidad, suavizando algunos de sus aspectos más sórdidos o agresivos, para hacerla tolerable. El humor es una virtud que requiere cultivo y constancia y ofrece a cambio cierta estabilidad emocional ante la vida. La broma, en cambio, que es una chanza o burla, una ocurrencia o una escena ridícula o cómica que irrumpe abruptamente en lo cotidiano, tiene añadido un significado que también especifica el Diccionario: «Tomar algo a broma: no prestar atención, no dar la importancia que se merece a algo». Y así, entre bromas (y veras, reza el dicho popular, señalando un modo de relación social compleja) y tomándose algunas cosas a broma, es posible ejercer poder sobre el prójimo. Veamos algunos tipos de broma poderosa en la vida cotidiana.

La broma autoexculpatoria

La broma suele ser muy eficaz para excusar algunas formas de agresión o violencia cuando es sabiamente aplicada por el individuo agente, normalmente ante una concurrencia acrítica, es decir, la mayoría de la sociedad. Cuando tal individuo comenta con toques bromistas sus hazañas sexuales, aportando datos jocosos o detalles que suponen un descrédito de las personas perjudicadas por su conducta, se ejerce el poder en forma de autoexculpación, porque se acaba transformando en un pillín al que es un contumaz  abusador, un crapuloso personaje o un auténtico cerdo según el lenguaje más llano. Quien tiene la perniciosa costumbre de distraer los bienes ajenos en beneficio propio, tanto en pequeñas cosas como en negocios de mayor cuantía, mintiendo o engañando o incluso ejerciendo violencia primaria, acaba siendo por la magia de la bromista exposición de sus hazañas un pícaro, cuando en realidad es un ladrón sin asomo de vergüenza o arrepentimiento. El que tiene la inveterada costumbre de controlar a los demás, especialmente los próximos, familiares o no, con órdenes continuas, imponiendo sus criterios, acaba labrándose la fama de ser algo sargentón o mandoncillo, bromeando sobre su vicio, trocando en una peculiaridad de carácter lo que es un continuo atentado contra la independencia de los demás, el autoritarismo más explícito y repugnante. Estos tres ejemplos ilustran de qué modo se puede ejercer poder sobre los demás, cambiando la realidad de violencia por aspectos leves, descafeinados. Así se bloquea la reacción de las personas, que no osarán castigar al lujurioso, ladrón o autoritario con la adecuada sanción social, generalmente el menosprecio y sobre todo el alejamiento de todo contacto con estos seres dañinos. Se ha ejercido poder impidiendo la justa reacción ante la maldad.

Broma invalidante e igualadora

La broma también puede invalidar los saberes o méritos de los demás. Un compañero de estudios, cuando se decía algo que él ignoraba, replicaba inmediata e invariablemente te lo estás inventado, con lo que invalidaba los conocimientos ajenos y al tiempo excusaba su ignorancia. La acción poderosa se ejercía así nivelando injustamente a los demás de acuerdo con la propia ignorancia. Éste es un fenómeno extraordinariamente extendido en la sociedad: no pocas veces se responde a una argumentación o una exposición de hechos negando su existencia o exigiendo la comprobación mediante una fuente fidedigna y externa. Así, por ejemplo, cuando en el curso de una discusión se aporta algún dato (tenemos tantos parados y de ellos son mujeres tal porcentaje, por ejemplo), si este contradice los criterios o la argumentación del otro, oiremos expresiones como «eso no es cierto ¿de qué fuente has obtenidos esos datos, evidentemente falsos?». Como normalmente no llevamos a cuestas la bibliografía ni los repertorios estadísticos, la simple actitud de tomar a broma —o su equivalente, no tomar en serio— lo que alguien expone o defiende, invalida de inmediato toda la discusión. Se ha puesto a cero el marcador por un procedimiento tan sencillo y poco costoso como desacreditar sin datos las afirmaciones ajenas.

