Poéticas

Vicente Núñez: el viento no me traerá sus ojos

Vicente Núñez nos enseña que la poesía puede ser cualquier cosa. Esa enseñanza nos libera. Su literatura no responde a nuestras preguntas, nunca nos deja saber si estamos equivocados. Hay que seguir inadvertidamente sus pasos.

Vicente Núñez: el viento no me traerá sus ojos

/una reseña de José de María Romero Barea/

La sabiduría consiste, tal vez, en no indagar en los significados. ¿Por qué no entregarnos a los flujos y reflujos del discurso, al disfrute de la (sur)realidad, mientras las palabras deciden por sí mismas cómo unirse a la brisa (poética)? Se insiste aquí en una lógica de índole prescriptivo: «Moveos, ¡aéreos!/ Y que se note bien que somos llamas/ futuras» (X). Los himnos son caricaturas satíricas en intención, cuya hambre metafísica permanece: «¿Qué osáis dormidos/ sobre el tejado de mi infancia?». (VIII). Son criaturas que se revelan en la precipitación. En el descenso. En el desafío.

En Himnos a los árboles (1989) es cada vez más difícil conectar las imágenes. Todas las hebras son existenciales, vestigios de la visión del hablante, relacionada con la teoría de cuerdas o incluso los hilos de un imaginario foro de Internet: «Porque surgís incólumes/ en todos los recodos/ de mis deserciones» (I). Al final de la tercera composición, los versos se convierten en lemas en cursiva para subrayar la ironía mor(t)al de su indagación: «Si estamos condenados al incendio/ será con el divino rayo de lo eterno».

La gran poesía, escribe T. S. Eliot, comunica antes de ser entendida. Algunos autores se comunican con nosotros de una manera que rinde homenaje al lenguaje al mismo tiempo que lo trasciende. Los mejores poetas eluden las categorías. El desconcierto es el precio que pagamos por su desconcertante lírica. Pero la sinrazón es también la condición de la lírica moderna, y si hay un poeta moderno, ése es Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, 1926-2002).

«No tengo nada que decir y lo digo: eso es poesía», sostiene el compositor norteamericano John Cage. Definir la obra del pensador cordobés es aprender que las palabras no son la herramienta más adecuada para evaluarla. Es su tonalidad directa, su encanto casi conversacional, lo que hace que su lectura sea un placer. Fácil construir el pastiche de una trayectoria, indistinguible de lo real. Los ejemplos de la antología Canción antigua (y su traducción al inglés, An Old Song; Diputación de Córdoba, Fundación Vicente Núñez, 2018) están bien escogidos. Uno a veces tiene la sensación de que todas las composiciones son parte de una única composición, un largo monólogo que uno podría seguir escuchando hasta el infinito.

Las palabras se conectan mediante una antítesis cómica: «Todo/ esgrimía olor» (III). Son el anuncio de algo que no va a suceder. Su interpretación encaja con la teoría del poema como variación en fuga. Del poeta con las rodillas magulladas. Del perro que ladra a la nada. Por nada. El lamento aquí es un sustantivo de infinitas sílabas, una bocanada asfixiante de violencia: la de una voz enterrada en gritos. No lugar convenientemente alejado: «el viento, en esta/ nubosa y lenta tarde de noviembre,/ no me traerá sus ojos» (XI).

La colección póstuma Rojo y sepia (1987) se solaza en la idea de unidad. Espacio comunal en una colmena de propiedad privada, la estructura es el tema ideal para una disputa de carácter colectivo. Su paisaje sonoro captura fragmentos de conversación. Imputa voces distintas a las del hablante. Interrupciones y malentendidos se insinúan: oraciones cortas, versos detenidos. Estado de ánimo en staccato, vate enojado, cuya cólera baila, sin embargo, con pies ligeros.

