Creación

La dama del río

El Cuento Semanal es en esta ocasión obra de Jorge González Aranguren.

La dama del río

/por Jorge González Aranguren/

A Patán, mi perro.

Aquel hombre hablaba poco pero sabía escuchar. Escuchar es muy importante. A los hombres inteligentes se los conoce porque están atentos a las palabras de los otros, a las ideas e imágenes de quienes hablan con ellos. Este hombre hablaba poco, pues sabía lo peligroso que era parlotear a tontas y a locas sin haber meditado antes lo que se va a decir. Aquel hombre era aún joven, aunque se le advertían en el pelo y en el bigote algunas canas muy finas, hebras o hilos, señal evidente de que lo años no pasan en balde. Simón —el nombre de pila— no parecía un comerciante, un empleado o un maestro; su figura iba en consonancia con su afición: la pesca. Aparecía al amanecer, por la tarde o ya entrada la noche, con su caña y la cesta de mimbre, apoyado en el muro de piedra que bordeaba el río.

¡Su río! Simón lo conocía como sus propios brazos, lo notaba dentro de sí. Y sabía que el río no sólo era una parte de la naturaleza, sin más, sino algo cuya vida se asemejaba a la de los hombres.

Simón entendió pronto el carácter del río, o sea: sus gustos y caprichos. Podía estar de buen humor, portarse con decencia o ser grosero, atrabiliario y generoso, exhibir trucos, mostrarse amable con él —con Simón— o llevarle la contraria.

De cualquier forma, la vida de aquel hombre y la del río iban pasando con suavidad y lentitud, como la misma corriente.

Simón era propietario de un perro; se llamaba Patán. Los dos, hombre y perro, solían ir a pescar juntos. Patán tenía este nombre en memoria de un chucho que salía en los dibujos de la tele y resultaba muy simpático por su manera de reírse. Lo hacía poniendo larga la boca, los dientes apretaditos. El perro de la tele se reía con la letra i. ¡Iiiiiiiiiii! hacía Patán, el de carne y hueso; reía con los ojos. Bastaba con mirar aquellos ojitos pardos para conocer si Patán era feliz. Y esto sucedía —la felicidad— cuando Simón lo llevaba con él a pescar al río.

Ya tenemos tres protagonistas: Simón el pescador, su perro Patán y aquel río misterioso que subía y bajaba con las mareas y se permitía parecerse a los hombres.

Y nos queda la lubina.

Las lubinas son unos peces largos y del color de la misma plata. Viven en la mar, donde tienen fama de fieras y voraces; los pescadores suelen llamarlas «lobas». Las lubinas que solía pescar Simón remontaban el río a favor de la corriente, con el ampuje de la marea, cuando, cada seis horas, las aguas marinas trepaban por el río para explorarlo. Entonces, las lobas dejábanse llevar río arriba, sintiendo el gozo de los remolinos del agua y sus cosquillas. En el viaje, estos lustrosos peces se paraban entre las rocas que poco a poco cubría el agua nueva.

Allí se movían unos cangrejos con aspecto de samuráis. Su caparazón parecía una coraza; sus pinzas, espadones o alfanjes. El problema de estas criaturas —sólo saben correr de lado— era mudar el esqueleto una vez al semestre, por desprenderse de él. Durante once días críticos, los cangrejos sentíanse desprotegidos y se ocultaban debajo de las rocas, entre los muros y las algas, en los agujeros de las piedras. Sólo estaban seguros cuando el río llevaba poca corriente, pero, al subir ésta, llenábanse de pavor y eran capturados por los peces más hábiles. Blanditos y sin fuerza, estos pobres seres veían pasar las lubinas frente a ellos. Acaso, de haber sabido, se hubieran puesto a rezar por si aquellos peces terribles se despistaban; pero éstos eran astutos y ¡zas!, uno tras otro, los cangrejos iban camino de las barrigas insaciables.

Simón la llamaba Lista. Lista era una lubina famosa por sus saberes, un hermoso pez que, aparte de Simón, codiciaban otros pescadores. Nuestro amigo estaba empeñado en prenderla. Se lo dijo a Patán, mientras el perro observaba las maniobras de su amo, en el pretil del puente, con la caña, los hilos y el retel.

Lista caerá tarde o temprano. Veras tú.

—Te va a costar mogollón —respondió con los ojos el bueno de Patán.

—No seas pusilánime —siguió diciendo el hombre.

Y Patán, al no saber que «pusilánime» quería decir falto de voluntad, cagueta, se quedó callado sin ladrar una pizca.

Pero Simón tenía fe. Eran muchos años en aquel puente, sobre el río, sabedor de los antojos de una mar que enviaba sus aguas, cada seis horas, hacia arriba.

—Es astuta; sabe que la vigilo —murmuraba Simón en el anochecer. Patán se reía por lo bajini. Como era perro educado, no pretendía fastidiar a su dueño y mentor.