Una variante de este sistema de invalidación es el que se refiere a las capacidades o habilidades ajenas. Una persona que posee determinados conocimientos o cualidades positivas o habilidades especiales puede ser reducido a la misma altura de mérito que otra perfectamente ignorante, insípida e inútil con recursos tan simples como tomarse a broma sus cualidades. Por ejemplo, a alguien que es versado en alguna materia y destaca por ello en un ámbito concreto (no hablamos del pedante que siempre cuenta su historia para destacar) se le dice algo así como: «claro, como solo te metes esos librotes cual ratón de biblioteca, sin vivir la vida real como hacemos los demás…»; y en el acto, sin más trámite, queda reducido a cero su saber y al tiempo desprestigiado, como raro, quien lo posee. Si una joven destaca por su belleza y simpatía, se pueden invalidar estas cualidades con expresiones tales como «sí, pero es tonta y además no ha sido capaz de acabar ni la EGB», lo que la transforma en un ser vacío, sin interés alguno. Otras veces la invalidación bromista es mucho más simple: alguna afirmación, la aportación de un dato poco conocido o un discurso racional y elaborado, pueden ser invalidados por un escueto «no me digas…» lanzado en tono zumbón y despreocupado. Invalidar las virtudes o dones ajenos mediante el empleo de la broma es violencia pura, porque elimina socialmente tales cualidades y al tiempo nivela a las personas con quienes nada tienen que ofrecer aparte su hostilidad ante quien destaca sobre la propia zafiedad, ignorancia o incapacidad.

Simpática destrucción de la autoestima

También con la broma se pueden conseguir efectos casi mágicos en la labor de destruir la autoestima de quien sufre sus efectos. Es el ostracismo funcional; el mobbing estabilizado; también una variante del síndrome de Casandra, aunque sin las connotaciones trágicas de éste. Tomar a broma todo lo que alguien hace o dice es una labor de persistente y cuidadosa elaboración que indefectiblemente mina la propia imagen. No se trata de un fenómeno aislado, como que se burlen de quien sabe algo o hace alguna cosa extraordinaria en un determinado medio hostil a lo que no sea rutina y vulgaridad, sino de una programación que frecuentemente se concita de modo espontáneo, como forma de propagación de un hecho inicial. Si en un determinado medio se advierte que la broma sangrante o despectiva produce gran efecto en cierta persona, es muy probable que se añadan espontáneos al círculo de los verdugos, menospreciando al sujeto víctima de las bromas destructivas. La sangre atrae a los carroñeros, y así, el perjuicio producido con resultados constatables, atrae nuevos agentes de bromas violentas. No es preciso insultar o maltratar físicamente a una persona para destruir su autoestima: tomarla a broma en todo, hacer chanza de sus cualidades o saberes, de forma continuada e inmisericorde, acabarán convenciendo a la víctima de que es realmente tan inútil e ignorante como se le considera.

Risueña inducción de conducta socialmente reprobable

Defenderse de la broma como acción de poder resulta muy difícil, especialmente porque casi siempre supone la salida del ámbito bromista en que se desarrolla la práctica de sometimiento y entonces la desacreditación viene por la vía de una contundente respuesta, verbal o física, ejercida como autodefensa, que suele interpretarse como una agresión y no una réplica. La expresión popular no te pongas así, que era solo una broma, suele desarmar a un alto porcentaje de los que responderían y es otro mecanismo perverso del poder bromista. La entrada en la respuesta defensiva de diversa intensidad o cualidad se dará en otros casos. Proseguir la relación con un intento racional de desarmar la broma malévola no suele conducir a grandes resultados. Hay un viejo dicho, imposible de rebatir en la práctica, que reza: «Nunca dialogues ni discutas con un imbécil, porque acabará llevándote a su terreno y allí te vencerá». La única defensa posible ante la broma manipuladora es la salida del círculo bromista con todas las consecuencias y la consideración, lo más objetiva posible, de las cualidades de quienes ejercen este tipo de violencia. Se obtendrá paz y autoestima a cambio de un progresivo estrechamiento de las relaciones. Pero al cabo, ¿no es ese el camino vital normal?

Broma paralizante

Una variante muy extendida de control de los demás mediante apariencia bromista es el risueño establecimiento de una premisa invalidante y aparentemente insuperable. Las fórmulas son muy diversas y valdrán algunos ejemplos para entender el meollo del mecanismo bromista. «Reconoce que eres un poquillo extremista», frase risueña y aparentemente superficial, que transforma en absolutamente relativo cualquier juicio o valoración que se haga a lo presentado por el interlocutor. O «no me negarás que eres un tanto rarito», preludio por el que se invalida cualquier argumento que no pase de lo ramplón o el lugar común. O, cuando en el curso de un diálogo sobre temas políticos, se dice: «ya sabemos que eres bastante de derechas», como preludio para invalidar una argumentación que acuse una praxis indebida de una fuerza de izquierdas (vale exactamente a la inversa). O cuando para invalidar una afirmación rotunda se suelta el «no me lo dirás en serio», lo que podría abocar a una evolución francamente poco humorística de la conversación si no se acepta que, efectivamente, no lo digo en serio. Por fin, un método que suele resultar útil en la vida cotidiana para impedir que un diálogo o discusión llegue a conclusiones indeseables por el prójimo es interrumpir la argumentación con expresiones como: «¿Pero de verdad te parece serio el informe Kinsey?», con lo que la carga de la prueba recae inmediatamente en quien defiende un argumento que no puede exponer en su integridad, sencillamente porque las personas no viajamos con el archivo a cuestas.