La impaciencia burlona se hincha en alegorías. Personaje de dibujos animados. Dios desafía a través del viento, del terremoto y el fuego, aunque Él, Dios, no está en ninguno de ellos: «Recurro a textos, corro, abro/ los consultorios del cristal. En vano./ No llegan. Nadie/ me los devuelve» (XIX). La voz inmóvil se deshace en frases demolidas. La lírica no es reclamo, sino equilibrio: ejercicio de culturismo, elevación de lo leve, acuerdo para la muerte. El orador corrige el malentendido a través de una persona interpuesta: «Si pronuncio,/ proclamo el mundo y sus bosques,/ me ciño a lo que sin quererme, sostengo» (XL). Serendípicos, casi homónimos, sonreímos, pero con incomodidad. Acusamos el peso del estilo. El homófono ventoso nos acaricia. La caricatura, como un huracán, borra las huellas.

Enigmática, genial, desconcertante. Las descripciones de la obra de Núñez son tan variadas como su persona. Si todo adjetivo simboliza lo hermoso de no ser definido, la lírica del autor de La gorriata (1990) elude definición y pronombre, intención y género. No trata de expresar o confesar. Se trata de experimentar. Su trayectoria se reafirma en el principio de que no hace falta descifrar las palabras: sólo vivirlas. Su canción es inocencia y experiencia. Flotamos entre sus ricas potencialidades siempre jóvenes, dejando que el proceso trascienda la resolución mientras nos encontramos en casa en sus numerosas estaciones.

Los traductores Sue Burke y Christian Law han creado un espacio que nos permite captar las incesantes contradicciones del cordobés. No tratéis de entenderlo del todo, nos recuerdan: al fin y al cabo, comprender es vivir, día a día, experiencia tras experiencia. Las progresiones del creador de Sonetos como pueblos (1989) nos atraen e implican. Hay aquí frutos de sentido esperando ser recogidos y saboreados. Su sensibilidad hacia el lenguaje, sus ritmos y cadencias, son exquisitos: como si sus antólogos quisieran concentrarse en una poesía que reside en las palabras que emplea. Se diría que para ellos interpretar es unir restos de significado. Prestar atención, ser alertados de algo que inicialmente no comprendemos.

Vicente Núñez nos enseña que la poesía puede ser cualquier cosa. Esa enseñanza nos libera. Su literatura no responde a nuestras preguntas, nunca nos deja saber si estamos equivocados. Hay que seguir inadvertidamente sus pasos. Nada mejor que elegir, al azar, un poema de la colección. O mejor, su traducción. Las versiones de la profesora de la Universidad de Wisconsin y el traductor de Shakespeare y John Donne no se equivocan. Su trabajo está cerca del corazón del aguilarense. O tal vez lo mejor sea, una vez leídos, olvidar poemas y versiones (junto a estas palabras). Permanezcan los ojos abiertos, la sonrisa de felicidad, la promiscuidad del pensamiento y la certeza de haber sido iluminados por uno de los mejores poetas de nuestro tiempo.


José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor, entre otras obras, de los poemarios Resurrecciones (2011), (Mil novecientos setenta y) Dos (2011) y Talismán (2012), que conforman la trilogía El corazón el hueco, primera sección a su vez del proyecto Poesía (qué si no). El primer libro de la segunda sección, Un mínimo de racionalidad, un máximo de esperanza salió publicado en 2015. Romero Barea también es autor de la trilogía narrativa Interrupciones, formada por Hilados coreografiados (2012), Haia (2015) y Oblicuidades (2016), y ha traducido los poemarios Spanish sketchbook, de Curtis Bauer (España en dibujos, 2012); Disarmed, de Jeffrey Thomson (Inermes, 2012) y Gerald Stern. Esta vez. Antología poética (2014). Además, colabora con reseñas, entrevistas y traducciones en publicaciones de ámbito nacional e internacional como El País (Babelia), Le Monde Diplomatique, La Vanguardia (Revista de Letras), Claves de Razón Práctica, Ábaco, Quaderni Iberoamericani, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte. Los volúmenes La fortaleza de lo ilegible (2015) y Asalto a lo impenetrable (2015) incluyen una amplia selección de su obra crítica.

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