—Ya veremos —mascullaba el chucho, pasándose la lengua por su frío morro de satén.

Para pescar a Lista, Simón recurrió a todos sus conocimientos. Supo que reposaba junto a unas rocas, en el límite de la ciudad, bloques sobre los cuales se veían saltar espumas. Ella tenía su cubil cerca de un arrastrero hundido en el acantilado, preso en el fondo arenoso para siempre. (Porque los barcos que se van a pique son buen refugio de los huéspedes de la mar. El perfil de estos buques naufragados se llena siempre de algas, conchas y moluscos. Pasado un tiempo, ya no se reconce la silueta del barco, convertido en una larga roca sobre la arena del fondo.)

Lista, en efecto, vivía allí; dispuso de dormitorio junto a a la cabina del capitán. Para entrar y salir cruzaba los barrotes que sujetan habitualmente la rueda del timón. Encima del timón había un escudo: en él podía leerse el nombre inglés de aquel barco fantasma. Pero Lista nunca supo leer, ni falta que le hacía.

—A las lubinas les gusta la luna nueva —dijo Simón como para sí.

—Tú sabrás —ladró bajito su acompañante, que aquella noche estaba de malas pulgas porque llovía sobre el puente y él estaba mojado.

—El novilunio y los cangrejos de muda —explicó Simón mientras daba giros al carrete y recogía el sedal.

—Voy a resfriarme —protestó Patán y puso cara de víctima.

—Aguarda un poco —siguió nuestro pescador—. Pruebo un nuevo hilo, invisible dentro del agua. Lista está kaput.

Además de hilo, Simón empleó otras astucias. Pasaba mucho tiempo en el acantilado, tras el ir y venir de los peces y de las olas. Los peces grandes vivían muy a gusto en aquel pecio hundido que, si el agua estaba trasparente, se veía desde las rocas como si fuera un cachalote apoyado en la arena.

Fruto de aquellas vigilancias fue saber que el alimento de Lista —la cosa más apetecible— era el gusano o somorro, un bichito con forma de tubo corredor, enterrado en el suelo marino.

—Ya lo sé —dijo Simón un día de viento norte, mientras se inclinaba sobre la roca más puntiaguda para observar el barco sumergido.

—¿Qué sabes tú? —preguntó una gaviota, por encima de él.

—Sé la dieta de Lista, sus días de más apetito y hasta dónde suele subir.

—Malo es ser vanidoso —graznó el pájaro, virando en el aire fácilmente con las plumas timoneras. Simón ni lo miraba, sólo tenía un pensamiento.

—No tiene escapatoria —murmuró.

Nuestro Simón siempre aguardaba las grandes lunas de septiembre. (La luna y la mar se llevan bien y hasta dependen, en ocasiones, la una de la otra.) Septiembre es tiempo de buenas pescas, de grandes lunas, de mareas que traen desde lo profundo grandes masas de agua. También conducen a las criaturas que viven bajo las olas en un espacio verde y lleno de maravillas.

Con la última luna nueva, aparecida en el cielo cual rodajita de limón, nuestro amigo había preparado los aparejos. Cogió su caña más recia, de bambú, sus sedales más engañosos, sus anzuelos favoritos y unos gusanos que serían para Lista bocados irresitibles. Lo cogió todo y se fue al puente a esperar.

Las dos primeras noches no pasó nada. Hacía tal relente, que Patán se convirtió en un ovillo junto a la cesta del pescador. Aun así, tiritaba. La tercera noche cambió todo y se puso a soplar el suroeste.

—Buena señal —masculló Simón, con el cuello del impermeable levantado hasta las orejas.

—Grrrrrrrrr… —le contestó Patán en el entresueño.

Una hora antes de amanecer, la punta de la caña se inclinó sobre el muro del puente como si pretendiera irse al agua. El hilo del carrete empezó a deslizarse con suavidad.

—Ha picado —dijo Simón en voz alta. Patán, en su modorra, no supo qué decir.

—¡Ya está, ya eres mía, caíste! —gritó el pescador, adivinando lo que pasaba en las aguas oscuras.

Fue trayendo a Lista poquito a poco, dejándola luchar. A veces, el pez se iba de cabeza al fondo, con idea de enredar el hilo. Otras, procuraba cruzarse de través para ofrecer mayor resistencia. Labor inútil. Simón conocía su oficio. Con cuidado arrimó el pez a las escalerillas, en un borde del puente.

—Seis kilos más o menos, eh —dijo Simón, ya derrotada Lista, estimando su peso. Patán le contradijo:

—Cinco más bien escasos. No presumas.

El cielo empezaba acoger un tono difuso. Era el amanecer cuando Simón, al fin, subió por las escaleras con Lista cogida de las agallas. Una vez en su sitio, pescador y pescado se quedaron un momento quietos, mirándose.

