mirar al retrovisor
El gran expolio
/por Joan Santacana Mestre/
Hay muchas razones para prescindir del petróleo como combustible o carburante y no vamos a insistir en ello. Sin embargo, la cruzada que se ha emprendido contra los vehículos con motor de explosión parece, a ojos de un profano, como mínimo sospechosa. Veamos lo que está ocurriendo en Europa: nuestras ciudades, colapsadas de vehículos, adoptan estrategias para su reducción más o menos drástica, empezando por las prohibiciones del motor de gasoil. No está claro que estos motores por ser de gasoil contaminen más que otros, pero esto, ahora, no es relevante, ya que en una década la prohibición se extenderá a todos los demás vehículos con motores de explosión, exceptuando determinados sectores, como por ejemplo el militar.
En este tiempo, millones de familias verán como el valor de sus vehículos se hunde y deja de tener cotización en los mercados de segunda mano, excepción hecha de los países del llamado Tercer Mundo, que heredarán presumiblemente toda esta chatarra. La pérdida del valor de los vehículos, provocada por las prohibiciones y por la publicidad negativa que recibirán, nos obligará a comprar coches eléctricos que, aun cuando su mecánica parece más sencilla, se venden simplemente a precios al triple de los de motor de explosión.
En este intervalo de tiempo —entre la desaparición del motor de explosión y la adquisición progresiva de motores eléctricos—, las grandes marcas de fabricantes de automóviles realizarán una brutal acumulación de capital. Pocas veces en el pasado las clases medias habrán sido desposeídas de una forma tan brutal como acontecerá en un futuro inmediato. De hecho, la inmensa mayoría de los aproximadamente 150 millones de familias europeas trabajarán durante cinco o seis años para adquirir un vehículo en la modalidad que sea (propiedad, renting, etcétera). Esta acumulación de capital les permitirá seguir manteniendo sus monopolios sobre el transporte en el continente. Y sólo estoy hablando de Europa.
Como puede observarse, el peligro de un mundo contaminado, con sus secuelas de cambio climático y destrucción del planeta, recuerda las profecías bíblicas que anunciaban terribles calamidades a causa de la maldad humana. Las mujeres y hombres de estas generaciones, con nuestro consumo disparado, estamos provocando todos estos males. Por lo tanto, con el peso abrumador de la propia culpa, aceptaremos el castigo de tener que trabajar durante un largo lustro para cambiar el coche con motor de explosión sucio, contaminante y ruidoso por uno de eléctrico, limpio, ecológico y silencioso.
Esta historia me recuerda a otra anterior, que aconteció hacia 1973. En aquel entonces, la mayoría de la gente culta en el mundo occidental estaba convencida que el petróleo era una materia prima que se agotaba. La visión del agotamiento del petróleo ofrecía la imagen de un mundo apocalíptico. En aquel contexto, en octubre de aquel año, la Organización de Países Exportadores de Petróleo decidió restringir sus exportaciones de crudo (la excusa era Israel) con el consiguiente aumento del precio la energía. Ello disparó una inflación brutal, con la consiguiente recesión económica.
Sin embargo, los países productores aumentaron lo único que podían aumentar, que era el coste de extracción, porque los costes de refinería, distribución y producción no estaban en sus manos; como tampoco estaban en sus manos los impuestos que los gobiernos ponen sobre algo tan fácil de controlar como el carburante. Cuando se analiza cada componente del precio del crudo, resulta fácil darse cuenta de que los países productores ganaron unos pocos dólares más por cada barril, pero los márgenes de los mayoristas, de las compañías de distribución y los impuestos del estado (siempre cercanos al 60% del precio del barril) fueron los que realmente crecieron. Entonces, ¿no sólo fueron los árabes los que se beneficiaron? Ciertamente, no: la crisis y la recesión la pagamos todos hasta principios de la década de los ochenta, pero la crisis no afectó a todos por igual. Las grandes compañías petroleras, con los enormes beneficios generados por aquella estrangulación de oferta, obtuvieron el capital necesario para iniciar las perforaciones en Alaska, para expandir sus tentáculos hacia fosas marinas hasta entonces intocadas, para investigar fórmulas nuevas con las que generar más beneficios. En definitiva, nosotros pagamos su expansión.
¿No les parece que esta vez, con los automóviles, está ocurriendo algo parecido? Ahora, como entonces, se parte de una crisis energética y de un miedo —real o ficticio— que nos han infundido; ahora, como entonces, resignados ante el miedo y apesadumbrados por la propia culpa, aceptamos doblegarnos a una nueva descapitalización familiar; ahora, como entonces, los que han provocado la crisis son los principales beneficiarios y, ahora, como entonces, estas grandes corporaciones industriales conseguirán que todos nosotros paguemos su ampliación de capital. ¡Y el mundo seguirá dando vueltas sin que el petróleo se agote! Ahora ya no se insiste en un agotamiento de recursos.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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