Cada vez que alguien empieza diciendo eso de reconoce que, la respuesta debe ser, invariablemente: no lo reconozco. No es que seamos perfectos, que no tengamos derivas ideológicas o de formación incompleta, que estemos libres de rasgos de carácter peculiares o problemáticos, pero admitir la existencia de todo esto en la interacción social, sin una correspondencia equipotente, es ponerse en situación de inferioridad ante quien quiere ejercer poder sobre nosotros, invalidando nuestras actitudes, conocimientos o conductas. Hay que exigir siempre la interacción en términos objetivos, sin mezclar rasgos personales, indemostrados o apriorísticos, por muy risueña o informal que sea la forma del presupuesto invalidante.

La adulación

No es raro que al mostrar un trabajo personal, un cuadrito recién pintado o alguna creación de cualquier tipo, pidiendo opinión ajena, busquemos más que un criterio externo sobre lo hecho una manifiesta aprobación. Éste es un mecanismo de autoengaño que forma parte del juego cotidiano de hacer la vida algo menos insoportable e incluso facilitar a la larga una auténtica autosuperación, motivando la persistencia en un camino de progresivo perfeccionamiento. Pero cuando el halago, que si es algo continuo se transforma en pura adulación, no corresponde a una demanda sino que surge desde el exterior más o menos próximo, la expresión amable se suele transformar en un arma de poder.

En primer lugar, es una suerte de pago por anticipado de algo que a su debido tiempo exigirá el adulador; un depósito bancario que devengará intereses inevitablemente. ¿Por qué motivo alguien que no tendría por qué hacerlo se brinda amablemente a prestar una ayuda no demandada? ¿Cómo es posible que expresiones laudatorias sobre las cualidades físicas, profesionales o intelectuales del adulado sean tan discordantes con su autopercepción y además se viertan con tanta persistencia y generosidad? Detrás de la adulación, a la que los humanos somos sensibles en distinta medida, siempre hay un intento de obtener un beneficio para el adulador, aunque no pocas veces se busca un perjuicio para el adulado. Es posible que la sobrevaloración del adulado le haga tomar decisiones erróneas que limiten su libertad o capacidad de reacción o le sean ruinosas. No pocas veces el adulador busca información que no obtendría por medios ordinarios, sin haber facilitado previamente la confianza del adulado y debilitado sus defensas ante la relación o simplemente pretende un trato favorable en algún proyecto vital o económico diseñado con antelación a la relación aduladora.

Todos podemos poner ejemplos clarísimos al respecto del mundo laboral, muy descarados en el juego político, en la promoción jerárquica en medios sociales diversos como la empresa o las iglesias y por supuesto también en la compleja estructura de la familia. Desafortunadamente, la flaqueza de la condición humana oscurece la lente con la que se debe contemplar toda relación, y el placer de la adulación, que es más que humor o broma, puede encontrarnos en situación de déficit de autoestima y objetividad, conduciéndonos por senderos de dependencia y control externo. Ulises se amarró al mástil de su embarcación para evitar que los cantos de las sirena le condujesen por el rumbo de la destrucción, tras taponar los oídos de sus marineros, que remaban; Homero da el antídoto de la adulación ya hace poco menos de tres milenios.

Promoción del despreocupado ocio y trivialización del esfuerzo

Han transcurrido más de dos decenios desde que se puso de moda presumir del número de suspensos que traía la cosecha del presunto estudiante. Incluso se da el caso de que los que obtienen mejores calificaciones procuran ocultarlo, por la posibilidad nada remota de resultar marginados. Lo mismo ocurre con actividades de otra índole. El arte de perder el tiempo se valora como saber vivir, la despreocupación como serenidad, la charla insulsa y prolongada como convivencia. Ya se promociona activamente desde casi todas las instancias del poder la falta de iniciativa como sinónimo de sociabilidad, la vulgaridad en masa como signo de ser buena gente y la improductividad como carencia de egoísta ambición. Se ha llegado a colectivizar el ocio con invasión del descanso adulto, en un ejercicio de halago a la espontánea y alegre juventud. La actividad de los poderes establecidos se entiende muy bien y resulta coherente para un modo de ejercer la autoridad: un pueblo sin iniciativa, sin afán de superación, que desprecia todo lo que no sea colectivo y zafio, se maneja con la misma facilidad que un pastor lo hace con su rebaño y así el poder, el mayor, encuentra pocos obstáculos para pervivir. Algunos síntomas pueden ser reveladores al respecto.