—Me costó mucho, pero ya eres mía —se exaltó Simón, lleno de júbilo.

A Lista le costaba respirar. La luz, aunque fuese escasa, le dañaba los ojos. Abrió la boca y contestó muy bajito:

—Eres tonto.

El orgullo del pescador no esperaba estas palabras.

—Sé leal —le dijo el hombre—. Te gané la partida.

El pez se tomó unos segundos.

—Voy a hacerte una proposición —dijo en un ahogo.

—Vale, pero sin trampas.

—Te daré tres razones para que me devuelvas de nuevo a la mar.

Simón se echó a reír. Pero a Patán le daba pena aquel bicho.

—¿Por qué tres? —preguntó el otro—. Me parece un abuso.

—El tres es un número mágico —prosiguió Lista—. Tú, que sabes tanto, debes admitirlo.

—Al rollo. No te queda mucho tiempo.

Lista movió un poco la cola.

—Lo haré de prisa —aseguró—. El oxígeno me hace muy débil

—Soy todo oídos.

La lubina hizo un esfuerzo para que no se le notase el temblor de la voz.

—Primero —dijo—, tú eres un deportista. Aunque me guises y me comas, lo mejor ya ha pasado: no volverás nunca a atraparme. Se acabó. Contarás mi historia como algo que nunca se volverá a repetir.

—¿Y qué?

—Al principio no te importará. Luego, pasados algunos meses, va a pesarte este encuentro. Y soñarás que me perdiste.

—Tratas de liarme —dijo Simón con la boca ya seca—. Habrá otros peces.

—¡Ninguno igual a mí!

—Ah.

Lista se dio la vuelta para ponerse algo más cómoda. Sus escamas relampagueaban.

—Escúchame —dijo en un murmullo—: llevas año y medio con ganas de pescarme. Y lo hiciste porque te gusta la lucha, te molan los desafíos. Has ganado. Ahora se acabó.

—Eso parece.

Lista no quiso rendirse:

—Si me devuelves con los míos, podrás volver a cogerme. Es una nueva oportunidad.

Simón miró a su perro. Patán estaba en actitud de medir la propuesta. Después, el hombre dijo:

—Acepto la primera razón. Te quedan dos.

—La segunda —siguió la prisionera— es que entre tú y yo no hay nada personal. ¿O me equivoco?

—Eso es muy cierto. No tengo nada contra ti.

—Estamos vivos y nos caemos bien —susurró Lista con voz de flauta. Tu residencia es la tierra y pareces feliz. Yo estoy contenta en la mar. Somos compañeros de viaje.

—Si lo miras desde ese lado…

—Y entre compañeros de viaje, ¿no es de pésimo gusto tratarse mal?

El cielo, por la parte del este, se volvía del color de los albaricoques. Las gaviotas, en grandes círculos, no acaban de despabilarse.

—Tus dos razones me han convencido —admitió Simón a regañadientes. Pero te falta la tercera.

Lista movió la cola con lentitud.

—Apenas me queda tiempo —musitó.

—Pues date prisa.

Ahora, ella reunió sus fuerzas para decir:

—Por si no lo sabes, soy una dama, la oscura Dama de este río. Pueden decírtelo otros peces o las mareas del otoño.

—Hace honor a su nombre —reconoció Patán, casi admirado.

Los barrenderos que hacia aquella hora cruzaban el puente tras sus carricoches vieron, entre dos luces, a un hombre con su can. Bajaban ambos al río por las escalerillas; no parecían muy importantes.

Simón bajó los escalones con cautela. Lista brillaba entre sus brazos. En el límite del agua la dejó ir. Ella se sumergió dulcemente. Dio después una vuelta para cobrar empuje. Patán, de oído muy aguzado, oyó que Lista le decía a Simón:

—Eres todo un caballero. Mi caballero.

El hombre se agachó para tocar al chucho. Éste tenía otra luz en los ojos, algo diferente.

—No me irás a llorar, eh —dijo Simón.

El perro se alzó de patas para tocar con el hocico la nariz de su amo. Éste notó, por un instante, el contacto húmedo y caliente, como un beso que le protegiera. Era un beso que le daba el mundo. Se sintió fuerte y muy feliz.


Jorge González Aranguren (San Sebastián, 1938) obtuvo los premios Ciudad de Irún con Largo regreso a Ítaca y otros poemas (1972) y Adonais con De fuegostigres, ríos (1976). El volumen Fuego lento (1989), publicado por la Universidad del País Vasco, reúne sus nueve primeros poemarios, a los que siguieron Aquellas casas (2003), Qué perezosos pies (2007) y Así como nosotros (2018). En 2005 la revista La Ortiga le dedicó un número monográfico y parte de su obra ha sido traducida a alemán, inglés, francés, italiano, euskera y mallorquín. El cuento que publicamos pertenece al volumen Un resbalón hacia el cielo, de próxima publicación.

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