Hace lustros que el llamado fin de semana empezó a adelantarse al jueves por la tarde, llegando incluso a motivar cambios en los horarios de clase en muchos centros. Pero al tiempo fueron apareciendo en distintas ciudades los fenómenos denominados juepinchos, es decir, oferta de tapas y pinchos en distintos bares locales a precios más bajos, lo que ha ido conformando una convivencia social creciente de bar, de rutas de tapeo, de unir la media tarde del jueves con la noche del domingo, para luego retornar al duro quehacer laboral o estudiantil. Incluso ya existe una palabra que refleja tan absurda tendencia: juernes, unión de jueves y viernes. Simpatía, diversión, alegre convivencia, están así al servicio de una sociedad más ovejuna, más manipulable, con progresivo desprecio del sosiego pensante que, aunque sea extraordinariamente satisfactorio, no llena el vacío del placer inmediato y epidérmico de la huída de la yoidad.

El chiste como instrumento de control social

Un amigo comentaba hace algún tiempo que el teléfono móvil, con sus aplicaciones de mensajería y los sistemas de difusión denominados redes sociales, estaban ahorrando muchísimo dinero a las diversas agencias de inteligencia, porque servían en bandeja datos de todo tipo que, convenientemente tratados y organizados, proporcionaban abundante información sobre personas y sus relaciones y sobre hechos que no se conocían por los medios ordinarios de comunicación. Esto es tan evidente que no merece explicación adicional. Un sencillo experimento basta para corroborarlo: busque en la red información sobre hoteles en una localidad o sobre un determinado libro y verá cómo durante un largo periodo de tiempo aparecen en los bocadillos de publicidad de la prensa que consulte habitualmente, informaciones relacionadas con la ciudad a la que pretendía viajar, con alojamientos y restaurantes, o libros de temática concurrente con los que había consultado. Y toda información contenida en red, sea por teléfono o a través del ordenador, es susceptible de ser utilizada de forma legal, alegal o ilegal, sin posibilidad real de control por parte del usuario. A lo que hay que añadir la vertida intencionadamente para manipular, procedente de diversas fuentes.

Pero en el terreno que nos ocupa, la abierta manipulación tanto de los datos obtenidos, involuntariamente facilitados por el usuario de comunicación digital, como los intencionadamente vertidos por grupos de presión, entre los que destacan los propios gobiernos y los partidos políticos, el control de la libertad de pensamiento y consecuentemente la orientación de la opinión para conseguir una conducta previamente planificada en ámbitos concretos, es tremendo. Algo tan sencillo como el control y difusión masiva de chistes, memes ridiculizantes o bromitas malévolas (que además pueden ser luego corregidas para evitar la acción de la Justicia, sabiendo que la difusión ya se ha hecho y que la corrección no seguirá el mismo camino) es brutal. El efecto de un meme aparentemente inocente, un comentario gracioso, para el que se puede invocar el animus iocandi, o algo peor («parece que Fulano tenía un poco de polvo blanco en punta de la nariz», por ejemplo) inundan sospechosamente las redes sociales de forma masiva en momentos concretos.

Es ridículo pensar que cientos de miles de individuos coinciden en el envío y reenvío de tales mensajes, aparentemente humorísticos o solo próximos a la injuria y descrédito, difícilmente punibles. Y entonces resulta más que evidente que una fuerte organización de modificación de la opinión, por ejemplo un gobierno o un partido o un potente medio de comunicación, está detrás de la simpática invasión de chistecitos. Eso crea una atmósfera que se potencia con el reenvío cruzado de mensajes, reforzándose el efecto deletéreo que se pretende obtener. Y además, como la cosa es inocentemente divertida, muchos individuos cooperan en la difusión de consignas cuidadosamente ideadas, disfrazadas de broma o humor y vertidas a las redes por intoxicadores profesionales que nada tienen que ver con el mundo del humor o lo cómico. Y la opinión así subrepticiamente impuesta contribuye a limitar la libertad de pensamiento y elección del apacible ciudadano, que en proporciones desalentadoras piensa que, mientras que los medios convencionales de comunicación (radio, televisión, prensa) pueden estar controlados por grupos de poder, eso no ocurre con las libérrimas redes sociales. La realidad es que ya de forma apabullante, las redes están controladas por las mismas fuerzas que están detrás de los medios convencionales. Y además manejan algoritmos de preferencia y la posibilidad de bloquear o eliminar a usuarios molestos para los propietarios reales.


Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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